Una historia posible
Por Manuel Vicuña
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Consciente de que las ideas se pueden narrar igual que los acontecimientos, que tras ellas hay personas, sueños y tragedias, Manuel Vicuña entrega su libro de ensayos más personal, un trabajo que responde a un solo dictamen: hay que mantenerse fiel a un puñado de obsesiones. Por ello, aunque el protagonista sea un escritor paranoico que colecciona armas o una mujer libertina corroída por los celos, en cada uno de estos textos podemos rastrear la voluntad de Vicuña por indagar en los discursos del saber, los estados alterados de conciencia y las existencias malogradas. Son estos los vasos comunicantes que hermanan de manera sorprendente a William Burroughs con Catherine Millet, a Séneca con Gonzalo Millán, a Zhuang Zi con Trotsky, a Lampedusa con José Donoso.
Una historia posible confirma el talento narrativo de un historiador que, siguiendo el consejo de Ortega y Gasset, se resiste a "la barbarie de la especialización" y prefiere moverse por los pasillos de la biblioteca sin programa, dispuesto a hurgar entre los escombros y juntar elementos sin conexión aparente, confiado en que "el azar es un factor creativo".
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Una historia posible - Manuel Vicuña
Una historia posible
Manuel Vicuña
© Editorial Hueders
© Manuel Vicuña
Primera edición: junio de 2022
ISBN edición impresa 978-956-365-251-2
ISBN edición digital 978-956-365-277-2
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.
Diseño: Constanza Diez
Imagen de portada: Paula de Solminihac
Diagramación digital: Luis Henríquez
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Santiago de Chile
Diagramación digital: ebooks Patagonia
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Hilamos laberintosde incansables pensamientos
SUSAN HOWE
LO FINITO
Siempre me han intrigado las personas que desaparecen de la noche a la mañana, cambian de identidad, cambian de nombre y viven como prófugos de su pasado, en cabañas perdidas en caminos secundarios, en pueblos mineros al borde del abandono, en campamentos de casas rodantes, en parcelas, en moteles, en ciudades donde los locales parecen estar de paso.
Cada cual enfrenta como puede el deseo de recuperar las oportunidades perdidas. También echamos de menos lo que nunca fuimos. Abundan las personas que terminan convertidas en algo insospechado o muy distinto de lo que pronosticaron. Sacamos cálculos sin percatarnos que la vida obedece a unas matemáticas fortuitas.
Yo soñé con el nomadismo del documentalista en paisajes extremos antes de despertar al sedentarismo del ensayista cuya máxima aventura consiste en no corchetearse un dedo. Alguien podrá decir que reinventarse es una cura transitoria al shock de lo finito: la vida es corta, pasa demasiado rápido; el rango de las experiencias a nuestra disposición, por mucho que arranquemos del pasado cada tanto y lo hagamos en direcciones imprevistas, es siempre muy limitado.
Me imagino, sin saber nada, que los renacidos se mueven entre dos extremos cuando les llega el momento de contar quiénes son o quiénes fueron. Unos se atrincheran en el silencio, un silencio erizado, y nadie los saca de ahí. Otros se largan a ficcionar sobre sus vidas. De repente descubren el placer de cultivar una memoria artificiosa y burlar el mandato de los hechos.
Respondemos al mundo con historias que les contamos a los demás y también a nosotros mismos, en monólogos despelotados que siguen extraños derroteros. Esas historias nos mantienen con vida en medio de la desgracia y nos conducen a la ruina aunque todo resplandezca alrededor. Definen los contornos de nuestra memoria y de nuestra imaginación. Escucharlas y elaborarlas enseña que el lenguaje habla en nombre de lo ausente, y en ocasiones hasta de lo inexistente, que se vuelve posible a partir de ese instante.
En cuarto medio me dieron a leer A puerta cerrada, la obra teatral de Sartre estrenada en plena ocupación nazi. Me impresionó, quizá porque todavía era impresionable. A puerta cerrada está al servicio de la filosofía, aportándole esta tesis tremebunda, que me ha parecido plausible en ciertas épocas: el infierno son los otros.
Tres personajes, dos mujeres y un hombre encerrados en una habitación muy calurosa, sin ventanas ni espejos, decorada con muebles estilo Segundo Imperio. Solo pueden verse reflejados en la pupila de los otros, deformados. La luz nunca se apaga. No existe la evasión del sueño. La vigilia es permanente. Ni siquiera parpadean, únicamente les queda taparse la cara con las manos y comprobar que incluso el llanto les ha sido negado. En vez de la tortura física, hay padecimiento mental, la nula capacidad de hacerse compañía, de dar y recibir, de unir fuerzas. Cada uno es el verdugo de los otros. Esa eternidad deja lugar a la memoria de los personajes, que siempre pueden trucar el pasado; recuerdan sin remordimientos los motivos de su condena.
Después de leer la obra de Sartre, con algunos amigos nos propusimos elegir elencos infernales. Pero también hicimos el ejercicio inverso: seleccionar a las personas que preferiríamos como acompañantes. A mí me pareció que lo mejor era rodearse de desconocidos. Imaginé que de esa forma la eternidad resultaría más llevadera, por lo menos al principio. Tras una vida de mutua ignorancia, habría más historias que contar para ponerse al día, y el narrador, un extraño aparecido de la nada, podría componerlas reescribiendo el libreto de la memoria y haciendo de la inventiva un acto de fidelidad al pasado.
VILLA DELIRIUM
Profeta de la orgía y del consumo de un guiso de sabidurías ancestrales y drogas alucinógenas como catalizador de una sensibilidad que resonaba con el diapasón del universo, al poeta Allen Ginsberg le costó transitar desde el atormentado espíritu de rebelión beat, al estado de beatitud zen que terminó por caracterizarlo.
Ese viaje hacia el desapego, musicalizado por el sonido de los mantras, le tomó años de crisis depresivas y alternancias de vitalidad febril y recogimiento monacal, de esterilidad literaria y detonaciones creativas, de paralizadores sentimientos de culpa y llamaradas homoeróticas, de anhelos de santidad y coqueteos con el mundo criminal, todo como parte del esfuerzo por sentir, percibir y pensar de otro modo, de un modo que le posibilitara aventurarse como un cosmonauta en el universo interior.
Antes de adoptar la voz oracular del visionario, el tono rapsódico de los antiguos profetas de Israel, Ginsberg sobrevivió de milagro. Nunca pensé que viviría lo bastante como para crecer y escribir un libro de poemas
, confesó William Carlos Williams al momento de prologar Aullido, el primer libro de Ginsberg, suceso literario de 1956. Además de gran poeta, Williams era un hombre reposado, que se ganaba la vida como pediatra en una ciudad quitada de bulla y, por esa razón, una persona sin la sensibilidad necesaria para comprender por qué los camaradas de la bohemia hípster elegían salir al encuentro de la noche, dispuestos a pasarse de la raya con tal de encontrar la autenticidad de la vida.
En este sentido, parece más confiable el testimonio de William Burroughs, el yonqui que descubrió en las jeringas su tótem doméstico. Temo por la salud mental de Allen, dijo Burroughs. Es curioso que los desvaríos de su amigo le hayan resultado más alarmantes que los suyos. Es curioso, porque Ginsberg era una criatura angelical en comparación con él.
Al momento de narrar su vida nunca se omite que mató a su esposa de un tiro en la frente jugando a Guillermo Tell. Sus cercanos lo señalaron como el hombre que más sabía de drogas sagradas y profanas en el mundo. Ese conocimiento era el resultado de su experiencia como consumidor y de su trato con chamanes, traficantes y adictos. Es parte de la historia de la literatura al límite que Burroughs se pasó una temporada encerrado en una pieza en Tánger, sin bañarse ni cambiarse de ropa, desquiciado por las alucinaciones que después narraría en su novela Almuerzo desnudo.
La escritura de Burroughs descoloca: desfonda la nave de la narrativa, dinamita el lenguaje corriente, mezcla todos los géneros, desdibujándolos por completo, y yuxtapone personajes, historias y sentimientos. Los libros de Burroughs son los códices maya de una sociedad libertaria; su divinidad es la paranoia y su revelación inmanente, el carácter siniestro del mundo. Burroughs quería emanciparnos del aparato sensorial que desfigura la realidad en provecho de la palabra, concebida como un virus venido del espacio exterior e inoculado en los homínidos con anterioridad al paleolítico, un poder mutante que manipula nuestras mentes y trastorna nuestros cuerpos.
El escritor es un instrumento de registro
, se lee en El almuerzo desnudo. Algo de eso hay en la literatura beat: la ávida persecución de la experiencia, de la inmediatez de la experiencia, como si se propusiera metabolizar los pensamientos y las sensaciones, los sueños y las pesadillas de sus protagonistas,