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Dos Asesinos: La Octava Familia, #1
Dos Asesinos: La Octava Familia, #1
Dos Asesinos: La Octava Familia, #1
Libro electrónico262 páginas3 horas

Dos Asesinos: La Octava Familia, #1

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Información de este libro electrónico

Dos asesinos se enfrentan a sangre y fuego.
Uno es un profesional de la Octava Familia, una organización mafiosa muy especial, el otro es un psicópata despiadado, que siembra el terror por las calles.

El primero ha sido contratado para acabar con el segundo y lo va a hacer cueste lo que cueste.

De fondo, los recovecos sombríos una ciudad deprimida y drogada, bajo el puño de hierro de César Santiago, el capo de la familia más poderosa del crimen. En el horizonte la negrura de una lluvia que nunca llega.

Lo que empieza como cacería pronto resulta ser algo más, lleno de secretos y mentiras, así que crecerá hasta estallar en guerra. Todas las Familias y algunas otras facciones acudirán a ella guiados por la venganza, la avaricia y el poder.

IdiomaEspañol
EditorialIsaac Belmar
Fecha de lanzamiento21 abr 2014
ISBN9781498978682
Dos Asesinos: La Octava Familia, #1

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    Dos Asesinos - Isaac Belmar

    DOS ASESINOS

    La Octava Familia: volumen 1

    Isaac Belmar

    Puedes seguir al autor y todas las novedades en Twitter http://twitter.com/hojaenblanco1 o bien en su página web http://www.hojaenblanco.com

    El Nacimiento de la Octava Familia

    Somos la Octava Familia y somos diferentes.

    Así comenzaba mi relato titulado, precisamente, La Octava Familia, que se publicó en papel dentro de la exitosa Antología del Relato Negro I de Ediciones Irreverentes.

    Dicha historia formaba parte de una trilogía de narraciones de suspense que tenían un trasfondo y un universo común.

    Allí aparecía, por primera vez por su nombre, una organización mafiosa como nunca se había visto: la Octava Familia. Eran asesinos, pero no podían ser como los demás.

    Esta novela, la primera de una serie, narra la parte más importante de su historia.

    Dos asesinos, un profesional hijo de esa Octava Familia tan especial y un psicópata con intenciones desconocidas, se enfrentarán a sangre y fuego. Su lucha tiene el telón de fondo de una guerra inminente, que se gesta amenazando en el horizonte como nubes de tormenta.

    Pasen y vean, que ya se oyen los cuernos de caza y la persecución ha comenzado.

    Prólogo

    El relámpago partió en dos la noche, la ira de un dios oscuro gritando en forma de tormenta. La gruesa cortina de agua ondulaba por el viento, aullando a la vez por una luna oculta tras la prisión de nubes negras y siniestras. Rugió el trueno como si el mundo se desmoronara alrededor de los dos hombres, frente a frente y apenas a unos metros. La tempestad no dio tregua y vino otro rayo a destellar en la noche, las dos siluetas recortadas a la luz del relámpago en el alto tejado de la iglesia, que desaguaba la tormenta a través de estatuas con forma de viejas gárgolas, en cataratas manaba por las bocas de los seres de leyenda.

    —Eres como yo —le dijo el uno al otro, con voz ronca tras la máscara que le ocultaba el rostro—, no importa como quieras disfrazarlo. Somos iguales. Cazadores, es la caza lo que nos hierve la sangre, los momentos antes de cobrar la presa. Es la lucha, no la muerte, lo que buscamos. No quieres renunciar a eso, es donde encontramos nuestro sentido.

    El otro hombre se tomó un instante para responder, antes habló el trueno y lo hizo tan salvaje que todo pareció que se estremecía. La lluvia goteaba en pequeños chorros por su abrigo negro, empapaba el traje que llevaba debajo, resbalaba luego por las alas del tejado. Las luces de la ciudad se veían borrosas tras el mar que el cielo les arrojaba furioso.

    —¿Iguales tú y yo? Mírate las pintas. Tú y yo no nos parecemos en nada.

    Rió el otro por el comentario, carcajadas sobre el repiqueteo feroz del agua sobre la teja.

    —¿Eso crees de verdad? ¿Descansa así tu conciencia? —rió más aún, con la expresión oculta tras su careta, que parecía hecha de una especie de extraño cuero negro. Otro relámpago vino a enmarcar su rostro escondido con luz blanca y profundas sombras.

    —Mi conciencia duerme tranquila para siempre, porque de donde yo vengo, ella es siempre la primera víctima.

    El otro se quedó callado un instante, el aguacero feroz se agitó entre los dos por un golpe de viento, haciendo ondear como una bandera negra el abrigo del hijo de la Octava Familia.

    —Guau —respondió el enmascarado con desprecio—. Mírate, con tu traje caro y tus palabras de tipo listo. Engáñate así o como quieras, me da igual. Pero bueno, no estamos aquí para hablar, ¿verdad? —gritó para hacerse oír, porque de nuevo tronó, la tormenta jaleando en lo alto de aquella iglesia, como un público que pide sangre.

    —No sé para qué estás tú, pero yo he venido aquí por una sola cosa. Y voy a terminarla.

    Nero dio un paso hacia él y el tejado resbaladizo, bajo el martillo constante de la lluvia, se quejó un poco por viejo y cansado.

    Muerte antes de la lluvia

    El viento susurraba tormenta, se desperezaba frío en la mañana ceniza, traía aroma de tierra húmeda a la ciudad amordazada de gris contaminación. Las sirenas silenciosas de ambulancias y policía destellaban contra la pared pintarrajeada del edificio, abandonado nido de ratas en medio del barrio en el que ellas reinaban. No eran las peores alimañas que olisqueaban por aquellos callejones. Tipos malcarados, algún adicto famélico, madres desastradas con niños de cara sucia en los brazos, ese era el público salpicado más allá del cordón policial. Habitantes de la zona, escasos, porque si eras de los pocos que pisaban el asfalto viejo de esos barrios, también habías aprendido a huir de las sirenas como cucarachas de la luz.

    —A ver si de verdad llega la lluvia por fin —dijo el inspector Guerrero, mirando al cielo encapotado desde hacía días.

    —Sí, vendría bien una poca que limpiara el aire, ya no se puede respirar.

    —Lo que estaría bien es que inundara la ciudad y nos limpiara a todos. Nos lo merecemos. Quédate aquí, no hace falta que lo veas.

    —Tampoco hace falta que lo veas tú, inspector.

    Guerrero miró a su ayudante.

    —Es que quiero hacerlo —y quería. Era su territorio, él no apartaría los ojos de lo que allí pasaba, como hacían los demás porque aquellas calles eran el cauce de la miseria en vez del dinero.

    En el mosaico amorfo de pintadas, que manchaba una pared algo más allá, leyó de refilón una más fresca que destacaba sobre el resto en color rojo sangre: Nos juzga y somos todos culpables. Aquello crecía y ya rozaba la frontera del mito, pensó Guerrero, y si ya era difícil atrapar hombres, era casi imposible acabar con leyendas.

    Resopló y echó a andar hacia la entrada del edificio, se juntó el cuello del abrigo, pero no fue escudo para el escalofrío y se le erizó el vello de la nuca. No era el viento helado, ni la electricidad en el aire por la tormenta que amenazaba y nunca llegaba, eran los presagios, como el de uno de sus hombres apoyado con una mano en la pared ruinosa, vomitando a pesar de ser gigantón y veterano. Sus botas de policía se salpicaron de desayuno, mientras un compañero a su lado le apoyaba una mano en el hombro. Era una ayuda inútil, pero a él le servía para perder tiempo y no tener que volver adentro. Cruzó por delante de su hombre, que se limpiaba con la manga.

    —Compórtese —le ordenó sin mirarle—, que esos idiotas se están riendo de usted. Y como nos pierdan el respeto no salimos vivos de estas calles.

    Un par de los curiosos se burlaban señalándole y las caras de otros las cruzaban medias sonrisas, no eras bienvenido al barrio si llevabas uniforme y a esa alcantarilla casi nunca se entraba. Cuando no había más remedio se hacía en múltiplos de diez, con los cañones por delante y la mirada dura. Tomó aire el inspector Guerrero y cuando fue a atravesar la boca oscura y desvencijada del edificio oyó jaleo tras él. Se giró y había alboroto tras el cordón, un tipo canoso forcejeaba con un par de sus hombres, intentando pasar, dos policías más fueron a ayudar y el público que se removió inquieto. Alguno empezó a increpar a los de uniforme y pronto se unió un coro. El ayudante del inspector fue a sujetar también al hombre, que para lo mayor que parecía ponía en dificultades a todos. A un policía le propinó un puñetazo de boxeador, que le hizo retroceder tambaleándose con piernas de goma, del que lo agarraba por detrás se liberó de un codazo, el ayudante del inspector y otro uniformado no podían parar el ímpetu que acercaba al tipo hasta el edificio entre gritos y furia, el inspector se plantó de espaldas a la puerta como un guardián, el público ya jaleaba abiertamente a aquel hombre y se removía inquieto, se le pasó por la cabeza llamar y pedir antidisturbios. A apenas un par de metros interceptó al viejo el gigantón que había dejado su regalo en la acera. Lo embistió por la cintura y derribó al tipo al suelo, éste no dejó de debatirse como un animal furioso, con varios policías que se echaron encima como un enjambre. El inspector se acercó bajo abucheos e insultos.

    —Con cuidado, que lo vais a matar, bestias —ordenó.

    Alguien le puso una manilla de las esposas, luego se hizo el silencio en el lugar e incluso el forcejeo se detuvo. El inspector se giró y por la puerta salían los de las ambulancias, de blanco y con mascarillas, portaban una camilla tapada con una manta plateada. Bajo la montaña de botas y brazos que le sujetaban en el suelo, Guerrero pudo ver el rostro del hombre canoso, mirando hipnotizado a los paramédicos, su gesto se puso más rojo aún, resaltando sus pobladas cejas blancas, las lágrimas le empezaron a resbalar por la mueca desencajada en un llanto silencioso, coronado por un segundo clic que cerró completamente las esposas. Los de la camilla cerraron de un portazo tras meter su carga con la delicadeza de un fardo.

    El anciano no opuso más resistencia, lo levantaron y arrastraron como si fuera de trapo, la ambulancia marchándose con su sirena parpadeante y callada.

    Las sienes le pulsaban al inspector Guerrero como si fueran a estallar, cerró los ojos y se agarró el puente de la nariz con dos dedos. Su ayudante llegó hasta su lado, sofocado y con algo de sangre en el labio.

    —Joder con el viejo —dijo limpiándose con un pañuelo.

    —Joder con este día —le replicó Guerrero.

    Metían al hombre en un coche patrulla, de repente era un muñeco dócil tras haber desatado una furia que había dejado maltrechos a varios policías.

    —Lo has reconocido, ¿no? —le dijo el ayudante.

    El inspector abrió los ojos, puso los brazos en jarras y observó a su público, que con un goteo comenzaba a retirarse del espectáculo, uno se despidió saludándole con un solo dedo y enseñando los dientes.

    —Sí, lo he reconocido. Por favor, no me digas que es el padre.

    Suspiró esperando la respuesta.

    —Es el padre.

    —Te he dicho que no me lo dijeras —el inspector caminó hacia su coche, sin querer saber más, ni ver el escenario, bastante se iba a hartar de observar fotos y vídeos que le quitarían el hambre las próximas dos semanas. Dio un último vistazo al decorado mustio de la callejuela gris y los edificios roñosos, su público desastrado estaba ya disperso—. Esto va a ser una catástrofe —dijo cerrando de un portazo su vehículo.

    El Rey de Francia

    Por encima de la ciudad y su manto sucio alzaba su estampa la mansión. Majestuosa y de paredes blancas, con innumerables ventanas alineadas en varios pisos, enclavada en una colina a las afueras, entre bosque y verde. Allí se podía respirar y desde allí reinaba en su urbe César Santiago, porque le llamaban el Rey de Francia, aunque en realidad ni era rey, ni francés, pero son las cosas del negocio y no era el peor de sus apodos.

    Había caído la noche y eso significaba que las luces del castillo se encendían, los coches caros se arremolinaban a las puertas y los nombres famosos frecuentaban la villa del rey.

    Esa noche nadie se llamaba por su nombre, la fiesta era privada, de las que sólo te susurran si te sientas a la mesa que presiden poder y dinero. Los invitados se escondían tras máscaras, chicas jóvenes se paseaban casi desnudas o del todo, con bebida en las bandejas, hierbas traídas del último confín y, sobre todo, un polvo de color negro que sólo podías encontrar si frecuentabas el trono del rey (también si te atrevías por las peores calles al norte de la ciudad, pero ninguno de los de allí se había rebajado a pisar nunca esas cloacas). Y si era a las chicas a quien querías, sólo tenías que cogerlas también. Aunque las nubes negras la velaban en el cielo, era noche de luna llena, y si estaba en su esplendor, también el rey de Francia y su castillo debían estarlo, engalanado para una de sus fiestas de leyenda. Si eras invitado todo lo que desearas lo tenías, fuera confesable o no. Las muchas habitaciones del castillo arropaban de intimidad y ahogaban los gritos y el olor.

    El Rey de Francia estaba en su diván de emperador, rebosando sus carnes por los lados, apenas tapadas por una fina toga. Contemplaba la fiesta y admiraba a sus invitados: hombres ricos, poderosos, la mayoría viejos y de cuerpos fofos, que se revolcaban y babeaban por la comida, la bebida, el polvo negro y las dulces chicas.

    Si son la crema del poder, ¿por qué veo cerdos en el barro? Pensó el Rey de Francia, y luego que no sabía si eso le hacía el hombre más poderoso entre los poderosos o simplemente el rey de los cerdos. Él mismo tenía a cuatro chicas para él, sirviéndole en todo lo que quisiera, enroscadas a su enorme cuerpo que sudaba bajo la toga o serpenteando alrededor de su trono. Cuando el rey vio aparecer a Silvio en el Gran Salón supo que eran malas noticias, su segundo nunca estaba invitado a las fiestas y, de hecho, las aborrecía. Silvio se acercó como si nadie hubiera en aquella estancia le susurró algo al oído. El gesto se le endureció a César Santiago, apretó la copa con sus dedos gordos hasta casi romperla y las chicas se apartaron como ratones oliendo al gato. Pidió disculpas entre dientes al invitado con el que departía, que le dijo vaya, vaya donde tenga que ir, mientras seguía con la cabeza de su chica, bien agarrada a dos manos y entre las piernas.

    Cruzó el salón y no mejoró su humor que, de camino a la puerta, se le cruzara un primer plano del viejo culo peludo y arrugado de uno de los cinco grandes banqueros, los que se autodenominaban los príncipes honrados. Tampoco que antes de cerrar el Gran Salón lo último que viera y oyera fueran los bufidos roncos de un secretario del ministro, o algo así creía recordar que era; estaba a cuatro patas sobre Elsa, una muchacha joven, tierna y enganchada hasta las cejas del polvo negro. Era de sus preferidas y ahora ya no la tocaría más de puro asco, cuando la viera no podría dejar de imaginarse ese cuerpo arrugado, pálido y velludo de canas grises por todas partes, estaba sobre la muchacha como si le hubieran echado por encima una manta vieja, una que bufaba con el gesto descompuesto y rojo del esfuerzo; Elsa era morena y joven, a cuatro patas, casi aplastada por aquel idiota, cuyos pellejos llegaban incluso a derramarse por ella, rebosando por los lados de su cuerpo tierno. La niña estaba drogada hasta las cejas, su mirada, de un extraño gris claro por el color de sus ojos, andaba perdida en otro mundo mejor que ese, sin emitir un solo sonido ni moverse, excepto por las acometidas patosas de aquel viejo. Le fastidió a César Santiago que le mancillaran aquel tesoro, porque cuando miraba a Elsa veía aún algo de inocencia en el fondo de su mirada adicta. El Rey de Francia quería que fueran su sudor y sus babas las que cayeran por su espalda y en su pelo cuando montaba aquella candidez. Ahora eran las de aquel viejo medio desdentado. Anotó mentalmente que tendría que buscarse otra Elsa.

    —Si a ese idiota le da un infarto, que lo saquen por la puerta de atrás y lo echen al río.

    Silvio asintió levemente. Si a César Santiago le hubieran interrumpido en la fiesta de las noches sin luna, las realmente secretas y las que realmente merecían la pena, Silvio habría sido al que sacaban por la puerta de atrás, en dirección al río y en pedazos pequeños, porque al Rey no se le interrumpe. Pero Silvio tragó saliva y elevó la barbilla mirando al frente, para ir a comunicarle a su jefe que le esperaban en el despacho principal. Se había arriesgado porque quien allí aguardaba era amigo suyo, habían servido juntos a Santiago y antes que él, a su padre, habían envejecido y sangrado hombro con hombro en las dos últimas guerras entre Familias.

    Su amigo se lo pidió con lágrimas en los ojos, y como nunca había visto eso en él, fue sin dudarlo a interrumpir a César Santiago.

    El despacho principal era de enormes puertas que Silvio abrió para dejar paso a su jefe, había una mesa desmedida frente al ventanal que era casi toda la pared, al fondo las luces de la ciudad, más lejos destellos mudos de tormenta, decían las noticias que se acercaba y sería bíblica, pero nunca parecía llegar. Se fue hasta su sillón, un trono barroco tras la mesa. Con su ciudad al fondo le dijo a quien le esperaba que se levantara. Iba a decirle: deja de lamerme las baldosas y levanta, pero obvió lo primero.

    Se incorporó el hombre, de pelo canoso y blancas cejas pobladas, los ojos rojos e hinchados de llorar, profundas ojeras bajo ellos y apretando contra su pecho una fotografía, como si fuera una estampa religiosa a la que guardara profunda devoción. La dejó sobre la mesa, una chica joven de ojos alegres, un pelo castaño de mechones sobre la frente y una sonrisa rebosando despreocupación. El Rey de Francia la miró de reojo, apretó los labios y giró un poco su sillón, encarando la ventana y las luces de la ciudad, que la dotaban de un resplandor naranja bajo el cielo negro y los relámpagos lejanos.

    El hombre de la foto humilló sus ojos al suelo para hablar.

    —Señor César —comenzó llamándole como había hecho desde que entró a su servicio hacía veinte años, tras haber sido fiel siervo de su padre también—. En mi cuerpo hay dos balas por estos años de servicio. Esa de la foto es mi hija Lisa, ¿la recuerda?

    Al hombre empezaron a resbalarle lágrimas silenciosas y apretaba las manos. César Santiago puso los ojos en blanco un instante. La recordaba, sí, de algunas veces por la mansión, hacía bastante tiempo de eso. La veía en compañía de Lara, su hija, y otras amigas. Otra vez la recordó sola, cuando se acercó a ella, la arrinconó contra la pared, empezó a tocarla y acercar la boca a su cuello, la lengua por su mejilla. Ella se quiso negar, él le recordó quién era, también el lugar de su padre y los problemas innecesarios que podría traer a ambos que se resistiera inútilmente. Lo hizo con ella apenas un par de veces, la chica entonces también lloraba callada, como hacía el viejo ante él, debía ser cosa de familia, pensó Santiago. Luego se tumbaba y se dejaba, como si fuera una muñeca ausente, por fuera nada, por dentro el asco y el odio. Que les asqueara le excitaba, pero esas dos veces fueron frías, era como hacerlo con cristales y pronto se aburrió. La chica, después de todo, pensó César, fue más lista que muchas.

    —La recuerdo bien, Martín. Mi hija y la tuya jugaban juntas.

    —Sí, eran amigas señor César, y bien sabe que no le he pedido nada en todos estos años en los que le he servido fiel, igual que serví.

    —A mi padre, lo sé —interrumpió el rey.

    —Por favor, señor, se lo pido de rodillas —y de rodillas se hincó.

    El rey de Francia chasqueó la lengua.

    —Es una tragedia,

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