La Sombra del Águila
Por Cedric Daurio11
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La Sombra del Águila es una antología que reúne dos novelas de base histórica del autor que aunque diversas, tienen un tema en común: la influencia de los mitos que servían de fundamento espiritual al nazismo derrotado en la Segunda Guerra Mundial y la extensión de esas influencias en el presente. Las obras que la componen son:
El Legado de Himmler: Si amas los thrillers históricos, esta novela te dejará sin aliento desde el comienzo.
Anclada en remotos orígenes medievales y utilizando un rasgo distintivo genético como un hilo rojo, la historia comienza en un castillo en la Alemania nazi, un centro de entrenamiento y de mando de las SS.
La trama conduce primero a la Antártida donde un grupo de científicos lleva a cabo actividades militares enigmáticas cuyo propósito se va develando en el curso del libro. Entre ellos hay nazis fanáticos y científicos y soldados escépticos, un hecho que es premonitorio del conflicto que pronto se desarrollará.
Algunos de estos personajes finalmente llegan a Argentina. Su conocimiento de las actividades en la Antártida los expone a persecuciones y grandes riesgos.
Los personajes de la época actual intentan desentrañar el bizarro legado que han recibido, mezcla extraña de mitología nazi e intereses muy específicos. Esto los lleva enfrentar a hombres muy violentos y peligrosos. La acción se desplaza de Buenos Aires a Río de Janeiro y finalmente a una zona de bosques y lagos de la Patagonia hasta su dramática culminación.
Runas de Sangre: En el siglo XI, tras dejar las nebulosas costas de Markland un drakkar vikingo es arrastrado a Yucatán donde florece entonces la cultura maya. Al casarse con la hija de un jefe tribal, su timonel entra en conocimiento de un tesoro escondido en un templo. Años después decide retornar a Groenlandia pero su barco naufraga. Al llegar a tierra graba unas inscripciones rúnicas referidas a los tesoros mayas y las ruinas de una intrigante ciudad de hombres blancos sobre el Círculo Polar Ártico, presunto sitio del mítico Thule de los clarividentes ligados al nazismo. En la época actual un grupo de investigadores de una sociedad virtual va tras sus huellas pero deben enfrentarse a fanáticos que pretenden restaurar en Reich de los Mil Años por un lado, y a saqueadores de tesoros culturales por el otro. Vibrante thriller en toda su extensión.
Cedric Daurio11
Cedric Daurio is the pen name a novelist uses for certain types of narrative, in general historical thrillers and novels of action and adventure.The author practiced his profession as a chemical engineer until 2005 and began his literary career thereafter. He has lived in New York for years and now resides in Miami . All his works are based on extensive research, his style is stripped, clear and direct, and he does not hesitate to tackle thorny issues.C. Daurio writes in Spanish and all his books have been translated into English, they are available in print editions and as digital books.
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La Sombra del Águila - Cedric Daurio11
Prefacio
La Sombra del Águila es una antología que reúne dos novelas de base histórica del autor que aunque diversas, tienen un tema en común: la influencia de los mitos que servían de fundamento espiritual al nazismo derrotado en la Segunda Guerra Mundial y la extensión de esas influencias en el presente. Las obras que la componen son:
El Legado de Himmler: Si amas los thrillers históricos, esta novela te dejará sin aliento desde el comienzo.
Anclada en remotos orígenes medievales y utilizando un rasgo distintivo genético como un hilo rojo, la historia comienza en un castillo en la Alemania nazi, un centro de entrenamiento y de mando de las SS.
La trama conduce primero a la Antártida donde un grupo de científicos lleva a cabo actividades militares enigmáticas cuyo propósito se va develando en el curso del libro. Entre ellos hay nazis fanáticos y científicos y soldados escépticos, un hecho que es premonitorio del conflicto que pronto se desarrollará.
Algunos de estos personajes finalmente llegan a Argentina. Su conocimiento de las actividades en la Antártida los expone a persecuciones y grandes riesgos.
Los personajes de la época actual intentan desentrañar el bizarro legado que han recibido, mezcla extraña de mitología nazi e intereses muy específicos. Esto los lleva enfrentar a hombres muy violentos y peligrosos. La acción se desplaza de Buenos Aires a Río de Janeiro y finalmente a una zona de bosques y lagos de la Patagonia hasta su dramática culminación.
Runas de Sangre: En el siglo XI, tras dejar las nebulosas costas de Markland un drakkar vikingo es arrastrado a Yucatán donde florece entonces la cultura maya. Al casarse con la hija de un jefe tribal, su timonel entra en conocimiento de un tesoro escondido en un templo. Años después decide retornar a Groenlandia pero su barco naufraga. Al llegar a tierra graba unas inscripciones rúnicas referidas a los tesoros mayas y las ruinas de una intrigante ciudad de hombres blancos sobre el Círculo Polar Ártico, presunto sitio del mítico Thule de los clarividentes ligados al nazismo. En la época actual un grupo de investigadores de una sociedad virtual va tras sus huellas pero deben enfrentarse a fanáticos que pretenden restaurar en Reich de los Mil Años por un lado, y a saqueadores de tesoros culturales por el otro. Vibrante thriller en toda su extensión.
Índice General
Prefacio
El Legado de Himmler
Prólogo
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Epílogo
Runas de Sangre
Elenco de personajes
Futhark Antiguo
Capítulo 1- Markland
Capítulo 2- Yucatán
Capítulo 3- La serpiente emplumada
Capítulo 4-El Martillo de Thor
Capítulo 5-Heimdall
Capítulo 6- Wewelsburg
Capítulo 7- Kingigtorssuaq
Capítulo 8- Las runas de Upernavik
Capítulo 9- Helluland
Capítulo 10- Buenos Aires
Capítulo 11- Bluthund
Capítulo 12- Nueva York
Capítulo 13- Nunavut
Capítulo 14-Yellowknife
Capítulo 15- Ottawa
Capítulo 16-El mensaje
Capítulo 17- Lakshmi
Capítulo 18-Totenkopfringe
Capítulo 19-Barrio Chino
Capítulo 20-El Sol Negro
Capítulo 21- La Gruta
Capítulo 22-Sobre gurúes y discípulos
Capítulo 23-Un lugar en la Taiga
Capítulo 24-Rikers Island
Capítulo 25-La Conexión
Capítulo 26- Kukulkán
Capítulo 27-El Tesoro de los Mayas
Capítulo 28- Aprestos de Guerra
Capítulo 29- Hombre acorralado
Epílogo
Del Autor
Sobre el Autor
Obras de O.L. Rigiroli
Coordenadas del Autor
Sobre el Editor
El Legado de Himmler
PRÓLOGO
LAGO PEIPUS
ACTUAL FRONTERA ENTRE ESTONIA Y RUSIA
PRIMAVERA DE 1242
KONRAD VON STERNBERG espoleó su caballo para poner distancia con sus perseguidores, sabiendo que si lo alcanzaban no podía esperar piedad de ellos. Ensoberbecidos con su victoria, los rusos deseaban borrar toda traza de sus odiados opresores germánicos. Por ello, si era alcanzado, el joven no tendría otra alternativa que lanzarse solitariamente a la carga sobre sus perseguidores hasta caer por tierra, donde sería sin duda despedazado y decapitado. Sus heridas de combate le dolían cada vez más, la vista se le nublaba por momentos, y la llegada de la noche agregaba el frío de los comienzos de la primavera a sus padecimientos. Sabía que no tenía ninguna posibilidad de llegar a la línea de retaguardia de los Caballeros Teutones, donde podría recibir auxilio y curación para sus heridas. Se hizo cargo de que ya ni siquiera estaba orientado y se hallaba en realidad vagando al azar. Los momentos de consciencia se alternaban con los de inconsciencia, y los primeros eran cada vez más cortos. En un momento de lucidez creyó ver un detalle oscuro en la inmensidad de la estepa plana y vacía. ¿Una choza, quizás? De todas maneras su mente brumosa le recordó que estaba en territorio hostil y ningún auxilio podía esperar. El caballo se dirigió, sin otra guía que su propio instinto, hacia la borrosa visión, y Konrad von Sternberg se desplomó de su cabalgadura con toda su aparatosa armadura. Unos perros ladraron lejos, mientras la noche progresaba velozmente
LA ORDEN DE LOS CABALLEROS Teutones (Ordo domus Sanctæ Mariæ Theutonicorum Ierosolimitanorum, u Orden de la Casa Alemana de Santa María en Jerusalén
) fue creada en 1198 en tiempos de la Primera Cruzada, luego de la caída de Jerusalén, cuando aún quedaban varios reinos cristianos en Tierra Santa. Mercantes alemanes de Lübeck y Bremen habían promovido su creación para dar cuidados a los soldados germanos heridos durante el sitio de Acre, y luego brindar contención a peregrinos de ese origen. Se establecieron en Montfort, cerca de Acre, una de las principales ciudades y fortalezas cristianas, erigiendo allí su castillo. Crearon una orden monástica militar, del tipo de la de los Caballeros Templarios o de la de los Hospitalarios, a los que sin embargo nunca igualaron en poder e influencia. Su primer Gran Maestre fue Hermann von Salza, hombre poderoso en su tiempo.
Luego de la derrota de los cruzados en Palestina, transfirieron sus actividades a Europa, erigiendo como sede otro castillo llamado Marienburg en Malbork, Polonia. Intervinieron a lo largo de los siglos en numerosas contiendas europeas, entre ellas en Hungría, donde quisieron formar un reino bajo la protección del Papa. Lucharon luego en Prusia, para imponer el cristianismo a sangre y fuego contra los entonces paganos prusianos, y también en Polonia y Lituania. Finalmente fueron derrotados por un ejército polaco—lituano.
Habiendo sojuzgado a los rusos, los ciudadanos de la República de Novgorod llamaron a Alexander Nevsky para combatirlos. Este líder militar enfrentó a los Caballeros teutones guiados por Hermann von Buxhoeveden primeramente en la superficie helada del Lago Chudskoye, y el 5 de Abril de 1242 los venció en una batalla a orillas del Lago Peipus, en el actual límite entre Estonia y Rusia.
A pesar de que el número de Caballeros Teutones derrotados fue posiblemente mucho menor que lo que cuentan del encuentro las narraciones eslavas, esta batalla tuvo un impacto político y psicológico muy grande entre los rusos, quienes fortalecieron su autoestima y unidad al doblegar a los poderosos jinetes acorazados combatiéndolos con soldados de infantería, en una época en que, sin armas de fuego, los jinetes con armaduras eran considerados invencibles. Esta confianza les ayudaría en su prolongada guerra contra los invasores mongoles, que se estaba realizando desde hacía ya mucho tiempo. De esta batalla en el Lago Peipus se está retirando, derrotado, extenuado y herido, nuestro personaje.
Konrad se despertó en la penumbra, con la conciencia nebulosa de que estaba acompañado. Un fuerte hedor rancio hirió su nariz, Abrió los ojos y vio lo que al principio le pareció una masa borrosa, la que poco a poco se fue contorneando como una maciza figura femenina. Parpadeando pudo aclarar su vista y vislumbrar entonces el rostro de la mujer, el que lo sorprendió por sus rasgos aplastados, sus ojos oblicuos y el tono oscuro de su piel. Nunca había tenido contacto con miembros de la raza mongol que había ocupado vastas zonas de Rusia y hecho vasallos a sus señores y habitantes, imponiéndoles un duro yugo. En efecto, pocos mongoles habían llegado tan al norte para aquella época, ya que vivían dispersos en la enorme estepa rusa. Konrad había oído hablar sobre la ferocidad de los tártaros, de modo que un sentimiento de temor e indefensión le produjo un escalofrío. Empero, el guerrero fogueado en mil batallas retomó de a poco su autocontrol y consiguió serenar su espíritu.
Al cabo de unos momentos, Konrad pudo discernir que se encontraba en una especie de tienda, quizás de cuero, yaciendo sobre unas pieles, seguramente de oveja, las que a pesar de su rusticidad, constituían el primer lecho en que reposaba en más de medio año. Luego de otro corto período de tiempo, otra figura femenina mas esbelta entró en el habitáculo y habló con la primera en un lenguaje incomprensible y gutural. El hombre se percató súbitamente de su propia desnudez, y simultáneamente tuvo la percepción de que la persona que acababa de entrar era una joven mujer. Quiso moverse pero su cuerpo solo respondía con movilidad dolorosa, de modo que dejó de lado su vergüenza. La joven deslizó sus dedos sobre la piel de Konrad. El contacto con la suave textura del dedo femenino le resultó placentero e incluso le produjo una fugaz erección, que no tenía como ocultar, la muchacha se ruborizó y soltó una risita. Konrad intentó hablarles preguntándoles donde se encontraba pero la voz le falló y no pudo proferir ningún sonido; de todas maneras se percató que no conocía un lenguaje que ellas pudieran comprender.
YA HABÍAN PASADO VARIOS días desde el momento en que Konrad había recuperado el conocimiento, aunque seguía aún postrado ahora en un jergón de paja, alternando entre períodos de lucidez y nuevos desmayos. Sus heridas dolían más, pero ya no sangraban, y estimó que estaban en proceso de cicatrización. Había sido alimentado con una dieta vigorizante de leche agria y algunos trozos de carne, posiblemente ovina, y en general se sentía a con más fuerzas. La matrona mongol mayor es quien lo había alimentado, al principio en la boca, dirigiéndole palabras en su dialecto incomprensible.
La mujer joven aparecía a veces, pero manteniéndose en segundo plano, observándolo en silencio y sin denotar emociones; en esas breves apariciones pudo llegar a visualizar sus voluptuosas formas y su paso ágil. La figura fue fijándose en su mente, aunque la atribuyó al principio al largo tiempo transcurrido desde la última vez en que había estado con una mujer.
Un cierto día fue la joven quien le trajo la comida, limitándose a dejarle el plato cerca, al alcance de su mano. Sin embargo al alejarse a dos pasos de distancia su mano rozó la de Konrad. Este experimentó un rubor intenso, producto del deseo por aquellas carnes apretadas y oscuras, que trató en vano de disimular. Luego de comer se incorporó para seguir con la mirada a la joven, quien se dirigió a lo que posiblemente fuera su lugar en la amplia tienda que compartían varias familias del clan. Una idea comenzó a formarse oscuramente en su mente.
La noche llegó rápido; el caballero quedó dormido como era habitual, pero despertó en la mitad de la penumbra con una extraña agitación. Se incorporó penosamente, como lo hacía cuando debía satisfacer sus necesidades fisiológicas, y se encaminó hacia el sitio donde había visto dirigirse a la mongol, en el medio de la oscuridad. Tropezando entre jergones y trastos pero con sigilo, llegó hasta el sitio buscado, se arrodilló y tanteó en la oscuridad, mientras sus sienes latían apresuradamente; pronto dieron sus manos con un pie pequeño, sin duda el de la muchacha. Excitado subió con sus dedos por la suave pantorrilla, y al llegar a la rodilla se hizo evidente que la joven había despertado. Era éste un momento decisivo, ya que si la mujer gritaba la tribu se le echaría encima y seguramente lo destrozaría. Pero ella solo emitió unos débiles susurros y gruñidos; los muslos se abrieron a sus manos y sus labios, el olor de cuero y leche agria que emanaban de su cuerpo en vez de repelerlo lo excitó aún más. Llegó a la unión de las piernas y palpó el sexo de la muchacha, que se retorció, sin duda de placer. La tácita aceptación y el contacto con la piel femenina le produjeron una fuerte erección y desde ese momento perdió totalmente el control de sus actos.
Penetró en la joven repetidamente, mientras sus cuerpos se movían vigorosa y acompasadamente, aunque en silencio. Konrad se percató de que a pesar del frío externo el sudor los cubría. Exhausto intentó alejarse, pero las manos de ella lo aferraron y sus muslos se enroscaron en su cuerpo. La señal de aceptación lo emocionó y un suave escalofrío corrió por su espina dorsal. Recorrió con sus manos y sus labios los senos de la joven, y se detuvo frente a una extraña marca más oscura en su piel, obviamente de nacimiento, en forma de diamante, que una escasa luz del naciente alba filtrada por la puerta de la tienda permitía discernir. Más tarde aprendería que era una característica hereditaria de algunos miembros del clan de la muchacha.
La muchacha, llamada Narantsetseg, nombre tártaro que significa girasol, estaba exultante. Desde que había llegado el forastero había fijado sus ojos en él, y había decidido que sería suyo. Ahora que él se había introducido en su jergón no lo dejaría separarse, fueran cuales fueran las reacciones de su familia y demás miembros del campamento al día siguiente.
Cerca de allí Khongordzol, la madre de la muchacha, escuchó los rumores del lecho cercano; lo que sus oídos no registraron su instinto se lo informó. No entendía que había visto su hija en ese extranjero alto, flaco y demacrado, pero entendía que la decisión de apoderarse de lo que querían no era privativa de los varones mongoles, y decidió no luchar contra la voluntad de su hija.
El jinete mongol llegó a toda velocidad a la pequeña aldea, que alternaba algunas carpas con chozas precarias, dado el carácter nómade de los tártaros.
Las noticias eran graves. Aunque el Príncipe Alexander Nevsky no había desconocido su relación de vasallaje con los mongoles, otras huestes comandadas por varios príncipes rusos habían comenzado una auténtica campaña de exterminio y expulsión de los odiados opresores tártaros de aquel territorio que ya los eslavos del Este comenzaban a considerar la Madre Rusia. Los eslavos se acercaban matando, violando y quemando, y era ya tiempo de migrar una vez más, regresando a las tierras orientales, aún sometidas al decadente poder de la Horda de Oro.
Konrad reunió a su pequeña familia, integrada por Narantsetseg, la pequeña hija de ambos Odval—cuyo nombre significa crisantemo— y su suegra Khongordzol.
—Los miembros de la tribu van hacia el Este— les dijo — pero serán atacados y aniquilados por los rusos antes de poder reunirse con los restos de la Horda. Aunque pudieran llegar hasta territorio mongol solo les esperan años de luchas y retiradas permanentes.
Miró a su familia, y vio que agachaban la cabeza, entendiendo el peligro y admitiendo el futuro que les esperaba. Luego de cinco años ya conocía todos los códigos del lenguaje verbal y corporal mongol, pleno de silencios significativos.
—No es esto lo que deseo para mi familia. Yo ya no puedo pelear por las heridas que recibí, Odval es muy pequeña y Narantsetseg está nuevamente embarazada. No podremos soportar por mucho tiempo la huída a través de la estepa en medio del invierno que se aproxima— hablaba con dificultad el difícil idioma de origen turco de los mongoles, aprendido en los años de permanencia entre ellos.
—Les propongo tomar el camino opuesto. Hacia el Sudoeste están las tierras de mi familia y mi pueblo. Allí soy un noble respetado y tendremos sustento y tranquilidad. El viaje es muy largo y habrá riesgos, pues aún hay tribus paganas en el camino, pero confío que podremos negociar con ellos el pasaje a través de sus tierras.
La cara de Khongordzol se ensombreció, y luego de unos momentos de reflexión contestó.
—Me alegro que mi hija y nieto puedan tener un mejor destino, aunque no sé cómo serán recibidos entre gente extraña. Pero no hay nada para mí entre tu pueblo; nací y viví siempre como mongol, vagando por las llanuras junto con mi gente y nuestros animales, y así quiero seguir. No puedo entender cómo se puede vivir siempre en un mismo sitio y echar raíces como las plantas.
Konrad preguntó a Narantsetseg sobre sus deseos. Sabía de antemano que, dado el carácter de la mujer, sería ella quien tomaría la decisión definitiva
—Tú eres mi esposo y debo pensar en mis hijos. Te seguiré hasta tus tierras y tu gente.
El silencio se extendió entre ellos. Narantsetseg comenzó a llorar silenciosamente, consciente de la encrucijada que la llevaba a elegir entre su madre y su propia familia. Las familias tártaras recorrían largas distancias en sus carromatos, pero la misma vida nómade producía a la larga estas dolorosas separaciones. Por ello, Narantsetseg buscó serenar su espíritu y su aspecto exterior, aunque una espina laceraba sus entrañas.
Los mongoles habían ya partido hacia oriente con sus carretones arrastrados por bueyes, sus jinetes y sus rebaños. Konrad y su familia, que solo poseían un pequeño y desvencijado carro de dos ruedas y el envejecido caballo de guerra que había llevado Konrad a su llegada al campamento; colocaron sus pocas posesiones en el carro y comenzaron su marcha en sentido opuesto, en medio del silencio propio de la estepa, ahora potenciado por su estado de ánimo.
Luego de varias horas de lenta travesía, al llegar a un punto más elevado en su camino, Konrad dirigió su vista hacia atrás, hacia el Este. Allí vio una larga columna de humo y supo inmediatamente cual era su origen. El corazón se le estrujó; ésta era la gente que lo había recogido malherido y lo había albergado todo ese tiempo. Decidió evitar a cualquier costo que su mujer y su hija vieran la escena, lo que lo obligó a azuzar a su caballo para alejarse lo más rápidamente posible de aquel lugar.
CERCA DE LA ACTUAL PYRZYCE— POLONIA
INVIERNO 1247
LA NIEVE CAÍA EN FORMA permanente formando gruesas capas sobre las anteriores, ya congeladas. La visibilidad era muy escasa y la pequeña familia vagaba sin rumbo cierto, buscando una protección contra las inclemencias del invierno, uno de los más duros de aquellos años. El embarazo de Narantsetseg estaba muy avanzado y era evidente que el alumbramiento se produciría en poco tiempo más. En esas condiciones era improbable un parto exitoso y era claro que la madre y el recién nacido estarían en riesgo en todo momento. Konrad azuzaba a su caballo para que no cayera rendido por el esfuerzo y el hambre, dejándolos a la merced de los elementos en una zona completamente inhóspita, con unos pocos bosques de coníferas en medio de la llanura. El viejo animal ya desfallecía por el agotamiento y probablemente porque el instinto le indicaba su situación desesperada. Konrad ya comenzaba a perder su espíritu combativo, único factor que los había llevado tan lejos. El sueño lo comenzaba a vencer aunque sabía que si se dormía sería el fin. Para aumentar sus temores poco tiempo antes había oído aullidos de lobos, sin duda hambrientos en esa parte del año en la que toda la naturaleza se retraía.
En un momento, al elevar su vista le pareció que el caballo había erguido su cabeza y que apretaba el paso y se preguntó por la razón, no queriendo sin embargo alentar falsas expectativas. Para despabilarse pasó su mano por los ojos introduciendo en ellos los nudillos, al aguzar su vista se percató que el animal había alterado su rumbo hacia el este, y al cabo de un rato pudo percibir en el aire un olor de leña quemada. La esperanza renació en su alma: donde había fuego habría seres humanos, y a este punto cualesquiera fuesen su identidad y sus intenciones era mejor hallarlos que morir en esa desolación. Luego de un tiempo, una luz titilante se distinguió borrosamente en la penumbra. Esto recordó a Konrad otra jornada agónica a orillas del Lago Peipus, cuando también exhausto a lomos de su caballo había divisado una discontinuidad en la planicie y su vida había dado un vuelco.
La carreta se detuvo frente a una choza muy pequeña; Narantsegseg se despertó del sueño mezclado con estupor producto del frío y el hambre y arropó a la niña.; los viajeros vieron con alivio que de un agujero en el techo efectivamente salía humo, denotando que la vivienda estaba ocupada. Una puerta de madera se abrió lentamente y un viejo campesino apareció a la incierta luz de un fuego interior.
El viejo llamado Udo, ayudó a Konrad a bajar a Narantsetseg del carro y a llevarla al pobre jergón de la choza, que compartía con su mujer Willa. A pesar de estar en una zona eslava, los viejos eran de origen alemán, por lo que pudieron entenderse con Konrad, aunque superando diferencias dialectales. Willa pronto dictaminó que el parto era inminente, por lo que decidieron prepararse. Konrad salió de la cabaña para buscar agua en un viejo balde de madera lleno de filtraciones. Mientras lo hacía, cayó en cuenta de lo providencial que había sido encontrar esta vivienda en el medio de la nada; en efecto, no habría habido otra posibilidad de llevar adelante el parto en medio de la borrasca que ya se desataba con fuerza. Su pecho se llenó de gratitud por estos viejos dispuestos a socorrer a unos viajeros desconocidos y mal entrazados.
Konrad decidió dar al recién nacido el nombre de su padre, Klaus von Steinberg. Le pareció pertinente y promisorio ahora que regresaban a su patria. Con el descanso y las atenciones de Willa, comadrona experta, Narantsetseg se repuso rápidamente del parto, pero de todas maneras decidieron aceptar la invitación de Udo de permanecer hasta que lo más crudo del invierno hubiera quedado atrás. Udo y Konrad acondicionaron otra choza semiderruida situada a poca distancia, donde habían vivido los hijos de los viejos, que luego emigraron a Sajonia. El espacio y el confort eran mínimos, pero permitieron a la familia sobrevivir al invierno.
CASTILLO STERNBERG— CERCA DE LA ACTUAL PRENZLAU— BRANDENBURG—ALEMANIA
PRIMAVERA DE 1248
OTTHILD VON STERNBERG caminó al encuentro de la pequeña caravana. Los aldeanos habían llevado la noticia de que su hijo Konrad, heredero del condado, se aproximaba en un viejo carro acompañado de una extraña mujer y dos criaturas, junto con otra carreta que transportaba a un par de viejos. Al acercarse los carromatos, Otthild se sintió presa de fuertes sentimientos encontrados; su hijo mayor, de quien ni sabían nada desde hacía años, y a quien habían dado por muerto en la desastrosa campaña de los Caballeros Teutones en Rusia, no solo vivía sino que se estaba acercando a su lugar de nacimiento. Su corazón de madre latía aprisa por la novedad. Por otro lado, se preguntaba cómo sería ahora su Konrad, en quien se habría convertido. ¿Seguiría siendo digno de las mejores tradiciones familiares? Cuando Konrad se apeó de la carreta y se dirigió hacia ella sufrió un choque emocional. Su aspecto era no solo sucio, lo que era esperable, sino también un poco salvaje. Cuando su hijo le habló, era visible que había perdido el dominio del alemán; en efecto, sus frases le resultaron cortas y primitivas. Luego, cuando bajaron la mujer que lo acompañaba sosteniendo un bebé de corta edad y con otra chiquilla escondiéndose detrás de su amplio vestido, su corazón dio un vuelco. Jamás había visto una persona de piel tan oscura, rasgos achatados y ojos extraños. Al tomar lentamente conciencia que esas criaturas eran hijos de Konrad, la aristócrata fue invadida por un calor extraño.
—Seas bienvenido Konrad— dijo, venciendo el vendaval de emociones que la embargaban— en el fondo siempre conservé la esperanza de que retornarías.
—Gracias madre— respondió Konrad también emocionado— yo ya había perdido la mía.
Madre e hijo, luego de unos instantes, vencieron las barreras protocolares y corrieron a abrazarse en un mar de llanto. Los cortesanos estallaron en exclamaciones y vivas al héroe regresado, y engancharon dos caballos adicionales al carretón para acelerar su llegada a la propiedad.
Otthild hizo ingresar a la familia en el castillo, y dispuso que los viejos que los acompañaban fueran albergados con los sirvientes del castillo, sin duda con unas comodidades que jamás habrían conocido antes.
Narantsetseg entró por una puerta secundaria en el castillo Sternberg, una construcción vieja y de tamaño mediano para los estándares europeos de la época. Cuando la había visto de lejos le había parecido enorme, ya que no había conocido en sus breves años más que chozas y tiendas, pero desde adentro le pareció lúgubre, atemorizante y cerrada al exterior, recordándole una caverna que había conocido de niña. Poco a poco su vista y su entendimiento fueron captando los elementos de confort de que disponía la edificación, incluyendo gastados tapices y otros decorados que la llenaron de asombro. En su interior, Narantsegseg procesó la oscura determinación de que, así como años antes había logrado que Konrad fuera suyo, en el futuro este castillo también lo sería.
Klaus von Sternberg dejó los restos del trozo de venado que había devorado y bebió un largo sorbo de vino. Observó a ambos lados de la larga mesa donde se habían reunido los miembros de la familia y otros personajes notables del feudo. Miró con detenimiento a cada uno los comensales, intentando, con su habitual sagacidad y astucia, develar sus emociones e intenciones. Miró en primer lugar a su mujer Otthild, preguntándose que habría predominado en ella: su amor de madre que se reencuentra con el hijo dado por perdido o su aburrido apego a las formas y prejuicios, que sin duda habrían rechazado a quienes el destino le había dado por nuera y por nietos. Luego observó a Konrad, pensando que le impulso le habría llevado a tomar por mujer a quien podría haber tomado por concubina. Los nobles de la familia habían siempre tenido amantes de todas las razas que existían en la zona, y su propio hermano Emeric tenía una amante gitana que le había dado hijos, claro, en una cabaña cómoda pero discretamente apartada del castillo. Sus otros hijos sin duda estarían contentos de ver a su hermano, excepto quizás Adalrich, el segundo en la línea sucesoria y heredero del feudo si Konrad no hubiera vuelto; en efecto, Klaus era un viejo zorro y conocía las profundidades del alma humana. Se preguntaba si debía mantener a Konrad como su sucesor de cualquier modo, o si debía presionarlo para que escondiera su prole y se casara con alguna joven noble de Brandemburgo o Sajonia. En fin, reflexionó, hubiera sido un ejercicio inútil pues sabía que su hijo no cambiaría de parecer y solamente lograría alejarlo.
—¡Qué diablos!— concluyó finalmente su meditación solitaria— a mi jamás me han importado las convenciones ni los protocolos. Si Konrad quiere a su tártara, ¡que la tenga! Vamos a echar un vistazo a mis nietos, sobre todo a ese chiquillo a quien le pusieron mi nombre y que estará en la línea sucesoria de los Sternberg.
Se acercó a Konrad, con quien conversó brevemente, luego a Narantsetseg y le pidió por señas al pequeño; la mujer luego de un momento de hesitación se lo entregó. Klaus von Sternberg sostuvo a su nieto con firmeza, consciente de que los presentes estaban pendientes de sus gestos. El viejo guerrero recorrió el cuerpo del pequeño con su mirada hasta que su vista tropezó con una extraña mancha con forma de diamante en la base del cuello. Al mirarlo a los ojos, encontró en ellos un brillo que no esperaba. Levantó al niño bien en alto y exclamó con voz estentórea.
—Mi nieto Klaus!
Hecho esto recorrió el amplio espacio entre las mesas del banquete, dispuestas en U, exhibiendo a toda la corte al niño.
Todos entendieron el simbolismo de la escena y sus implicancias. Un formidable ¡Hurra! surgió de las gargantas de los comensales, Konrad sonrió y escanció el vino que le corrió por la barba rojiza, Narantsegseg, a pesar de no entender las palabras captó el mensaje de la fuerte escena y su corazón rebozó de júbilo, al constatar que el propósito que había concebido tenía comienzo de cumplimiento; Otthild agradeció a su marido que por una vez le hubiera impuesto una decisión que a ella tanto costaba tomar; Adalrich bajó los ojos.
CAPÍTULO I
NACIENTES DEL RIO SENGUER
TERRITORIO DEL CHUBUT
PATAGONIA ARGENTINA
ENERO DE 1886
John Murray Thomas reunió a los hombres en torno a la bandera plantada en el centro del vivaq. El Coronel Fontana, jefe de la unidad, había partido en una de sus excursiones en busca de fósiles, muestras minerales y vegetales acompañado por un baqueano, y en su ausencia era Thomas quien quedaba al mando, aunque no tuviera rango propiamente militar. Se dirigió a la tropa en su correcto pero laborioso castellano, aún sabiendo que debería luego traducir parte de sus instrucciones a algunos de los miembros galeses.
—Evans, estamos escasos de carne. Como sos el mejor tirador andá con otro hombre que elijas y consigan algunas presas comestibles. Cerca del río es más probable obtenerla que en todo el trayecto que hicimos por la estepa. Calvo y Davies, Uds. adelántense para buscar un buen sitio para establecer un campamento estable. Y vos Tomás— le dijo a Tomás Williams, — trasponé esas colinas y cerciorate que hay del otro lado. No te alejes demasiado, ya que no conoces el terreno.
Al escucharlo Williams, el más joven de la Compañía, nacido en Argentina de padres galeses, sintió un repentino entusiasmo por la tarea que le habían asignado ya que era la primera vez que lo comisionaban para un patrullaje sin acompañantes mayores.
—¿Sr, Thomas, puedo llevar uno de los Remingtons?
—Bien, si te doy una y tarea de hombres podés llevar un arma apropiada para hombres— consintió el jefe.
Luego de un breve desayuno consistente en charque- esa carne secada al sol característica del campo argentino- y mate cocido, los hombres a quienes se había asignado tareas partieron a cumplirlas. Tomás montó en su caballo, viejo zaino perteneciente a su familia, cargó algunas provisiones y el fusil junto con una buena cantidad de munición. Llevar el Remington de por si era todo un motivo de orgullo, a la vez que una responsabilidad, por lo que el muchacho estaba excitado por esta suerte de iniciación.
Cabalgó con parsimonia desde el comienzo, a sabiendas que la travesía sería larga y quizás dura. Ascendió lentamente por las colinas peladas, llevando su cabalgadura al paso y aguzando la vista, tratando de discernir los rasgos distintivos del paisaje. Al llegar a la cima de la primera elevación se detuvo y miró todo en derredor. El paisaje infinito de la estepa austral a través de la que habían venido, solo atravesado por el curso serpenteante del río que habían seguido hasta allí, lo sobrecogió una vez más. El muchacho era nacido en esas extensiones interminables, por momentos monótonas pero que generaban en sus hijos un sentimiento exultante de libertad, una alegría espontánea que a su joven edad no estaba aún oscurecida por preocupaciones.
Prosiguió internándose en las colinas, de pendientes suaves pero de altura creciente. La vegetación seguía siendo rala y esparcida entre las ásperas piedras, y la fauna solo estaba representada por algunas aves de gran porte planeando a gran altura en el cielo.
<< Cóndores>> se dijo para sí Tomás observando su vuelo con una mezcla de admiración y sobresalto. En efecto, ya a partir de la zona pre cordillerana comienzan a aparecer las enormes aves de rapiña andina, presta en el verano austral a detectar desde gran altura a sus presas, nunca demasiado abundantes en el desierto patagónico.
Al cabo de un par de horas de cabalgata el joven se acercó a una cima más alta que las del contorno, deseoso de obtener una vista amplia de las tierras que se extendían al oeste de las colinas. El último tramo fue particularmente duro para el caballo por la pendiente y las piedras sueltas que le obstaculizaban el paso, de modo que Tomás debió concentrarse en espolear al animal y guiarlo por las sinuosidades de la ladera. Por ello no estaba preparado para el espectáculo que se desplegó ante sus ojos del otro lado de la cima. El panorama, tomándolo de improviso, cortó momentáneamente su respiración y llenó su alma de júbilo. A su frente y al pie de la colina en cuya cumbre estaba se hallaba un hermoso lago de brillantes aguas azul turquesa y generosas dimensiones que llenó su retina por espacio de varios segundos. Haciéndose pantalla con la mano izquierda por sobre los ojos, de modo de evitar o atenuar los efectos del deslumbrante Sol que avanzaba lentamente en su marcha hacia Poniente, divisó en la orilla opuesta del lago un bosque de cipreses y ñires, los primeros árboles que veía desde que se internó con sus compañeros en la estepa patagónica; comprobó que la foresta se extendía por sobre lomas y valles hasta donde alcanzaba la vista. En el fondo del paisaje, envueltos entre jirones de nubes, unos altos picos nevados brillaban a la luz del Sol, aun alto en el largo día veraniego de esas latitudes meridionales. Tomás se quedó un largo rato extasiado ante el panorama, hasta que el reflejo del sol en uno de los picos nevados del horizonte lo hizo volver en sí. Espoleó su caballo para descender hasta el lago, a lo que el animal accedió gustoso olfateando el agua, siempre escasa en las jornadas previas. El camino de bajada hacia el espejo de agua estaba erizado de piedras sueltas y matas espinosas, por lo que hombre y bestia lo recorrieron con cuidado.
En su descenso Tomás distinguió un cierto movimiento entre unas matas próximas a la orilla del lago, y forzó a su montura a dirigirse en esa dirección, mientras sacaba el fusil de su funda. Esta precaución demostró ser providencial en vista de lo que había de ocurrir de inmediato. Los movimientos, de origen desconocido, levantaban polvo por lo que no permitían distinguir lo que acontecía, pero de a poco el joven discernió la figura de un puma, el gran felino americano debatiéndose con algo que sin duda era su presa. Tomás sólo había avistado pumas una vez en su vida, y a gran distancia. Pensando que la víctima fuera un venado de algún tipo, el muchacho alzó el fusil esperando tener un ángulo adecuado para sofrenar el caballo, apuntar y hacer fuego. Repentinamente se dio cuenta que a quien acometía el puma era un ser humano, aparentemente un indio. ¡No había tiempo que perder! Un momento más y el hombre sería victima de los colmillos de la fiera. Tomás detuvo en seco al caballo, llevó el arma al hombro, tomó aceleradamente puntería y apretó el gatillo, todo ello sin pensarlo. El retroceso del fusil casi lo envía al suelo desde su montura, pero pudo recomponer su situación. Un rugido estremecedor contestó la acción acompañado de gemidos. El muchacho prudentemente recargó el arma antes de acercarse, dado que las fieras heridas suelen ser doblemente peligrosas. Al asentarse la polvareda vio que el puma aun se movía por lo que disparó una segunda vez, acertando al corazón y acabando con la fiera. Cerca del cadáver del puma la figura humana se hallaba inmóvil y sin emitir sonidos. Tomás se acercó con precaución, al constatar de que efectivamente se trataba de un indio. Su fusil reposaba en su antebrazo, presto ante cualquier contingencia. Desmontó y se arrodilló a medio metro del caído. Estaba boca abajo, cubierto de sangre y con su ropa escueta hecha jirones. El joven lo dio vuelta con precaución, sin saber bien que hacer pero tratando de no empeorar sus heridas. Al verle la cara comprobó con pena que se trataba de un muchacho, casi un niño. Tranquilizado sobre la posibilidad de ser atacado, acercó su oído al pecho del caído, percibiendo con alivio un leve latido. Acto seguido, y tras meditar sus pasos y recordar algunas instrucciones recibidas en el manejo de heridos, Tomás cargó al indio hasta la orilla del lago, practicó un torniquete en una herida profunda y sangrante en el brazo, usando para ello un trozo de trapo que llevaba para usos variados, y lavó las lastimaduras para prevenir infecciones procedentes de las garras y dientes del puma. Cuando juzgó que su situación estaba estabilizada, lo cubrió con su manta, montó en su caballo y emprendió el regreso al vivaq de la Compañía de Rifleros del Chubut. La jornada había sido plena de emociones y acontecimientos y el muchacho apenas podía contener sus ansias de relatar a sus compañeros lo visto y actuado.
Al llegar Tomás constató que el Coronel Fontana estaba de regreso. Cuando expuso al centinela su historia lo llevaron de inmediato ante el militar, ante quien debió explicar sus hallazgos, incluyendo el tema del joven indio. Habló ante Fontana con el respeto que inspiraba este hombre notable, pero con seguridad.
—¿Encontraste un sitio apto para establecer un campamento base?
—Sí, mi coronel, a orillas del lago hay una pequeña planicie elevada, con árboles alrededor para protegernos del Sol del mediodía. El espacio es suficiente para nuestras tiendas. Además hay bastante pasto para la caballada.
—¡Buen observador! Estoy contento con tus progresos y se lo haré saber a tu padre cuando regresemos.
Tomás reprimió un brinco; una recomendación del Coronel Fontana para un joven no era para echar en saco roto. El militar era un hombre respetado por sus subalternos y por todos aquellos que lo conocían, por sus dotes de líder, duro pero humanitario, y se lo consideraba un buen conocedor de hombres. El coronel se retiró y Tomás se reunió con sus camaradas, que le