Attu y Kiska son dos islas diminutas situadas en el extremo occidental del archipiélago volcánico de las Aleutianas, al sudoeste de Alaska. En 1942, la primera, de 32 kilómetros de largo y 56 de ancho, estaba habitada por medio centenar de personas; la segunda, de 35 y 10, respectivamente, era vigilada por solo 12 soldados. Ninguna tenía importancia estratégica, pues eran prácticamente inaccesibles y se encontraban muy alejadas de las rutas marítimas importantes. Además, el clima de ambas era impredecible, con tormentas, niebla y fuertes rachas de viento de hasta 160 kilómetros por hora durante todo el año.
¿Quién querría invadir un territorio así? ¿Qué razones podría tener un país para querer poseer aquellas dos islas olvidadas, pertenecientes a Estados Unidos desde 1867 y perdidas entre el mar de Bering y el océano Pacífico? La respuesta ha sido objeto de un amplio debate entre los historiadores desde que a Japón le dio por conquistarlas el 2 de junio de 1942. La decisión dejó estupefactos y desconcertados a los aliados en medio de la guerra más devastadora de la historia de la humanidad. ¿Tenían valor estratégico y se les había escapado? ¿Ocultaban algún tesoro? ¿Era una simple medida