Búran: Intruso occidental
Por Víctor Sánchez
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Lo que parecía un rutinario expediente de tráfico, va a convertir al joven oficial de policía Mikhail Búran, de la ciudad siberiana de Tobolsk, en el responsable de investigar un extraño caso de desaparición con implicaciones internacionales, que podría desencadenar un incidente diplomático, en vísperas de la visita a Moscú de un importante mandatario occidental.
Misterio, acción, romance y todos los ingredientes del policíaco clásico en una novela ambientada en el inestable escenario de la Guerra Fría.
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Búran - Víctor Sánchez
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EDITORIAL
Título: Intruso occidental
Búran, inspector operativo.
© 2019 Víctor Sánchez.
© Ilustración de portada: Manuel Seoane.
© Diseño de logotipo de colección: Víctor Sánchez.
© Diseño Gráfico: nouTy.
Colección: IRIS.
Director de colección: JJ Weber.
Editora: Mónica Berciano.
Primera edición abril 2019
Derechos exclusivos de la edición.
© nóu editorial 2019
ISBN: 978-84-17268-44-2
Edición digital marzo 2020
Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.
Más información:
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A la generación de la Guerra Fría,
a mis padres, a mis hijos.
NOTA DEL AUTOR
Este libro es un relato de ficción novelada y las referencias a personajes, lugares y situaciones son exclusivamente literarias, en ningún caso históricas ni geográficas. En cuanto a las menciones y licencias en lengua rusa, al final del texto se ha incluido un glosario con los términos utilizados.
Facebook: Víctor Sánchez escritor
República Socialista.
Federativa Soviética de Rusia.
Invierno de 1984.
Ministerio de Relaciones Exteriores.
Plaza Smolenskaya, Moscú.
3 de marzo, 18:36 horas.
—¿Estás seguro de que ese tío no es un espía?
—El propio Samaranch me lo ha asegurado, y su palabra vale en este ministerio tanto como la mía propia. Hemos prometido a España una rutinaria investigación policial y eso es lo que se hará.
—Como tú quieras, Andreii, pero yo sigo pensando que fue un error mostrar la copia de ese atestado de accidente a la embajada española.
—Fui yo quien lo hizo, como gesto tranquilizador. Ellos estaban tan alarmados por el asunto como nosotros. Tranquilo, Viktor, llevo casi treinta años como responsable de exteriores. Sé lo que hago…
El director del KGB resopló sonoramente a través del auricular del teléfono como respuesta a la aparente seguridad del ministro.
—Háblame de ese Búran, camarada Sérikov; ¿podemos fiarnos de él?
—No hay por qué dudarlo, mi querido Andreii, es un joven oficial de la academia de nuestras ilustres fuerzas de seguridad. Tengo aquí su expediente: Mikháil Serguéyevich Búran, Teniente de la GAI, Comandancia de Tobolsk, Región de Siberia Occidental… A ver… Acaba de cumplir veintisiete años y antes de ir a la Academia se graduó en la Escuela Técnica Metalúrgica. Juega al hockey y al ajedrez, y es…
—Es uno más. No sigas, camarada —interrumpió Gromiko para no cansar a su colega.
—El segundo directorio no tiene nada sobre él, pero puedo hacer que lo sigan.
—No, no será necesario. Dejemos que opere por su cuenta, y esperemos que no lo estropee. —El ministro de exteriores se despidió y colgó el teléfono.
En todos sus años en el ministerio, el veterano Andreii Gromiko había visto de todo, y se había enfrentado a situaciones de lo más extrañas, pero ninguna tan curiosa como esta.
No las tenía todas consigo, pensó, pero… ¿Cuándo se tienen?
Bosque de Ingair.
Siberia occidental.
3 de marzo, 22:40 horas.
—Llevaba un vestido muy bonito esta noche en la fiesta, Irina.
—Oh, ¿se ha fijado usted, camarada secretario? —dijo ella sintiendo el rubor en sus mejillas pese al frío que ya comenzaba a atenazar su cuerpo.
—¿Cómo no fijarse? El negro la favorece. Contrasta con el dorado de su melena, el azul de sus ojos y el blanco de sus brazos y sus hombros. Es usted una joven muy bella.
La muchacha terminó de ruborizarse por completo. Bajó la mirada vergonzosamente y tan solo acertó a responder un «camarada secretario general». Luego metió las manos en los diminutos bolsillos del entallado abrigo negro de fina lana y golpeó el suelo varias veces con los tacones hasta hacer un surco en la capa de nieve que comenzaba a cubrir la acera hasta casi sus tobillos.
—¿Tiene frío, Irina? —le preguntó el hombre haciendo bajar su sombrero gris, de ala estrecha tipo fedora, hasta rozar la gruesa mata de pelo de lobo del cuello de su abrigo gris oscuro.
—Oh, estoy helada —respondió la chica muy sincera mientras alzaba los ojos para mirar su cara redonda, oculta bajo unas aparatosas gafas de pasta.
—Es que está helando —dijo desde atrás el ayudante del secretario con intención de dejarla en evidencia.
Su jefe ni le miró. Solo tenía ojos para ella. La miraba de arriba abajo, y la sonreía enseñando sus dientes separados y amarillos, bajo unos labios prominentes que sobresalían de su barbilla, casi oculta por la inmensa papada que apretaba la camisa blanca y la corbata. Irina se sentía traspasada, desnudada, pero no podía más que mostrarse educada. Ese hombre rijoso y entrado en años era nada menos que Anatoli Grygóriev, el más alto dirigente del partido en Siberia Occidental, miembro del Politburó y la persona de mayor rango en la fiesta a la que acababan de asistir.
Nerviosa, y aterida por el frío del anochecer siberiano, que ni su corto vestido de fiesta ni el fino abrigo a juego estaban preparados para repeler, agitó su cuerpo, sacó otra vez las manos de los bolsillos y estiró los brazos hacia abajo con los puños cerrados hacia fuera para erguir los hombros, la espalda, los muslos y juntar los tobillos.
—Si lo desea puedo llevarla a la ciudad —se ofreció Grygóriev.
Era una oferta extraordinariamente tentadora dada la escasez de transporte, las bajísimas temperaturas y lo tarde que se les había hecho.
—Oh —respondió ella exhalando una bocanada de vaho—, me encantaría ir con usted, camarada secretario, pero el inspector Búran se ha ofrecido a llevarme en su coche.
Pese al gélido ambiente, Irina trató de sonreír y endulzar su voz al máximo para mostrarse lo más cortés y educada posible dado el alto rango de su interlocutor. El gigantesco hombretón soltó una carcajada que llenó el aire con una nube de vapor.
—Ah, sí, el oficial Búran —dijo de forma casi paternal—. Oh, mi querida señorita, el coche del inspector no tiene calefacción, y hay un largo viaje hasta Tobolsk. Le reitero mi oferta.
—Es usted muy amable, camarada secretario, pero si no tiene inconveniente, no me gustaría ser descortés ni con usted ni con el camarada Búran, que fue tan atento anteriormente, como lo es usted ahora, al ofrecerse para llevarme.
Al final de la frase no sabía muy bien lo que había dicho, pero pareció contentar a su interlocutor, que aparentó conformarse. En ese momento la fina capa de nieve que les caía encima empezó a tornarse un intenso manto de copos grandes como galletas de trigo que casi impedían la visión y envolvían con su blancura la oscuridad de la noche.
—Está empezando a nevar más, camarada secretario —observó de nuevo el ayudante ante la indiferencia de su superior.
—Otra nevada. Parece mentira que se acabe el invierno —dijo Grygóriev mientras sacaba del bolsillo de su abrigo una pitillera de plata con el anagrama del Politburó—. ¿Fuma usted, Irina?
—Oh, gracias, camarada secretario.
—Si lo desea, puede llamarme Anatoli, es más, si no lo hace me ofenderé.
Irina tomó un papirosa cuidadosamente liado de la cajita. Solo con alzar el brazo para cogerlo, sintió cómo el gélido frío de la noche entraba con violencia por la bocamanga hasta su antebrazo desnudo. El abrigo era tan abierto de pico por el escote, que el frío también atería su cuello y pasaba a los hombros por momentos. También notaba cómo penetraba las finas medias desde las pantorrillas y las rodillas hasta los muslos.
La joven temblaba cuando acercó los labios al encendedor del hombre. Aspiró una bocanada del cigarrillo sin llegar a tragarse el humo. Era un Belomorkanal de los mejores que había probado nunca.
En ese momento llegó el coche del secretario. Era un imponente Chaika de color negro, el automóvil de los altos funcionarios del estado. Irina se apartó un poco del borde de la acera que separaba el edificio del Centro de Descanso para el Pueblo, de la avenida principal. Aun así, el vehículo salpicó un poco de nieve grisácea sobre sus medias. Inmediatamente sintió como si unos diminutos cuchillos se clavaran encima de sus tobillos.
El solícito ayudante del secretario sacó un gigantesco paraguas del maletero y corrió para abrir la puerta a su jefe.
—¿Entonces, no viene con nosotros? —le dijo el secretario ya casi desde dentro del coche.
La joven dudó un instante, pero al final decidió mantenerse firme en su posición.
—Si no le importa, insisto en esperar al inspector.
—Bien, Irina. Buena suerte.
La puerta se cerró y el coche arrancó dejando tras de sí una densa humareda insuficiente para calentar ni siquiera un poquito su helado cuerpo, pero sí para hacerla toser. Con el cigarrillo ya era demasiado humo, pensó. Dio otra calada y lo arrojó a la nieve. Sentía también más frío en las piernas, se miró y de nuevo las tenía empapadas. El vehículo del secretario la había salpicado otra vez.
Pasaron un par de coches más recogiendo miembros del partido mientras ella continuaba esperando. Entonces apareció Búran en un viejo Lada de color claro con las insignias de la Milítsiya.
—Disculpe el retraso, Irina —se disculpó él mientras bajaba con dificultad la ventanilla—, con este frío, el coche no arrancaba.
La joven atravesó la nieve y el barro por delante del vehículo para dar la vuelta hasta la puerta del acompañante. Trató de girar la manivela cromada, pero no se abrió hasta que Búran la forzó y empujó desde dentro.
—Disculpe —le dijo de nuevo él mientras quitaba su gorra de plato del asiento y la arrojaba atrás.
Nada más sentarse, Irina juntó las rodillas y los tobillos. El abrigó se abrió hasta el botón de la cintura y Búran no pudo evitar fijarse en cómo le dejaba al descubierto casi por completo las dos piernas. Disimuló mientras engranaba la primera marcha en el Lada, que sonó como si todo el vehículo se fuera desencuadernar. Luego, el primer acelerón retumbó y la arrancada, con ligero derrape incluido, hizo que ella cayera hacia atrás. Pero Búran prefería eso después de haber visto pasar los cochazos de los altos dignatarios del partido, al ridículo de que su Lada se calara delante de todos y de Irina, que tras el primer zarandeo ya se había vuelto a recolocar el abrigo.
Poco a poco, el coche comenzó a ganar adherencia y a abrirse paso por la nieve incipiente. La avenida de abedules dejaba a la derecha la gran dacha de ladrillo y madera del pabellón principal de la Residencia de Descanso para el Pueblo y luego enfilaba una larga bajada que llegaba hasta la verja del recinto. Allí, un soldado bien pertrechado, que comenzaba a tener copos blancos en sus hombros, les saludó y les permitió el paso.
En ese punto terminaba también el alumbrado eléctrico y comenzaba la carretera regional, que ahora, con la oscuridad de la noche, tan solo se veía iluminada por las luces delanteras del coche. La carretera era un fino manto blanco de nieve en el que se distinguían las pistas de rodadura de los vehículos que les habían precedido. Como ahora nevaba más profusamente, los chirriantes limpiaparabrisas apartaban los copos cada vez con más dificultad.
Irina intentaba reprimir el frío, pero no podía. El vaho de su respiración entrecortada llegaba hasta el cristal delantero y lo estaba empañando.
—Irina, está usted helada —le dijo Búran—. Deme sus manos.
Eran unas manos largas, finas, muy delicadas, y estaban extraordinariamente frías.
—Una joven de ciudad no está acostumbrada al frío de la estepa —dijo él de forma amable y a modo de disculpa.
«Como si en Moscú no hiciera frío», pensó ella, pero no dijo nada y se limitó a sonreírle, confortada por el calor de su mano, grande y fuerte, que abarcaba y apretaba las suyas como si fueran papel de fumar.
Irina le miró fugazmente. Volvían los dos de una fiesta de gala, así que él también iba impecable con su uniforme gris. Sobre el bolsillo izquierdo de la guerrera lucía una condecoración con la estrella roja, la hoz y el martillo. Era una medalla muy grande, pensó, para alguien que, aunque mayor que ella, era todavía joven, luego si no era por años de servicio… ¿Por qué se la habrían otorgado? No se atrevió a preguntárselo. Pese a que trabajaban juntos, apenas habían hablado hasta ese momento.
Búran era un apellido que no había escuchado nunca antes, pero le gustaba. En realidad todo en él le