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La sombra del Führer
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Libro electrónico385 páginas5 horas

La sombra del Führer

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Los libros cuentan que Hitler se suicidó en el búnker de la Cancillería de Berlín el 30 de abril de 1945. Pero, ¿y si esa versión oficial fuese falsa? Datos, informes y documentos incluidos en estas páginas lo ponen en duda, y sirven de argumento y excusa para una trama que juega a especular con lo que podría haber pasado si realmente el Führer hubiese logrado huir a Argentina. Un periodista, un alto cargo del Vaticano y una profesora están dispuestos a descubrir la verdad tras la muerte en extrañas circunstancias de un amigo. Jerez, Cádiz, Roma, Zahora, el Faro de Trafalgar, la playa de los Alemanes, Bariloche... Deberán recorrer para ello numerosos escenarios en una trepidante aventura en la que casi nada es lo que parece. Porque la verdad, en ocasiones, está muy lejos de lo que nos quieren hacer creer.

IdiomaEspañol
EditorialWayne Jamison
Fecha de lanzamiento20 ago 2017
ISBN9788491751243
La sombra del Führer

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    La sombra del Führer - Wayne Jamison

    CAPÍTULO 1

    23 de enero de 2017

    Antonio respiró profundamente antes de introducir la llave en la cerradura. Necesitaba respuestas y esperaba encontrarlas al otro lado de la puerta. Sabía que Adolfo se colocó frente al espejo del cuarto de baño, buscó su corazón con la punta de la pistola y apretó el gatillo. O al menos eso es lo que decía la versión oficial. Pero nada más. No sabía por qué lo hizo. Ni tan siquiera estaba seguro de que hubiese sucedido así. Y eso era lo que más le atormentaba. Su amigo parecía un hombre relativamente feliz. No le constaba que tuviese grandes problemas. Entonces cayó en la cuenta de que en realidad apenas sabía nada de su pasado. Sintió un latigazo en la boca del estómago. No se había percatado de ello hasta ese momento. Un profundo remordimiento multiplicó su nerviosismo. Le conocía desde hacía seis años y nunca se había interesado realmente por su vida anterior. Siempre había pensado que era un tipo reservado, extremadamente tímido en ocasiones quizá, pero nunca le había extrañado que no hubiese hablado nunca de su familia ni de su pasado en su Argentina natal.

    Por fin se armó de valor y abrió la puerta. Había estado allí muchas veces. Iba, de hecho, bastantes sábados, tras tomar juntos unas cervezas por el centro de Jerez. Solían ver algún partido de fútbol en la televisión y echar unas partidas a un juego de carreras o a uno de zombis en una PlayStation 4 que se había convertido en uno de los bienes más preciados de Adolfo. Repartía la mayor parte de su tiempo en casa entre esa consola de videojuegos, libros, películas y series de televisión. Podía permitírselo. No tenía que darle explicaciones a nadie ni tampoco le ataban demasiadas obligaciones fuera de su jornada laboral. No tenía hijos, no estaba casado y no mantenía ninguna relación sentimental, al menos que se supiese.

    Adolfo y Antonio solían prolongar la juerga casera hasta bien entrada la madrugada, hasta que la botella de whisky llegaba a su fin y les resultaba imposible mantener el coche más de cinco segundos seguidos dentro de la pista que proyectaba la flamante televisión Ultra HD de 55 pulgadas. Alcohol, humo de tabaco, piques y unas risas eran suficientes para cumplir con el objetivo de pasar unas horas de evasión. No necesitaban más.

    El apartamento era pequeño, un estudio de dos plantas con un diminuto salón con cocina americana de apenas 15 metros cuadrados abajo y una habitación con cuarto de baño y un lavadero arriba. Era una vivienda de alquiler y mantenía los muebles baratos y desgastados que había dejado el casero. Pero nada de eso le importaba a Adolfo. Le bastaba con su consola de videojuegos, su televisión, su portátil, su móvil de última generación, sus libros, su juerga semanal con Antonio cuando era posible y sus escapadas al extranjero o a cualquier rincón de España de vez en cuando. Otro escalofrío recorrió el cuerpo de Antonio cuando pensó en ello mientras permanecía plantado de pie junto a la puerta, ya dentro, porque cayó en la cuenta de que su amigo tampoco solía hablar de esos viajes. Desaparecía durante unos días, un par de semanas como máximo, y regresaba como si nada, como si se hubiese tratado de un paréntesis invisible en la existencia que compartía con conocidos, compañeros de trabajo y el propio Antonio.

    —Maldito cabrón, seguro que se traía algo entre manos.

    Vio su propia mano temblar tras encender la luz. La casa no estaba tan recogida como de costumbre. Se notaba el paso de la Policía Nacional, que había estado trasteando durante los últimos dos días en busca de algo que pudiese aclarar lo que había sucedido. Antonio volvió a respirar hondo, buscando quizá una tranquilidad que en esos momentos se antojaba imposible. Permaneció unos segundos recorriendo con la mirada esa cocina y ese salón en el que tantas horas habían pasado juntos. Metió la mano en su bandolera, sacó un paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Recordó la promesa que se había hecho de ir reduciendo poco a poco el consumo de tabaco, aunque sabía que tendría que ignorarla durante un tiempo. En ese momento no podía imaginar cuánto.

    No constaba que Adolfo tuviese ningún familiar vivo, así que la Policía Nacional, una vez cerrada la investigación y concluido que se había tratado de un suicidio, le pidió a Antonio que fuese a recoger sus objetos personales antes de que el casero recuperase su apartamento. Se le suponía su mejor amigo, así que, pese a la sorpresa inicial, tampoco opuso resistencia. La curiosidad, además, le podía, y tenía la esperanza de obtener respuestas en esa casa. No aceptaba que se hubiese tratado de un suicidio sin más. Quería un porqué, una explicación que aliviase también los remordimientos que sentía, y estaba dispuesto a hacer lo que fuese necesario para encontrarla. Si hubiese estado más pendiente de él, si se hubiese preocupado más por sus problemas, si se hubiese dado cuenta de que se encontraba mal… El sentimiento de culpa le martilleaba la cabeza desde hacía dos días.

    Sacó bolsas de basura de un cajón de la cocina para la ropa, que ya había decidido donar a Cáritas. No tenía mucha, así que en apenas media hora ya la había recogido toda. Decidió llevarse a casa la televisión, la consola, los juegos y los libros. También la tableta y el portátil que ya le había dado la Policía y que antes de subir al apartamento dejó en la furgoneta que le había dejado un amigo.

    Dudó qué hacer con la documentación y el resto de papeles, cuidadosamente ordenados en sobres, carpetas y cajas en un armario del salón, pero acabó decidiendo llevárselo también, con la esperanza de que quizá allí pudiese encontrar alguna pista sobre lo que sucedió para que su amigo acabase muerto, algo que se le hubiese pasado por alto a los responsables de la investigación.

    Cargó todo en la furgoneta y volvió al apartamento antes de devolverle las llaves al casero. Quería echar un último vistazo. Subió directamente a la primera planta. Permaneció un rato quieto apoyado en el marco de la puerta del cuarto de baño. Imaginó los instantes previos al momento en que Adolfo apretó el gatillo para acabar con lo que fuese que amargaba su existencia hasta ese punto. Lo imaginaba reflejado en el espejo sudando, con los dientes apretados, los ojos cerrados, llorando y respirando con ansiedad, como si le faltase al aire. Quizá dudando. Sería lo lógico, pensó. Y de repente… ¡¡¡PUM!!! Sangre por todas partes. Una mirada perdida. Una imagen que deja de reflejarse en el espejo.

    Antonio tuvo que dar unos pasos atrás y sentarse al pie de la cama para no caerse. Estaba empapado en sudor. Una lágrima venció el pulso a un absurdo deseo de contención, dando paso a un llanto incontrolado y un grito ahogado que retumbó en toda la casa.

    Cuando logró tranquilizarse un poco, se tumbó. Tiró de la almohada para acomodarse la cabeza. Necesitaba apartar la mezcla de rabia y tristeza que le invadía. Necesitaba tranquilizarse, pensar y ordenar las imágenes y sensaciones que se sucedían sin orden ni sentido. Clavó la mirada en el techo. Pero apenas pudo mantenerla diez segundos, el tiempo que tardó en aparecer en su memoria un recuerdo que ahora se antojaba determinante, el del escondite ‘secreto’ que no hacía mucho, en una de esas noches de fútbol y videojuegos bañadas en whisky con cola, le había confesado que tenía al fondo del armario de su habitación.

    En un gesto inusual, sorprendente en él, tan reservado como era para casi todo, quizá espoleado por el alcohol, tres sábados atrás le había contado que allí guardaba el dinero y sus pertenencias más preciadas, y le pidió que si algún día le pasaba algo, por favor cogiese la caja que había y la mantuviese a buen recaudo.

    ¿Cómo no había recordado antes esa confesión? Pero el reproche fue fugaz, lo que tardó en, como impulsado por un resorte, incorporarse y abrir el armario. Se agachó, alargó el brazo y, tal como le había explicado su amigo, activó un mecanismo que abrió un hueco situado al fondo a la derecha. Allí dentro estaba la caja. Con satisfacción y ansiedad la puso en el suelo. Se quedó mirándola unos segundos, convencido de que allí dentro encontraría las respuestas que buscaba.

    Pero no fue así. Más bien todo lo contrario. El contenido de la caja multiplicó los interrogantes.

    Podía esperar casi cualquier cosa menos lo que encontró.

    CAPÍTULO 2

    Octubre de 1946

    16 de octubre de 1946. Pasaban tres minutos de las doce del mediodía. Alfonso, que era como se hacía llamar ahora, estaba sentado en un butacón frente al ventanal del salón principal, con la mirada perdida en la espectacular vista que se divisaba con el lago y las montañas al fondo. Las nubes y la lluvia, frecuentes por allí en esa época del año, dibujaban un paisaje cautivador. En días como ése era capaz de pasar horas allí sentado, leyendo o simplemente pensando, un lujo impensable para él hasta hacía poco tiempo.

    Su mente estaba en ese momento a miles de kilómetros de distancia más que en la habitación en la que estaba su esposa. No podía evitarlo. Había compartido muchas cosas con buena parte de esas personas a las que él sabía que les quedaba poco de vida. Él iba a poder pasar página, cierto, abrir una nueva etapa, poner en marcha otro proyecto ambicioso, quizá tanto o más que el anterior, pero tampoco le resultaba fácil poner punto y final a lo que le había robado los mejores años de su vida.

    —Puede pasar cuando quiera.

    La frase de la enfermera que asomó la cabeza por la puerta fue dirigida a uno de los tres hombres que acompañaban a Alfonso en la estancia, tres armarios enfundados en apretadas camisas negras que no debían andar muy lejos de los dos metros de altura. Sus cabezas rapadas y sus gestos serios también ayudaban a imponer algo más que respeto. Uno de ellos se dirigió al señor de la casa, sacándole del ensimismamiento por el que se había dejado llevar. Había llegado el momento de dedicarle toda su atención a lo que tanto tiempo llevaba esperando y que se encontraba al final del pasillo principal de la planta baja. Ella se merecía también que fuese así. Estuvo a su lado en los momentos más difíciles, sin importarle lo que pudiese pasarle cuando las cosas se pusieron feas. Y ahora, además, había algo que les unía para siempre.

    La joven enfermera había llegado la noche anterior junto a un médico. Un servicio a domicilio nada habitual, pero las órdenes que llegaron de arriba eran claras: debían prestar atención inmediata en cuanto lo solicitasen; lo que hiciese falta, sin reparar en medios, sin preguntas y bajo la promesa de guardar la más estricta confidencialidad. Pagarían muy bien. El dinero no sería problema.

    Alfonso se levantó sin prisa. Tenía el cuerpo bastante castigado, demasiado incluso para su edad. Su aspecto, con una palidez extrema y completamente calvo, tampoco ayudaba a mejorar su imagen. Se incorporó y empezó a caminar encorvado, mirando al suelo, con la cabeza ligeramente inclinada y los brazos hacia atrás, en un gesto con el que quizá trataba de disimular un temblor incontrolable en su mano izquierda.

    Quedaba muy poco del hombre que fue años atrás. Al menos físicamente. Él se resistía a reconocerlo. Aun así, quienes formaban parte de su círculo de confianza le respetaban. Su relación traspasaba, incluso, los límites convencionales del respeto. Iba mucho más allá. Le idolatraban y sentían pánico a sus reacciones, a unos golpes de furia cada vez más frecuentes. Y no era para menos teniendo en cuenta sus antecedentes. Había demostrado con anterioridad de lo que era capaz. Su currículum estaba marcado por la maldad.

    La casa era enorme. En el primer piso había seis habitaciones, la más grande con balcón, y tres baños. Al final del largo pasillo había una pequeña estancia con baño a la que se accedía por unas escaleras exteriores. En la planta baja se encontraban el salón con grandes vistas al lago, la cocina y tres habitaciones más con dos cuartos de baño.

    Alfonso se paró a medio metro de la puerta de la mayor de estas últimas. Levantó la mirada clavándola en el acompañante rapado que le seguía más de cerca, en un claro gesto de recriminación por no haberla abierto ya. Lo hizo rápidamente mientras se disculpaba por el descuido.

    Justo al otro lado de la puerta le esperaban su médico personal, el otro que había llegado la noche anterior y la enfermera, los dos últimos prudentemente situados un metro por detrás del primero. El señor de la casa se paró justo delante y echó un vistazo al fondo de la habitación. Allí estaba ella con el bebé entre sus brazos, flanqueada por dos asistentas, cada una a un lado de la cama y mirando al suelo. El silencio era absoluto. Ni siquiera se oía al pequeño, que dormía plácidamente ajeno a todo.

    Su médico se encargó de romper el silencio.

    —Todo ha salido bien, señor. El niño está perfectamente y la señora también. Enhorabuena.

    La única respuesta que obtuvo fue un leve asentimiento. Alfonso se dirigió despacio al fondo de la habitación. Ni una leve sonrisa dibujada en su rostro pese a que acababa de ser padre por primera vez. Los temores previos eran lógicos. Ella tenía 34 años (23 menos que él) y por aquel entonces no era muy común ser madre a esa edad. La besó en la frente, acarició su mejilla derecha en un gesto cariñoso poco usual y cogió al bebé. Situó su cara a escasos centímetros de la suya. Una sonrisa sí iluminó entonces su rostro.

    —Tiene mi barbilla, es innegable —dijo sin apartar la mirada del recién nacido.

    —Desde luego —respondió ella.

    —No te puedes imaginar lo feliz que soy. Esto es muy importante para mí.

    —Lo sé, cariño. Para mí también. Lo deseaba tanto… Y me encanta verte contento. ¿Sabes una cosa?

    Él se sentó al borde de la cama. Su mirada recorrió, uno a uno, a todos los presentes en la habitación, que se dieron cuenta de que les estaba ordenando que saliesen. Obedecieron de inmediato. Cuando se aseguró de que ya se habían marchado todos, se giró de nuevo hacia ella.

    —Sabíamos que no iba a ser fácil. Te dejé claro lo que nos esperaba y quisiste seguirme pese a todo; nadie te obligó. Y te lo agradezco, de verdad. Mucho. Si hubieses decidido quedarte, me hubiese dolido mucho, lógicamente, aunque lo hubiera entendido. Pero no teníamos otra opción. Sabes que allí te hubieses pasado la vida huyendo, escondiéndote… Quién sabe, a lo mejor ahora no estarías viva. Y, desde luego, ahora no seríamos padres. Lo hemos hablado cientos de veces. Creo que es hora de que te mentalices de una vez. Tienes que aceptar el giro que han tomado nuestras vidas e intentar ser feliz. Ten por seguro de que ni a ti ni al niño os va a faltar de nada.

    Acarició al pequeño, besó a su mujer otra vez en la frente, se levantó y se dirigió a la puerta. Se volvió hacia ella tras dar cinco pasos.

    —Espero que no volvamos a tener esta conversación nunca más. Ya estoy cansado.

    Su tono se había tornado seco. Lo dicho tenía más de orden que de ruego. Ella se quedó mirándole en silencio hasta que cruzó la puerta. Desapareció la sonrisa del rostro y unas lágrimas cayeron despacio por sus mejillas.

    La mente de Eva retrocedió 17 años. Cuando conoció a Alfonso era una chica sencilla, risueña y alegre, una bella adolescente de una familia pequeñoburguesa que no tardó en acostumbrarse a una vida privilegiada, con viajes, vestidos caros y un gran reconocimiento social. Tenía unas mejillas sonrosadas y sonreía constantemente. Le gustaban las novelas sentimentales, el deporte y el cine romántico.

    Era un viernes de octubre de 1929 cuando vio por primera vez a Alfonso. Ella trabajaba como asistente en el estudio fotográfico de un amigo de él. Era por la tarde. Se había quedado después de la hora de cierre para ordenar unos papeles. Su jefe Heinrich se lo presentó como Wolf y le pidió que fuese a comprar bebidas y algo de picar para los tres en un restaurante cercano. Él la estuvo devorando con la mirada todo el tiempo. Al concluir la velada se ofreció a llevarla a casa en su flamante Mercedes conducido por un chófer que permaneció las casi tres horas que estuvieron comiendo, bebiendo y charlando en la amplia trastienda del negocio de Heinrich. Pero ella rechazó la invitación, aunque estaba claro que la atracción era mutua desde el principio. Pese a que lo intentó, a Eva le resultó imposible disimularlo. Sin que ninguno de los dos lo supiese entonces, ya había comenzado una peculiar historia de amor que marcaría para siempre sus vidas, sobre todo la de ella.

    Su relación podría calificarse casi de cualquier forma menos convencional. Tras ese primer encuentro, Heinrich ya le confesó a Eva cuál era el auténtico nombre de Wolf y le explicó que éste era simplemente un seudónimo que le gustaba emplear desde hacía tiempo, especialmente cuando viajaba.

    Las visitas de Wolf al estudio eran cada vez más frecuentes. Tampoco es que le costase demasiado hacerlas, ya que aprovechaba que por aquella época solía reunirse con unos compañeros en un local situado a una manzana del estudio fotográfico.

    Muy cerca estaba también el restaurante italiano de la ciudad, que él solía frecuentar. Se trataba de un establecimiento con un pequeño patio pintado de rojo pompeyano y adornado con azulejos y mosaicos romanos. A Wolf le gustaba ocupar siempre la misma mesa pese a que no era precisamente la más cómoda al estar situada al fondo, en una esquina. De vez en cuando la invitaba a comer allí o a excursiones por las afueras de la ciudad. Heinrich les facilitaba en ocasiones algo más de intimidad cediéndoles la trastienda de su estudio cuando éste ya había cerrado.

    Pero su historia se limitó prácticamente a lo platónico hasta 1932. Eran muy pocos los que conocían la existencia de esos encuentros más propios de unos amantes que de una pareja convencional de novios. Él era siempre quien decidía cómo, cuándo y dónde. Ella, sumisa, los aguardaba cada vez con más ansiedad. Expresaba sus sentimientos de una manera espontánea y efusiva a los suyos, propia de una chica de 17 años de edad, mientras él, de 40, mantenía todo en un estricto secretismo, y exigía a sus allegados que hiciesen lo propio. Tenía otras prioridades más importantes y sabía que sus objetivos podrían verse perjudicados si se conocía esa relación.

    Gretl, hermana menor de Eva, empezó a trabajar de administrativa en el estudio fotográfico de Heinrich en 1932 y a partir de entonces las dos se convirtieron en inseparables. Abandonaron juntas el hogar familiar en 1935. Se instalaron en un piso y pocos meses después en una vivienda unifamiliar que Wolf encargó comprar para ellas, corriendo evidentemente con todos los gastos.

    Eva ya se había convertido en una presencia constante en la vida de Wolf, aunque su noviazgo seguía sin oficializarse públicamente. Los contactos entre ambos se intensificaron, de hecho, a partir de 1931. Le angustiaba su papel de amante, aunque prefería eso a perderle, por lo que decidió dedicarse a él en cuerpo y alma. Pero lo que más la inquietaba era la presencia de la hija de una hermanastra de Wolf, Geli. Se mudó a casa de su tío en 1929, cuando tenía 21 años, y Eva siempre sospechó que entre ambos había algo más que una simple relación familiar. Esa sospecha que disparaba sus celos y la martirizaba dejó de ser solo suya en 1931. Cuando Geli se quitó la vida pegándose un tiro en un pulmón empezaron a correr rumores. Nunca estuvo claro lo que sucedió realmente. Eva, al igual que otros muchos, no descartaba el asesinato, aunque apartaba de inmediato ese pensamiento en cuanto aparecía. Era como si no quisiese creerlo, un acto reflejo, un mecanismo inconsciente de defensa, pese a que el arma del posible crimen era de su amado. La policía descartó que alguien la hubiese matado, se repetía en esos momentos de debilidad a modo de justificación. Pese a todo, la duda siempre estuvo presente.

    Wolf cambió a partir de ese suceso. Su carácter se agrió e incrementó aún más la dedicación a la conquista de sus ambiciosos objetivos. Descuidó su relación con Eva, a quien visitaba cada vez menos.

    La situación entre ellos volvió a cambiar en 1932, después de que Eva intentase suicidarse. Víctima de un desesperante sentimiento de abandono, fue sin duda un arriesgado intento de llamar la atención de su amado. Y le salió bien. La singular relación que habían mantenido hasta entonces se transformó en una unión firme y formal. O al menos bastante más que antes, aunque sin esa proyección pública que deseaba ella. Wolf no podía permitirse otro escándalo ni rumores sobre su vida privada, aunque lo sucedido le hizo ver que ella realmente le quería. Le había demostrado un nivel máximo de fidelidad y la voluntad de sacrificio que esperaba de sus cada vez más numerosos seguidores.

    Su concepto del papel de la mujer en la vida era innegociable: su mundo debía ser su esposo, su familia, sus hijos y su casa. Lo había dejado claro en repetidas ocasiones. Era lo que esperaba de ella. Y Eva estaba dispuesta a asumirlo, pero la oportunidad de hacerlo no llegaba. Ya había entrado a formar parte de su círculo, pero la relación entre ambos seguía siendo un secreto más allá del mismo.

    El papel de ‘dama’ oficial lo jugó en la práctica Magda durante muchos años. Era una mujer atractiva, elegante y cosmopolita. Reunía el perfil idóneo para asumir esas obligaciones representativas que siempre le negaron a su pareja secreta. Pese a estar casada con uno de los más estrechos colaboradores de Wolf, Eva no pudo evitar tampoco sentir celos por esa relación tan especial que mantenía con su amado. Siempre se especuló con que Magda estaba enamorada de él. No sorprendía, por tanto, que existiese una rivalidad considerable entre ambas, y Eva sentía que tenía todas las de perder, por lo que aceptó sumisa su existencia oculta, casi invisible, limitada prácticamente a la de una amante incapaz de lograr la exclusividad de la persona a la que quiere. Igual que aceptó gestos de éste que otras no hubiesen consentido en sus mismas circunstancias. Como cuando le entregaba sobres con dinero, algo que siempre intentaba hacer con disimulo. Hería su orgullo. Tampoco se atrevía a rechazarlos por miedo a su reacción. Lo cierto es que le venía bien, le permitía caprichos, mantener un nivel de vida impensable antes de conocerle y hacerle regalos a sus hermanas y padres.

    Había sucumbido, como otras muchas personas, al poder hipnótico de Wolf. En ocasiones sentía odio, sí, pero jamás pudo desprenderse de él. Por aquel entonces, a principios de los años 30, comprendía que no mostrase demasiado interés por ella con todo lo que estaba pasando. Pero era una comprensión que flojeaba de vez en cuando, por aquello de que cabeza y corazón no siempre caminan en la misma dirección. Prueba de ello fue lo ocurrido en 1935, cuando intentó quitarse la vida de nuevo. Esta vez no recurrió al revólver de su padre, sino a una sobredosis de pastillas. Su hermana Ilse se la encontró inconsciente, le prestó los primeros auxilios y llamó al médico, en una acción que le salvó la vida. Fue un episodio tras el cual se trasladó junto a Gretl a la vivienda que Wolf ordenó alquilar, en un intento de tenerla más cerca y más controlada, y, de paso, evitar nuevos escándalos que perjudicasen su carrera.

    Eso sí, Eva consiguió lo que tanto deseaba: a partir de entonces se le permitió acompañarle en actos públicos de vez en cuando.

    Los siguientes años hasta huir de su país fueron una sucesión de imágenes y vivencias que permanecían una década después borrosas en su memoria, una montaña rusa de sensaciones que habían dejado en su alma un poso que mezclaba felicidad, confusión, miedo y recelo. Intentaba ahuyentar los recuerdos negativos, pero muchos días le resultaba imposible. Las dudas, entonces, conseguían atormentarla. Pero siempre tuvo la habilidad de disimularlas gracias a esa sonrisa que dibujaba en su rostro con solo proponérselo.

    El llanto del pequeño devolvió a Eva al presente. Llevaba año y medio casada con Wolf, 18 meses que podían considerarse mucho más que una aventura, y necesitaba ya algo de tranquilidad. Estaba convencida, esta vez sí, de que la conseguiría en ese lugar pese a encontrarse a casi 12.000 kilómetros de su país. Ojalá él cumpliese lo que había prometido, pensó. Pero no estaba tan segura. No en vano, para muchos él seguía siendo el Führer, alguien que estaba por encima del bien y del mal, alguien que tenía derecho a cambiar de opinión cuando le viniese en gana. Y ella era solo Eva Braun, su esposa desde hacía año y medio, sí, pero la mujer sumisa que al fin y al cabo siempre había sido. Estaba segura de que Hitler jamás la hubiese aceptado de otra forma. Tampoco le importaba demasiado. Ella se consideraba afortunada solo por tener a su lado al hombre que amaba.

    Wolf, que era como ella seguía llamando de vez en cuando a Hitler en momentos más íntimos, en un intento inconsciente de querer recuperar al hombre que conoció en 1929, había regresado al salón principal. Se sentó en su sillón y ordenó a uno de sus guardaespaldas, al que siempre estaba más cerca de él, que se acercase. Era uno de sus hombres de máxima confianza. Su mirada recorrió toda la estancia antes de hablarle.

    —Adelante, pero ya sabéis, con mucho cuidado. No quiero que quede ningún rastro.

    —¿Qué hacemos finalmente con los cuerpos?

    —Quemadlos y después llevaros las cenizas bien lejos de aquí.

    No era necesario entrar en más detalles. Hitler tampoco tenía que conocer cómo iban a cumplir sus órdenes ni el lugar en el que iban a acabar los restos de la enfermera y el médico que llegaron a la casa la noche anterior. Lo único que le importaba es que no hubiese más testigos del nacimiento de su hijo que los imprescindibles. Nadie más allá de su círculo más cercano podía saber que el Führer había tenido descendencia.

    CAPÍTULO 3

    23 de enero 2017

    La mano seguía temblándole cuando metió la llave en la cerradura. Había cerrado rápidamente la caja que encontró en el armario de la habitación de Adolfo y salió del apartamento. Optó por revisarlo todo con tranquilidad en su casa. Algo le decía que era mejor así. Lo que había visto dentro de la misma en una primera ojeada aconsejaba un mínimo de prudencia. Pensó que, además, alguna razón tendría su amigo si en su día le pidió que cogiese esa caja y la mantuviese a buen recaudo si le pasaba algo. También le aconsejó que tuviese cuidado llegado el caso, algo que entonces se tomó como una broma fruto del alcohol. Pensó que era lógico pensarlo teniendo en cuenta las risas que soltó justo después de decirlo. Ahora lo veía todo con una perspectiva muy diferente. Se maldijo por no caer en la cuenta antes. Antonio tenía ya el presentimiento de que estaba ante algo gordo y la certeza de que eran demasiados interrogantes para un periodista de información local, una persona como él acostumbrada a una existencia relativamente tranquila, sin excesivos sobresaltos, y cuya máxima preocupación en esos momentos era llegar a final de mes sin tirar del dinero que tenía en el banco. Aunque esto último le resultaba en ocasiones bastante complicado.

    Cinco meses atrás se había quedado sin su trabajo al frente de una delegación de un importante grupo nacional de comunicación. Jerez daba mucho juego informativo, pero no publicitario, lo que puso en bandeja la decisión del cierre del periódico a unos empresarios impacientes y que no veían más allá de la rentabilidad económica del negocio. Un expediente de regulación de empleo (ERE) fue la fórmula elegida. Nada novedoso, por cierto, en una ciudad con una tasa de paro del 35 por ciento. Antonio y sus 12 compañeros habían sido simplemente unas víctimas más. Pero muchos de ellos se negaron a quedarse de brazos cruzados sin más. Por eso en esos momentos se encontraban en pleno proceso de creación de un diario digital local que se complementaría con servicios de asesoría y gabinete de comunicación para pequeñas y medianas empresas y de corresponsalía a la carta para medios de comunicación regionales o nacionales. Estaban convencidos de que los diarios de papel tenían ya un futuro muy limitado, y que éste en su sector se encontraba en Internet, las nuevas tecnologías, las redes sociales y, sobre todo, la información local, lo más cercana posible a los lectores, sus intereses y preocupaciones. La clave era saber adaptarse a una nueva era de la comunicación que había cogido en fuera de juego a unos medios convencionales demasiado politizados y más preocupados en los beneficios económicos de un negocio que hasta entonces les había resultado muy rentable.

    Quizá pecaban de idealismo. A veces dudaba. Más de un amigo le había advertido que no era el mejor momento para arriesgar, y mucho menos con

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