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Las voces queridas que se han callado y otros cuentos
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Las voces queridas que se han callado y otros cuentos
Libro electrónico290 páginas4 horas

Las voces queridas que se han callado y otros cuentos

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Los protagonistas que integran los relatos de este tercer volumen de Horacio Quiroga no son más que simples marionetas controladas por los hilos de una mente que supo manejar a la perfección la crueldad y el terror. Personajes que aparecen envueltos en una atmósfera extrahumana y alucinante, vencidos, la mayoría de las veces, por fuerzas rudas e incontrolables o por la impiedad de sus semejantes.
Los escenarios que presenta el autor no responden en absoluto a imágenes idílicas, estilizadas y convencionales. Por el contrario, en sus letras hay un largo proceso de reconocimiento de una realidad hostil, en la que el hombre está en una lucha constante por derrotarla.
Horacio Quiroga siempre se autodenominó un narrador de acción antes que un escritor intelectual. Quizás sea por eso que sus obras nos transmiten la imagen de un Ser auténtico que se formó a sí mismo a lo largo de una vida compleja y díficil. Un hombre que dejó para la posteridad algunas de las piezas más brillantes y trascendentales de la literatura hispanoamericana.
IdiomaEspañol
EditorialBärenhaus
Fecha de lanzamiento28 feb 2023
ISBN9789878449470
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    Las voces queridas que se han callado y otros cuentos - Horacio Quiroga

    NOTA DEL EDITOR

    Leer a Horacio Quiroga es como sumergirse en un océano alucinante del que cuesta mucho sobreponerse para volver a la superficie. Sus historias nunca acaban, aún después de leerlas siguen escarbando la mente como termitas en la madera.

    Su trágica vida, llena de suicidios y muertes, llegó a obsesionarlo de tal manera que logró que todas sus narraciones tuvieran un contenido macabro, morboso y una constante atmósfera de alucinación, crimen, locura y estadios delirantes.

    Quiroga también logró una manifiesta precisión en la manera de narrar y describir los ambientes naturales. Sus años de residencia en la selva misionera, en el norte argentino, le sirvió para dar vida a protagonistas víctimas de la hostilidad y el desmán de un mundo salvaje e irracional.

    Nuestro compromiso en esta edición es acercarle al lector algunos de los cuentos más destacados de un autor que dejó marcado para siempre su estilo en este género literario.

    Quiroga resumió su modo de narración en el Decálogo del perfecto cuentista, dejando en claro pautas referentes a la estructura, la tensión narrativa, la culminación de la historia y el impacto del final.

    Decálogo del perfecto cuentista

    Por Horacio Quiroga

    I - Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.

    II - Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

    III - Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

    IV - Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

    V - No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

    VI - Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: Desde el río soplaba el viento frío, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

    VII - No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

    VIII - Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

    IX - No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

    X - No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

    Dos historias de pájaros

    —Yo le voy a contar a usted esto mismo —me dijo el plantador—: dos historias de pájaros. Después de ellas comprenderá usted en gran parte lo que está viendo.

    Lo que yo veía era un tendal de preciosos pajarillos, rigurosamente envenenados por el hombre que me hablaba. Sus cadáveres salpicaban como gotas de sangre toda la extensión de los almácigos de yerba. Noche a noche el plantador, con su linterna eléctrica, distribuía los granos envenenados, no solo en los canteros, sino por la quinta de frutales, en el jardín mismo, donde no es presumible que las avecillas de color púrpura hicieran daño alguno.

    Hasta donde alcanzaba el poder de aquel hombre, su plantación era un cementerio de pájaros. Por todas partes se veía sus cadáveres desplumados por el viento, y más o menos secos, según que el sol o las hormigas del país se hubieran anticipado a la descomposición.

    Todas las madrugadas la plantación entera trinaba melodiosamente como en una aurora de paraíso. Pero al salir el sol, aquella aurora melodiosa se abatía fulminada en lluvia de sangre.

    —Esto mismo —repitió el hombre, contemplando tranquilo la matinal hecatombe que yo miraba mudo—. Yo también sentía lo que siente usted ahora ante este espectáculo, y juraba que una casa sin niños, una tierra sin flores y una aurora sin pájaros, son la desolación misma. Para los individuos en mi caso, creo hoy que las flores y los pájaros constituyen un lujo, así sea de la naturaleza, y solo gozable con amor por las gentes ricas. El hombre pobre, y aquí sobre todo, no puede detenerse cuando ante el filo de su azada surge una voluptuosa azucena del monte, o una bandada de espléndidos pajarillos se asienta a escarbar sus almácigos regados con humano sudor.

    Cuando no se disputa con otros la vida a la naturaleza, cuando los intereses de las especies no se encuentran, es fácil entonces pasmarse ante un pote con granos al arsénico o harinas al cianuro...

    Pero cuando yo vine aquí a plantar yerba, y trabajé como un bruto preparando la tierra para los almácigos y regando como es necesario regar aquí cuando la fatal seca de primavera esteriliza todo esfuerzo que no sea enorme, entonces nadie me dijo que las tucuras, las hormigas, los grillos, los grillos topo y la sequía misma son para el plantador albricias comparadas con estos divinos pájaros. Todas las mañanas surgían del pajonal del río en bandadas inmensas, y era una delicia verlos saludar al sol y al hombre mismo, revolando sobre su plantación. Pero donde abatían su vuelo a escarbar y comer las semillas de yerba, no quedaba por delante de aquel hombre sino la miseria.

    Al venir aquí yo me había informado personalmente de la calidad de las tierras. Pregunté si había alguna plaga particular de la región, fomentada por el pajonal y sus fiebres. Se me dijo que no, fuera de las víboras, lo que me interesaba como plantador. En cambio, poseía la zona como ventajas inapreciables la lenidad de las heladas y el agua a mano.

    A propósito de víboras: cuando el Ñacanguazú baja velozmente en pos de una gran crecida, deja islotes poblados de alimañas que se han refugiado allí. En una de estas ocasiones encargué a un muchacho que me macheteara cierto pajonal que había emergido constantemente de las altas aguas. Media hora después fui allá y hallé al chico con tres o cuatro víboras muertas alrededor.

    —Mucha víbora —observé.

    —No tantas —me respondió sin mirarme ni suspender su tarea. Mucho antes de almorzar lo vi regresar, e inquirí la causa—. Demasiadas víboras... —dijo solo.

    Había muerto treinta y cuatro, y consideraba que ya eran bastantes víboras.

    Bien. Esto es un incidente. Pero esas treinta y cuatro víboras encontradas en tres horas no me ofrecían la certidumbre de desastre que estos preciosos pajarillos. Y a la observación que me hace usted de por qué no cubro con tejido de alambre los almácigos, le responderé con franqueza que me he habituado a esta caza. Los pajarillos no escarmientan y prefieren la muerte a dejar quietas mis semillas. Por mi parte, yo no me canso tampoco de envenenarlos.

    Y ahora la historia de otro pajarraco.

    Este fue traído del Brasil por un capataz de obraje, brasileño también, y ambos se hospedaron en el hotelito de la barra, donde yo me alojaba entonces mientras concluía de levantar el rancho en que nos hallamos. Fuera de las horas de comer y dormir, yo estaba siempre aquí. Y volvía cansado a comer, con dos leguas de marcha a pie para cada comida, y más cansado aún a dormir, entre el ruido de las ratas que volteaban todos los tarros de los estantes.

    A pesar de esto, me uní a los tres días de la llegada del brasileño al grupo de plantadores que fueron a interpelarlo a propósito de su pájaro.

    ¿Ha oído usted golpear con un grueso marrón sobre un riel? Esto es lo que hacía el pájaro. No tenía más tamaño que un zorzal. Tenía las alas y el lomo negros y la barriga amarrilla. Y pasaba todo el día quieto en un solo palito, de los tres que tenía en su jaula. Pero desde allí, constantemente, a todas horas y sin mover una sala pata, gritaba. Gritaba exactamente como si su pico fuera un martillo de acero, y nuestro oído, un riel vibrante.

    No puede tener usted idea de lo que era aquel estruendo metálico durante el día y la noche, y que redoblaba al fuego del mediodía, cuando todo ruido enmudece asfixiado, hasta el de las chicharras.

    No se podía vivir, y entramos en el cuarto del brasileño, que dormía la siesta en calzoncillos y con su baúl encima del catre.

    —Venimos a rogarle —le dijimos— que haga el favor de sacar de aquí a su pájaro. Nadie puede dormir con sus gritos.

    —Mi pájaro no grita, canta —respondió el hombre, con ambos pies desnudos cogidos entre las manos.

    —Cante o grite, lo mismo da —repusimos—. Antes aquí se podía vivir. Ahora esto es un infierno.

    —Donde yo estoy, está mi pájaro —repitió el hombre con igual altivez—. No queda otro como él en todo el Brasil.

    —Por esto queremos que se vaya —insistimos nosotros.

    Pero no hubo qué hacer. El brasileño protegía a su pájaro y el hotelero a ambos.

    Al día siguiente, mientras almorzábamos, uno de nosotros se levantó con un pan entero y salió al patio a estrellar al pájaro con jaula y todo. Pero su dueño, desconfiado, lo había entrado en su cuarto.

    Decidimos entonces comprarlo entre todos, y tras largo regateo lo obtuvimos por doscientos pesos.

    No querrá usted creer si le digo que entre catorce o quince hombres endurecidos por el trabajo llevamos entre todos al pájaro a la playa, y allí lo matamos.

    ¿Gente instintiva? ¿Cafard excitado por la lucha contra la naturaleza?, se preguntará usted. Ni una ni otro. Antes de responderse a sí mismo, oiga la historia del otro pájaro. El del brasileño gritaba, aunque su dueño se empeñara en que no. Verá usted ahora uno de otra especie.

    Tengo esta historia de primera mano, y respondo de ella como del amigo que me la contó. Este era un hombre que sentía estas cosas como usted, y se casó con una muchachita que las sentía más que él. No hallaron nada mejor para su viaje de novios que recorrer el Oriente, reviviendo al conjuro de su amor las civilizaciones muertas, pues nada hay en el pasado de que ellos no fueran capaces de arrancar una emoción de arte.

    Detuviéronse en Grecia, bajo la brisa del mar Egeo, sonámbulos de amor y poesía, y a escasos kilómetros de Atenas alquilaron un chalet entre viñedos, por cuyas ventanas abiertas entraban de noche la luna y la sombra de los mirtos.

    Como si su juventud, su dicha y el ambiente fueran poco, la primera noche un ruiseñor cantó. Cantaba solitario en el jardín, casi encima de sus cabezas y, menos feliz y más generoso que los amantes estrechados, lanzaba a la noche estéril su divino reclamo de amor.

    No era este el pajarraco del brasileño, ¿verdad? Cinco años después de esto mi amigo, con la voz todavía embargada, me contaba lo que fue aquella primera noche griega, casi de bodas, alentada por el canto del ruiseñor. Ambos se habían levantado y, de codos en la ventana, vieron elevarse ante ellos, desde el fondo de las noches clásicas, la gran poesía del pasado.

    —¡Oh, si volviera esta noche! —decía a cada instante la desposada.

    Volvió. Volvió el ruiseñor esa noche, y la otra, y todas las que siguieron, sin faltar una sola. Comenzaba a cantar a medianoche, cuando ellos comenzaban a coger el sueño, y enmudecía al rayar el alba, cuando ellos lo habían perdido.

    ¿Recuerda usted que entre quince hombres barbudos matamos al pájaro que golpeaba en un riel? Pues bien: al cabo de quince días mi amigo había agotado todos los medios y procedimientos conocidos para ahuyentar, cazar, fusilar y envenenar al suyo. Y era un ruiseñor.

    Por esto, cuando le ofrezcan a usted el goce sin tregua ni fin que proporciona un pájaro —llámesele Beethoven—, recuerde el ruiseñor de las noches griegas. La sensibilidad a la belleza tiene un límite. Y tras él puede no hallarse sino el crimen.

    El guardaparques comediante

    En el fondo del bosque, entre una verde aglomeración de ceibos y timbós, vivía un pobre hombre que se llamaba Narcés. Era bajo, amarillo y triste. En su juventud había sido cómico de un teatro de aldea. Usaba barba que no peinaba nunca, y monóculo, al cual se había acostumbrado en las farsas de la escena. Sus penas le habían vuelto distraído. Caminaba con lentitud indiferente, abriendo y cerrando los dedos, envuelto en una larga capa que arrastraba a modo de toga.

    Solía suceder que, levantándose tarde, se lavaba y peinaba con cuidado, ajustaba correctamente su monóculo, y tomando el camino que conducía pueblo marchaba gravemente. Al rato murmuraba: yo soy romano y negligente. Se detenía pensativo y bajaba la cabeza. Después continuaba su marcha. Pero las más de las veces se volvía de pronto y comenzaba a deshacer su camino, lleno de distracción y tristeza. En el resto de esos días quedaba aún más encogido de hombros, y abría y cerraba con más frecuencia sus manos.

    Por lo demás, era inofensivo. Su gran diversión consistía en ajustar un papel cuadrado a los vidrios de la ventana, y contemplarle de lejos.

    En las rudas mañanas de invierno iba a sentarse a la linde del camino y, arrebujado en su capa, soportaba el helado cierzo que le hacía tiritar.

    No se movía de allí hasta que una pobre mujer cualquiera pasaba temblando de frío. Entonces la saludaba, retirándose satisfecho: he sido galante, se decía.

    Una vez encontró en un rincón de su cuarto algunos viejos libros que le sirvieran de enseñanza para el teatro. Pasó tres días encerrado. Al cabo de ese tiempo salió con una larga espada de palo y el rostro sombrío. Fue al pueblo —era de noche— y se apostó en una esquina, observando de soslayo las desiertas calles. Como después de mucha espera pasara una dama fue al encuentro de ella, detuvose, colocó su mano izquierda en la cadera, avanzó la pierna derecha, dobló ligeramente la otra, se inclinó, sacó su sombrero, y dijo graciosamente:

    —Señora de mis ojos, ¿es que vuesa merced quiere mi vida?

    A pesar de todo, era un buen hombre a quien su poca suerte, sin duda, había vuelto algo distraído.

    Era guardaparques. Las chicas se reían de él, y los rapaces le seguían cuchicheando. El extraño adorno de sus ojos llamaba la atención de las comadres que le señalaban con el dedo cuando iba, raras veces, a hacer sus compras al pueblo. En esos casos tomaba porte señoril y daba grandes zancadas.

    Sucedió que una muchacha que oyera escondida sus monólogos, le susurró al pasar: Soy romano y negligente. Esto le dejó pensativo por tres días.

    En consecuencia, una tarde cogió el palo que le servía de bastón, calzó las grandes botas, y fue a llevar una carta a su jefe que vivía a muchas leguas de distancia. Dejó el papel al secretario y se retiró. Como entregaran el sobre al señor, este, abriéndole, leyó —escrito en gruesos caracteres perfilados que denotaban un paciente estudio del carácter de letra que debiera adoptar—: Soy romano y negligente.

    Tenía, entre otras manías, la de resguardarse del canto de las ranas. Se cuidaba de él, pero a manera de los ñanduces, esto es, ocultando la cabeza detrás de un árbol u objeto cualquiera. Su canto —decía— puede ocasionar una instantánea regresión a la célula, solo con que las ondas sonoras repercutan en nuestro centro.

    Dialogaba con los cazadores furtivos, observándoles burlonamente con su monóculo.

    Merodear —solía decirles— es como buscar un traje nuevo.

    Y enseñaba el suyo rotoso con compasión.

    Nunca se acostaba sin antes trazar con tiza una línea recta en el suelo y colocar encima su sombrero.

    Los domingos salía de pesca; pero como nunca ponía lombrices a sus anzuelos, los peces, al chapotear, le sumergían en hondas cavilaciones. En uno de estos sucesos mandó una larga disertación al magistrado del pueblo, con este título: Del anzuelo y las lombrices, como factores indispensables en la pesca.

    Sabía latín, que no había aprendido, y recitaba versos en inglés.

    Su estribillo era: por más parques y no menos.

    Tenía sentencias propias, escritas en un viejo rastrojero fileteado, adquirido no sabía dónde.

    He aquí una de ellas:

    La raza es el justo medio. A regularidad, siglo. Cuando las razas degeneran, los superiores avanzan. Degeneración quiere decir exaltación. Un halcón peregrino vuela: los papanatas sapos abren la boca. Como no pueden volar, se arrastran. Entonces proclaman que el que no hace como ellos, peca.

    Otra máxima: "Seamos prudentes. ¿Qué quiere decir prudencia? Coordinar los medios de modo que nos produzcan el mayor goce posible. Obremos tal como nos sentimos inclinados a obrar; esto es seamos prudentes.

    De todos los recuerdos de su vida anterior, solo conservaba uno sombrío. ¿Mucho tiempo? Sí, ya casi no recordaba cómo había sido.

    Era el gracioso del cuerpo. Sus compañeros se burlaban de él, y le pegaban sin motivo alguno. Pero era tan bueno que sonreía dulcemente. Una noche le convidaron a cenar, porque la dama joven, que cumplía años, le tenía compasión.

    Era una hermosa fiesta, llena de alegría y de señoras. Cuando entró con su vestido desgarbado, sonriendo con timidez y dulzura, como si quisiera pedir disculpa por su presencia, todos le aclamaron a grandes gritos. Uno le tiró del saco, haciéndole caer para atrás; otro le arrojó vino a la cara, un tercero le embadurnó la cara con pasteles, otros le hicieron caer de rodilla, colgándose de sus hombros. Y así todos, empujándole, maltratándole, sirviendo de juguete a los criollos alegres. Pero él se limpiaba sin protestar, sacudía su ropa, pedía casi perdón por su pobre figura.

    Cuando se cansaron de él, abandonándole, fue a sentarse en un rincón, con las manos sobre las rodillas. No hacía ruido, por temor de ofenderles. Miraba la creciente alegría de sus compañeros, siempre en su silla, pues no se atrevía a tomar parte en la fiesta. Por eso cuando el primer actor se le acercó, ofreciéndole un vaso de aloja (fermento del Prosopis), rehusó, apartando dulcemente el vaso.

    —¡Qué beba! ¡Qué beba! —gritaban todos.

    —¡Bebe! —repetía el actor.

    Pero él insistía en su negativa. Como nunca había bebido, temía le hiciera mal. Acudieron todos: uno le sujetó los brazos, los demás le levantaban la cabeza, tirándole del cabello.

    —¡Pero déjenme! —repetía el pobre, debatiéndose— ¿Qué mal les he hecho yo?

    —¡Qué beba! ¡Qué beba! —vociferaban.

    Y tuvo que beber, y le abandonaron. Al rato insistieron de nuevo y volvió a beber. Y así, cuatro, cinco, seis vasos de aloja.

    Se abría para él un mundo nuevo, una convicción tan serena y sencilla de que él estaba a la altura de sus compañeros, que entró en el grupo de las señoras, dirigiendo —sonriente— frases de fina intención.

    Sus ademanes eran gratos, tenía alucinaciones. De pronto se sintió con exquisita potencia de voz, y cantó una romanza galante, marcando con el índice el compás.

    No permitió que le aplaudieran sino una vez que se hubo parado sobre una silla. Y entonces, sacando la cadera, aplaudió a su vez con suave gracia.

    Luego entró en un período de exaltación amorosa. Abrazaba a las damas y les besaba los ojos. Se colocó un sombrero de mujer, y caminando afeminadamente, exclamó: ¡Ved el amor que pasa! Enseguida bebió sin interrupción una botella de vino.

    Tenía sed. Bebió más. Cuando la fiesta hubo concluido, se fue con la primera dama a quien agradaba su estado anormal. Es gracioso, decía. Soy galante, insinuaba él, estrechándola. Estaba completamente desvariado.

    Luego no recordaba bien lo que había sucedido. En casa de ella tuvo delirios, horas indiscutibles, en que tal vez la locura hizo presa de él.

    Su crimen, por el que fue condenado a cuatro años de prisión —pues se le reconocieron causas atenuantes— le había hecho sufrir al principio, luego le había molestado, después le ocasionó orgullosa ventura. Había llegado, en pos de hondo examen, a la conclusión de que el pasado no existe, y todo individuo deja tras de sí millares de otros individuos que son los que han llevado a cabo las diferentes acciones del yo anterior.

    —Con mucho —decía— yo seré un descendiente lejano.

    El que mata —escribió una vez— tiene dos yo: el suyo y aquel del cual se apropia. Es un avance a la absoluta individualidad. He observado que todos los que matan violentamente asimilan algunas de las cualidades de la víctima. Esto prueba la necesidad de matar, en la oscura persecución de un modo que falta al yo. Una vez concluida la carta, la encerró en un sobre y la llevó al correo con esta dirección: Al señor Narcés, guardaparques. Esperó lleno de impaciencia la carta, y cuando la recibió y

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