Los bolcheviques no inventaron el Gulag. Desde el siglo xvii, la Rusia imperial había estado utilizando los lejanos e inhóspitos territorios de Siberia como lugar de exilio y castigo. Fue la llamada “kátorga”, un sistema de campos de trabajo forzados adonde eran enviados los delincuentes considerados más peligrosos y los presos políticos. En Siberia cumplieron penas personalidades como Fiódor Dostoievski, quien plasmó sus vivencias en Recuerdos de la casa de los muertos (1862); el futuro jefe de Estado de Polonia, Józef Piłsudski (los represaliados polacos fueron tan numerosos que hasta formaron una minoría, los “sybirak”, asentándose en Siberia tras cumplir condena); e incluso los propios líderes bolcheviques Lenin, Trotski y Stalin. Este último, de hecho, no pudo sumarse a tiempo a la Revolución de 1917 por encontrarse cautivo en una remota región siberiana cercana al círculo polar ártico (era su cuarto destierro, habiéndose escapado tres veces anteriormente).
Estos campos ya incluían muchas de las características que luego heredarían los gulags soviéticos: lejanía y aislamiento, lo que obligaba a los familiares de los presos a realizar larguísimos viajes atravesando regiones con infraestructuras casi inexistentes para visitarlos; instalaciones muy precarias, normalmente barracones de madera que apenas servían para protegerse de los rigores del clima siberiano; y un draconiano régimen de trabajos pesados, con jornadas extenuantes, herramientas y vestimenta inadecuadas y una insuficiente dieta alimenticia. Aunque eran unos complejos penitenciarios con condiciones muy duras, no eran algo excepcional en el siglo xix. Presidios como el de la isla del Diablo francesa o los de la Ceilán británica no eran mucho mejores. Estas