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La hija del sacerdote
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Libro electrónico432 páginas9 horas

La hija del sacerdote

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Josefin Wallbäck, la hija de dieciséis años de un conocido entrenador de hockey, no vuelve a casa después de su clase de canto. La búsqueda se complica por una tormenta de nieve que paraliza la ciudad de Örnsköldsvik y toda la Costa Alta.

El caso de la chica desaparecida pone a prueba a la policía de la ciudad. Kajsa Nordin, la policía en prácticas a quien en un principio le han encomendado encontrar a Josefin, se da cuenta de que, cuanto más profundiza en el caso, más secretos le quedan por descubrir.

Al mismo tiempo, un joven afgano llama a la puerta del piso de la excéntrica artista Zeta en Estocolmo. El chico está huyendo, pero ¿de qué? Zeta, que acaba de volver de un viaje a Nueva York en un intento desesperado de salvar su exitosa carrera, no necesita más problemas.

¿Qué le ha pasado a Josefin? ¿Y qué esconde la hija del sacerdote?

"La hija del sacerdote", la primera novela de la trilogía bestseller "La Costa Alta" escrita por la autora sueca Susan Casserfelt, es un thriller psicológico que, con un ritmo rápido y lleno de acción, lleva al lector a la Costa Alta de Suecia, Nueva York y Estocolmo ¡Ahora por primera vez en español!
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 nov 2020
ISBN9789178293575

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    La hija del sacerdote - Susan Casserfelt

    padre.

    1

    Se apretaban el uno contra el otro como dos liebres asustadas. La seguridad que habían experimentado otros días en su escondite junto al puerto hoy no hacía acto de presencia.

    A pesar de que los dos tenían gruesas chaquetas de plumas, él estaba tiritando de frío.

    —Esta noche nos la jugamos —susurró Jossan.

    Era como si de repente ella hubiera entendido algo, y sintió un alivio que no se reflejaba en el mal tiempo ni en el refugio en donde se resguardaban. La nieve entraba directamente en el gélido almacén por donde el techo estaba roto y, de vez en cuando, penetraba incluso a través de las amplias grietas de las tablas del piso. Esto se debía a que la mitad del antiguo depósito de sal estaba suspendido sobre el mar Báltico.

    Su refugio era el primer obstáculo que encontraba la tormenta desde que los vientos habían despegado en la tundra siberiana dos días antes. Cada vez que la ventisca hallaba una nueva rendija, la llama de la vela oscilaba, llegaba casi a extinguirse y, al segundo siguiente, brillaba con más fuerza aún.

    Habían llevado la vela a principios de otoño y la habían colocado encima de una caja volcada de madera en la que ponía «Supermercado Domus».

    Ahora se besaban a la luz de la inestable llama.

    Jossan le apretaba la mano. Le parecía como si el mes hubiera durado una eternidad de todo lo que había esperado y planificado. Era cierto que solo tenía dieciséis años, pero era madura para su edad. Ella lo superaría. Ellos lo superarían. Tenía que recordarse a sí misma que ya no estaba sola. A pesar de que no le había contado toda la verdad, estaba segura de que él permanecería a su lado.

    Como los demás chicos aparentaban estar más interesados en el hecho de que ella perteneciera a una familia del hockey, se alegraba de haber conocido a alguien que no lo practicara y a quien tampoco parecía importarle quién era su padre. Especialmente, durante esas últimas semanas en las que todo giraba en torno a la Copa de Örnsköldsvik. El acontecimiento deportivo se iba a celebrar el próximo fin de semana, algo que ella había tenido en cuenta en sus planes.

    —Parece que nos une el cosmos —dijo ella con una sonrisa.

    Las palabras se le habían quedado grabadas, se habían convertido en su mantra. Sonaban adultas, maduras.

    Él sonrió ligeramente en respuesta. Eran sus palabras. Se las había dicho con un destello de picardía en los ojos la tercera vez que coincidieron en poco tiempo.

    A diferencia de todos los demás, él no había ido detrás de ella, no había intentado impresionarla haciendo alardes. Realmente, casi empezaba a creer que se había enamorado de él. Jossan le apretó la mano, agradecida por no estar sola.

    Pero él interpretó la presión de otra manera. Con los ojos cerrados, se inclinó hacia delante para darle otro beso. Jossan lo besó en esta ocasión con una pasión nueva, con una intensidad que él nunca había visto antes en ella.

    Después, Jossan empezó a pensar en lo mucho que iba a echar de menos a Joel, su hermano pequeño. No eran muchas las personas que conseguían conectar con él, pero a ella la quería más que a nadie. Ni siquiera su madre tenía una relación tan estrecha con él.

    —Ojalá pudiéramos llevarnos a Joel.

    Él solo lo había visto en dos ocasiones cuando ella estaba cuidándolo. El extraño chico permaneció sentado donde ella le indicó y no les prestó la menor atención. Pero no quería pensar en el niño ahora que estaba sentado con Jossan.

    —Otra vez… ¡Bésame otra vez!

    Deseaba poder deslizar una mano dentro del jersey de ella, pero no era posible. Suficiente frío estaban pasando ya.

    De pronto, sintió una manopla de lana fría y húmeda sobre la boca en lugar de los suaves labios de ella.

    —¡Chist! Hay alguien aquí —susurró Jossan.

    —Jossan, aquí no hay nadie. Nadie sabe que estamos aquí —le susurró él a través de la manopla. Su aliento le calentó los dedos a Jossan, que los tenía congelados.

    Ella miró fijamente hacia la entrada y aguzó el oído. Con rapidez, sopló y apagó la llama oscilante.

    Él también prestó atención. Todo lo que escuchó fue que el viento y el agua competían, como dos solistas puntillosos, intentando superar al otro. Su estruendo se fusionaba en una sinfonía imponente. Pero, a pesar del mal tiempo, la vencedora fue la oscuridad de la noche de noviembre, que, compacta como un hombre árabe viejo y gordo, cayó sobre él. Una oscuridad tan cerrada que él ni siquiera podía distinguir la silueta de Jossan. Sin darse cuenta, empezó a pensar en su lengua materna. El sueco se volvió de repente tan inalcanzable como Jossan.

    La buscó a tientas, quería sentir la seguridad de su mano en la suya, hablar el idioma que le daba confianza, pero ella se había levantado.

    Preso del pánico, agitó los brazos y agarró la caja de Domus. Eso le dio un apoyo momentáneo, pero con el otro brazo siguió buscando la realidad. Se sentía abandonado e inseguro. ¿Qué era arriba y qué era abajo? Nadaba en aguas negras, sin orientación ni equilibrio.

    El sonido de un roce, como si alguien se hubiera tropezado con un mueble, le hizo girar la cabeza y mirar a pesar de que no veía nada en un último intento de encontrar el camino de vuelta a la seguridad.

    —Jossan…

    El nombre de ella se ahogó en su garganta.

    En lugar de eso, empezó a repetir en voz baja su propio nombre, ensimismado, una y otra vez.

    —Faraz, Faraz, Faraz…

    Pero eso solo le confundió más. ¿Quién era él en realidad?

    Un presentimiento dejó helado a Faraz. Durante doce años había renegado del viejo árabe gordo, rechazado a la familia, cerrado los ojos a los relatos tradicionales, repudiado su país y la maldad; todo aquello de lo que había huido.

    Ya estaba en medio de la oscuridad cuando cerró los ojos.

    El viejo gordo no venía solo, traía consigo al escuálido gato, Esqueleto. Ambos comenzaron a gritar. El sonido era tan fuerte que él se vio obligado a taparse los oídos.

    Insha'Allah, si Dios quiere.

    2

    Gunvor estaba sentada en su lugar de costumbre a la mesa de la cocina. Retiró la cortina de encaje de la ventana y miró fuera, hacia la oscuridad. Al no ver a nadie, empezó a toquetear los geranios, imaginando que había hojas secas. Hacía más de una hora que Josefin debería haber llegado a casa.

    —¿Dónde anda la chica? —gritó Sten-Åke.

    Para variar, la pregunta parecía que iba dirigida directamente a ella.

    —Josefin vendrá pronto —musitó Gunvor—. Será mejor que te concentres en la Copa.

    —Ojalá pudiera. Ella sabe que tiene que estar en casa a esta hora.

    Gunvor volvió a mirar hacia la oscuridad de la calle. El nudo que tenía en el estómago era más grande de lo habitual, el presentimiento de que había ocurrido algo terrible no se le quitaba de la cabeza. La nieve caía cada vez con más fuerza a la luz de las farolas. Vio las ráfagas de viento, los copos de nieve convertidos en estrechas líneas. Habían emitido un aviso de temporal de nivel 2 en toda la costa de Norrland. De vez en cuando, se veía el resplandor de las luces de los coches en la carretera Modovägen, cincuenta metros por debajo de la casa.

    ¿Estaría Josefin con alguna amiga y se había olvidado de llamar? Al día siguiente iría y le compraría un móvil a su hija. Que Sten-Åke dijera lo que quisiera, pero ya tenía dieciséis años, y todos sus compañeros del Instituto Nolaskolan tenían móviles; Gunvor sabía que era así.

    Josefin había dejado de dar la lata hacía mucho tiempo. Al principio, dijeron que era demasiado pequeña. Luego, que, cuando cumpliera dieciséis años y empezara en el instituto, tendría que trabajar y ahorrar para comprarse el teléfono ella misma. Así que ahora la chiquilla trabajaba duro cada vez que había un partido en el Centro Fjällräven donde jugaba el equipo Modo.

    Tener una adolescente en casa era bastante más difícil de lo que ella se había imaginado. Josefin, la pequeña y pizpireta Josefin. El tiempo había pasado demasiado rápido, y la niña había crecido. Los vecinos chismorreaban acerca de que la habían visto maquillada por la calle Storgatan. Por suerte, sus otros dos hijos no daban aún mucha guerra. Para Jimmy, que era dos años mayor, todo giraba en torno al hockey.

    Joel, que iba a cumplir seis años poco después de Año Nuevo, había regresado a casa corriendo justo cuando iba a empezar el programa infantil Bolibompa, pero no había querido verlo. Fue entonces cuando empezaron a sospechar que pasaba algo, porque Josefin no había llegado con él.

    El niño había venido con el mono lleno de barro. Distraída, ella se había dado cuenta de que estaba empapado hasta los huesos. Empapado y aterido. ¿Se había hecho pis? Joel no respondió, solo se estremeció como el telesquí cuando subía a la rampa de saltos en un día de frío. Él era tan reservado como ella.

    Gunvor le preparó la bañera al niño y no ahorró en espuma de baño. Confiaba en que Sten-Åke no descubriera sus lujos cotidianos, pues tenía otras preocupaciones en vísperas de la Copa de Örnsköldsvik. Mientras Joel jugaba tranquilamente en el agua, ella introdujo el mono lleno de barro en la lavadora y subió la temperatura a sesenta grados, aunque sabía de sobra que en la prenda recomendaban no pasar de cuarenta.

    Una vez más, Gunvor volvió a dirigir la vista hacia la oscuridad de la noche. Sospechaba que, detrás de ella, Sten-Åke también miraba por la ventana. Observó de reojo a su marido, que apretó las mandíbulas y susurró algo entre dientes. ¿Había oído bien? ¿Había llamado puta a la niña? El nudo que tenía en el estómago aumentó de repente, y no pudo evitar que se le helara la sangre.

    —Ya no pienso tolerarlo más —soltó Sten-Åke—. Se acabó el andar danzando por el centro.

    Gunvor oyó cómo él agarraba las llaves del coche y la cazadora, enseguida escuchó el fuerte sonido que hizo la puerta al cerrarse. Poco después, vio salir el coche por la entrada a toda velocidad.

    3

    Faraz no tenía ni idea de lo que había ocurrido. Extendió las manos temblorosas. Estaban hinchadas, rígidas y oscuras. Las observó detenidamente bajo el débil resplandor del foco de la pista de saltos. Sentía un hormigueo, como cuando despiertas y descubres adormilado una mano extraña en la cama antes de comprender que es tuya y que has estado durmiendo sobre ella. De repente, otra imagen acudió a su mente y le mostró lo que sus manos habían experimentado. No pudo soportarlo y, haciendo un esfuerzo, consiguió meterlas en el interior del plumífero azul. No podía ni pensar en cerrar la cremallera, tenía los dedos como salchichas congeladas.

    Oteó desde la linde del bosque y reconoció la silueta de la pista de saltos a través de la cortina de nieve. Los potentes focos la iluminaban en toda su extensión en los días despejados, pero hoy se veía borroso. La nieve cortante le azotaba la cara cuando la ventisca cobraba fuerza.

    Una imagen acudió a la cabeza de Faraz. Recordó estar sentado en un camión que subía con dificultad por las montañas. Él entonces tenía cinco años y no era más que un niño pequeño y escuálido. Todos menos su madre iban en el vehículo. «¿Dónde está mamá?», preguntó él. Su padre lo abofeteó. Hacía un calor abrasador por el día y mucho frío por la noche. Después de la bofetada de su padre, apenas se había atrevido a moverse. Sin que se notara, se fue alejando de él y acercándose a la hermana pequeña de su madre. Al caer la noche ella lo abrazó, y él se durmió en su regazo. Algo que le azotaba la cara lo despertó. No podía abrir los ojos, no podía pedir ayuda. Faraz estaba convencido de que se iba a asfixiar. Se encontraban envueltos en una tormenta de arena, cuyos vientos soplaron durante ciento veinte días. Lo único que sabía era que su tía aún estaba sentada cerca de él.

    Hoy no tenía los brazos de su tía para refugiarse en ellos. Hoy estaba solo. ¿Por qué estaba sentado en el oscuro bosque? ¿Esperaba a alguien? ¿Huía de algo? ¿De la policía? No tenía respuestas. ¿Qué había hecho? No estaba seguro. ¿Y dónde estaba Jossan?

    Instintivamente, Faraz bajó trotando la cuesta como un animal herido. Caminaba con las piernas entumecidas y congeladas, y cada vez que el viento lo detenía le resultaba difícil comenzar a andar de nuevo.

    A Nadeem le costó entender el SMS de Faraz, su mejor amigo, por lo que decidió llamarlo. Sonaron varias señales antes de que Faraz respondiera. Su amigo parecía confundido, solo repetía lo que decía en el SMS: necesitaba que le prestara ropa y dinero. Nadeem, desconcertado, metió varias prendas en una bolsa del supermercado Konsum. Después, se coló en la habitación de sus hermanos y hurgó en los bolsillos de los pantalones, donde encontró un billete de quinientas coronas y algunos de veinte. Ya le daría explicaciones Faraz cuando llegara.

    Nadeem estaba tan sumido en sus pensamientos que apenas oyó la corta llamada del timbre. Cuando su madre gritó desde el cuarto de estar que abrieran, salió de sus cavilaciones y se apresuró hacia la puerta antes de que alguno de sus hermanos se le adelantara. Abrió y se quedó pasmado al ver a Faraz.

    —Tío, ¿qué cojones te ha pasado?

    —Tengo que largarme…

    Se le quebró la voz, el desconcierto en los ojos de Faraz hizo que Nadeem se asustara. Aterrado, miró fijamente al visitante.

    La nieve que traía en el pelo y en la chaqueta había empezado a derretirse. El plumífero y los pantalones de Faraz estaban manchados. Solo en la parte inferior de los vaqueros se podía adivinar que alguna vez habían sido claros. No cabía ninguna duda de que las manchas eran de sangre.

    —Joder, tío —tartamudeó Nadeem—. ¿Qué cojones has hecho?

    Faraz miraba estresado de un lado a otro.

    —Jossan…

    Faraz no consiguió decir nada más, pero se obligó a mirar a Nadeem a los ojos para pedirle lo que había venido a buscar.

    —Nadeem, tengo que largarme. ¿Tienes la ropa y la pasta?

    En el piso de arriba del edificio de apartamentos se abrió una puerta, y el sonido de Al-Jazeera resonó en la escalera. Faraz intentó colarse en la vivienda, pero Nadeem apretó con fuerza la manija de la puerta y se negó a dejar entrar a su amigo.

    —Joder, Faraz, imagínate si te ve mi madre. Perderá los nervios. ¡Toma! —susurró Nadeem entregándole la raída bolsa de Konsum a través de la abertura de la puerta.

    Faraz la tomó con los dedos entumecidos y escuchó estresado por si se oían pasos en el hueco de la escalera.

    —¿Dinero?

    Molesto, Nadeem le entregó los billetes robados.

    —Te lo devolveré todo, lo juro por Allah.

    Insha’Allah —contestó Nadeem con acritud.

    Visiblemente aliviado al poder cerrar la puerta y girar la llave, Nadeem entró de nuevo en casa y se colocó al lado de la ventana. Al cabo de un rato, desde allí vio salir a Faraz vestido con su ropa vieja. La figura de su amigo se perdió en la tormenta de nieve tras poco más de diez pasos.

    Unas horas más tarde, el autobús de la compañía Ybuss entraba suavemente en Hudiksvall. El bosque y la E4 dejaron paso a pequeñas y oscuras casetas de pescadores y algún que otro letrero que iluminaba una ciudad desierta. Los copos de nieve caían aquí bastante más dispersos.

    El autobús iba en silencio. Faraz, que estaba sentado con la frente apoyada en la ventanilla, se estremeció cuando una cara fantasmal apareció justo delante de sus narices. Miró asustado a través del cristal, pero allí no había nadie. Cuando el autobús pasó por debajo de la farola siguiente, la misma cara volvió a deslizarse por la ventanilla. Era su reflejo. Él era su propio fantasma.

    El conductor entró en la estación de autobuses Glada Hudik y se detuvo en la dársena K. Dos estudiantes salieron a fumar y a armar jaleo bajo la primera nevada del otoño, pero la mayor parte de los viajeros trataron de seguir durmiendo.

    Faraz volvió a mirar su reflejo y descubrió que el fantasma estaba llorando. Se llevó las manos a la cara y descubrió que era cierto, tenía las mejillas húmedas.

    4

    Kajsa Nordin, policía en prácticas, estaba nerviosa. La recepcionista acababa de abrir la puerta de la comisaría por la mañana cuando Sten-Åke Wallbäck, el entrenador de hockey del Modo, alias el Tren, irrumpió en la entrada. Ahora se encontraba frente al mostrador de atención al público y un poco por detrás estaba la que Kajsa supuso que sería su mujer, con los ojos hinchados y enrojecidos.

    —Mi hija ha desaparecido —dijo Wallbäck—. Ayer, cuando llamamos a la policía, solo pudimos hablar con alguien de Kramfors, y nos dijo que habláramos con todos los amigos de Josefin. No basta con eso. Ya es hora de que levantéis el culo de la silla y empecéis a buscarla.

    —Entiendo que la situación es difícil para vosotros —dijo Kajsa tratando de calmar al entrenador de hockey—. Las estadísticas nos dicen que vuestra hija regresará a casa hoy o, a más tardar, dentro de unos días. ¿Tiene novio?

    La pregunta hizo que Wallbäck diera un puñetazo en el mostrador. Cuando Kajsa vio la furia en los ojos del entrenador, deseó que los hubiera separado una mampara de vidrio reforzado. Instintivamente, se llevó la mano al bolsillo del pantalón donde guardaba su inyección de adrenalina.

    El Tren le recordó al oso disecado que estaba a tres metros de distancia, al que había disparado un cazador que había superado la cuota permitida. En legítima defensa, según dijo. El oso quedó como propiedad del Estado y se disecó de pie apoyado en las patas traseras. Ahora daba la bienvenida a todos los que tuvieran que acudir por algún asunto a la comisaría de Örnsköldsvik.

    —Mi hija ha desaparecido. Quiero que empecéis a buscarla, que peinéis todo el bosque palmo a palmo si es necesario. —Wallbäck hizo un movimiento envolvente con el brazo para señalar los bosques alrededor de la ciudad.

    El alterado entrenador consiguió que el supervisor de Kajsa Nordin, el inspector de policía Erik Karlsson, se acercara al grupo con discreción.

    Esa parecía una de las ocasiones en las que podía hacer falta orientación durante el medio año que duraban las prácticas. Después de todo, Kajsa solo había pasado dos años en la Escuela Superior de Policía de Solna y seguía siendo una policía en prácticas, a pesar de que llevara uniforme y el mismo equipo que el resto de los agentes de la comisaría.

    —¿Todo bajo control? —preguntó el supervisor.

    Kajsa asintió, aunque en realidad no sentía que fuera así. Erik retrocedió para mostrar que no pensaba ponerse al frente, pero no alcanzó a retirarse lo suficientemente rápido antes de que Sten-Åke Wallbäck se diera cuenta de cuál era la situación. ¿Por qué iba a hablar con una policía joven e inexperta cuando había alguien con más experiencia?

    —Eh, tú, ¿cómo te llamas?

    Erik se volvió hacia el conocido entrenador de hockey.

    —Erik Karlsson —contestó, y se arrepintió inmediatamente—. Pero creo que Kajsa podrá ayudaros.

    La mirada de Wallbäck lo decía todo, no pensaba dedicarle más tiempo a la mujer joven.

    —Karlsson, ahora escúchame. Mi hija tuvo clase de música ayer en el Instituto Nolaskolan, pero no volvió a casa. Además, tenía que haber recogido a nuestro hijo de seis años… —El Tren respiró profundamente—. Nunca ha ocurrido nada semejante.

    —Lo comprendo —contestó Erik—, ¿cómo has dicho que se llama?

    —Josefin Wallbäck.

    —¿Cuántos años tiene Josefin?

    —Dieciséis. No es más que una niña.

    Erik asintió. Su pequeña Sofia tenía quince años, pero no perdía nunca la ocasión de reivindicar que ya era mayor. En casa se discutía por todo, las reprimendas se mezclaban con amenazas y quejas. Podía imaginarse cómo sería cuando Sofia cumpliera los dieciséis. Ya la había recogido borracha perdida en una fiesta en casa de sus amigos cuando fue a buscarla al negarse ella a volver al hogar; además, la había pillado con cigarrillos.

    «Sí, sí, la hija del Tren será como otras chicas», pensó Erik.

    —Cuando se sospecha que ella se ha marchado voluntariamente, solemos esperar algún día. ¿Habéis discutido en casa?

    —No, ¡claro que no! —interrumpió Sten-Åke—. Y ella no se ha escapado, ya lo he dicho. Ha pasado algo. Ayer por la tarde nos reunimos unos cuantos miembros de la asociación e hicimos una batida, pero no la encontramos. Ahora sois vosotros los que tenéis que seguir buscando. Exijo que hagáis algo ¡ahora!

    Erik se volvió hacia la madre.

    —¿Qué dice usted, señora Wallbäck? ¿Tiene su hija alguna razón para no volver a casa?

    Gunvor levantó la mirada rápidamente, pero la apartó enseguida y negó con la cabeza.

    —¡Nuestra hija es feliz! —gritó el entrenador—. No tiene ningún motivo para marcharse de casa. Ahora ya podéis espabilaros y decir qué pensáis hacer para encontrar a mi Josefin.

    Wallbäck se había acalorado de nuevo. Erik asintió, y Kajsa continuó anotando.

    —Estas son preguntas que formulamos siempre cuando se produce una desaparición. No tienen por qué molestarse. Han llamado a todos sus amigos. Um…, ¿llevaba dinero?

    —No, ella suele llevar mucho dinero encima; a lo sumo, veinte coronas.

    —¿Y no falta dinero, por ejemplo, en la caja destinada a los gastos de casa?

    —No.

    —¿Lo habéis comprobado? —Erik dirigió la pregunta a la madre, pero fue el Tren quien respondió de nuevo.

    —Confiamos plenamente en Josefin. A ella nunca se le ocurriría robar.

    —¿A qué clase va?

    —A PA en el Instituto Nolaskolan.

    Erik miró confuso a Kajsa.

    —El Programa Artístico —aclaró Kajsa—. ¿Qué orientación?

    Sten-Åke miró airadamente a Gunvor antes de responder:

    —En la orientación de canto. Por cierto, hemos traído una foto.

    Gunvor, sin levantar la mirada, comenzó a buscar en su bolso y sacó un sobre rígido con las típicas fotografías de clase. Extrajo de él un retrato de una chica con melena larga de color rubio oscuro. Gunvor miró la foto antes de entregársela a Erik.

    —Del año pasado —dijo Gunvor en voz baja sin mirar a nadie—. Entonces estaba en noveno.

    —No ha cambiado nada —añadió Sten-Åke.

    —¡Uy! ¡Qué niña tan guapa! —exclamó Erik.

    Bien podría haber sido su propia hija, Sofia. Erik sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca.

    Después de que el matrimonio Wallbäck abandonara la comisaría, Erik miró a la policía en prácticas.

    A pesar de que Kajsa era joven y estaba recién salida de la Escuela Superior de Policía, tenía una madurez que la hacía parecer mayor. Era de complexión robusta, alta y fuerte. De hecho, era más alta que él, tanto que, al principio, le había resultado algo incómodo tener que mirar hacia arriba para hablar con ella.

    Kajsa había superado la prueba física con brillantez, Erik lo sabía. Con un poco de envidia pensó que, si él hubiera tenido ese físico cuando era joven, habría jugado al hockey en la LNH (liga profesional americana).

    —Bueno, ¿qué sabemos? —preguntó Erik tratando de no sonar como un profesor.

    Kajsa alzó la vista de la pantalla del ordenador.

    —Cada año se denuncian las desapariciones de unas siete mil personas. Un tercio de ellas son jóvenes, y algo más del setenta y cinco por ciento de ese tercio son chicas. Por lo tanto, cada año se denuncian en Suecia las desapariciones de mil quinientas chicas. —Después, Kajsa miró la fotografía de Josefin—. Pero la mayoría vuelven a casa en un intervalo de tiempo de uno a tres días. Al año solo hay unas treinta personas que no aparecen nunca, y, de hecho, quienes dominan las estadísticas en su mayoría son hombres de entre cuarenta y cincuenta años.

    Erik se quedó sin palabras y pensó que Kajsa seguramente estaba repitiendo lo que había escuchado en una clase de la Escuela Superior de Policía. Pero ella se le adelantó.

    —Hice un estudio a fondo sobre chicas desaparecidas. No estoy repitiendo aquí una conferencia al pie de la letra, por si es eso lo que estás pensando.

    ¿Era tan transparente que ella podía deducir lo que pasaba por su cabeza? Ambos se echaron a reír ante la evidencia.

    —Está bien, pero ¿qué crees que deberíamos hacer en el caso de Josefin?

    Kajsa se rascó la cabeza y caviló. Tomó la fotografía que estaba sobre la mesa. La chica miraba a la cámara con una sonrisa amplia, que permitía verle los dientes, y con la cabeza inclinada. Era la típica foto escolar, fondos con tonos grises, buena luz, bien realizada.

    —Josefin… parece una chica muy aplicada y obediente —aventuró Kajsa—. Al menos, de cara al exterior. Canta, aunque a su padre no se le ve muy satisfecho con el programa que ella ha elegido. ¿Quizá habría preferido ver a su hija en el instituto de hockey?

    —¿Novio? —preguntó Erik.

    Kajsa estudió la fotografía con detenimiento, procurando que esta le revelara algo.

    —¿Tienes novio? —preguntó Kajsa en voz alta—. En ese caso, es en secreto, ¿verdad?, porque tus padres dicen que no sales con nadie. ¿Dónde lo has conocido? ¿En el instituto? ¿Es alguien que canta también? ¿O es alguien más mayor, alguien a quien no conocen ni siquiera tus amigas?

    —Si se han conocido en el instituto, es casi imposible que mantengan la relación en secreto —razonó Erik—. Pero menudo contratiempo supone que la hija desaparezca justo antes de la Copa de Örnsköldsvik.

    La Copa de Örnsköldsvik era una competición anual en la que participaban todos los institutos especializados en la formación de jugadores de hockey y competían por alzarse con el título de Instituto de Hockey del Año. Era una excelente oportunidad para que los jóvenes jugadores de este deporte se dejasen ver ante los cazatalentos de los equipos juveniles. Kajsa sacudió la cabeza. Después, se acordó de los llamativos titulares de los periódicos vespertinos unos años antes, cuando ella estaba estudiando en la Escuela Superior de Policía de Solna.

    En ellos se decía que el Centro Fjällräven estallaría por los aires si el Modo no ganaba el oro en el campeonato nacional. La amenaza fue enviada a la casa del Tren, que acababa de incorporarse como entrenador. Ni las amenazas ni el nuevo entrenador consiguieron que el Modo lograra unos resultados brillantes ese año, pero el estadio aguantó en su sitio.

    —Cambiando de tema, ¿detuvieron a alguien por la amenaza de bomba de hace unos años? Llegó a encontrarse un artefacto explosivo en las oficinas del Modo, ¿no? Aunque, por suerte, fue desactivado.

    —No, los expertos en criminalística nunca consiguieron localizar al remitente, y el caso se archivó. —Erik suspiró audiblemente y cruzó las piernas—. Ya sabes, lo de siempre. Faltaban pruebas en la investigación policial. No, podría haber sido cualquier forofo del Modo.

    —A eso se le llama medir a todos por el mismo rasero —dijo Kajsa riendo con disimulo—. Por cierto, ¿qué piensas de la familia Wallbäck?

    —Bueno, parecen un poco extraños, por decirlo de alguna manera —respondió Erik—. Quizá es porque están conmocionados y con falta de sueño, ¿qué sé yo? Pero, si hubieran sido mis padres cuando tenía dieciséis años, seguro que habría deseado despedirme a la francesa.

    —De todos modos —dijo Kajsa—, creo que deberíamos publicar una búsqueda en el registro EPS. Si quieres, puedo hacerlo yo.

    EPS era el acrónimo del Registro de Personas Desaparecidas.

    —Sí, hazlo —la animó su instructor—, y después podríamos subir hasta el Instituto Nolaskolan y hacer algunas preguntas.

    Kajsa vio que Erik miraba por la ventana. Seguía nevando.

    —Este año ha llegado muy pronto, ¿no?

    —Y qué cantidades —contestó Erik—. Pero seguro que se derrite, porque aún no ha llegado el invierno.

    5

    A las ocho y diez, cuando el Instituto Nolaskolan acababa de abrir sus puertas, el grupo de Facebook ¿Dónde está Jossan? aún no se había creado. El curso PA01, que era la clase de Josefin, tenía en el horario escolar Medioambiente y Seguridad en el Trabajo. El profesor comprendió enseguida que no iba a poder dar la lección que había planeado y dejó que los jóvenes, en vez de eso, ventilaran sus pensamientos y sus temores sobre la desaparición de su compañera de clase; se habían enterado porque algún padre había participado en la batida particular organizada la noche anterior. Pensó que quizá fuera posible entrelazar en la discusión alguna idea relacionada con el medioambiente y la seguridad en el trabajo. Petter, un alumno de la clase, tuvo la idea de que debían crear un grupo de Facebook para buscar a Jossan, algo que a todos sus compañeros les pareció una gran idea. Cuando sonó el timbre a las nueve y veinte, el grupo tenía quince participantes, que eran todos los alumnos de la clase, menos la compañera desaparecida. ¿Dónde está Jossan? se convirtió ese día en el grupo que más rápido creció en las redes sociales suecas. Tras el primer recreo, se habían unido 233 nuevos miembros que habían escrito algo más de setenta mensajes sobre lo que pudo haber ocurrido y quién era la última persona que la había visto, todo ello mezclado con conjeturas y oraciones. A la hora del almuerzo, el grupo superó la barrera de los mil miembros; la mayoría, alumnos de Nolaskolan.

    6

    Kajsa sujetó la puerta del edificio de ladrillo amarillo del Instituto Nolaskolan. Erik la seguía jadeante, avanzar por la nieve se hacía pesado. Solo eran dos manzanas, pero cuesta arriba y con el viento en contra. Erik dio unos pisotones con tanta fuerza que la nieve salió volando de sus zapatos.

    —Quizá debería empezar a hacer ejercicio —resopló Erik.

    —Bah, no será para tanto.

    —Ya verás cuando cumplas cuarenta y cinco y lleves el peso de un montón de bollos daneses en la cintura.

    Kajsa sonrió y sacudió la cabeza.

    —Estás exagerando de nuevo. A mí me parece que estás en forma.

    Erik se animó. El patio cubierto de la escuela estaba tranquilo, y los pocos alumnos que

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