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La deslumbrada
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Libro electrónico142 páginas1 hora

La deslumbrada

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¿Quién es esa mujer que pende hacia el vacío con un pie atado? ¿Quién a la manera de un péndulo, se tiende hacia abajo, hasta el confín? ¿Por qué está atada de un solo pie? ¿La mujer está con vida o ya murió? ¿Descorrió el velo? ¿Qué abismo la espera? ¿El abismo está arriba o abajo? ¿Quién ató su pie? ¿Se ató a si misma? ¿Hacia dónde dirige sus miradas una mujer perpleja? ¿Está desnuda? ¿Es que acaso no conoció la vida? ¿Espera la muerte? ¿Qué pasaría si el cordel se quebranta? La mujer ahí tendida, ¿se formula preguntas? ¿Pudo ver la esfera primera que la albergó? ¿Es que acaso alcanzó la suprema lucidez?

Estas son algunas de las interrogantes que se formula Mía Gallegos en La deslumbrada. El origen de este libro fue la obsesión por comprender la distancia entre la poesía y la filosofía se separaron fue libro.

La autora los ha llamado textos porque más allá de cuentos se trata de acercarse a una posible respuesta a las anteriores interrogantes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 may 2016
ISBN9789930519462
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    La deslumbrada - Mía Gallegos

    verdad.

    Yo me llamo

    Yo me llamo, me digo, otros no me llaman por nombre alguno, alguien o muchos olvidaron mi nombre, ese antiguo rito de nombrar las cosas y los seres. Así, pues, tomé un nombre prestado que una vez le escuché a un bibliotecario famoso que en las horas o instantes en que transcurre el ocaso pulía versos tal y como Spinoza labraba cristales.

    Me gustó el nombre Gacela Dorcas porque es eufónico y porque, privada también yo de una doble visión, de una conciencia dual, debí inventarme un nombre. No sé cómo ocurrió. De pronto la vida es solo una batalla para sortear las leyes del azar. Así, pues, me quedé en una biblioteca imaginada, dentro de una casa que ya no existe. La biblioteca tampoco ni alguna otra estatua que también hubo entonces. Mas recorro una y otra vez la casa, las sendas que me inventé desde niña; subí una y mil veces las escaleras que iban a un segundo piso, a una suerte de ático pleno en murmullos. Iba contando escalones de uno en uno hasta llegar al rellano, luego bajaba y después volvía a subir. El techo era tan alto que ascendía y ascendía para quizás poder mirar a través de los ventanales. Pero no, era imposible, así que contaba también las nubes que se colaban, pasajeras y morosas en su movimiento.

    Tuve obsesión por caminar y contar. Escaleras arriba, escaleras abajo, mas un día me cansé de numerar, de contar de una en una las escaleras. Aprendía que si se empieza a contar no se concluye nunca.

    Una noche en que me sentía sobresaltada, salí al jardín para mirar la noche. Observé las estrellas. Me tumbé de espaldas porque había leído que la tierra se mueve y que también gira junto con los otros planetas alrededor del sol, así que me dije: si es así, entonces estoy viajando por entre las esferas infinitas. ¿Y si me desprendo y floto en el espacio como si fuera el mar?

    Intenté contar estrellas, pero ocurrió lo mismo: no iba a terminar jamás de contarlas. Supe entonces que por medio de los números se entiende el infinito. ¡Qué palabra! Era muy grande para mí: el in-fi-ni-to.

    Había otros dentro de la casa. Yo no sabía si me miraban; pensaba que la mirona era yo, ellos eran grandes y vivían ocupados, muy ocupados y laboriosos. Yo no. Solo miraba y jugaba bajando y subiendo escaleras.

    Yo quería saber de dónde habían venido mis mayores, mis viejos. Fue así como descubrí que detrás de ese nombre que me había inventado (para llamarme a mí misma yo y en secreto) albergaba otras patrias. Me gustaba ese sortilegio de Párraga, Domínguez, Marulanda, Pérez y Lalinde. Y entonces me preguntaba: ¿quiénes somos y por qué estamos aquí?

    Me contaron del bisabuelo alto, gallardo y ojiazul que también se había inventado un nombre, nombre de ermitaño. Yo había tendido un hilo secreto y quería saber quién era ese hermoso que escribía. Miré su firma dejada en libros abandonados. ¡Un ermitaño! Y quise quedarme en ese mundo. Un día, luego de que me aburrí de contar estrellas y estrellas, descubrí que alguien me halaba la mano. ¿Era que alguien vendría por mí? No lo sé, pero ese día descubrí que pienso, y lo que más me gusta en la vida es eso: pensar. ¿Quién me tomó de la mano?

    Otro día por la tarde descubrí una enciclopedia forrada en negro, que también tenía números. Nuevamente empecé a contar de uno en uno. El siete era de color azul; el quince, rojo. Eran números que podían dividirse con el dos o el cuatro. Así que me enamoré de ambos por los tonos que irradiaban y porque no podían dividirse. Los números pares me parecían simples: yo prefería la imposibilidad, la no división.

    Una mañana me llevaron de paseo al campo, a jugar, a correr: había un secreto que no querían decirme. Hasta que por fin hablaron: murió su abuelo. Yo no sabía que las personas mueren; había pensado que esa era mi casa y que sus habitantes y yo también estaríamos ahí por siempre. Pero no, me he ido quedando sola como el ermitaño. Los muertos, no obstante, hablan, están aquí conmigo, converso con ellos y aún escucho su corazón como si al percibir el sonido de una caracola alguien me llevara halada hasta el fondo del océano.

    Luego, más tarde, empecé a deletrear sílabas y supe que a eso los grandes le llaman leer. Me cayó un día en la mano la historia de Barba Azul. ¡Ah! Cuidado con los hombres. Vi entonces que yo había nacido mujer. Es decir, me percaté de ello. Y desde entonces lucho entre dos polos: el instinto y la conservación. El libro era una señal, tan solo eso: si te dicen que no abras una puerta, haz caso. Aprendí que si una mira a un hombre por pura curiosidad, lo descifra, y que por eso existieron hace ya mucho tiempo las esfinges. Me dijeron entonces que no los mirara, que era mejor no descifrar, que siguiera ahí tumbada sobre la tierra y que girara con los astros alrededor del sol.

    La señal de Barba Azul quedó ahí, manchada de tinta. No sabía entonces que el universo respira, palpita, sufre y se estremece, y que de haber nacido en otro siglo, quizás no me habría tocado en suerte una noche tan lóbrega, tan eterna y tan oscura. Pero dicen que los hechos se repiten; que así como aparece el sol cada día, los hechos vuelven y que los hombres y las mujeres somos los mismos en cualquier parte de la tierra. Tan solo giramos en viaje infinito alrededor del sol. Así pues, todos viajamos en una ronda sin fin; a veces laboramos, a veces no; a veces nos sentamos a pensar y hay otros que jamás piensan. También existen algunos que caminan y piensan.

    Un día pregunté si podría viajar al sol. Me dijeron que no, que no era posible, y me contaron la historia de Ícaro. Eso –me aseguraron– es soberbia, uno de los pecados capitales. Nadie brilla más que el sol, nadie es más grande que Dios.

    Así que me contuve; me costó respirar, mas luego pensé que entonces hay límites. Viajar al sol no era posible. Era mejor seguir con los pies girando con todos, inmersa en la totalidad. El universo, el todo, no se divide.

    Si hubiera nacido en otra época mi vida habría sido distinta. Siendo mujer, acaso me habrían mirado como muy sentimental o acaso demasiado seria y racional para ser atractiva.

    Así que mis juegos eran escasos. Salía poco, y cuando estaba con otros, la biblioteca volvía a llamarme. Era la profunda voz de mi gallardo bisabuelo quien me hacía regresar al recinto del ermitaño.

    Su historia, cierto, se remontaba al siglo XIX. Dos colombianos se encuentran en San Salvador. Él, oriundo del Cauca; ella, del Valle de Buga. No me interesa mucho leer novelas; me bastaba escuchar las historias de mi familia, del exilio, la diáspora.

    Yo miraba intrigada a mis tías, eran altas. Una de ellas, Mimi, tenía ojos amarillos, melados, y jamás había visto que otras personas a mi alrededor tuviesen ojos de miel oscura. Se pasó la vida cosiendo, no conoció el amor, no se casó, pero tuvo hijos, unos que Dios le dio tiempo después, mucho tiempo después.

    Otra se casó y enviudó seis meses después. Tuvo una hija. Al enviudar tuvo que hacerle frente a la necesidad, así que contrató a Pompilio para que fuera a vender el pan nuestro de cada día, Señor, dánoslo hoy.

    ¡Ah, qué soledad tan honda! La casa no está. ¿De dónde vinieron los míos? Yo miraba sus cuerpos robustos y altos. Me detenía en sus ojos, me sorprendía que tuviesen la nariz tan grande, parecían judíos. Un día me contaron que éramos descendientes de españoles y a lo mejor sí había ocurrido una mezcla de razas y de culturas.

    Más tarde descubrí a los otros. A mi otra familia. Tuve un abuelo que me sedujo con la palabra. Desde el fondo de ti y arrodillado un niño triste como yo... por esa vida que arderá en sus venas... yo no lo quiero amada, para que no nos una nada... Amo el amor de los marineros que besan y se van.... Y así, así, como si fuera un chachachá, como mi abuela descendiente de ingleses y cubanos. Sí, por ello tengo muchas patrias y sé que el mundo es uno y que la humanidad es una. Ni aquí ni allá, tan solo guardada en el centro de mí misma, como un volcán que jamás debe ser vulnerado, porque si se vulnera, ay, ay, ay. Pero todo tuvo que suceder. Ya no se endulzarán tus ojos en mis ojos. Ya no se endulzará junto a ti mi dolor.

    Pero ah, ah, como si bailara cadenciosamente el ritmo del chachachá, como si al bailar la sierpe cesara su venganza venenosa, como si la cadencia en la cadera, como si el roce en la madera en los pies resucitara antiguos ritos, antiguos tambores de una tierra mestiza. Ah, la flautita que alegra y desata el movimiento, el ritmo, el calor negro, el color caribe, el calor. Las manos que danzan, el cabello que danza, los pies que danzan el movimiento, el embrujo, el instinto de vida con su no a la muerte.

    Desde entonces bailo para afirmarme. Para arrullar a otros, para unirme a otros, para congregar y para llamar, para decirle un alto y un no rotundo al instinto de muerte.

    Un día se sucedía a otros, pero los días no

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