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El epitafio
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El epitafio

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En este libro observamos la paráfrasis de varias historias anecdóticas concatenadas, dentro de una historia mayor que conduce a una ficción profundamente alojada sin embargo en la realidad. En ella, los dos personajes principales (el que motiva la novela, Raimundo Heredia, y el que relata en primera persona, Martín Medina) van a destellar con luces propias refulgencias que son axiomáticamente intrínsecas. Se expone en esta novela, titulada El Epitafio, un mundo esparcido, ampliado, con una visión superior de los acontecimientos narrados y de los distintos personajes comprometidos en la trama. De esta manera se gesta el desenvolvimiento de una diversidad de narraciones más íntimas, episódicas, circunstanciales (historias dentro de la historia), con abundantes oportunidades de plegarse al conjunto de lo relatado, y con sus propias gradaciones o clímax.

En esta ubérrima historia, la megalomanía que exhibe con desusada frecuencia Raimundo, eso de perseguir la grandeza sin graduar con el rigor debido su sustantividad, aparece irrenunciablemente ligada a su lucha constante por alejarse de los fantasmas del pasado. En realidad, lo primero es la consecuencia de lo segundo. Atrás dejaba así la nostalgia, las remembranzas funestas: ese maldito accidente en la carretera de Antofagasta, que siendo muy joven lo privó de sus padres. El éxito, la notoriedad, fueron después el cometido autoimpuesto para sustituir y ocultar su dolor y la tristeza. ¿Acaso un obsesivo culto al yo? ¿O un notable exhibicionismo social, que no le importa exteriorizar porque su consecución es atrapar la gloria? Esto lo demuestra con énfasis durante el estallido social en Chile, convertido en forma natural en líder de una de las tribus urbanas descritas por el vulgo como la primera línea. La psicología habla del complejo de Eróstrato, un fenómeno algo ya común, donde la típica pose de supremacía y grandeza oculta realmente una personalidad carente de autoestima, en que se aparenta o se intenta simular lo que no se es.

De modo que la tarea encomendada a Martín Medina Luco (Mameluco) era crucial. El recado al segundo de los protagonistas -el hermano no carnal o no biológico- es que este le suministre la inscripción que finalmente perpetúe su memoria. El homenaje literario de un vivo a un muerto que, aún en esta existencial dimensión, no cejó en su empeño de perseguir las estrellas, pero que en cierta forma presintió su muerte temprana. El fingido hermano, con quien viviera incontables historias comunes hasta antes de su fatídico viaje a España, iría a asumir, aún con algo de pudor y recato, la misión más inesperada e ignota que imaginara: escribir el epitafio del compañero de vida más entrañable.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 abr 2023
ISBN9788411447676
El epitafio

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    El epitafio - Antonio Álvarez Burger

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Antonio Álvarez Bürger

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-496-5

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    .

    A quienes más amo en la vida

    y lo saben por inferencia.

    A quienes no lo saben, pero

    lo conjeturan.

    .

    (Extracto de Epitafio,

    poema de Bertolt Brecht)

    Contra la seducción

    no os dejéis seducir:

    no hay retorno alguno.

    El día está a las puertas,

    hay ya viento nocturno:

    no vendrá otra mañana.

    No os dejéis engañar

    con que la vida es poco.

    Bebedla a grandes tragos

    porque no os bastará

    cuando hayáis de perderla.

    No os dejéis consolar.

    Vuestro tiempo no es mucho.

    El lodo, a los podridos.

    La vida es lo más grande:

    perderla es perder todo.

    Prólogo

    En cada hombre existe un mundo interior, donde forja y alimenta sueños de secreta u oculta significancia. Esos afanes tienen que ver con la búsqueda de la trascendencia, de la inmortalidad, para que el tiempo no se encargue enseguida de invisibilizar lo vivido; constituyen pensamientos indecibles, sublimes, que no aparecen ajenos a los hombres porque son parte sustantiva de su propia naturaleza.

    La literatura (y esto en concepto de exordio de mis disquisiciones subsiguientes) como expresión artística fundamentada en la utilización del lenguaje, tanto escrito como oral, contribuye a que el cosmos íntimo creado por éste se haga patente. Puede que resulte ser al final solo una quimera, una fantasía, pero, así y todo, lo mantiene despierto, creativo y ejecutor. La historia de la civilización tiene bastante que reconocer a la literatura y, en general, a todas y cada una de las manifestaciones del arte. Sus virtuosos cultores han sido de siempre los que, imaginando, con su ingeniosidad manifiesta, soñando despiertos, influyeron ayer e intervienen hoy para hacer más llevadera y comprensible la existencia de los seres que poseemos este atributo o propiedad.

    El epitafio es esencialmente una inscripción grabada en un sepulcro o mausoleo, que dice mucho más sobre la vida que sobre la muerte de los seres humanos. Algunas personas, por lo general poseedoras de una recia y arrolladora personalidad, piden que se las honre después de muertas con una frase que muchas veces ellas mismas proveen durante su existencia. Por lo general, han sido escritores y filósofos, pero la verdad es que ni la filosofía ni la propia muerte son patrimonio de oficio alguno. Existe la leyenda simple de un anónimo, que curiosamente es de recuerdo muy frecuente y de inevitable sincronía. Reza: «Aquí hoy yo, mañana tú». ¿Qué más inteligible? Las hay que son líricas, otras más espinosas y algunas hasta humorísticas. Virginia Woolf, de su obra inmortal Las olas, nos dejó esta breve y retadora frase: «Contra ti me alzaré invicta e implacable, oh muerte». Mientras Epicuro, en una de sus más notables máximas, argüía: «La muerte nada es para nosotros, porque mientras nosotros existimos, la muerte no está presente, y cuando está presente, somos nosotros los que ya no estamos».

    De cualquier modo, para entender en toda su hondura qué aspecto de su vida quiso dejar grabada para la posteridad el muerto, ha sido de siempre necesario hurgar en ella.

    En esta ubérrima historia, la megalomanía que exhibe con desusada frecuencia Raimundo (uno de los dos o tres personajes más recurrentes), eso de perseguir la grandeza sin graduar con el rigor debido su sustantividad, aparece irrenunciablemente ligada a su lucha constante por alejarse de los fantasmas del pasado. En realidad, lo primero es la consecuencia de lo segundo. Atrás dejaba, así, la nostalgia, las remembranzas funestas: ese maldito accidente en la carretera de Antofagasta, que, siendo muy joven, lo privó de sus padres. El éxito, la notoriedad, fueron después el cometido autoimpuesto para sustituir y ocultar su dolor y la tristeza. Fue desde entonces que empezaría a hacer gala de esa persistente monomanía intelectual. Aquella que nos explicamos como un trastorno delirante, en que un pensamiento equis se centra alrededor de una idea fija. ¿Acaso un obsesivo culto al yo? O un notable exhibicionismo social que no le importa exteriorizar, porque su consecución es atrapar la gloria. Y esto lo demuestra con énfasis durante el estallido social, convertido en forma natural en líder de una de las tribus urbanas descritas por el vulgo como la primera línea. La psicología habla del complejo de Eróstrato, un fenómeno algo ya común, donde la típica pose de supremacía y grandeza oculta realmente una personalidad carente de autoestima, en que se aparenta o se intenta simular lo que no se es.

    De modo que la tarea encomendada a Martín Medina Luco (Mameluco) era crucial. El recado al segundo de los protagonistas —el hermano no carnal o no biológico— es que éste le suministre la inscripción que finalmente perpetúe su memoria. El homenaje literario de un vivo a un muerto que, aún en esta existencial dimensión, no cejó en su empeño de perseguir las estrellas, pero que, en cierta forma, presintió su muerte temprana. El fingido hermano, con quien viviera incontables historias comunes hasta antes de su fatídico viaje a España, iría a asumir, aún con algo de pudor y recato, la misión más inesperada e ignota que imaginara: escribir el epitafio del compañero de vida más entrañable.

    En definitiva, en este libro, la paráfrasis de varias historias anecdóticas concatenadas, dentro de una historia mayor que conduce a una ficción profundamente alojada, sin embargo, en la realidad. En ella, ambos personajes (el que motiva la novela, Raimundo Heredia, y el que relata en primera persona, Martín Medina) van a destellar con luces propias, refulgencias que son axiomáticamente intrínsecas. Se expone en esta novela, que he titulado El epitafio, un mundo esparcido, ampliado, con una visión superior de los acontecimientos narrados y de los distintos personajes comprometidos en la trama. De esta manera se gesta el desenvolvimiento de una diversidad de narraciones más íntimas, episódicas, circunstanciales (historias dentro de la historia), con abundantes oportunidades de plegarse al conjunto de lo relatado y con sus propias gradaciones o clímax.

    PRIMERA PARTE

    I El hado de Raimundo

    Hoy desperté temprano. Tocaron a mi puerta. Como demoré algo en abrirla, deslizaron ese extraño escrito por debajo, el que dice que Raimundo no regresará jamás: «Tu amigo Raimundo Heredia falleció. Fue contagiado por un letal virus. Avisaron que su cuerpo será incinerado mañana en Cataluña».

    De Cataluña solo sé que es una región situada al noreste de España, y que su capital es Barcelona. En los medios han dicho que se trata de un vasto territorio, donde la pandemia de que se comienza a hablar profusamente en este momento ha matado tanta o más gente que en otras latitudes de Europa, África, América, Oceanía y Asia. Lo primero que se me ha ocurrido es correr donde Alessia para consultarle si ella ya lo sabe, pero opté al final por detenerme. La única información que manejo es esa nota, y desconozco si es o no veraz. Prefiero no asustarla. ¿Y si no ha sido más que una cruel broma? Quiera Dios que lo sea, aunque, de cualquier manera, sería imperdonable. Con cosas tan terribles como esta no se juega. Si acaso es la bufonada de algún desubicado no podría entenderlo, porque para escribir algo así hay que ser muy malvado. El autor de la nota es anónimo. Tengo que averiguar. Don Agustín, el dueño de la fuente de soda y padre de Alessia, debe saber algo. Sospecho de él. Después de todo, fue quien le prestó el dinero a Raimundo y lo indujo a viajar a España con el encargo aquel. En una de esas ha sido el que metió el mensajito bajo la puerta. El matiz de su contenido es frío, distante y exageradamente telegráfico. Puede ser que esté prejuzgando, pero en este momento no se me ocurre quién más pudiera ser. Evidencia que el que infiltró la anotación debe sentirse un tanto ajeno a este drama y poco atormentado por la muerte presunta de mi amigo. Es lo que infiero. Quién sabe si fue él, irritado porque ya no habrá modo de que pueda recuperar la suma de dinero que le facilitara en préstamo a Raimundo (su yerno aceptado a medias) para aquel afanoso y prolongado desplazamiento. Puede ser solo una suposición mía. Deseo fervientemente equivocarme. Su negocio no está tan distante, apenas a unas escasas cuadras de la plaza. Hacia allá dirigiré mis pasos. Ojalá lo encuentre, porque los días viernes a esta hora suele ir en su camionera roja de doble cabina a una distribuidora para surtirse de mercadería, y resulta que justamente hoy es viernes. El color del vehículo es acentuado, fuerte, de manera que si él se halla en el local voy a distinguirlo desde lejos.

    A doña Lorenza, que vive al lado, le conté de pasadita lo que había sucedido. Fue un disparatado error de mi parte. Mi vecina, ya bastante inclinada con los años, perdió uno de sus seis gatos hace menos de una semana y está muy sensible viviendo el luto. Recuerdo que desde niño les escuché a mis padres que ella era fanática por los gatos y que en una época incluso llegó a tener una verdadera colonia de más de veinte de estos ejemplares. Ahora se pasa el día entero llorando la pena por la muerte de uno de sus seis felinos. Así que mejor crucé rápido la calle para no seguir escuchando su desgarrador plañido.

    Siempre he afirmado (porque me consta) que Raimundo era de esas personas agradables, expansivas, que suelen caen bien en todas partes; a pesar de ello, no me atrevería a garantizar ya mismo que mi piadosa y sensitiva vecina se vaya a condoler más por el fallecimiento de Raimundo que por el de su gato. Ella vive la vida en solitario, solo en la compañía de los félidos. Su imagen es la de una anciana huraña, esquiva; en una palabra, insociable. Como tal, percibe al resto de las personas de forma muy desproporcionada, casi como un alud o una avalancha que, de súbito, se le puede venir encima para aplastarla. Podría aventurar que una de las grandes tragedias de su vetustez es pasárselo gruñendo y renegando de todo. Ya poco ve, y por vanidad se empeña en rechazar el uso de lentes en público. Los utiliza únicamente en su hogar para observar la televisión, tejer y poder discriminar con precisión las porciones y sabores en las bolsas de alimentos que adquiere para su verdadera colección de animales, que no son todos de la misma raza. Claro que de ellos le quedan ahora dos cachorros y tres adultos. El único gato senior de su pintoresca unidad grupal era el que se le murió en estos días. Los dos cachorros son siameses, mientras que entre los adultos se cuentan un angora y dos de la familia felidae, que son los domésticos a secas. Si se tratara de perros, podría uno hacer la analogía y decir que estos últimos son gatos quiltritos.

    La verdad es que no sé cómo se las ha arreglado para retirar todos los meses el pago de la pensión cuando los bancos son tan jodidos con los jubilados, sobre todo con aquellos a los que hay que dedicarles más tiempo por su vulnerabilidad. Utilizo esta palabra para no ser cruel y catalogarlos simplemente de sordos, pues hay que reconocer que de los sesenta y cinco para adelante son pocazos los que consiguen oír con cierta comodidad. Doña Lorenza justamente padece de un serio déficit auditivo, y no es ningún misterio que eso la abruma. Para peor, anda tanto delincuente suelto en las calles. Estos energúmenos no discriminan cuándo sus víctimas son mujeres o ancianos y les roban su dinero a la salida de los bancos sin contemplaciones.

    Volviendo al tema de la sordera de los viejos, cuando doña Lorenza enciende el televisor, regularmente a eso de las siete de la mañana, la vecindad entera se despierta sobresaltada porque lo coloca a todo volumen. Es cuestión de imaginar entonces el drama que la agobia y, por añadidura, la desdicha de quienes desventuradamente residimos cerca y tenemos que soportar su hobby, que es, de entre todos sus pasatiempos, el predilecto.

    Doña Lorenza se lo pasa encerrada en su morada, pero se las sabe por libro. No peco de infidente si afirmo que regularmente la sorprendo escudriñando lo que ocurre en la calle, enredada siempre entre los visillos y el vistoso cortinaje de su ventana del segundo piso. Es tan curiosa que se queda a veces por horas asomada a esta. Como tiene suficiente tiempo, se me ocurre que se da el trabajo de escrutar el firmamento entero y que, en una búsqueda impulsiva de sensaciones, intenta olfatear el aire en todas las direcciones imaginables. Manuel, el cartero, es un hombrecillo de unos sesenta años, de hablar perezoso, rostro curtido por el sol y poseedor de esa típica personalidad de los humildes. Él le tiene a la mujer un miedo desproporcionado, diría que casi irracional. Yo lo he sorprendido en varias ocasiones arrojando la correspondencia por debajo de la puerta y enseguida salir desbandado, a la máxima velocidad que le dan las piernas, hasta perderse en lontananza. Sabedor de aquello, y como a mí sí que no deja de estirarme la mano después que me entrega alguna misiva, con sarcasmo, lo interrogué uno de aquellos días que se aprestaba a iniciar su proverbial carrerón desde la casa de mi vecina.

    —¿Y por qué tanta prisa, Manuelito? —le dije.

    Me miró de reojo, como si yo lo hubiera sorprendido cometiendo una terrible falta. Después, dibujando una mueca en su rostro —la que yo interpreté como el comienzo de una ligera sonrisa en repliegue—, atinó a responderme con su habitual hartura.

    —Usted ya lo sabe, don Martín. No se haga el de las chacras. ¿Para qué me pregunta? La señora tiene un genio de los mil demonios y yo no estoy dispuesto a soportarlo. Prefiero alejarme rápido de su casa. Total, son tan pocas las cartas que le llegan.

    —En eso tiene usted razón —contesté—, tratando de congraciarme con él.

    («No vaya a ser que después se harte de pasar a dejar cartas por estos lados», pensé en ese momento). Y como si me hubiera adivinado el pensamiento, don Manuel me lo interceptó de una: «De todas maneras, con usted no es la cosa porque es una buena persona, no es cicatero. Nunca le he pedido una propina a doña Lorenza. Eso es voluntario. Pero ella ni eso…».

    Lo que pasa es que, aparte de ser fisgona y sumamente tacaña, doña Lorenza le pone al pobre hombre una cara de ogro que ni el más indulgente toleraría, y huiría espantado como diablo que llevaran engañado a misa. Ahora, cuando precisa alguna ayuda en el hogar la cosa es diametralmente distinta. Es como si fuera bipolar, porque de un momento a otro cambia el switch y a uno lo deja marcando ocupado. Como yo vivo justo al lado, recurre, por lo general, a mí. La última vez se le descompuso el calefont cuando estaba a punto de ducharse. Para su fortuna, le pego algo a la gasfitería y en ese crítico momento me encontraba en casa. Creo que pulsó el timbre unas tres o cuatro veces, porque por lo de su televisor funcionando a todo dar tenía yo puestos mis tapones en los oídos. La cuestión es que me tiene harta fe. Lo sé muy bien porque me lo ha dicho. También sé, a estas alturas, que, aparte de su compilación de gatos, no se fía de nadie más. A mí prácticamente me enciende cirios, claro, porque le soy útil y no le cobro por el servicio. Si no fuera así, quién sabe si tendría otro trato muy distinto conmigo. Pero entiendo. Es una mujer vieja y solitaria. Qué me cuesta ser amable con ella. Que es malhumorada, eso es verdad. Por algo estuvo casada y debido a sus mañas el marido se le aburrió después de una convivencia de apenas ocho años. Mi madre, cuyo nombre era Magdalena, me contó que

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