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Historia secreta mapuche 1: Argentina
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Libro electrónico438 páginas8 horas

Historia secreta mapuche 1: Argentina

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«La historia la escriben los vencedores», sentenció el escritor inglés George Orwell. Esto bien lo saben los mapuche. ¿Cómo se entiende que un pueblo guerrero en el siglo dieciséis, diplomático en el diecisiete, rico y ganadero en el dieciocho y diecinueve, pasara a ser más tarde en la historia oficial chileno-argentina una tropa de "salvajes y bárbaros"? ¿O que sus grandes líderes y estadistas, que parlamentaron siglos con la Corona Española y mantuvieron luego nutrida correspondencia con mandatarios de ambas repúblicas, fueran degradados a indios "traidores" y "rencorosos", "ladrones" y "borrachos"? «El único deber que tenemos con la historia es reescribirla», señaló el poeta y dramaturgo irlandés Oscar Wilde. En este nuevo libro del periodista Pedro Cayuqueo, la historia mapuche es reescrita para honrar la memoria de sus ancestros. Pero no se trata de un anecdotario. Mucho menos de un panfleto. Un gran trabajo de investigación y extensa bibliografía que incluye a destacados académicos, así como memorias de cronistas y viajeros que recorrieron en tiempos pasados el Wallmapu libre, sostienen cada una de sus páginas. El autor revisita, haciendo uso de la crónica periodística, la fascinante historia de resistencia de su pueblo. Y lo hace de manera diferente, entretenida, casi en lenguaje cinematográfico, como si se tratara de una serie de Netflix. Nunca antes la historia mapuche la contaron así.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 mar 2023
ISBN9789564150031
Historia secreta mapuche 1: Argentina

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    Historia secreta mapuche 1 - Pedro Cayuqueo

    CAYUQUEO, PEDRO

    Historia secreta mapuche 1 / Pedro Cayuqueo

    Santiago de Chile: Catalonia, 2019

    384 pp. 15 x 23 cm

    ISBN 978-956-324-708-4

    ISBN digital 978-956-415-003-1

    GRUPOS RACIALES, ÉTNICOS, NACIONALES

    305.8

    Imagen de portada: Millamán, lonko mapuche-pewenche, junto a sus guerreros en las inmediaciones de Ñorquín. Millamán respondía al mando del ñizol lonko Reuque-Cura. 1882. Archivo General de la Nación

    Composición: Ximena Morales Sanhueza

    Edición: Sergio Infante

    Corrección de textos: Valentina Rodríguez

    Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.

    Primera edición impresa en Argentina: mayo 2019

    Distribuye: Editoral Del Nuevo Extremo S.A. / www.delnuevoextremo.com

    ISBN 978-956-324-708-4

    ISBN digital 978-956-415-003-1

    Registro de Propiedad Intelectual Chile N°A-281237

    © Pedro Cayuqueo, 2019

    © Catalonia Ltda., 2019

    Santa Isabel 1235, Providencia

    Santiago de Chile

    www.catalonia.cl - Twitter: @catalonialibros

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Í N D I C E

    PRÓLOGO

    WALLMAPU

    EL PAÍS DE LOS MAPUCHE

    Villalobos y Casamiquela

    Los mongoles de América del Sur

    Los mal llamados araucanos

    La Logia Lautaro

    Las Cartas pehuenches

    O'Higgins y los mapuche

    Una nación libre y soberana

    Lonkos de visita en Buenos Aires

    Patagonia, el país que visitó Darwin

    EDMOND REUEL SMITH

    UN GRINGO POR WALLMAPU

    De Estados Unidos a Wallmapu

    El palacio real de Mañilwenu

    Una sociedad culta y honrada

    LUCIO MANSILLA

    EXCURSIÓN A LOS RANQUELES

    Rumbo sur por la rastrillada

    Llegada a las primeras tolderías

    Cara a cara con Mariano Rosas

    CALFUCURA

    El NAPOLEÓN DE LAS PAMPAS

    La Confederación Mapuche

    La batalla de San Carlos

    La tribu de los Coliqueo

    GENERAL ROCA

    EL CAZADOR DE INDIOS

    La Conquista del Desierto

    La manta pewenche de San Martín

    MAÑILWENU

    EL SABIO DE LA TRIBU

    El toqui que nunca pactó

    Game of Lonkos

    El Parlamento de Tapihue

    La correspondencia del toqui

    BARROS ARANA Y CIA.

    LOS IDEÓLOGOS DE LA INVASIÓN

    Civilización versus barbarie

    La Revista Católica

    El bergantín Joven Daniel

    ORÉLIE ANTOINE I

    EL REY DE LA ARAUCANÍA

    Nace la monarquía constitucional

    ¿Un agente del rey de Francia?

    Un reino que aún existe en la ONU

    CORNELIO SAAVEDRA

    LA CONQUISTA DEL OESTE

    Estalla la guerra civil

    Plan de ocupación de la Araucanía

    Luz verde a la invasión de Wallmapu

    La refundación de Angol

    JOSÉ SANTOS KILAPÁN

    EL ÚLTIMO TOQUI DE ARAUCO

    Saavedra invade el Lafkenmapu

    Retroceder nunca, rendirse jamás

    La guerra de exterminio

    La embajada de Kilaweke

    El ataque al fuerte de Collipulli

    ADIÓS A TRES SIGLOS

    José Bunster, el rey del trigo

    ¡Zafarrancho de combate!

    Estalla el Futa Malón

    La carta de los cuarenta caciques

    Ataque al fuerte de Temuco

    Villarrica, la Bella Durmiente

    PUELMAPU

    LA CAÍDA DE LOS IRREDUCTIBLES

    El macabro Museo de La Plata

    El último guerrero de Puelmapu

    El granero del mundo

    A MODO DE EPÍLOGO

    BIBLIOGRAFÍA

    Dedicado a todos quienes desde diversos espacios y lugares, en el campo y la ciudad, siguen honrando la memoria de nuestros ancestros.

    Peleando por su cultura

    derramando sangre en las tierras

    terror y fe

    castigados solo por ser.

    Herederos del tiempo

    forzados a ser guerreros

    en armas, caras pintadas

    defendiendo a su pueblo.

    Solo por ser indios

    presos de la ambición asesina.

    A.N.I.M.A.L.,

    Solo por ser indios.

    El único deber que tenemos con la

    historia es reescribirla.

    O

    SCAR

    W

    ILDE

    PRÓLOGO

    Siempre tuve problemas con la historia, con la de Chile y, más tarde, a medida que fui creciendo, también con la de Argentina. En la escuela los profesores me hablaban del Desastre de Curalaba y yo pensaba: ¿por qué desastre si fue la mayor victoria de nuestros antepasados? ¿Acaso el abuelo Alberto era un mentiroso?

    Aprendí leyendo los manuales escolares que las machis eran brujas, el pillán era un demonio y nuestros ancestros una banda de cazadores-recolectores, situados apenas un peldaño arriba de zorros y pumas en la escala evolutiva. De cultura o civilización mapuche, ni hablar.

    Nuestra espiritualidad eran supersticiones; nuestra medicina, cosa de brujos; nuestro arte, baratijas de feria costumbrista; nuestra lengua, un dialecto menor ya casi desaparecido y de nula utilidad en la vida moderna. También aprendí que los mapuche —perdón, don Sergio Villalobos, quise decir los araucanos— habíamos habitado entre los ríos Biobío y Toltén en el sur de Chile. Habíamos habitado; así, bien en el pasado, en pretérito pluscuamperfecto.

    Muchas cosas, la verdad, me hacían ruido y algunas hasta me causaban risa. Siendo un niño mapuche nunca vi en mi lof materno de origen, allá en los fértiles campos de Ragnintuleufu, a ningún lonko cargando días enteros un pesado tronco para ganarse el puesto. Caupolicán, contaban mis profesores en la básica, lo hizo por tres o cuatro días, así les ganó a todos y fue nombrado toqui principal en la Guerra de Arauco. Era por lejos el más bruto.

    Aquella imagen siempre me pareció surrealista, algo torpe, una burda caricatura de don Kalfulikan, su verdadero nombre. Todavía, cada vez que me cruzo con su estatua en la céntrica avenida que lleva su nombre en Temuco, reflexiono sobre ello; sobre cómo la historia oficial nos retrata y, también, sobre cómo nos miente.

    Amankay, mi hija de doce años, cierto día me preguntó quién era ese musculoso Tarzán con el tronco al hombro. Un obrero forestal, le respondí. Mi respuesta le hizo todo el sentido del mundo. Es lo que hubiera esperado yo de mis profesores cuando tenía su edad: una pizca de honestidad intelectual y de pensamiento crítico. Aquello, sin embargo, no sucedió.

    Recuerdo que nos hacían recitar, con muy poco entusiasmo, los versos de Alonso de Ercilla y Zúñiga en su poema épico La Araucana. Sí, aquellos de la gente que la habita es tan gallarda y belicosa, por rey jamás regida ni a dominio extranjero sometida.

    Con el tiempo entendí que La Araucana no era más que una bella pieza de propaganda, escrita para justificar ante el rey de España la inoperancia de sus soldados en los confines del mundo conocido. Hoy creo además que fue el primer libro de ciencia ficción escrito en América. Una versión local de los X-Men de Stan Lee y Jack Kirby: Galvarino, nuestro Wolverine.

    Lo cierto es que en La Araucana hunde sus raíces lo más rancio del nacionalismo chileno del siglo XIX. El mismo que, tras pactar nuestra autonomía con el lonko Mariluan en Tapihue (1825), no dudó más tarde en retratarnos como una tropa de indios buenos para nada y avanzar militarmente sobre nosotros.

    Pero a comienzos del siglo XIX, a falta de una épica propia, allí estaban los valientes e indómitos hijos de Arauco, los Lautaros y Galvarinos, Caupolicanes y Lientures, disponibles para dotar de sentido y razón la descafeinada y elitista causa patriota.

    Lautaro, el Che Guevara de las guerras de independencia.

    Eso fue la famosa Logia Lautarina, aquella junta de aristocráticos superhéroes criollos fundada en Europa a comienzos del siglo XIX y que integraban O'Higgins, San Martín, Blanco Encalada, entre otros; o las Cartas pehuenches, artículos publicados por el intelectual patriota Juan Egaña donde dos jóvenes pewenche dictaban pautas morales a la joven nación.

    Y es que, tal como escribió Pablo Neruda a propósito del vernáculo racismo chileno contra los mapuche: La Araucana está bien, huele bien. Los araucanos están mal, huelen mal. Huelen a raza vencida. Y los usurpadores están ansiosos de olvidar o de olvidarse.

    Algo similar acontece al otro lado de la cordillera de los Andes, en la actual República Argentina, en Puelmapu, la tierra mapuche del este. Olvidos y silencios caracterizan su historia oficial. Y una que otra mentira no tan piadosa.

    Desierto, así bautizaron los historiadores argentinos al extenso y rico territorio de las pampas y Patagonia, habitado desde hacía siglos por tribus rankülche, pewenche, puelche y aonikenk, cuya principal lengua franca —la lengua del comercio, la diplomacia y también de la guerra— fue el mapuzugun. Basta chequear la rica toponimia.

    Pero no. La versión oficial asegura que se trataba de un desierto inhóspito y deshabitado, ocupado temporalmente por tribus salvajes, chilenas por añadidura, dedicadas al pillaje y al robo de haciendas en el patio trasero de Buenos Aires. Expulsarlas, aniquilarlas o someterlas fue por tanto un verdadero acto patriótico.

    Los argentinos, repiten ellos hasta nuestros días, son todos nietos de gringos y europeos; descienden literalmente de los barcos. Eso creían hasta la guerra de las Malvinas; allí los ingleses les recordaron su verdadero lugar en el mapa. Vaya película que se habían pasado por casi dos siglos.

    La historia, invariablemente desde la antigua Grecia, la escriben y relatan para la posteridad los vencedores, incluso cuando pierden. Y es que, si bien la Corona perdió la guerra con los mapuche —Quillín y los restantes tratados firmados durante tres siglos, una teatral capitulación—, sus descendientes finalmente nos vencieron.

    Lo hicieron en la Pacificación de la Araucanía y también en la Conquista del Desierto, vaya eufemismos para maquillar dos guerras que duraron décadas y más tarde borradas de la historia.

    Sorprende lo poco y nada que chilenos y argentinos saben hoy en día de ambas. Se insiste, de manera a ratos exasperante, que el conflicto no resuelto entre ambos Estados con el pueblo Mapuche —sea en la Araucanía o la vecina Neuquén— data de los tiempos de Cristóbal Colón.

    Un problema de quinientos años, como dijo en su última cuenta pública la presidenta Michelle Bachelet. Nada más equivocado. Sus orígenes son recientes. Tres o cuatro generaciones, a lo mucho. Eso es antes de ayer si lo vemos con un mínimo de perspectiva histórica. Apenas un siglo atrás, como demostraremos en este libro.

    ¿Se podrá resolver algún día el conflicto que nos desangra, si lo que prima en esta relación es la ignorancia y los prejuicios? ¿Será posible avanzar hacia una sociedad intercultural y Estados plurinacionales, si la historia que aprendemos fue tan mal escrita?

    Lo aclaro de entrada, no soy un historiador. No al menos de formación académica. Sí un fiel lector de historia desde mi más tierna infancia. Se lo debo a Jacinta, mi santa madre, y a mi escasa habilidad para el fútbol. Mi oficio es el periodismo, y mientras el historiador escribe del pasado nosotros, es sabido, registramos el presente. Llevo diecisiete años en ello y seis libros publicados.

    Pero en la cultura de mi pueblo existe el weupife. Es lo más cercano a un historiador en la cultura occidental y, felizmente, también a un periodista.

    Guardianes de nuestra memoria histórica, su rol fue de la mayor trascendencia en los tiempos prereduccionales, aquellos del Wallmapu libre y soberano. Si destacar como orador en asambleas y juntas era importante para el ascenso social de caciques, lonkos y ulmenes, en los weupife se trataba de un requisito básico, insoslayable.

    Este libro busca humildemente honrar aquella labor de tantos. Somos porque ellos atesoraron lo que antes fueron, dijeron e hicieron nuestros ancestros y lo transmitieron de generación en generación. No es poesía lo que digo.

    A los diecisiete años, tras la muerte de un tío abuelo en Codihue —en el lof de mi familia paterna en Nueva Imperial—, maravillado escuché su historia de vida en boca un weupife. No me la contó solo a mí, lo hizo a toda la comunidad, en el eluwun o ceremonia fúnebre de nuestro célebre pariente.

    A ratos alegre y en otros cabizbajo, el weupife recitó, cantó y teatralizó —siempre en lengua mapuzugun— pasajes de la larga vida de mi tío abuelo, en una ceremonia que supuse de siglos. Lo bueno y lo malo, sus hazañas, pero también sus caídas y desgracias. Y es que todo ello, nos explicó aquel día, constituye lo que somos y lo que fuimos en vida. Era la esencia del ser che, del ser persona en nuestro paradigma cultural.

    Pero su relato lejos estaba de ser solo una biografía personal o individual; hablaba de nuestro clan familiar, del lof y también del pueblo del cual todos los presentes allí nos sentíamos parte. Era un relato que hundía sus raíces en la historia. Y en una porfiada memoria común.

    El presente libro trata también sobre ello, de nuestra memoria histórica: sobre sus tergiversaciones, silencios y secretos. Demasiados para mi gusto.

    Un verdadero historiador utiliza fuentes propias, investiga en archivos coloniales, se sumerge tanto en la correspondencia militar como en la privada y acumula horas de exhaustivo y riguroso trabajo de campo. Son piezas de un puzzle que luego debe analizar, valorar e interpretar bajo estricta metodología académica.

    No soy historiador, ya lo aclaré. Soy periodista y mis fuentes en este libro son aquellos historiadores que ya hicieron ese trabajo y que —lejos del discurso oficial y el culto a las efemérides coloniales— apostaron por una nueva mirada mucho más crítica de nuestro pasado reciente. Una mirada, si se quiere, descolonizadora.

    No son pocos. Hoy un batallón de cientistas sociales —tanto en Chile como Argentina— investiga, sistematiza y reescribe la fascinante historia de aquellos pueblos preexistentes a los Estados. Entre ellos numerosos historiadores, antropólogos y sociólogos mapuche.

    Conozco personalmente a varios. Son inteligentes, estudiosos y muy preparados en sus respectivas disciplinas. La mayoría cuenta con estudios de magíster y doctorado en prestigiosas universidades europeas y norteamericanas. Son ellos los guardianes del kuifikezugun, el conocimiento antiguo de nuestros mayores y también la intelligentsia que todo pueblo requiere para su liberación.

    Escribir del trabajo de otros no me complica. Es una de las funciones básicas del periodismo: relatar o describir lo que dicen o hacen los demás. Este libro descansa en un montón de libros, ensayos, conferencias y artículos de más de una veintena de buenos académicos. Los cito debidamente a cada uno.

    Ofrezco además, en la extensa bibliografía de las páginas finales, cada una de las obras consultadas para quienes quieran profundizar en los temas aquí tratados. Algunas de ellas son posibles de encontrar en cualquier librería comercial y biblioteca pública, y en el caso de los ensayos y papers en revistas indexadas, muchos están digitalizados y disponibles online. Es cosa de saber googlear.

    Pero este libro no hubiera sido posible sin una de las herramientas básicas del buen periodismo de investigación: el reporteo en terreno. Temuco, Angol, Los Ángeles, Concepción y Santiago son algunas de las ciudades donde escudriñé archivos, visité museos y accedí a bibliotecas públicas y privadas. Lo mismo en Buenos Aires, La Plata y Neuquén, ello en el actual lado argentino de Wallmapu.

    Agradezco desde ya a los académicos que me abrieron puertas, compartieron alguna joyita o simplemente aceptaron un café para intercambiar puntos de vista. Los aciertos de este libro se los debo a todos ustedes. Los errores, por supuesto, son míos.

    El objetivo de este libro de crónica histórica no es otro que despertar vuestra curiosidad. La historia mapuche, aquella que aún no se cuenta en el sistema educativo, es fascinante. Nada tiene que envidiar en gestas y aventuras a la de los mongoles o aquella de las tribus del oeste norteamericano.

    Los personajes que pueblan este libro también lo son. Calfucura, Mañilwenu, Roca, Saavedra, Orélie y Kilapán, sus historias por sí solas darían para varias series de Netflix.

    En conjunto constituyen la gran película jamás filmada, la gran novela jamás escrita sobre la conquista de —tal vez— el último territorio libre de América. Este libro recopila parte de sus historias y, a través de ellas, un pasado que explica mucho de nuestros desencuentros actuales. El conflicto que nos desangra y nos distancia.

    Estoy convencido de que la utopía mapuche siempre fue la coexistencia pacífica con el blanco, con el cristiano, con el winka o —como les llama el poeta Elicura Chihuailaf— con el ka mollfunche, aquella persona de otra sangre. Fueron las nacientes repúblicas y sus oligarquías las que se farrearon aquella oportunidad histórica.

    Así lo subraya el antropólogo Carlos Martínez Sarasola en su monumental obra sobre los grandes caciques y lonkos de las pampas trasandinas. Lo afirman también historiadores como José Bengoa, Pablo Marimán y Jorge Pinto, por citar tres autores ineludibles.

    Si logro con las páginas de este libro —además de despertar vuestra curiosidad— sorprenderlos e incomodarlos, estaremos un pasito más cerca de aquella vieja utopía libertaria mapuche. Aquella de construir un mundo donde quepan muchos mundos.

    Mulchén, junio de 2017

    Las tribus salvajes son una gran potencia respecto de nosotros, una república independiente y feroz en el seno de la república. Para acabar con este escándalo es necesario que la civilización conquiste ese territorio: llevar a cabo un plan de operaciones que dé por resultado el aniquilamiento total de los salvajes. El argumento acerado de la espada tiene más fuerza para ellos, y éste se ha de emplear al fin hasta exterminarlos o arrinconarlos en el desierto. De este modo podría llegar un día en que se viese el fenómeno singular de un ejército de propietarios radicados en su suelo.

    Bartolomé Mitre, La guerra de Frontera, periódico Los Debates de Buenos Aires, 29 de abril de 1852.

    WALLMAPU EN EL SIGLO XIX

    Principales asentamientos en Gulumapu y Puelmapu entre 1810 y 1890

    *Basado en Historia del pueblo mapuche. Siglos XIX y XX de José Bengoa, y La Argentina de los caciques de Carlos Martínez Sarasola.

    WALLMAPU

    EL PAÍS DE LOS MAPUCHE

    Es hora de terminar con un conflicto que ha durado casi quinien- tos años. Con esa frase Michelle Bachelet inició —el 1 de junio de 2017— la parte de su última Cuenta Pública, donde se refirió al conflicto étnico en la región de la Araucanía, sur de Chile. Medio milenio. Una cuarta parte de la era cristiana.

    Por extraño que resulte a un lector medianamente culto o informado, aquella es la creencia generalizada entre los chilenos y también entre sus representantes políticos: que el conflicto que desangra las regiones del sur tiene quinientos años. Que partió con Cristóbal Colón y que todo, por supuesto, es culpa de los españoles.

    Las cosas no pintan mejor en Argentina. La creencia generalizada es que su población desciende de los barcos y no del mestizaje con los pueblos indígenas. Todos somos descendientes de europeos, señaló el presidente Mauricio Macri en el Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, en enero de 2018.

    Si bien la frase buscaba atraer la simpatía de sus interlocutores locales en aras de un acuerdo de libre comercio entre el Mercosur y la Unión Europea, transparentó una verdad oficial vigente desde hace dos siglos; que Argentina es un país de blancos, colonizado por blancos y sin indios.

    Ni hablar de aquellos que se autodenominan mapuche, invasores chilenos que cruzaron la frontera para exterminar a los tehuelche. Es lo que creen muchos argentinos hasta el día de hoy.

    Siendo sincero, dudo que Macri o Bachelet sepan que hay una gigantesca población mapuche en Argentina. No se trata de exiliados chilenos, tampoco de migrantes económicos, mucho menos de turistas. Están aquí desde hace siglos. Son más de trescientos mil y habitan desde la provincia de Buenos Aires hasta Chubut.

    Hace tan solo un siglo y medio atrás eran dueños de todo al sur de Buenos Aires, Rosario, Córdoba, San Luis y Mendoza. Las extensas pampas fueron sus dominios. Allí vivían en sus tolderías y hacían fortuna arreando miles de cabezas de ganado desde y hacia ambos lados de la cordillera. De Puelmapu, la tierra mapuche del este, a Gulumapu, la tierra mapuche del oeste.

    El ganado vacuno, lo mismo que los caballos, había sido introducido en aquellas inmensas praderas por la expedición española de Pedro de Mendoza al río de La Plata, ello en el año 1536.

    Catorce navíos y cerca de dos mil hombres componían aque- lla flota que fundó la ciudad de la Santísima Trinidad y el puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre, ambas en tierras del pueblo Querandí. Sí, hablamos de Buenos Aires.

    Pero no solo hombres componían la expedición. También centenares de cabezas de ganado y caballares, capturados más tarde por los querandíes en sus constantes ataques al poblado español.

    Dispersos por las pampas estos animales se multiplicaron de manera casi infinita, siendo incorporados rápidamente por las diferentes tribus del interior como alimento y moneda de intercambio. De allí viene kulliñ, palabra del mapuzugun que hoy se traduce comúnmente como plata o dinero. Su real significado no es otro que animal y durante siglos hizo referencia a la moneda de uso habitual en nuestra rica sociedad ganadera y comerciante; vacas, caballos y ovejas eran los kulliñ más cotizados. Sí, los mapuche del Cono Sur eran potencia ganadera. ¿Nunca les contaron esto en la escuela?

    Y es que el conflicto interétnico actual nada tiene que ver con Cristóbal Colón o Pedro de Valdivia, como parecen suponer tantos en Chile y Argentina. Muy por el contrario. Tras un fiero contacto inicial con la Corona y una guerra abierta que se prolongó por medio siglo, la diplomacia de las armas y el comercio fueron posteriormente la norma. Ello durante casi trescientos años y en ambos lados de la cordillera.

    La llamada Guerra de Arauco relatada por Alonso de Ercilla en La Araucana, aquella de los guerreros invencibles y del cementerio español en América, disminuyó notablemente en intensidad a partir de 1641. Aquel año se firmaron las paces en el Parlamento de Quillín y se reconoció al río Biobío como frontera entre los mapuche libres y la Corona.

    Este Parlamento o Koyang (en mapuzugun) tuvo lugar el 6 de enero de 1641 junto al río Quillén, actual provincia chilena de Cautín, y como protagonistas al gobernador de Chile, Francisco López de Zúñiga, marqués de Baides, y los caciques Futapichún, Lienkura, Antuwenu, Chikawala y Linkopichún, representantes de otros sesenta jefes mapuche asistentes.

    López acudió acompañado de un ejército de 1.376 españoles. Por el lado mapuche asistieron a lo menos tres mil guerreros. Si bien no existe una transcripción directa de lo allí acordado, relatos posteriores de los padres jesuitas Alonso de Ovalle, quien asistió al Parlamento y hablaba mapuzugun, y Felipe Gómez de Vidaurre, en el siglo XVIII, dan luces de lo que allí aconteció.

    Según Vidaurre, los caciques y lonkos exigieron al marqués de Baides principalmente tres cosas:

    Que ellos debían componer un pueblo libre y no ser precisados a servir a español alguno. Que ellos debían ser considerados como aliados de la España. Y que el río Biobío fuese el límite de ambas naciones donde ninguno de ellos debía pasar armado. El mismo Vidaurre agregó que el marqués aceptó dichas condiciones, agregando que ellos esperaban que los indígenas cumplieran las suyas, incluyendo la devolución del cráneo del gobernador Martín García Oñez de Loyola, muerto en Curalaba en 1598 (Zavala, 2015:14).

    El Parlamento de Quillín es citado a menudo como el más importante en la historia del pueblo mapuche. Razones sobran para ello. No solo hizo posible una vida fronteriza que contuvo los conflictos y garantizó la paz en la margen sur del reino de Chile. También inauguró una inédita institución diplomática colonial, estudiada incluso en el seno de la ONU.

    A juicio del profesor José Manuel Zavala, editor de la monumental obra Los parlamentos hispano-mapuches 1593-1803: textos fundamentales, los parlamentos son tratados en el lenguaje del derecho internacional, contraídos por entidades autónomas que poseen potestad y representatividad para su ejecución.

    Principal institución de negociación fronteriza hispano-mapuche, el parlamento aparece a fines del siglo XVI, se desarrolla y consolida durante el siglo XVII y logra constituirse en un sistema bastante complejo y formalizado a lo largo del siglo XVIII. Tiene su expresión de mayor riqueza protocolar y su más amplia convocatoria en el último cuarto del siglo XVIII e inicios del siglo XIX (Zavala, 2015:18).

    Hablamos de una institución clave en la rica historia mapuche, presente en su descentralizada forma de gobierno bajo la figura del Koyangtun (parlamentar, tomar acuerdo) probablemente desde tiempos inmemoriales.

    Una sofisticada institución diplomática y de alta política que tuvo lugar en más de cuarenta ocasiones entre 1593 y 1825. Ningún otro pueblo indígena del continente puede reivindicar tal nivel de relaciones diplomáticas, de nación a nación, con el principal impe- rio colonial del planeta en aquellos siglos.

    Así aconteció también en el lado este de la cordillera, en la actual Argentina y desde la época de los Virreyes.

    Consta que ya en 1717 el Cabildo de Buenos Aires pactó la paz y confirió el título de guarda mayor de la frontera al cacique Mayupilquián quien habitaba en las cercanías de Tandil. Esta frontera, apunta el estudioso de los tratados en Argentina, historiador Abelardo Levaggi, desde fines del siglo XVI, con escasas variaciones, coincidió con el paralelo 34 de latitud sur para bajar hasta el 36 en el litoral atlántico.

    Las primeras paces de las cuales hay constancia documental se celebraron durante el gobierno de Miguel de Salcedo (1734-1742) y buscaban, principalmente, evitar hostilidades y que los caciques no dejarán bajar ningún indio, ni india a Buenos Aires, ni a sus estancias sin expresa licencia del Sr. Gobernador, por lo cual el Saladillo, que ciñe dichas estancias, será en adelante el lindero, según establecía el texto de una de aquellas juntas.

    Pero los mapuche, previa autorización, si se acercaron con bastante frecuencia hasta la ciudad de Buenos Aires. Lo hicieron para parlamentar, vender productos –ponchos, los más requeridos en la capital y la línea de fortines- y proveerse de lo necesario para la subsistencia en sus territorios. Existía, más allá de las escaramuzas, un nutrido flujo comercial entre ambas sociedades, tal como en la frontera oeste del rio Biobío.

    Los españoles también cruzaban la frontera, al menos una vez al año, con sus expediciones a la mítica Salinas Grandes, rico yacimiento situado al este de la actual provincia de La Pampa y que abastecía de sal a la ciudad puerto.

    Los virreyes que dirigían estas operaciones tenían que solicitar de los caciques el permiso de introducirse en su territorio, ofreciéndoles algún regalo para amansarlos. Estas negociaciones, que se renovaban cada año, eran una de las tareas más ingratas del gobierno de Buenos Aires, cuya autoridad desconocían y ajaban esos indómitos moradores del desierto. Pero el Cabildo, que contaba entre sus recursos el producto de la venta exclusiva de la sal, se empeñaba en que no se desistiese de esta faena, a lo que condescendía el gobierno por la autoridad que le procuraba de observar a los indios y de explorar su territorio (Martínez Sarasola, 1992:228).

    Salinas Grandes, distante a veinticuatro días de viaje de Buenos Aires, era un verdadero epicentro donde se daban cita diversas parcialidades mapuche. Por su importancia comercial fue también territorio de disputa entre poderosos lonkos. Uno de ellos, el guluche Juan Calfucurá, establecería allí a mediados del siglo XIX la base de un poderío económico y militar que no conocería contrapesos en todo Puelmapu.

    Otro Parlamento colonial del cual existe registro tuvo lugar durante el gobierno de Francisco de Paula Bucareli y Ursúa (1766-1770) y como protagonistas al cacique Lepin y su hermano Antipán. Ambos residían en las cercanías de Luján a escasos setenta y cinco kilómetros de Buenos Aires.

    Otros célebres jefes mapuche de frontera serían Rafael Yati, Negro, Toro, Lorenzo Callfilqui (o Calfuquil) y Miguel Yati, entre otros, todos con asentamiento en la actual provincia bonaerense. Con ellos las autoridades del Virreinato del Río de La Plata firmaron sendos tratados durante el transcurso del siglo XVIII. Hablamos de acuerdos de igual a igual.

    Y si bien los registros trasandinos se refieren a los firmantes como pampas, puelches, araucanos, ranqueles o aucas, sabemos se trataba de identidades territoriales mapuche que –equivocadamente, como veremos- los cronistas coloniales y más tarde los etnógrafos subdividieron a su antojo.

    Se trata de nombres que los diversos grupos jamás hubieran reconocido como propios. Tal como explica la antropóloga Lidia Nacuzzi, eran apelativos que tenían significados relacionales; eran los nombres que sus vecinos le atribuían a un grupo, ya fuera en el sentido espacial de ubicación (puelches por gente del este), en el sentido de percepción de la alteridad (auca por guerrero) o bien referidos a su territorialidad (ranqueles por el lugar del rancul o carrizo). No más que eso.

    Pero la confusión persiste hasta nuestros días.

    - VILLALOBOS Y CASAMIQUELA -

    No, el conflicto actual nada tiene que ver con los españoles y el periodo colonial. Muertos en batalla dos gobernadores del reino de Chile —único caso en América— y destruidas en Curalaba (1598) las siete ciudades españolas al sur del río Biobío, los parlamentos regularon una convivencia que, si bien tuvo altibajos y rebeliones, posibilitó una verdadera época dorada mapuche.

    Es lo que el historiador chileno Sergio Villalobos bautizó el año 1983 como periodo de relaciones fronterizas. Su tesis, que inauguró toda una escuela historiográfica, no deja de ser polémica para los mapuche.

    Si bien comparte que la guerra dio paso a un largo periodo de relaciones pacíficas, ello a su juicio habría implicado la asimilación total de nuestro pueblo primero a la cultura española y más tarde a la cultura chilena.

    Es la tesis que defiende en el diario El Mercurio cada tanto; que el cruce cultural, comercial, lingüístico y sexual de los araucanos con los blancos nos hizo finalmente desaparecer. Bajo esa lógica todos los mapuche seríamos mestizos chilenos y nuestra reivindicación actual solo invento del comunismo reciclado en indigenista tras la caída del Muro de Berlín.

    Su enfoque adolece de varias fallas de origen. La principal: reduce las relaciones hispano-mapuche a un proceso unidireccional, donde nuestros ancestros figuran como sujetos pasivos, sin un hori- zonte propio y a merced de la aculturación con los blancos. ¡Como si ellos no hubieran podido a su vez mapuchizar a los españoles!

    Sabemos que se equivoca Villalobos. La prueba es el millón y medio de personas que nos identificamos como mapuche en Chile y los trescientos mil que lo hacen todavía en Argentina. No es in- vento mío o del activismo indígena radical. Hay infinidad de datos estadísticos. Es cosa de chequear los últimos censos de población y vivienda.

    Críticos de Villalobos, otros académicos especializados en pueblos indígenas prefieren hablar más bien de un período de relaciones interétnicas. Guillaume Boccara, Pablo Marimán, Rolf Foerster y Jorge Iván Vergara son algunos de ellos. Me adhiero a la mirada más integral de estos últimos. Porque en la vida fronteriza tanto españoles como mapuche ganaron y perdieron cosas.

    Pero que no se malentienda. Para nada significa desconocer la monumental obra de Villalobos, pionera en el estudio de

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