Ex libris
Por Nina Melero
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Ex libris - Nina Melero
Los relatos que componen Ex Libris hablan de una sola cosa: del amor a los libros, de las personas que los leen, los traducen, los escriben y los editan. Por sus páginas pululan escritores que se acaban fumando las páginas que han escrito, académicos que compiten en dioptrías, periodistas que deciden inventarse la verdad y convertirse así en novelistas, profesores de escritura creativa con algún secreto que otro, pseudónimos peligrosos, manuscritos-bomba, bibliotecas laberínticas y locos maravillosos que se meten por las narices hasta los renglones más torcidos. Ex Libris, «de entre los libros», está dedicado a quienes los viven y los sueñan, a los que se ganan la vida con los libros y que por ellos estarían dispuestos a perderla. A todos nosotros.
Ex libris
Nina Melero
www.edicionesoblicuas.com
Ex libris
© 2020, Nina Melero
© 2020, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-18397-03-5
ISBN edición papel: 978-84-18397-02-8
Primera edición: julio de 2020
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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Contenido
Fahrenheit 451
Mil y una noches
Sopa de letras
La Biblioteca de Babel
Biografía apócrifa de José Venancio Calavera
El texto infinito
La mosca de oro
Léeme
Pura pulpa
Bandos enfrentados
Final feliz
Ópera prima
Traduttore, traditore
Antoñita la fantástica y los mil textos sin tejido
El talismán
El hotelito
Libros al peso: cuarto y mitad de páginas en blanco
La ignorancia es atrevida
Mare Nostrum
Me estoy quitando
La autora
Ex Libris:
De los libros, por los libros, para los libros
F
ahrenheit 451
Cuando le preguntaron al escritor que dónde estaban los textos que había escrito, él se encogió de hombros.
«Pues si no hay texto, no hay escritor», sentenciaron todos. Aquel iluso aún no se había dado cuenta de que en realidad él era solo un profesor fumador que leía y hablaba demasiado. O un lector hablador que fumaba y enseñaba demasiado, que para el caso lo mismo daba.
Hacía más de diez años que el (presunto) escritor había creado su propio movimiento literario, un grupo clandestino de mendigos, motoristas y jubilados trasnochados que se hacían llamar Pulvis Es. Escribían noche y día, pero nadie había podido leer jamás ni uno solo de sus textos.
Nadie le creyó —ni a él ni a ninguno de los epígonos de su loco Movimiento— cuando aseguró que él mismo había escrito tres obras de teatro, cincuenta y dos cuentos y seis novelas y media. ¿Dónde estaban, entonces? Seguramente no existían, puesto que nadie los había leído ni —¡prueba irrefutable!— había oído hablar de ellos.
En realidad, no es que los libros no existieran. Simplemente, habían desaparecido.
El escritor se defendió explicando que sus libros, todos escritos a mano y sobre un papel tan fino que recordaba a los velos íntimos de la cebolla, habían corrido la misma suerte que los de sus compañeros de filas.
Se los habían fumado.
Todos y cada uno, de la primera a la última página.
El manifiesto fundacional del Movimiento lo decía bien clarito: la escritura es un proceso, no un resultado. Además, qué más daba. Una vez creado, el libro no puede ya destruirse; porque el libro no es el libro, igual que la música no es la partitura.
Nada de esto entendían aquellos «lectores principiantes»… Y los lectores, por su parte, seguían pensando que los del Movimiento eran escritores de pacotilla, en cuanto que se mostraban incapaces de aplacar su hambre de páginas frescas. Al final, los miembros del grupo literario fueron acusados de fraude y tratados como meros trileros de palabras. Sin más. De hecho, aquello no habría pasado de ser un tragicómico incidente si no hubiera sido por lo que sucedió después.
Sin que nadie pudiera explicarse cómo ni cuándo empezó todo, los escritores sin escritos acabaron corriendo la misma suerte que sus libros recién nacidos. Fue la bocanada ardiente de la combustión y el fragor de la hoguera purificadora lo que acabó desenmascarándolos por completo. Capa a capa. Primero los cueros que los protegían, luego la pulpa interior. Solo cenizas quedaron de aquellos impostores.
Dicen los rumores que fue un editor quien lanzó la cerilla; pero quizás esa historia, como todas las demás, era solo un rumor.
Mil y una noches
Era por aquella época que me pasaba las noches esperando y deseando el sueño como quien persigue a una amante esquiva. Las madrugadas se me hacían eternas y yo intentaba matar el tiempo como podía; leyendo, masturbándome, contando ovejas, maldiciendo. Sobre todo, a los vecinos, quienes cada noche invariablemente decidían cambiar los muebles de sitio a las tres de la mañana, o tirar de la cadena justo en el momento en que mi cerebro estaba consiguiendo, por fin, apagarse. Cada ruido parecía reverberarme en el cráneo. Y yo me despertaba, y me giraba, y me desesperaba. Si abría la ventana, la música de los bares me volvía loco; si la cerraba, la sábana acababa empapada y me sentía morir envuelto en mi propio sudario. En fin. Noches de verano.
Durante aquellas horas de sofoco, solía fantasear con asesinatos colectivos de inspiración nuclear que dejaran el barrio convertido en un desierto de cenizas. Un desierto silencioso. Sin vecinos.
Los ruidos que provenían justo del piso de arriba eran siempre los mismos: una tos seca, un arrastrar de sillas. Una lamparita que se encendía. Las paredes eran de papel, para lo bueno y para lo malo. A medianoche, más o menos, era cuando comenzaba a oírse la voz.
El tono era quedo, algo monótono, como el de quien enumera elementos de una lista o lee en alto sin tener demasiada costumbre. Quizás era por el acento que me sonaba así: las eses silbaban de forma inusual, como si por ellas se filtrase un viento andino; y la entonación fluía con una curiosa mezcla de sequedad y dulzura que me intrigaba.
La voz decía algo, cada noche. Un fragmento de historia; no sé de qué, ni de quién.
En la historia había una casa, me parece. No podía oír cada palabra con claridad, pero en general solía apañarme para seguir el hilo de lo que decía la mujer. Porque era una mujer, de eso estoy seguro. Aunque quisiera, no podía evitar prestarle atención: en aquellas noches de tiempo estancado, la atención se me quedaba obstinadamente enganchada en cualquier cosa que no fuera lo principal: dormir, caer en el ansiado sueño. Los pensamientos se me iban a donde los llevaba la voz, a aquella historia que la voz narraba. La oía casi a la perfección; y lo que no conseguía entender a través de la pared, pues ya me lo inventaba yo, completando el relato a mi manera.
La casa de la historia era un lugar hermoso y tranquilo. Se encontraba muy lejos de aquí, junto a un mar antiguo que se dejaba contemplar sin miedos ni penas y que se convertía en una «bandejita de plata» en las horas de calor.
(Esto no lo entendí bien, así que igualmente podía haber sido una «hojita de plata» o una «bendita patata», que en boca de aquella persona todo parecía pequeñito y discreto y no se podía saber).
En la casa vivía una mujer solitaria cuyo nombre encerraba un secreto, un secreto que había permanecido mucho tiempo oculto «tras los cien pétalos de una rosa de mentiras». Ahí queda eso.
La mujer había vivido siempre allí, como «su mamá» antes que ella, y como su abuela y bisabuela antes que ninguna: todas hermosas y alegres, todas con el nombre de María Domitila desde que a la luz sacaron la cabeza. Todas, menos ella.
La madre de la mujer había sido una gran señora. Una gran señora y también una buena persona, que había enseñado a su hija a dar amor de la única manera en que es posible aprenderlo: recibiéndolo. Cuando la niña era pequeña, cada noche le cepillaba el pelo con un cepillo de carey y le decía que no se preocupase por su tez demasiado oscura ni por «sus manitos regordetas», que ya sería más bonita cuando fuera mayor. También repetía que para ser siempre bella bastaba con sonreír, pasara lo que pasara, «y llevar bien abierto el corazón». Cuando la señora murió, la enterraron allí mismo, en el jardín de la casa, para que hasta después de muerta pudiera ver crecer a su hija y sobre todo seguir contemplando cómo el mar se volvía una «bandejita de plata» en las horas de calor.
Los días de la infancia eran un recuerdo feliz para la mujer, que pensaba con cariño en su madre y en todo lo que esta solía decirle. Hasta que un día, en un armario viejo de la casa, fue a encontrar algo que le emponzoñó los recuerdos y cambió su memoria para siempre.
En aquel momento, la voz cesó de narrar. Se oyó un interruptor, un somier que crujía. Luego, pasos que se alejaban a otra habitación. Y yo, que estaba ya espabilado por completo, me quedé sin pegar ojo y sin saber qué demonios sería lo que encontró la mujer aquella en su propia casa. Agucé el oído: nada. Maldito silencio. Intenté convencerme de que daba igual, de que era mejor así. Tenía que dormir para poder madrugar al día siguiente y el final de aquella historia me traía al fresco… Pero no era verdad. ¿Cómo iba a quedarme sin saber lo que iba a pasar, una vez que había oído ese «hasta que un día…», que anticipaba el cambio inminente, la sorpresa que satisfaría o decepcionaría la generosa paciencia del lector? Porque lector me sentía yo, en aquellas sesiones nocturnas; y lector estaba seguro que era. De segunda mano, quizás; pero lector. Alguien sin cara me leía las palabras que yo no veía. Aquella voz femenina que a mí no iba destinada y que de mí nada sabía me tenía encandilado, encantado y esclavizado; totalmente en vilo con una historia de lo más simple que yo, estoy seguro, jamás habría escogido para mis lecturas nocturnas.
Ansioso por verle la cara a aquella Sherezade de barrio, nada más volver del trabajo estuve merodeando por el portal, a ver quién entraba y salía y si conseguía encontrarme con la misteriosa vecina. Ante mí desfilaron los pocos desgraciados que, como yo, no se habían podido ir de vacaciones: una pareja de recién casados, un albañil divorciado, algún que otro niño suspenso y castigado hasta septiembre. Un momento. Ahora que lo pensaba, yo ya sabía quién vivía justo encima de mí. Era un hombre, un anciano muy callado al que solo había visto un par de veces. Pero ¿entonces…? Lo averiguaría ahora mismo: al fin y al cabo, tenía toda la tarde por delante; cinco horas de aburrimiento para mí solo.
Sin darle más vueltas, subí decidido por las escaleras hasta el piso que había encima del mío y llamé al timbre. Fue solo cuando me contestó una voz quejumbrosa y oí que alguien se acercaba hacia la puerta que me di cuenta de que no había pensado cuál era el supuesto motivo de mi visita.
—¿Quién es? —preguntó el anciano, asomándose por detrás de una cadenita oxidada. Una pelusilla de alambre le bailaba alrededor de la coronilla, y sus ojos vacíos, vidriosos de puro transparentes, se apoyaban en algún lugar del vacío detrás de mí.
—Soy el vecino de abajo —contesté, titubeante.
—Encantado. Pues yo soy el vecino de arriba —me respondió, no sé si con inocencia o con sorna.
Le tendí la mano estúpidamente, para saludarle; pero él no respondió a mi gesto. Aquella falta de reciprocidad, que en principio interpreté como una burda descortesía, reveló en seguida sus causas: el hombre no podía verme.
—Yo… Verá, solo venía a decirle que si necesitase algo, pues… que estoy a su disposición —improvisé mientras curioseaba ya abiertamente a través de la rendija, aprovechándome de su ceguera. Detrás del anciano solo pude atisbar un saloncito desordenado, con las paredes atestadas de libros.
—Muy amable, pero yo no necesito nada. Estoy perfectamente.
—Me alegro mucho. ¿Y tiene usted a alguien que le ayude con las tareas de la casa? Como le decía, yo podría… —arriesgué, temeroso de que aceptara mi fingida generosidad.
—Estoy atendido y bien acompañado. Así que déjeme en paz.
Acto seguido me cerró la puerta en las narices; y merecido me lo tenía, por entrometido. Bajé a mi casa atando cabos: seguramente el vejete contaba con la ayuda de alguna de aquellas mujeres que asisten a los ancianos, en su mayoría inmigrantes. Todo cuadraba: era a ella a quien yo oía por las noches, mientras desempeñaba quizás una más de sus funciones domésticas: la de lectora a sueldo. El hombre debía de ser un devorador de historias; lo probaban las estanterías