La venganza del cordero atado
Por César González
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Comentarios para La venganza del cordero atado
4 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Poesía cruda.
Y con vuelo. Interesante como trabaja el tema del adentro y el afuera.
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La venganza del cordero atado - César González
editorial
PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN
*
Corregir también es crear. Hice esta nueva versión no porque me estoy recriminando errores o por estar bajo efectos del arrepentimiento, sino porque quería mejorar algo que fue hecho sin la pausa que se merecía la particular atmósfera de donde surgieron los poemas que componen este libro. No cambié el ritmo ni atenté contra su espíritu enrejado, solo me di un tiempo reflexivo más, que allá adentro no tenía ni por accidente. En la cárcel no hay vacío, todo lo llena la ansiedad. El estereotipo dicta: «hay que respetar lo que uno sentía en ese momento»; adhiero al vaticinio. Desde lo emocional el libro es el mismo; los temas se mantienen intactos. Pero la niebla del encierro, reciclada en literatura, exigía un parsimonioso trabajo de corrección que la primera edición no tuvo. Me taladraba el cráneo saber que había miles de ejemplares dando vueltas con algunas fallas, a mi entender más que evitables. Pero la adrenalina de ese momento no me dejó frenar. Por lo tanto, si uno está vivo puede volver sobre sus pasos. Al fin de cuentas, toda literatura es decir lo mismo de otra forma.
Estos poemas fueron escritos entre los pocos paréntesis que la desesperación carcelaria permitía. La única expectativa mientras los plasmaba era justamente escribirlos. Me costaba vislumbrar que más allá de los paredones podía haber una continuidad de la existencia: el mundo finalizaba en la parte superior del muro. Escribir allí adentro no era una metáfora de la libertad. Era moverme sin salir de la celda. No experimenté ningún poder de la imaginación; las ideas no abrían los candados, mis ilusiones literarias no hacían que la requisa nos dejara de pegar. Escribir en ese entonces, fusionado con la claustrofobia hasta hacernos uno, conviviendo apretado con otros colegas, prisioneros también de la industria del delito, me sirvió como trampolín hacia los misterios más lejanos de una interioridad que se conecta con lo más tangible de lo que hay afuera del cuerpo. Era materializar el veneno espiritual que me carcomía por dentro. Escribía y seguía adentro de una celda, las rejas seguían igual de duras. No fui libre por la literatura, todo lo contrario, mientras más leía más consciente era del juego perverso de este sistema asesino; más leía, más pesaba el aire, más confinado me sentía, más ganas de gritar. Escribía y así encontraba que esas rejas omnipresentes estaban en toda fase de la vida y de la sociedad. Que la cárcel era un resumen del mundo. Tenía visiones y alucinaba, pero sin necesidad de ninguna sustancia. Viajaba pero sin irme a ningún lado, gritaba y bailaba, obligado a estar quieto y callado.
Si el formato elegido fue la poesía se debe a que en su brevedad hallé un modelo acorde donde poder comunicar mis pensamientos y nuevas emociones de un modo coherente con la permanente cuenta regresiva hacia la muerte que se vive en prisión. Otro formato literario exigía otro grado de relación con el tiempo, una constancia casi de deportista que el ecosistema del encierro y sus pautas de convivencia no toleraban y al que a mi deseo tampoco le seducía. Había que ser breve y certero ya que nada garantizaba arribar al ocaso (que las paredes tapaban) con vida. Cada línea podía ser la última con el privilegio de respirar.
Jamás escribí para desmentir mi pasado ni para exhibir una pasteurización moral de mi conducta. Desafié a los profesionales de la psicología, del trabajo social y el derecho penal que intentaban corregirnos con sermones que nada tenían de ciencia, ya que jamás nos mencionaban el saldo de las cuentas del mundo. Reducían toda nuestra historia y los motivos por los cuales terminamos haciendo lo que hicimos, a supuestas decisiones individuales que nada podían ni debían reprocharle al entorno socio-económico en el que vivíamos antes de arribar a rejalandia. El daño que cometimos a los demás es irreparable, pero a diferencia de otros, nosotros pagamos y con exorbitantes intereses ese daño cometido. Los amos de las finanzas, los herederos, la clase dominante, cierto periodismo y hasta parte de la educación ejercen todo tipos de violencias sobre los demás, pero nunca pagan por las muertes a gran escala que provocan. En cambio, si un pobre comete un error lo espera un infinito camino de calvarios. Fui castigado y torturado por presentar queja ante ese dispositivo moderno de la culpa eclesiástica, ejercida por mecánicos de la meritocracia que, paradójicamente, se declaraban iluministas y agnósticos y que rivalizaban furiosos con los sacerdotes católicos y pastores evangelistas. Constatar tanta hipocresía ejercida por personas que votan progresismo pero se comportan como reaccionarios, fue triste, pero a la vez un soplo divino para mis intenciones literarias. Así fue que a través de la lectura y posterior verificación de lo leído, pude comprobar que había un sistema que exigía que existamos, que «el delito produce riqueza» como dijo Marx. Que muchos de quienes en teoría estaban para ayudarnos, reproducían con discursos moralizantes el mismo orden que organizó nuestro desamparo: ¡a pesar de que ellos habían leído los mismos libros que estaba leyendo yo! Los mismos autores, las mismas teorías, pero su comportamiento era absolutamente inverso a lo que pregonaban los conceptos