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Once días de octubre
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Libro electrónico272 páginas4 horas

Once días de octubre

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En 1944, en pleno Valle de Arán, los maquis republicanos cruzan la frontera en un intento de incursión. Sin embargo, algo los espera en las profundidades del bosque, algo tan peligroso que podría cambiar el curso de la guerra que asola Europa.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento28 abr 2022
ISBN9788726983616
Once días de octubre

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    Once días de octubre - Jose A. Bonilla Hontoria

    Once días de octubre

    Copyright © 2019, 2022 Jose A. Bonilla and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726983616

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Para Susana, Juan Pablo y Álex,

    ellos ya saben el por qué

    Ei Era Bal d’Aran era ribèra

    Mès poulida de tout et Perinèu:

    Quam se mêt era pelha naua è bèra,

    Nou i-a arren ta poulit dejous det cèu.

    P’es dus coustats úa nauta mountanha

    Toustem la bire d’aires fourastès.

    Semble que nou-ei de França ne d’Espanha:

    Ei souleta en ses pénes o plasés.

    Fragmentos Era Bal d’Aran de Mossèn Condò Sambeat Poesía premiada en «Els Jocs Florals», Lleida 1912

    UNS MOTS PREALABLES ¹

    Siempre, desde que era una niña, oí contar en casa que los guerrilleros maquis entraron en mi pueblo, Les, un día de otoño, mientras se celebraba una boda —era nòça dera hilha des dera Miquèla— la de la hija de una familia cuya casa estaba situada en la entrada sur del pueblo. Mi padre, muy jovencito, casi un niño, y sus amigos estaban asustados, algo impresionados y extrañados por verse obligados a quedarse en casa, sin poder poner un pie en la calle. Atisbaban esta con ojos curiosos y atrevidos, desde detrás de las cortinas. Ellos y todo el mundo. Creo yo que su susto inocente, sin duda, no debía ser el mismo que el de los adultos, por lo menos el de algunos que, por sus ideas y sus responsabilidades en la comunidad, podían verse represaliados por aquellos hombres que rezumaban ideología y espíritu de color… rojo.

    Mi madre y también mi padre, ya ausente, siempre me contaban una anécdota curiosa, cuando preguntaba por aquel momento: «Mientras tu abuelo Felip —abuelo paterno— se calentaba al lado del fuego, entró uno de aquellos hombres en nuestra casa y sin mediar palabra, subió las escaleras, llegó hasta el desván —eth humarau, en aranés— volvió a bajar y salió. Ni le dijo ni le hizo nada.

    Parece una tontería, pero de alguna manera, esto nos da la medida de lo poco violentos que fueron estos hombres con la población civil que se manifestó pacífica y poco problemática, aunque si bien es verdad que hubo familias que perdieron algún ser querido a tiro de fusil y a manos revolucionarias. Sin dar nombres, de todos es sabido que estas familias guardaron en su seno el rencor comprensible por la pérdida, transmitido a las generaciones venideras.

    Que alguien que había sido alcalde de Bossòst, Juan Blázquez, se haya convertido en personaje de esta novela no deja de ser también asombroso para este pueblo, puesto que no olvidemos que los guerrilleros entraron en Aran con la intención clara de acabar con el régimen fascista de Franco, para algunos una barbaridad, pero, sin duda, no exenta de una alta dosis de heroicidad para los tiempos que corrían. Y Juan Blázquez será recordado también por ser vecino de este pueblo, un aranés, un héroe y un ingenuo a partes iguales. Me pregunto por el grado de decepción que debió suponer para muchos de ellos y para sus mandos que creían poder «salvar» a España de la dictadura, plegar velas, recoger bártulos y volver a una Francia donde esperaba un futuro cuanto menos incierto, tal como refleja el autor. Honestamente, creo que hubieran preferido dar su vida por el empeño que traían y no darla por el fracaso y la incertidumbre que se llevaban dentro de su petate y de su corazón.

    Y todo esto es lo que te esperas cuando inicias la lectura de Once días de octubre. Crees abordar de nuevo, aunque das por seguro que desde otra perspectiva, o con otros personajes, quizás con un paisaje visionado desde otra órbita, el tema de la entrada del maquis, la relación con la población de Aran, las incursiones montañeras de los soldados para vigilar a las tropas contrarias, las conversaciones de sus mandos, alguna que otra historia de amor, necesariamente breve, pero no menos apasionada, rincones evocadores de Bossòst, Les y Canejan, tus rincones, tus pueblos. Te lo esperas y lo lees, y leyéndolo lo vives.

    Pero… esta novela es algo más. Percibes durante la lectura como el autor da pinceladas, inicia incursiones en las que no acaba de profundizar del todo. Parece poner excusas; parece poner en marcha el engranaje de una estrategia literaria. Las historias, los diálogos te saben pretendidamente a poco, quieres más, deseas saber más. Es como si diera la primera capa de pintura a una pared —intuyes como lector— para imprimir más tarde la segunda mano. No se me ocurre un símil mejor para describir lo que quiero decir.

    A menudo adorna el texto con costumbres del país que a mí personalmente, me complacen por bien documentadas y por el orgullo que me produce verlas plasmadas en una novela. Pero José Antonio Bonilla coloca un fantasma inesperado en cada página. Me llama la atención «el juego del escondite» de la noche de San Juan que se describe en uno de los capítulos, sin duda un ejercicio de imaginación espléndido para contar un hecho trascendental que sirve para introducir «el miedo» en la novela y no precisamente el miedo a los maquis, que poco hay de eso en el texto. Es un miedo atávico, un miedo femenino antiguo, moderno y contemporáneo. Un miedo a la profanación de un santuario íntimo y que en la época que ocurre supone más la vergüenza y el miedo para una mujer y su credibilidad que para la bestia que lo suscita con sus actos. Qué nos van a contar de ese miedo ancestral, y que todavía en pleno siglo xxi , algunas, muchas, demasiadas, pagan con la oscuridad final.

    Continuando todavía con ese trasfondo histórico del libro que enmarca la novela desde el inicio, quiero decir que me ha parecido un libro extraordinariamente didáctico sobre el tema, me ha resucitado el interés, me ha solventado dudas, me ha inundado de ideas para escribir una obra de teatro, mi mayor afición, y que sin duda llegará un día, me ha paseado plácidamente por los paisajes, los rincones, las costumbres de mi pequeño país, me ha sorprendido gratamente con la voluntad manifiesta de acercar al lector a la lengua de este valle, el aranés, lo que agradezco enormemente. Porque los habitantes de este pequeño país, y más en la época en la que se contextualiza la historia, no hablaban otra cosa que aranés, o por lo menos lo hablaban mayoritariamente y José Antonio ha entendido ese detalle que no por ser detalle y tener esa connotación de pequeñez, deja de ser un gran detalle para con los araneses.

    Pero, inevitablemente, debo ir más allá. La propia novela así lo demanda. Después de esa primera «pátina», decía, de trasfondo histórico, con la arribada de los maquis, que no por ser trasfondo es menos interesante, el autor, moja su brocha e imprime una segunda capa, la definitiva, impactante, que trasciende todo lo leído para contar con mayor detalle ese miedo, el horror, el fantasma hecho realidad, en un lugar que pretendidamente quiere que sea Era Val d’Aran, por razones entiendo, personales. Dos historias o más transcurren paralelas en la novela, a veces tocándose, otras entrelazándose, otras tantas conformando a menudo una malla que en un momento dado hace ¡zas! y se rompe para que nuestros pelos se pongan de punta, nuestros ojos se abran desmesuradamente, nuestra boca adquiera esa forma ovalada del espanto. La placidez, la didáctica sobre el maquis, los personajes de vidas encontradas, con sus secretos, amores y personalidades, el encanto de las tradiciones, se convierten de pronto en parte de un escenario bien distinto e inesperado.

    Mi más sincera felicitación a José Antonio por su magnífica pluma, su estilo directo una veces, sutil otras, por el derroche de originalidad e imaginación, por mezclar tan bien los distintos colores de la paleta del ser humano, por su rigurosa documentación sobre los hechos históricos que relata y las costumbres y tradiciones que describe, también por su enorme sensibilidad para con nuestra lengua, el aranés, por escoger este valle maravilloso para expresarse como escritor. Mi agradecimiento por considerar que podía prologar este libro, confiando en el criterio de una amiga común. Por haberlo escrito y porque podamos leerlo.

    Manuela Ané Brito

    Autora de Un pòble tara libertat

    Técnica del Dept. de Lengua y Cultura del Conselh Generau d’Aran

    NOTA DEL EDITOR

    El próximo octubre se cumplirán 75 años de la Operación Reconquista de España, un intento de la Unión Nacional Española (UNE), con el beneplácito del Partido Comunista de España, de provocar, en octubre del año 1944, un levantamiento popular contra la dictadura de Francisco Franco, mediante un ataque de un grupo de guerrilleros españoles sobre el Valle de Arán.

    La derrota de estos guerrilleros fue utilizada por los instrumentos de propaganda de ambos bandos. Por un lado, Francisco Franco se presentó como paladín vencedor de la amenaza comunista que pretendía invadir España. Y, por otro, Santiago Carrillo lo calificó como el primer paso para la derrota de Franco y la Falange.

    Lo cierto es que Franco obtuvo una excusa para colocar a sus hombres fuertes en puntos claves del ejército y acabar con muchos de sus oponentes. Y Carrillo, por su parte, se aprovecho del desastre para desplazar a Jesús Monzón y convertirse en el hombre fuerte del Partido Comunista de España en el exilio, además de disolver la Unión Nacional Española.

    Muchos de estos guerrilleros fueron hechos prisioneros, juzgados, encarcelados y fusilados por la dictadura franquista. Los que lograron salvarse huyeron al interior de la península, allí se unieron al maquis y continuaron su lucha contra el fascismo.

    Stalin ordenó en 1948 que cesaran las actividades guerrilleras en España. Con la falta de apoyo del PCE, en 1952 los maquis existentes solo luchaban por la supervivencia. Finalmente, en 1956, Santiago Carrillo ordenó su disolución con el objetivo de la «reconciliación nacional».

    José Luis del Río

    PROEMIO

    La niebla no tardaría en aparecer.

    Pasaba muy a menudo. Y más por aquellas fechas. El clima cambiaba en un periquete. Tan pronto hacía algo de sol como las nubes decidían descender a una velocidad inopinada para cernirse sobre el valle y asentarse allí durante horas, días o semanas. Sin embargo, todavía faltaba un poco para eso; aún no le dolía la rodilla lo suficiente.

    Jaume, sujetando una ramita de hinojo entre sus dientes, contemplaba sus ovejas apoyado en su bastón de haya. El mismo bastón de madera flambeada que su abuelo le había regalado pocos días antes de dejar este mundo. Estaba orgulloso de él y de haber seguido la tradición de su familia. Y allí estaban sus animales, pastando pacíficamente en la ladera de las montañas al resguardo de aquellos titanes de roca forjados hacía eones, dedos de piedra de un gigante surgidos de las profundidades para ofrecer su trofeo terrenal al cielo, puntas de lanza teñidas por las tempranas nieves del incipiente invierno.

    Se había levantado el viento del norte. Aquello no era un buen presagio. Las ovejas balaron, nerviosas. Deberían irse a no muy tardar. Primero sería la niebla, quizás luego una tormenta. La rodilla cada vez le dolía más. A malas estaba el viejo refugio de piedra. Pero seguro que tendrían tiempo. La experiencia es un grado. Y para un pastor leer las señales era su vida. Y él lo era desde hacía años, desde que de pequeño salía con su padre a llevar a los animales, de eso hacía una eternidad. Él le enseñó lo que debía saber. Le enseñó lo más elemental y también las predicciones basadas en la experiencia de los ancianos. Le enseñó que el orejeo de las mulas, el que los palomos se bañaran, que un gato se lavara la cara o que apareciesen las hormigas aladas vaticinaba la llegada de lluvias, o que si el gallo cantaba de día habría cambio de tiempo, de la misma forma que si los gatos corrían y saltaban más de lo habitual significaba que haría viento. Y lo mismo podía decirse si el hollín caía de la chimenea, la siembra estaba retorcida o el sarmiento lloraba estando seco. Eran tantas las señales… La cuestión residía en saber cómo interpretarlas, como leerlas. Y su padre había sido un experto. Se le hizo un nudo en la garganta.

    Mejor no pensar en ello.

    Una lástima no tener una Leica como la de su amigo Cisco. La había conseguido en Francia, en una de sus excursiones, como solía llamarlas. Hasta la Guardia Civil y los Gendarmes sabían que era un contrabandista. El por qué aún no le habían detenido era otra cuestión. Quizás el que alguno de los oficiales que estaba en los puestos fronterizos recibiera como recompensa a su desidia suculentas mercancías tuviera algo que ver. Seguro que por eso le daban margen. Pero si tensaba la cuerda algún día se llevaría una sorpresa. La Leica era una de sus mayores posesiones. Era una iiic, una de aquellas máquinas alemanas tan fiables y compactas. Decía que había sido de un oficial de la Gestapo. Él no entendía de política y tampoco quería saber, aunque bien le hubiera gustado poder hacer una fotografía con una de esas cámaras a sus ovejas aquel día, en aquel verde páramo con el Montlude como fondo. Una estampa preciosa; los rayos del sol resquebrajando las cada vez más densas nubes iluminando la cima de la montaña, punteada la ladera por sus ovejas, vigiladas como siempre por Luna.

    No, no como siempre. Se le escapó un chasquido de los labios. Luna no estaba bien. Hacía un par de semanas que no era ella. Y eso le preocupaba. Le preocupaba mucho. Luna era su compañera, su alma gemela, su amiga. Sin Luna nunca hubiera podido desempeñar su trabajo. No de la misma forma. Ella era el ánima del rebaño. Incluso más que aquellas torpes ovejas. Y Luna había sido el legado que su padre le había regalado antes de ser arrastrado por aquella horrible enfermedad que acabó transformándole en un despojo humano. Con lo que él había sido se fue convertido en un recuerdo, apenas mucho más que eso.

    Luna era una hembra de pastor de los Pirineos de cara rasa.

    Luna era… Luna. Única.

    Lo había demostrado en numerosas ocasiones, si bien había dos que aún perduraban en la memoria de Jaume como si hubieran sucedido ayer. La primera había sido muchos años atrás, cuando aún vivían en Montgarri. Volviendo a casa con el rebaño una manada de lobos les atacó. Él debía tener unos diez años y había acompañado a su padre a pastorear a los animales. El jefe de la manada, un gigantesco lobo gris, descendió de la colina seguido de otros siete de sus semejantes. Iban directos al rebaño. Las ovejas, aterrorizadas, al ser conscientes de la amenaza formaron un círculo compacto. Ellos no tenían más que el bastón de su padre y poco más con lo que defenderse. Y aquel lobo era tan enorme... Sus ojos, aún podía recordarlo, brillaban como luceros; sus fauces abiertas, desafiantes, eran el gesto inequívoco de su imponente presencia encabezando la horda hambrienta de su manada. Y la joven Luna, que ni tan siquiera tenía cuatro años, se enfrentó a él. Se enfrentó como si no tuviera nada que perder, como si ellos fueran su familia.

    Su padre tuvo miedo. Lo supo en cuanto le abrazó y le volvió la cabeza contra el pecho. Su corazón latía acelerado, sus manos heladas, y no tan solo por el frío. Aterrado, pero curioso, se las apañó para seguir mirando. El jefe de los lobos no podía imaginar que un insignificante perro se atreviera a plantarle cara. Y aquello, por inaudito, por repentino e inesperado, le confundió, e hizo detener al gran animal a escasos metros del rebaño. Sus compañeros de manada le imitaron, quedándose a poca distancia de él. Allí estaban las ovejas, sus presas, pero un ridículo ser, inquieto y temperamental, les impedía acceder a ellas. Y a pesar de que los animales rodearon a Luna con funestas intenciones, esta se las arregló para lanzar un par de dentelladas que casi alcanzaron a su jefe y los lobos, tras unos segundos de duda e indecisión, se escabulleron hacia el interior del bosque con el rabo entre las piernas.

    La segunda vez que Luna demostró su valor había sido el año anterior. Buscando piñas y algo de leña seca para la chimenea, tropezaron por casualidad con un oso pardo. Jaume quedó paralizado al ver al increíble animal elevándose sobre sus dos patas traseras, rugiendo como un monstruo sacado de sus peores pesadillas. Era una osa que defendía a sus oseznos, ocultos tras ella, atemorizados. Quiso creer que tuvieron un ángel que les ayudó a salir de aquella difícil situación. Quizás ese ángel se llamaba Luna, porque la perra se interpuso entre él y la osa, ladrando como si pudiera llegar a imitar el salvaje rugido del plantígrado. Hubo una pequeña refriega, pero de todos los lances Luna se escabulló. Y, de pronto, como si las instrucciones escritas en sus genes se lo hubieran indicado, la perra se encaró a los oseznos ladrándoles desaforadamente para que huyeran, para que se marcharan de allí. La osa debió entender lo que la perra pretendía, pues alejados los cachorros, el humano ya no era un peligro, así que acabó dejándoles en paz, siguiendo su camino.

    Luna era… Luna. Única. Su Luna.

    Estaba mal. No era ella desde hacía días. Desde aquella jornada en la que abandonó un rato el rebaño para perseguir a una revoltosa marmota. Le gustaba jugar con las marmotas. Era su principal diversión cuando cuidaba de las ovejas. Aquel día tardó en regresar. Y desde entonces estaba rara. Al principio no le había dado importancia, pero ahora…

    Se la veía cansada, apática, como si estuviera enferma. Se escondía de él, cualquier sonido fuerte la asustaba. Y la última noche la había oído gemir mientras dormía un sueño inquieto y febril. Tendría que llevarla al veterinario. Era caro, mas no podía permitirse perder a Luna. No a ella.

    Las nubes se arremolinaban en el cielo, rizándose. La niebla no tardaría en bajar. Debían irse o no tendrían tiempo de llegar hasta el pueblo. El clima en el valle era imprevisible.

    ¡Lua, anem-mo’n!² —llamó a su amiga, a su compañera.

    Luna no le hizo caso. Siguió tumbada encima de un saliente rocoso acariciándose el hocico con una pata, como si algo le estuviera haciendo daño, molestando. Eso no era nada normal en ella, siempre jugueteando con las ovejas, evitando que se distrajeran o que se desperdigaran, o peor aún, que se despeñaran por algún inesperado barranco.

    ¡Lua! —volvió a llamar. Luna obvió de nuevo su reclamo y gruñó, dolorida, arañando con las patas en la piedra. ¿Qué le sucedía?

    ¿Lua? —las nubes comenzaban a descender. Las ovejas balaban con insistencia presintiendo el brusco cambio de tiempo. La silbó, como solía hacer a menudo. El silbido le hacía elevar las orejas, ponerla en alerta, indicándole que había llegado el momento de arracimar el rebaño, de regresar a casa. La perra, sin embargo, volvió a hacer caso omiso de la señal. Jaume empezó a preocuparse. Arrugó el ceño y aferró el bastón sintiendo un inquietante hormigueo en su nuca.

    ¿Qué te passe, Lua?³ —pensó en voz alta y comenzó a andar hacia ella. Tras recorrer unos pocos metros se detuvo, igual que si acabara de ser fulminado por un rayo.

    El animal se había incorporado sobre sus cuatro patas y le miraba. Pero no era Luna. No, ya no lo era. Tenía su aspecto, su forma, su pelaje entre grisáceo y marrón, su oscuro y húmedo hocico, pero sus ojos no eran los de su amiga, los de su compañera, los de aquella con la que había compartido existencia desde que era casi un renacuajo. Aún en la distancia veía como los acuosos ojos que tenía clavados en los suyos eran otros, los de un ser transformado en algo diferente. Arrugaba el hocico, dejando entrever sus afilados caninos. Aquel inaudito gesto le hizo rememorar al enorme lobo al que ella misma se había enfrentado años atrás; al macho de la manada que hubiera podido desgarrarles la garganta sin compasión alguna de no haber arriesgado Luna su vida para defenderles.

    Lua, qué t’a passat… ¡Lua!

    La niebla ya se arrastraba pesarosa por el pronunciado declive de las montañas. No tardaría en cubrir la zona con un manto blanquecino y húmedo. Las ovejas intuían algo. Balaban nerviosas, perdida la referencia de Luna, que no les prestaba la menor atención. La perra seguía subida a la roca, luchando consigo misma, moviendo la cabeza de forma turbadora, gruñendo y enseñando sus colmillos. En su interior se debatían dos Lunas: la fiel y leal compañera, y la

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