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El Legado de Himmler
El Legado de Himmler
El Legado de Himmler
Libro electrónico293 páginas3 horas

El Legado de Himmler

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Si amas los thrillers históricos, esta novela te dejará sin aliento desde el comienzo.

                     

Anclada en remotos orígenes medievales y utilizando un rasgo distintivo genético como un hilo rojo, la historia comienza en un castillo en la Alemania nazi, un centro de entrenamiento y de mando de las SS.
La trama conduce primero a la Antártida donde un grupo de científicos lleva a cabo actividades militares enigmáticas cuyo propósito se va develando en el curso del libro. Entre ellos hay nazis fanáticos y científicos y soldados escépticos, un hecho que es premonitorio del conflicto que pronto se desarrollará.
Algunos de estos personajes finalmente llegan a Argentina. Su conocimiento de las actividades en la Antártida los expone a persecuciones y grandes riesgos.
Los personajes de la época actual intentan desentrañar el bizarro legado que han recibido, mezcla extraña de mitología nazi e intereses muy específicos. Esto los lleva enfrentar  a hombres muy violentos y peligrosos. La acción se desplaza de Buenos Aires a Río de Janeiro y finalmente a una zona de bosques y lagos de la Patagonia hasta su dramática culminación.

Vibrante thriller en toda su extensión.

IdiomaEspañol
EditorialCedric Daurio
Fecha de lanzamiento29 jun 2016
ISBN9781533758651
El Legado de Himmler
Autor

Cedric Daurio11

Cedric Daurio is the pen name a novelist uses for certain types of narrative, in general historical thrillers and novels of action and adventure.The author practiced his profession as a chemical engineer until 2005 and began his literary career thereafter. He has lived in New York for years and now resides in Miami . All his works are based on extensive research, his style is stripped, clear and direct, and he does not hesitate to tackle thorny issues.C. Daurio writes in Spanish and all his books have been translated into English, they are available in print editions and as digital books.

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    Vista previa del libro

    El Legado de Himmler - Cedric Daurio11

    Índice

    Prólogo

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Capítulo XI

    Capítulo XII

    Capítulo XIII

    Capítulo XIV

    Capítulo XV

    Capítulo XVI

    Capítulo XVII

    Capítulo XVIII

    Capítulo XIX

    Capítulo XX

    Epílogo

    Del Autor

    Sobre el Autor

    Obras de O.L.Rigiroli

    Coordenadas del Autor

    PRÓLOGO

    ––––––––

    LAGO PEIPUS

    ACTUAL FRONTERA ENTRE ESTONIA Y RUSIA

    PRIMAVERA DE 1242

    ––––––––

    Konrad von Sternberg  espoleó su caballo para poner distancia con sus perseguidores, sabiendo que si lo alcanzaban no podía esperar piedad de ellos. Ensoberbecidos con su victoria, los rusos deseaban borrar toda traza de sus odiados opresores germánicos. Por ello, si era alcanzado, el joven no tendría  otra alternativa que lanzarse solitariamente a la carga  sobre sus perseguidores hasta caer por tierra, donde sería sin duda despedazado  y decapitado. Sus heridas de combate le dolían cada vez más, la vista se le nublaba por momentos, y la llegada de la noche agregaba el frío de los comienzos de la primavera  a sus padecimientos. Sabía que no tenía ninguna posibilidad de llegar a la línea de retaguardia de los Caballeros Teutones, donde podría recibir auxilio y curación para sus heridas. Se hizo cargo de que ya ni siquiera estaba  orientado y se hallaba en realidad vagando al azar. Los momentos de consciencia se alternaban con los de inconsciencia, y los primeros eran cada vez más cortos. En un momento de lucidez creyó ver un detalle oscuro en la inmensidad de la estepa plana  y vacía. ¿Una choza, quizás? De todas maneras su mente brumosa le recordó que estaba en territorio hostil y ningún auxilio podía esperar. El caballo se dirigió, sin otra guía que su propio instinto, hacia la borrosa  visión, y Konrad von Sternberg se desplomó  de su cabalgadura con toda su aparatosa armadura. Unos perros ladraron lejos, mientras la noche progresaba velozmente

    ––––––––

    La Orden de los Caballeros Teutones (Ordo domus Sanctæ Mariæ Theutonicorum Ierosolimitanorum, u Orden de la Casa Alemana de Santa María en Jerusalén) fue creada en 1198 en tiempos de la Primera Cruzada, luego de la caída de Jerusalén, cuando aún quedaban varios reinos cristianos en Tierra Santa. Mercantes alemanes de Lübeck y Bremen habían promovido su creación para dar cuidados a los soldados germanos heridos durante el sitio de Acre, y luego  brindar contención a peregrinos de ese origen. Se establecieron en Montfort,  cerca de Acre, una de las principales ciudades y fortalezas cristianas, erigiendo allí su castillo. Crearon una orden monástica militar, del tipo de la de los Caballeros Templarios o de la de los Hospitalarios, a los que sin embargo nunca igualaron en poder e influencia. Su primer Gran Maestre fue Hermann von Salza, hombre poderoso en su tiempo.

    Luego de la derrota de los cruzados en Palestina, transfirieron sus actividades a Europa, erigiendo como sede otro castillo llamado Marienburg en Malbork, Polonia. Intervinieron a lo largo de los siglos en numerosas contiendas europeas, entre ellas  en Hungría, donde quisieron formar un reino bajo la protección del Papa. Lucharon luego en Prusia, para imponer el cristianismo a sangre y fuego contra los entonces paganos prusianos, y también en Polonia y Lituania. Finalmente fueron derrotados por un ejército polaco—lituano.

    Habiendo sojuzgado a los rusos, los ciudadanos de la República de Novgorod llamaron a  Alexander Nevsky para combatirlos. Este líder militar enfrentó a los Caballeros teutones guiados por Hermann von Buxhoeveden primeramente en la superficie helada del Lago Chudskoye, y el 5 de Abril de 1242 los venció en una batalla a orillas del  Lago Peipus, en el actual límite entre Estonia y Rusia.

    A pesar de que el número de Caballeros Teutones derrotados fue posiblemente mucho menor que lo que cuentan del encuentro las narraciones eslavas, esta batalla tuvo un impacto político y psicológico muy grande entre los rusos, quienes fortalecieron su autoestima y unidad al doblegar a los poderosos jinetes acorazados combatiéndolos con soldados de infantería, en una época en que, sin armas de fuego, los jinetes con armaduras eran considerados invencibles. Esta confianza les ayudaría en su prolongada guerra contra los invasores mongoles, que se estaba realizando desde hacía ya mucho tiempo. De esta batalla en el Lago Peipus se está retirando, derrotado, extenuado y herido, nuestro personaje.

    Konrad se despertó en la penumbra, con la conciencia nebulosa de que estaba acompañado. Un fuerte hedor  rancio hirió su nariz, Abrió los ojos y vio lo que al principio le pareció una masa borrosa, la que  poco a poco se fue contorneando como una maciza figura femenina.  Parpadeando pudo aclarar su vista y vislumbrar entonces el rostro de la mujer, el que lo sorprendió por sus rasgos aplastados, sus ojos oblicuos y el tono oscuro de su piel. Nunca había tenido contacto con  miembros de la raza mongol que había ocupado vastas zonas de Rusia y hecho vasallos a sus señores y habitantes, imponiéndoles un duro yugo. En efecto, pocos mongoles habían llegado tan al norte para aquella época, ya que vivían dispersos en la enorme estepa  rusa. Konrad había oído hablar sobre la ferocidad de los tártaros, de modo que un sentimiento de temor e indefensión le produjo un escalofrío. Empero, el guerrero fogueado en mil batallas retomó de a poco su autocontrol y consiguió serenar su espíritu.

    Al cabo de unos momentos, Konrad pudo discernir que se encontraba en una especie de tienda, quizás de cuero, yaciendo sobre unas pieles, seguramente de oveja, las que a pesar de su rusticidad, constituían el primer lecho en que reposaba en más de medio año. Luego de otro corto período de tiempo, otra figura femenina mas esbelta entró en el habitáculo y habló con la primera en un lenguaje incomprensible y gutural. El hombre se percató súbitamente de su propia desnudez, y simultáneamente tuvo la percepción de que la persona que acababa de entrar era una joven mujer. Quiso moverse pero su cuerpo solo respondía con  movilidad dolorosa, de modo que  dejó de lado su vergüenza. La joven deslizó sus dedos sobre la piel de Konrad. El contacto con la suave textura del dedo femenino le resultó placentero e incluso le produjo una fugaz erección, que no tenía como ocultar, la muchacha se ruborizó y soltó una risita. Konrad intentó hablarles preguntándoles donde se encontraba pero la voz le falló y no pudo proferir ningún sonido; de todas maneras se percató  que no conocía un lenguaje que ellas pudieran comprender.

    ––––––––

    Ya habían pasado varios días desde el momento en que Konrad  había recuperado el conocimiento, aunque seguía aún postrado ahora en un jergón de paja, alternando entre períodos de lucidez  y nuevos desmayos. Sus heridas dolían más, pero ya no sangraban, y estimó que estaban en proceso de cicatrización. Había sido alimentado con una dieta vigorizante de leche agria y algunos trozos de carne, posiblemente ovina, y en general se sentía a con más fuerzas. La matrona mongol mayor es quien lo había alimentado, al principio en la boca, dirigiéndole palabras en su dialecto incomprensible.

    La mujer joven aparecía a veces, pero manteniéndose en segundo plano, observándolo en silencio y sin denotar emociones; en esas breves apariciones pudo llegar a visualizar sus voluptuosas formas y su paso ágil. La figura fue fijándose en su mente, aunque la atribuyó al principio al largo tiempo transcurrido desde la última vez en que había estado con una mujer.

    Un cierto día fue la joven quien le trajo la comida, limitándose a dejarle el plato cerca, al alcance de su mano. Sin embargo al alejarse a dos pasos de distancia su mano rozó la de Konrad. Este experimentó un rubor intenso, producto del deseo por aquellas carnes apretadas y oscuras, que trató en vano de disimular. Luego de comer se incorporó para seguir con la mirada a la joven, quien se dirigió a lo que posiblemente fuera su lugar en la amplia tienda que compartían varias familias del clan. Una idea comenzó a formarse oscuramente en su mente.

    La noche llegó rápido; el caballero quedó dormido como era habitual, pero despertó en la mitad de la penumbra con una extraña agitación. Se incorporó penosamente, como lo hacía cuando debía satisfacer sus necesidades fisiológicas, y se encaminó hacia el sitio donde había visto dirigirse a la mongol, en el medio de la oscuridad. Tropezando entre jergones y trastos pero con sigilo, llegó hasta el sitio buscado, se arrodilló y tanteó en la oscuridad, mientras sus sienes latían apresuradamente; pronto dieron sus manos con un pie pequeño, sin duda el de la muchacha. Excitado subió con sus dedos por la suave pantorrilla, y al llegar a la rodilla se hizo evidente que la joven había despertado. Era éste un momento decisivo, ya que si la mujer gritaba la tribu se le echaría encima y seguramente lo destrozaría. Pero ella solo emitió unos débiles susurros y gruñidos; los muslos se abrieron a sus manos y sus labios, el olor de cuero y leche agria que emanaban de su cuerpo en vez de repelerlo lo excitó aún más. Llegó a la unión de las piernas y palpó el sexo de la muchacha, que se retorció, sin duda de placer. La tácita aceptación  y el contacto con la piel femenina le produjeron  una fuerte erección y desde ese momento perdió totalmente el control de sus actos.

    Penetró en la joven repetidamente, mientras  sus cuerpos se movían vigorosa y acompasadamente, aunque en silencio. Konrad se percató de que a pesar del frío externo el sudor los cubría. Exhausto intentó alejarse, pero las manos de ella lo aferraron y sus muslos se enroscaron en su cuerpo. La señal de aceptación lo emocionó y un suave escalofrío corrió por su espina dorsal. Recorrió con sus manos y sus labios los senos de la joven, y se detuvo frente a una extraña marca más oscura en su piel, obviamente de nacimiento, en forma de diamante, que una escasa luz del naciente alba filtrada por la puerta de la tienda permitía discernir. Más tarde aprendería que era una característica hereditaria de algunos miembros  del clan de la muchacha.

    La muchacha, llamada Narantsetseg, nombre tártaro que significa girasol, estaba exultante. Desde que había llegado el forastero había fijado sus ojos en él, y había decidido que sería suyo. Ahora que él se había introducido en su jergón no lo dejaría separarse, fueran cuales fueran las reacciones de su familia y demás miembros del campamento al día siguiente.

    Cerca de allí Khongordzol, la madre de la muchacha, escuchó los rumores del lecho cercano;  lo que sus oídos no registraron su instinto se lo informó. No entendía que había visto su hija en ese extranjero alto, flaco y demacrado, pero entendía que la decisión de apoderarse de lo que querían no era privativa de los varones mongoles, y decidió no luchar contra la voluntad de su hija.

    El jinete mongol llegó a toda velocidad a la pequeña aldea, que alternaba algunas carpas con chozas precarias, dado el carácter nómade de los tártaros.

    Las noticias eran graves. Aunque el Príncipe Alexander  Nevsky no había desconocido su relación de vasallaje con los mongoles, otras  huestes comandadas por varios príncipes rusos  habían comenzado una auténtica campaña de exterminio y expulsión de los odiados opresores tártaros de aquel territorio que ya los eslavos del Este comenzaban a considerar la Madre Rusia. Los eslavos se acercaban matando, violando y quemando, y era ya tiempo de migrar una vez más, regresando a las tierras orientales, aún sometidas al decadente poder de la Horda de Oro.

    Konrad  reunió a su pequeña familia, integrada por Narantsetseg,  la pequeña hija de ambos Odval—cuyo nombre significa crisantemo— y su suegra Khongordzol.

    —Los miembros de la tribu van hacia el Este— les dijo — pero serán atacados y aniquilados por los rusos antes de poder reunirse con los restos de la Horda. Aunque pudieran llegar hasta territorio mongol solo les esperan años de luchas y retiradas permanentes.

    Miró a su familia, y vio que agachaban la cabeza, entendiendo el peligro y admitiendo el futuro que les esperaba. Luego de cinco años ya conocía todos los códigos del lenguaje verbal y corporal mongol, pleno de silencios significativos.

    —No es esto lo que deseo para mi familia. Yo ya no puedo pelear por las heridas que recibí, Odval es muy pequeña y Narantsetseg está nuevamente embarazada. No podremos soportar por mucho tiempo la huída a través de la estepa en medio del invierno que se aproxima— hablaba con dificultad el difícil idioma de origen turco de los mongoles, aprendido en los años de permanencia entre ellos.

    —Les propongo tomar el camino opuesto. Hacia el Sudoeste están las tierras de mi familia y mi pueblo. Allí soy un noble respetado y tendremos sustento y tranquilidad. El viaje es muy largo y habrá riesgos, pues aún hay tribus paganas en el camino, pero confío que podremos negociar con ellos el pasaje a través de sus tierras.

    La cara de Khongordzol se ensombreció, y luego de unos momentos de reflexión contestó.

    —Me alegro que mi hija y nieto puedan tener un mejor destino, aunque no sé cómo serán recibidos entre gente extraña. Pero no hay nada para mí entre tu pueblo; nací y viví siempre como mongol, vagando por las llanuras junto con mi gente y nuestros animales, y así quiero seguir. No puedo entender cómo se puede vivir siempre en un mismo sitio y echar raíces como las plantas.

    Konrad  preguntó a Narantsetseg sobre sus deseos. Sabía de antemano que, dado el carácter de la mujer, sería ella quien tomaría la decisión definitiva

    —Tú eres mi esposo y debo pensar en mis hijos. Te seguiré hasta tus tierras y tu gente.

    El silencio se extendió entre ellos. Narantsetseg comenzó a llorar silenciosamente, consciente de la encrucijada que la llevaba a elegir entre su madre y su propia familia. Las familias tártaras recorrían largas distancias en sus carromatos, pero la misma  vida nómade producía a la larga estas dolorosas separaciones. Por ello, Narantsetseg buscó serenar su espíritu y su aspecto exterior, aunque una espina laceraba sus entrañas.

    Los mongoles habían ya partido hacia oriente con sus carretones arrastrados por bueyes, sus jinetes y sus rebaños. Konrad  y su familia, que solo poseían un pequeño  y desvencijado carro de dos ruedas y el envejecido caballo de guerra que había llevado Konrad a su llegada al campamento; colocaron sus pocas posesiones en el carro y comenzaron su marcha en sentido opuesto, en medio del silencio propio de la estepa, ahora potenciado por su estado de ánimo.

    Luego de varias horas de lenta travesía, al llegar a un punto más elevado en su camino, Konrad dirigió su vista hacia atrás, hacia el Este. Allí vio una larga columna de humo  y supo inmediatamente cual era su origen. El corazón se le estrujó; ésta era la gente que lo había recogido malherido y lo había albergado todo ese tiempo. Decidió evitar a cualquier costo que su mujer y su hija vieran la escena, lo que lo obligó a azuzar  a su caballo para alejarse lo más rápidamente posible de aquel lugar.

    ––––––––

    CERCA DE LA ACTUAL PYRZYCE— POLONIA

    INVIERNO 1247

    ––––––––

    La nieve caía en forma permanente formando gruesas capas sobre las anteriores, ya congeladas. La visibilidad era muy escasa y la pequeña familia vagaba sin rumbo cierto, buscando una protección contra las inclemencias del invierno, uno de los más duros de aquellos años. El embarazo de Narantsetseg estaba muy avanzado y era evidente que el alumbramiento se produciría en poco tiempo más. En esas condiciones era improbable  un parto exitoso y era claro que la madre y el recién nacido estarían en riesgo en todo momento. Konrad  azuzaba a su caballo para que no cayera rendido por el esfuerzo y el hambre, dejándolos a la merced de los elementos en una zona completamente inhóspita, con unos pocos bosques de coníferas en medio de la llanura. El viejo animal ya desfallecía por el agotamiento y probablemente porque el instinto le indicaba su situación desesperada. Konrad  ya comenzaba a perder su espíritu combativo, único factor que los había llevado tan lejos. El sueño lo comenzaba a vencer  aunque sabía que si se dormía sería el fin. Para aumentar sus temores poco tiempo antes había oído aullidos de lobos, sin duda hambrientos en esa parte del año en la que toda la naturaleza se retraía.

    En un momento, al elevar su vista le pareció que el caballo había erguido su cabeza y que apretaba el paso y se preguntó por la razón, no queriendo sin embargo alentar falsas expectativas. Para despabilarse pasó su mano por los ojos introduciendo en ellos los nudillos, al aguzar su vista se percató que el animal había alterado su rumbo hacia el este, y al cabo de un rato pudo percibir en el aire un olor de leña quemada. La esperanza renació en su alma: donde había fuego habría seres humanos, y a este punto  cualesquiera fuesen su identidad y sus intenciones era mejor hallarlos  que morir en esa desolación. Luego de un tiempo, una luz titilante se distinguió borrosamente en  la penumbra. Esto recordó a Konrad otra jornada agónica a orillas del Lago Peipus, cuando también exhausto a lomos de su caballo había divisado una discontinuidad en la planicie y su vida había dado un vuelco.

    La carreta se detuvo frente a una choza muy pequeña; Narantsegseg se despertó del sueño mezclado con estupor producto del frío y el hambre y arropó a la niña.; los viajeros vieron con alivio que de un agujero en el techo efectivamente salía humo, denotando que la vivienda estaba ocupada. Una puerta de madera se abrió lentamente y un viejo campesino apareció a la incierta luz de un fuego interior.

    El viejo llamado Udo, ayudó a Konrad a bajar a  Narantsetseg del carro y a llevarla al pobre jergón de la choza, que compartía con su mujer Willa. A pesar de estar en una zona eslava, los viejos eran de origen alemán, por lo que pudieron entenderse con Konrad, aunque superando diferencias dialectales. Willa pronto dictaminó que el parto era inminente, por lo que decidieron prepararse. Konrad salió de la cabaña para buscar agua  en un viejo balde de madera lleno de filtraciones. Mientras lo hacía, cayó en cuenta de lo providencial que había sido encontrar esta vivienda en el medio de la nada; en efecto, no habría habido otra posibilidad de llevar adelante el parto en medio de la borrasca que ya se desataba con fuerza. Su pecho se llenó de gratitud por estos viejos dispuestos a socorrer a unos viajeros desconocidos y mal entrazados.

    Konrad  decidió dar al recién nacido el nombre de su padre, Klaus von Steinberg. Le pareció pertinente y promisorio ahora que regresaban a su patria. Con el descanso y las atenciones de Willa, comadrona experta, Narantsetseg se repuso rápidamente del parto, pero de todas maneras decidieron aceptar la invitación de Udo de permanecer hasta que lo más crudo del invierno hubiera quedado atrás. Udo y Konrad  acondicionaron otra choza semiderruida situada a poca distancia, donde habían vivido los hijos de los viejos, que luego emigraron a Sajonia. El espacio y el confort eran mínimos, pero permitieron a la familia sobrevivir al invierno.

    ––––––––

    CASTILLO STERNBERG— CERCA DE LA ACTUAL PRENZLAU— BRANDENBURG—ALEMANIA

    PRIMAVERA DE  1248

    Otthild von Sternberg caminó al encuentro de la pequeña caravana. Los aldeanos habían llevado la noticia de que su hijo Konrad, heredero del condado, se aproximaba en un viejo carro acompañado de una extraña mujer y dos criaturas, junto con otra carreta que transportaba a un par de viejos. Al acercarse los carromatos, Otthild se sintió presa de fuertes sentimientos encontrados; su hijo mayor, de quien ni sabían nada desde hacía años, y a quien habían dado por muerto en la desastrosa campaña de los Caballeros Teutones en Rusia, no solo vivía sino que se estaba acercando a su lugar de nacimiento. Su corazón de madre latía aprisa por la novedad. Por otro lado, se preguntaba cómo sería ahora su Konrad, en quien se habría convertido. ¿Seguiría siendo digno de las mejores tradiciones familiares? Cuando Konrad se apeó de la carreta y se dirigió hacia ella sufrió un choque emocional. Su aspecto era no solo sucio, lo que era esperable, sino también un poco salvaje. Cuando su hijo le habló, era visible que había perdido el dominio del alemán; en efecto, sus frases le resultaron cortas y primitivas. Luego, cuando bajaron la mujer que lo acompañaba sosteniendo un bebé de corta edad y con otra chiquilla escondiéndose detrás de su amplio vestido, su corazón dio un vuelco. Jamás había visto una persona de piel tan oscura, rasgos achatados y ojos extraños. Al tomar lentamente conciencia que esas criaturas eran hijos de Konrad,  la aristócrata fue invadida por un calor extraño.

    —Seas bienvenido Konrad— dijo, venciendo el vendaval de emociones que la embargaban— en el fondo siempre conservé la esperanza de que retornarías.

    —Gracias madre— respondió Konrad  también emocionado— yo ya había perdido la mía.

    Madre e hijo, luego de unos instantes, vencieron las barreras protocolares y corrieron a abrazarse en un mar de llanto. Los cortesanos estallaron en exclamaciones y vivas al héroe regresado, y engancharon dos caballos adicionales al carretón para acelerar su llegada a la propiedad.

    Otthild hizo ingresar a la familia en el castillo, y dispuso que los viejos que los acompañaban fueran albergados con los sirvientes del castillo, sin duda con unas comodidades que jamás habrían conocido antes.

    Narantsetseg entró por una puerta secundaria en el castillo Sternberg, una construcción vieja y de tamaño mediano para los estándares europeos de la época. Cuando la había visto de lejos le había parecido enorme, ya que no había conocido en sus breves años más que chozas y tiendas, pero desde adentro le pareció  lúgubre, atemorizante y cerrada al exterior, recordándole 

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