El sonido de un caracol salvaje al comer
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Como resultado, descubre el consuelo y la sensación de asombro que despierta esta misteriosa y magnífica criatura y llega a una mayor comprensión de su propio lugar en el mundo. Intrigada por la anatomía de molusco del caracol, las defensas crípticas, la clara toma de decisiones, la locomoción hidráulica y las actividades de cortejo, Bailey se convierte en una observadora astuta y divertida que ofrece una mirada sincera y cautivadora a la curiosa vida de este pequeño y subestimado animal.
El sonido de un caracol salvaje al comer es un ensayo ligero y de una belleza honesta sobre la enfermedad, la recuperación y cómo a veces son las pequeñas cosas que ocurren en nuestras vidas las que nos hacen darnos cuenta de lo que realmente importa y de quiénes somos. Un extraordinario y profundamente conmovedor viaje de supervivencia y capacidad de recuperación, destinado a convertirse en un clásico, que nos muestra cómo una pequeña parte del mundo natural puede iluminar nuestra propia existencia humana, a la vez que proporciona una apreciación de lo que significa estar plenamente vivo.
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May 18, 2022
Simplemente hermoso, me encantó la manera en como compagino el ser humano con los caracoles. Estos seres vivos que pasan de desapercibidos son maravillosos.
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El sonido de un caracol salvaje al comer - Elisabeth Tova Bailey
Prólogo
«Los virus constituyen piezas fundamentales
del entramado de la vida».
LUIS P. VILLARREAL,
«The Living and Dead Chemical Called a Virus»
(La sustancia química viva y muerta llamada virus),
2005
Desde la ventana del hotel disfruto de una vista panorámica que se extiende sobre un lago profundo y glacial hasta las laderas de las colinas, con los Alpes al fondo. Con el crepúsculo, las colinas se desvanecen entre las montañas y luego todo desaparece en la oscuridad.
Después del desayuno, deambulo por las empedradas calles del pueblo. La escarcha ha desaparecido del suelo y las enormes matas de romero se desperezan aromáticamente al sol. Cojo una senda que serpentea subiendo las escarpadas y silvestres colinas y deja atrás a los rebaños de ovejas. En lo alto de un saliente almuerzo pan y queso. Al final de la tarde, junto a la orilla, encuentro fragmentos de cerámica antigua, con los bordes suavizados por las olas y el tiempo. Dicen que una gripe muy virulenta se está cebando con los habitantes del pueblo.
Pasan unos cuantos días y llega una noche delirante. Tengo un sueño inquieto con ferris que hacen travesías de ida y vuelta. Los pasajeros llaman en la oscuridad y me despierto sobresaltada. Cada vez que me vuelvo a dormir el sonido del agua en el lago parece tirar de mí. Algo le pasa a mi cuerpo. Nada está bien.
A la mañana siguiente me siento débil y soy incapaz de pensar. Algunos de mis músculos no responden. El tiempo es algo extraño. Me desoriento; las calles tienen demasiadas direcciones. Los días pasan mezclándose los unos con los otros. Hago mi maleta, pero, por alguna razón, me resulta imposible levantarla. Parece estar pegada al suelo. De algún modo consigo llegar al aeropuerto. En el vuelo transatlántico voy sentada junto a un cirujano que está enfermo: estornuda y tose constantemente. Las vacaciones que por fin me he tomado y que tanto necesitaba no han salido como estaba planeado. Estaré bien; solo quiero llegar a casa.
Tras una escala en Boston aterrizo en el pequeño aeropuerto de Nueva Inglaterra cerca de la medianoche. En el aparcamiento, al inclinarme para quitar la nieve que bloquea mi coche, la pala se convierte a ratos en la muleta que necesito para mantenerme erguida. No sé cómo llego hasta casa. A la mañana siguiente me desmayo nada más despertarme. Diez días de fiebre con un dolor que me martillea la cabeza. Urgencias. Análisis. Nunca he estado tan enferma. Ni la neumonía que pasé de niña ni la mononucleosis del instituto fueron nada en comparación con esto.
Unas semanas más tarde, mientras descanso en el sofá, empiezo a caer en una profunda oscuridad y sigo cayendo y cayendo hasta estar increíblemente lejos. No puedo volver; no puedo llegar hasta mi cuerpo. La lejana sirena de una ambulancia. Los lejanos sonidos de la conversación de los médicos. Los párpados me pesan como piedras. Intento abrirlos un poco, solo unos segundos, pero vuelven a cerrarse en contra de mi voluntad. Lo único que puedo hacer es respirar.
Los médicos sabrán qué hacer para curarme. Arreglarán esto. Sigo respirando. ¿Y si dejo de respirar? Necesito dormir, pero me da miedo hacerlo. Intento velar por mí. Si me duermo, puede que nunca despierte.
01
Violetas silvestres
«Está a mis pies
¿cuándo llegaste hasta aquí,
caracol?».
KOBAYASHI ISSA (1763-1828)
Al principio de la primavera, una amiga mía fue a dar un paseo por el bosque y, al fijarse en el sendero, a sus pies vio un caracol. Lo cogió, lo colocó con cuidado sobre la palma de la mano y volvió al estudio en el que yo estaba convaleciente. Vio que había unas violetas silvestres al borde del césped. Fue a por una pala de jardinería, sacó unas cuantas violetas con tierra, las trasplantó a una maceta de terracota y colocó al caracol debajo de las hojas. Entró al estudio con la maceta y la dejó junto a mi cama.
—Me he encontrado un caracol en el bosque. Lo he traído y está justo aquí, debajo de las violetas.
—¿Ah, sí? ¿Por qué lo has traído aquí?
—No sé. Pensé que te gustaría.
—¿Está vivo?
Mi amiga cogió la concha marrón del tamaño de una bellota y miró dentro.
—Creo que sí.
«¿Y por qué tendría que gustarme un caracol?», me pregunté en silencio. ¿Qué narices podía hacer con él? No podía levantarme de la cama para devolverlo al bosque. No era de mucho interés y, si realmente estaba vivo, la responsabilidad —especialmente la responsabilidad por un caracol, algo tan fuera de lugar— era aplastante.
Mi amiga me dio un abrazo, se despidió y se fue.
A la edad de treinta y cuatro años, durante un breve viaje a Europa, un misterioso patógeno vírico o bacteriano se había cebado conmigo, provocándome graves síntomas neurológicos. Yo creía que era indestructible. Pero no lo era. Pensaba que si me pasaba algo, la medicina moderna me curaría. Pero no lo hacía. Los especialistas de varias clínicas importantes no lograban diagnosticar al culpable de mi infección. Estuve entrando y saliendo del hospital durante meses y las complicaciones eran potencialmente fatales. Un fármaco experimental consiguió estabilizar mi estado, aunque tardé varios agotadores años en recuperarme parcialmente y volver a trabajar. Mis médicos decían que había superado la enfermedad y yo quería creerlos. Me sentía eufórica al ver que casi había recuperado mi vida.
Sin embargo, sin previo aviso sufrí una serie de insidiosas recaídas y volví a estar postrada en la cama. Unas nuevas pruebas, más sofisticadas, revelaron que la mitocondria de mis células no funcionaba correctamente y que se habían producido daños en mi sistema nervioso autónomo; todas las funciones que no se controlan conscientemente, como la frecuencia cardiaca, la presión arterial y la digestión, estaban descontroladas. El fármaco que antes me había ayudado, ahora me estaba provocando unos peligrosos efectos secundarios; lo retirarían pronto del mercado.
Cuando el cuerpo se vuelve inútil, la mente sigue corriendo como un sabueso a lo largo de unas ya trilladas pistas de neuronas, siguiendo el rastro de las preguntas que se repiten: la confusa familia de los porqués, los qués y los cuándos, y su extremadamente alejado familiar el cómo. La búsqueda es exhaustiva; las respuestas, esquivas. A veces la mente se me quedaba en blanco y apática; otras veces la inundaban tormentas de pensamientos, una tremenda tristeza y una sensación intolerable de pérdida.
Habida cuenta de la facilidad con la que la buena salud infunde sentido y propósito a la vida, es sorprendente la rapidez con la que la enfermedad nos roba esas certidumbres. Lo único que podía hacer para superar cada momento era reflexionar y cada momento me parecía una hora interminable, y pese a ello, los días pasaban inadvertidamente en silencio. El tiempo que no se utiliza y solo se soporta también desaparece, como si el propio tiempo estuviera muriéndose de hambre y se tragara cada día de un solo bocado, sin dejar migajas ni recuerdos ni ningún rastro de él.
Me habían trasladado a un pequeño estudio en el que podía recibir los cuidados que necesitaba. Mi casa, en el campo, a unos ochenta kilómetros de allí, estaba cerrada. No sabía cuándo volvería, ni si podría volver. En esos momentos, la única forma de volver era cerrar los ojos y recordar. Veía los primeros días de la primavera en mi casa de campo, las violetas silvestres de color morado —como las que tenía junto a la cama— que crecían exuberantes por todo el jardín. Y las pequeñas y aromáticas violetas de color rosa que había plantado en el bosque al norte de la casa —que también habrían florecido—. Aunque habitualmente no resistían el duro clima del norte, mis violetas habían conseguido sobrevivir. En mi mente podía oler su dulzor.
Antes de enfermar, mi perra Brandy y yo solíamos pasear por la zona del bosque que se extendía más allá de la casa hasta llegar a un arroyo escondido y alimentado por las aguas de las montañas. La canción sobre el tiempo y las estaciones que susurraba el arroyo nos acompañaba mientras lo cruzábamos una y otra vez pasando por encima de los cantos rodados parcialmente sumergidos. En el camino de vuelta a casa, en el punto más pantanoso de todos, encontré encaramadas sobre pequeñas islas de raíces y musgo unas diminutas violetas silvestres de color blanco con una suave línea morada en el centro de los pétalos.
Las violetas silvestres de la maceta junto a mi cama estaban frescas y llenas de vida, al contrario de lo que ocurría con el típico ramo de flores que me traían otros amigos. Esas flores solo duraban unos cuantos días y dejaban tras de sí un agua turbia y maloliente en el jarrón. Cuando era joven me ganaba la vida como jardinera, así que me alegraba tener este trocito de jardín junto a mi cama. Incluso podía regar las violetas con el vaso que usaba para beber.
Pero ¿qué hacer con este caracol? ¿Qué podía hacer con él? Por pequeño que fuera, estaba ocupado con sus cosas cuando lo cogieron del suelo. ¿Qué derecho teníamos mi amiga y yo a trastocar su vida? Aunque tampoco era capaz de imaginar el tipo de vida que tendría un caracol.
No recordaba haber visto ningún caracol durante mis incontables excursiones por el bosque. Quizá, pensé, mientras miraba la sosa criatura marrón, no recordaba haber visto ninguno precisamente porque pasan desapercibidos. Durante el resto del día el caracol se quedó dentro de su concha y yo estaba tan exhausta tras la visita de mi amiga que no volví a pensar
