Fue de buena mañana, a eso de las ocho, y durante una jornada radiante de 1942. El 28 de mayo, las banderas de señales ondearon desde la cubierta del portaviones nipón Akagi, un coloso de casi la misma eslora que el Titanic y botado tan solo una década después que este. Acto seguido, entre los gritos y las gorras al viento de cientos de soldados japoneses, la Primera Flota Aérea levó anclas y salió de puerto en dirección al canal de Bungo. Una de las mayores armadas que se habían visto durante la Guerra del Pacífico, veintiún navíos, partía con la misión de asaltar Midway y dar el golpe definitivo a los norteamericanos. A favor tenían el secreto y la sorpresa, como hizo saber a sus hombres el versado vicealmirante Chūichi Nagumo: «El enemigo no es consciente de nuestra presencia en su zona, y así permanecerá hasta después de nuestros primeros ataques sobre la isla».
Nagumo y su superior, Isoroku Yamamoto, comandante en jefe de la Flota Combinada japonesa, vivían por aquellos meses la “fiebre de la victoria”. Desde el 7 de diciembre de 1941, en Pearl Harbor, la Armada que comandaban no había conocido traspiés. Aquel torrente de triunfos les llevó a creer que su nación estaba destinada a ser (la primera del mundo) y a afirmar que acabarían con el coloso norteamericano cuando combatieran contra él en mar abierto. No sabían lo equivocados que estaban. Si el ataque perpetrado seis meses antes