Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Pasiones y obsesiones: Secretos del oficio de escribir
Pasiones y obsesiones: Secretos del oficio de escribir
Pasiones y obsesiones: Secretos del oficio de escribir
Libro electrónico346 páginas4 horas

Pasiones y obsesiones: Secretos del oficio de escribir

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Pasiones y obsesiones reúne a diferentes cuentistas, poetas y estudiosos de la lengua que desarrollan sus reflexiones en torno a los dos temas que dan título a este libro. Cada uno a su modo y según su especialidad, ya con artículos de tono académico, ya con composiciones narrativas, ya con memorias, elabora sus propuestas y aportaciones, entre las que se cuentan las participaciones del poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo, y de Mario Bellatin, Sealtiel Alatriste, Anamari Gomís, entre otros.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 ago 2013
ISBN9786071614896
Pasiones y obsesiones: Secretos del oficio de escribir

Lee más de Sandra Lorenzano

Relacionado con Pasiones y obsesiones

Libros electrónicos relacionados

Crítica literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Pasiones y obsesiones

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Pasiones y obsesiones - Sandra Lorenzano

    Heriberto Yépez

    Pasiones y obsesiones: a modo de introducción

    [1]

    SANDRA LORENZANO

    Leer es soñar el agua de un oasis en el desierto, beberla y des­pertar con otro tipo de sed que ya no está en la boca.

    HAFIZ

    Soñar, leer, crear… son palabras que van hilándose y construyendo mundos. Con la idea de explorar esos mundos posibles acompañados por quienes se dedican a la palabra literaria, la Universidad del Claustro de Sor Juana, con el apoyo del Fondo de Cultura Económica, organizó el IV Encuentro Latino­americano de Escritores.

    Era el año 2008 y se cumplían diez años de la muerte de Octavio Paz, por eso quisimos dedicar el Encuentro a su memoria, con la certeza de que no hay mejor forma de homenajear a un poeta, a un enamorado de la palabra como lo era Paz, que propiciando la reflexión sobre la literatura, las complicidades entre escritores y las confesiones en torno a los secretos del oficio de escritura. Escribió Paz alguna vez:

    La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cam­biar al mundo, la esclavitud poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aísla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia.[2]

    Y qué mejor manera de abrirle las puertas a los misterios y maravillas de la creación que hablar de las pasiones y las obsesiones que marcan el trabajo literario. De ahí la elección de nuestro tema.

    Pero ¿qué son las pasiones? La infaltable María Moliner dice que la palabra deriva del latín pasio- pasionis, que a su vez viene de pati, padecer; y después de dar las acepciones vinculadas a la religión, define en quinto lugar: Sentimiento, estado de ánimo o inclinación muy violentos, que perturban el ánimo; como el amor vehemente, el odio, la ira, los celos o un vicio. Tiendo a pensar que doña María no tuvo una convivencia muy feliz con sus pasiones; no encontré una sola de sus definiciones que no tuviera cierta carga negativa. ¿Dónde quedan entonces el amor loco, el éxtasis, las pasiones que nos acercan a los sueños, al azar, al inconsciente? Si Spinoza consideraba que la alegría y la tristeza son las dos pasiones básicas, el Diccionario de uso del español relega a la primera: la alegría, con toda su carga hedonista, lúdica, placentera. Queda fuera por supuesto la noción de pasión que hizo que Roland Barthes, por ejemplo, transformara cierta vez su académico curso sobre la poesía romántica alemana en una maravillosa declaración de amor que dio origen al libro Fragmentos de un discurso amoroso. La pasión, lo sabemos, es también cuerpo, piel, entrañas, locura. Letra vuelta descubrimiento, sorpresa, vértigo.

    Y ¿cuáles son las pasiones de los escritores? ¿De qué se enamoran perdidamente, peligrosamente, violentamente? ¿Qué odian? ¿A qué le temen? ¿Son diferentes sus pasiones que las del resto de los mortales? Claro que la pasión corre el riesgo siempre de volverse amenazante, peligrosa, ¿quién no corre el riesgo de volverse peligroso?

    ¿Cuándo una pasión se vuelve obsesión? ¿La obsesión de Borges por los tigres, los laberintos y los espejos viene de una pasión? ¿O quizá del miedo? ¿Nos obsesiona sólo lo que nos apasiona o también lo que nos asusta? ¿Es la pasión una obsesión llevada al extremo? En su Geometría de las pasiones el filósofo italiano Remo Bodei da cuenta de la obsesión de la sociedad contemporánea por dominar las pasiones, por controlar el deseo y sus efluvios, por hacer reinar la razón a cualquier precio, o por volverlas —a las pasiones— obje­to de consumo. Y sin embargo, ahí están; reaparecen permanentemente, no sólo como tema de tangos o boleros (Ojalá que te vaya bonito…), en películas y novelas que hablan de amor, odio, sexo, celos y una larguísima lista de etcéteras, sino también como el motor de la creación, de las relaciones, de la vida.

    Escribe Bodei:

    ¿Valdría la pena vivir si no probásemos alguna pasión? ¿Si tenaces e invisibles hilos no nos atasen con fuerza a cuanto —por diverso título— nos llega al corazón y cuya pérdida tememos? La total apatía, la falta de sentimientos y de resentimientos, la incapacidad de alegrarse y de entristecerse, de estar llenos de amor, de cólera o deseo, la misma desaparición de la pasividad, entendida como espacio virtual y acogedor para la presentación del otro, ¿no equivaldría tal vez a la muerte?[3]

    Las pasiones, entonces, como posibilidad de vida, como espacio de encuentro con el otro, con la otra, con ese otro que me da plena existencia, como escribiera el poeta, como posibilidad de nuestro encuentro con el mundo y con nosotros mismos. Aun a riesgo de que se vuelvan ob­sesiones, como la del bolero aquel llamado precisamente Obsesión: Yo vivo obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí / por más que se oponga el destino, serás para mí, para mí (ustedes le ponen la música).

    También hay obsesiones menos románticas o menos desgarradas, menos cargadas simbólicamente, digamos, más cotidianas, por llamarlas de algún modo, más de entrecasa. Es entonces quizá cuando las obsesiones se alejan de las pasiones y se acercan, orgullosamente digo yo, a las manías.

    ¿Quién no tiene una pequeña y querida manía que lo ha acompañado a lo largo de la vida? ¿Quién no cultiva sus manías, con el cuidado y la pasión del que cuida un sembradío de orquídeas extrañas o, mejor aún, de suculentas plantas carnívoras?

    Cuentan que Hemingway, por ejemplo, escribía de pie y en pantuflas, pero no podía comenzar si no tenía una hilera de veinte afiladísimos lápices delante de sí. Paul Auster no ha podido abandonar su vieja Underwood. Alejandro Dumas se ponía sandalias y una especie de sotana ro­ja. Dicen que García Márquez necesita una rosa amarilla en su escrito­rio, y Vargas Llosa la imagen de (¡oh sorpresa!) un hipopótamo. Algunos precisan una taza de café como Toni Morrison, quien se lo sirve cuando aún es de noche y va viendo cómo amanece mientras lo toma. Otros eligen la noche y un vaso de whisky junto a la pantalla de la computadora. Algunos hasta meten la cabeza en el heno, como dicen que hacía Rousseau, en busca de silencio absoluto, y otros no pueden escribir una sola línea si no están sumergidos en el ruido ajeno de un bar. La protagonista de Apariciones de Margo Glantz hace un ejercicio de autoerotismo antes de sentarse frente al teclado, y el de la novela El pasado de Alan Pauls se desnuda para poder comenzar una página.

    The Writer’s Desk, el maravilloso libro de fotografías de Jill Krementz con textos de John Updike, nos permite curiosear, metichear, ejercer nuestros dones de voyeur o voyeuse en la intimidad del escritorio de una decena de creadores. Miro estas fotografías —escribe Updike— de la misma manera en que miraría las camas de cortesanas célebres, excepto por el hecho de que las camas me dirían menos que estos escritorios. La intimidad del acto literario es captada aquí en flagrante delito. En estos escritorios los personajes se despliegan, los argumentos toman vida, las distancias imaginarias se acortan.[4]

    Pablo Neruda aparece fotografiado con el atuendo que usaba para escribir: ¡saco y corbata! Georges Simenon ordena sus veinte pipas, e Isaac Bashevis Singer se encorva modestamente en una punta del escritorio, como el timonel de una canoa de carrera. En fin, sé que mientras leo estas líneas, muchos de ustedes están pensando en sus propios rituales, en sus propias manías que son, como dijimos, una de las caras de las obsesiones. Los temas, los libros que nos acompañan, ciertas películas o discos, la lectura desaforada de nuestros contemporáneos o su no lectura, el interés de lo que sucede fuera de nuestro cuar­to o su negación, la fijación con un cuerpo, con un rostro, con un nombre, los revuelos de pájaros internos que nos provocan ciertas palabras, ciertas pieles, son otras de las caras posibles de aquello que obsesiona al obsesivo.

    ¿Hay acaso creación que no esté marcada por pasiones y obsesiones? Sus huellas, fantasmas, sombras, o quizá su presencia rotunda y explosiva nos acompañaron a lo largo de los tres días que duró el Encuentro. Allí estuvieron hablando de la cocina de la escritura, de las manías y los temores, de las fijaciones y los amores, un grupo tan heterogéneo como lo es la propia literatura de nuestro continente: poetas, narradores, ensayistas de México, Guatemala, Estados Unidos, Colombia, Venezuela, Brasil, Perú, Chile y Argentina hicieron del diálogo una fiesta de la creación.

    El homenaje a Octavio Paz incluyó una hermosa exposición fotográfica de Rogelio Cuéllar, el artista que mejor ha sabido mostrar en imágenes las pasiones y obsesiones de nuestros escritores, y tuvo su culminación en la estupenda conferencia de Adolfo Castañón sobre Pasado en claro que, por supuesto, incluimos en esta edición.

    En el conmovedor discurso que Juan Gelman pronunció al recibir el Premio Cervantes dijo, entre otras muchas cosas, Ahí está la poesía, de pie, contra la muerte.

    Y es contra la muerte que nos empeñamos, lectores y escritores, día a día, en este oficio de pasiones y obsesiones que es la literatura.


    [1] Una versión de este texto fue leída en la inauguración del Encuentro Latinoamericano de Escritores organizado por la Universidad del Claustro de Sor Juana conjuntamente con el Fondo de Cultura Económica. Nuestro agradecimiento más profundo a la licenciada Consuelo Sáizar, quien era, a la sazón, directora del FCE, por su entusiasmo y compromiso con el proyecto. Muchas gracias también a Joaquín Díez-Canedo por su apoyo a esta edición

    He hecho algunas correcciones al texto original, pero conservando ciertas marcas de oralidad propias de la lectura en público.

    [2] Poesía y poema, en El arco y la lira, FCE, México, 1986.

    [3] Remo Bodei, Geometría de las pasiones. Miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político, FCE, México, 1995, p. 11.

    [4] Jill Krementz y John Updike, The Writer’s Desk, Random House, 1996.

    Extranjera siempre, en cualquier lugar

    DANIELA ABADE[*]

    ANTES que todo quisiera ofrecer disculpas. Entiendo y leo español, y también aprendí a escribir un poco, pero nunca me atreví a hablar el idioma a pesar de que es parecido al portugués. Ésta es la primera vez que hablo en público en español y si no me hago entender espero su misericordia, es un noble sentimiento.

    Fui invitada gentilmente para venir a México a hablar de pasiones y obsesiones, y lo curioso es que estoy aquí a causa de una obsesión, de varias en rea­lidad, o de varias pasiones. Creo que los dos sentimientos se confunden en mi cabeza al punto de no conseguir separar uno del otro. El caso es que estoy aquí a causa de un sinnúmero de obsesiones.

    La primera obsesión no es mía sino de mi mamá, que era la de tener hijos geniales. Los hijos de María Lucía tenían que saber primero y saber más y exhibir esta capacidad cada vez que fueran puestos a prueba. Con mi hermana mayor mi mamá no necesitó esforzarse mucho, porque Denise siempre fue genial, fue fácil. Sólo que un poco después de un año aparecí yo y entonces mi mamá se tuvo que enfrentar a un gran desafío: yo era normal. Mi des­arro­llo era más que predecible, igual a todos los niños de mi edad. Ya completaba siete meses y ni siquiera hablaba. María Lucía tenía que hacer algo.

    Confieso que no me acuerdo de todo, sólo de mi proceso de alfabetización a los cuatro años. No voy a entrar en detalles sobre su método, pero garantizo que si fuese aplicado a un gusano en coma, el desdichado aprendería a leer. Una cosa verdaderamente revolucionaria. No sé cómo mi mamá no ganó dinero con eso.

    Todo ese proceso fue muy importante porque la obsesión de mi mamá perdió importancia para mí. Yo ya había encontrado mi propia obsesión: las palabras, en realidad no las palabras en sí, sino el poder de las palabras. Con ellas yo podría hacer todo lo que quisiera, todo. Podría leer todo, cambiar todo. Ustedes no se imaginan lo que puede hacer con una niña de cinco años el despertar de la idea del poder; conmigo hizo varios moretones. Toda vez que me encontraba en medio de alguna discusión importante, como por ejemplo quién tiene derecho a jugar más tiempo con la muñeca, o algo así, yo aplicaba el poder de la palabra para intentar convencer a mis compañeras de que yo siempre, y obviamente, tenía razón. Al mismo tiempo, constantemente mis compañeras aplicaban el poder de la fuerza física para no escucharme. Y la gran sorpresa es que, aun con rasguños en la cara, y con el cuero cabelludo doliendo de tantos jalones de cabello, yo continué confiando en las palabras; creo que confiaba tanto porque en este momento la obsesión ya era una pasión. O quizá siempre lo haya sido, ya dije que me confundo... y no hubo ninguna zurra que me hiciera olvidarme de las palabras.

    Claro que después de tantas palizas tuve que adaptarme a la situación. Un ratón de Pavlov haría lo mismo. Descubrí que el hecho de leer y articular las palabras que estaba aprendiendo era una acción peligrosa y muchas veces dolorosa. Al mismo tiempo descubrí que cuando escribía palabras tenía una ventaja, o por lo menos tenía más tiempo para correr. Las palabras hacían que las personas parasen a pensar. Un golpe no es una respuesta a algo escrito. Un golpe puede hasta matar, pero muere enseguida de dado; lo que está escrito es un documento, es vida, y una vida, en teoría, eterna. Un golpe es instantáneo, acaba y cicatriza. La palabra permanece. ¿Cómo puede alguien no apasionarse por eso? ¿Cómo es que alguien no se va a obsesionar? Fue así que decidí escribir. Mi primera tentativa fue un soneto que escribí a los seis años, rimé día con alegría, y ésta fue la mejor rima de todo el poema.

    Los intentos continuaron por mucho tiempo; afortunadamente, siempre leí más que escribí. Mucho más. Insanamente más. Y esa profusión de información que recibí creó en mí un superego saludablemente cruel. Cuanto más leía más desestimulada estaba a escribir. La pasión, la obsesión por las palabras no me dejaron, fueron transferidas hacia palabras que no eran mías. Mi primera gran pasión literaria fue Carlos Drummond de Andrade. No sé si ustedes vieron alguna vez una imagen o foto de Carlos Drummond, un viejito frágil, pelón, tímido, con unos ojos pequeños. Apasionante. Lo descubrí al comienzo de mi adolescencia, aquella época en que el cuerpo tiene más hormonas que las que cualquier cuerpo humano puede soportar. Ahí, con todas aquellas hormonas volviéndome loca, encontré a Drummond. Voy a leer ahora un poema de Drummond, un texto que fue una pequeña obsesión que cultivé durante mi adolescencia. Lo voy a leer en portugués, porque con todo el respeto para los traductores creo que la poesía tiene que ser apreciada en el idioma original.

    Que pode uma criatura senão,

    entre criaturas, amar?

    amar e esquecer,

    amar e malamar,

    amar, desamar, amar?

    sempre, e até de olhos vidrados amar?

    Que pode, pergunto, o ser amoroso,

    sozinho, em rotação universal, senão

    rodar também, e amar?

    amar o que o mar traz à praia,

    o que ele sepulta, e o que, na brisa marinha,

    é sal, ou precisão de amor, ou simples ânsia?

    Amar solenemente as palmas do deserto,

    o que é entrega ou adoração expectante,

    e amar o inóspito, o cru,

    um vaso sem flor, um chão de ferro,

    e o peito inerte, e a rua vista em sonho, e uma ave de rapina.

    Este o nosso destino: amor sem conta,

    distribuído pelas coisas pérfidas ou nulas,

    doação ilimitada a uma completa ingratidão,

    e na concha vazia do amor a procura medrosa,

    paciente, de mais e mais amor.

    Bueno, júntese eso con hormonas superactivas y con una mente predispuesta a la obsesión... Pero Drummond no fue una obsesión única. Su escritura es tan generosa que me dispuso a otras pasiones. Nunca conseguí ser fiel a un autor, continuamente descubro una nueva pasión, una nueva obsesión, aun jurando amor eterno a mis antiguos amantes. Ésta es una de las buenas cosas de la pasión por la palabra: todo se vuelve mejor cuando no se es fiel.

    Con tanta pasión creo que mi superego se ha descuidado. Cuando me di cuenta ya estaba escribiendo de nuevo. No poesía, sino novelas. Mi primera novela habla de un personaje obsesionado por volver a existir. En su caso, la frase pienso luego existo no sería válida. El personaje muere en los primeros párrafos, pero continúa pensando y teóricamente existiendo. El problema es que esa existencia se da en un plano ausente, donde sólo puede observar la vida aquí, nunca puede actuar, y eso no vale para Carla porque su existencia es ignorada por todas las personas que ella ve. Y Carla necesita de una validación. Ella necesita de un tercero. Por tanto, Carla tiene que aprender a existir sin existir. Para siempre, sin salida, sin redención. Carla vive el desprecio y la soledad elevados a la máxima potencia. La historia comienza así:

    Fueron los anteojos de sol. Los míos comenzaron a romperse después que salí del auto y atravesé la calle para visitar un cliente. Un tornillo se soltó y fui forzada a ponerme de rodillas en la calle juntando los pedazos del armazón. Los de él no existían y fue exactamente la falta de esta protección que lo cegó momentáneamente cuando estaba dando la vuelta a la esquina con su camión.

    Varias teorías, unas más científicas, otras más supersticiosas, surgieron durante semanas, pero de forma alguna cambian o cambiarán el hecho principal de esta historia: Yo, Carla de Souza Almeida, morí. A los 30 años, soltera, con una carrera prometedora por delante, y con el pésimo hábito de comprar anteojos de sol en rebajas.

    De esta obsesión pasé a otro conjunto de obsesiones, en la novela Crónicos. Cada capítulo tiene el nombre de un personaje. Son once personajes. Once enfermos crónicos cuya mayor enfermedad es no conseguir ver afuera de sí mismos. Once personas que comparten, muchas veces sin percibirlo, las mismas historias, pero que las viven de formas absolutamente diferentes. On­ce seres humanos obsesionados, sin duda, o apasionados. O ambos. Ahí va un fragmento que resume muy bien el tema de la pasión y de la obsesión. Está en el capítulo Leticia:

    El baño de la escuela tenía azulejos blancos y la pintura de azulejo no tiene mucho atractivo porque no forma bolitas, pero la puerta del baño de la escuela era de madera y la pintura gris formaba muchas burbujas y esto era mejor hasta que las bolitas, porque las burbujas de la pintura formaban dibujos mayores que no necesitaban de mucha atención para que se notaran. Lo más chistoso es que en la puerta del baño había un montón de recados escritos, no, no importaba lo que las muchachas escribían sino en lo que esto suponía.

    Cada dos meses ellos pasaban más pintura gris encima de los escritos. Y el exceso de pintura hacía aparecer más burbujas y más dibujos que ella miraba co­miendo su lunch hasta que tocaba la señal del recreo, para avisar el regreso a las clases sin oír el coro de los niños cantando gorda-ballena-costal-de-arena en el pasillo.

    El piso también formaba dibujos y éstos sí eran como los dibujos en el cine, porque andaban. Ella veía el piso, encontraba el dibujo, corría detrás de él y desaparecía, pero a Leticia no le importaba mucho porque enseguida buscaba otro dibujo, hecho de suciedad, de chicle, de piedritas, de huellas, de cualquier cosa que estuviese en el piso y que la estimulase a ver para abajo y no tener que encarar los ojos que conseguían ofenderla tanto como las voces que se burlaban de ella.

    Ella nunca consiguió acordarse muy bien de cuántas historias vio hasta los 13 años. Fueron muchas, muchas más de las que cualquier niño de su edad podría ver, y de eso ella estaba segura, pero hubo un momento en que perdió el interés en las historias. Sabía hasta el día: 3 de marzo de 1995, 7:30 de la ma­ñana. Era el primer día de clase y, antes de conseguir ver si había partes de gis mal borradas en la pizarra, ella vio a André Cunha entrando en la clase con siete centímetros más de altura y una sonrisa mucho más bonita que cualquier bo­lita de pared blanca podría provocar. Y fue en este momento que ella se dio cuenta de que no solamente su cintura había aumentado sino también otras partes del cuerpo. Ella ahora tenía un par de casi pechos que dolían mucho, a pesar de querer esconderse debajo de una espesa capa de grasa. De repente, por atrás de aquellos casi pechos, un corazón asustado subió hacia la boca. Y todo el mundo lo debe haber notado, porque ella quedó con la boca abierta, con el corazón expuesto. Pero el corazón también tiene vergüenza y el de ella regresó rapidito para su lugar enseguida que oyó a André Cunha decir que la gorda continuaba igual.

    Sólo que la gorda no continuaba igual. Después de lo que oyó, se olvidó de que los casi pechos dolían mucho porque el corazón con vergüenza dolía más, dolía tanto que el dolor aumentó y fue para la barriga y se fue haciendo tan insoportable que tuvo que correr hacia el baño y esta vez ni siquiera notó los dibujos que las burbujas hacían en la puerta gris. Sólo lloró. Y estuvo segura de que un pedazo de su corazón se había ido. Ella lo vio: él se sintió con tanta vergüenza que bajó, bajó, bajó, hasta convertirse en sangre en el vaso.

    Después de ésta todavía escribí otras novelas. No se han publicado todavía porque en Brasil las cosas no son tan fáciles. Pienso que ni en México. Durante este tiempo se me apareció la obsesión y la pasión que me traje­ron hasta aquí: el año pasado, conversando con el escritor canadiense David McGuire le confesé que uno de los motores propulsores que me hacían escribir es el sentimiento de extranjerismo. Soy extranjera siempre, en cualquier lugar. Nunca me siento parte de un grupo, sino una tercera persona que, de alguna forma, lo ve todo de fuera. David estuvo de acuerdo conmigo, y con razón. En la época que conversábamos él vivía en España. Dos meses después se fue a Dublín. Él es extranjero por opción. De esta charla me vino la idea de hacer un juego que llevase esta condición de extranjero al límite. Sólo por diversión: para ver qué material saldría de esta experiencia. Por la internet in­vité a cinco autores de varias partes del mundo. Cada autor prestó su ciudad de nacimiento para otro autor que no conociese esa ciudad. Con las ciudades escogidas cada autor inició un diario de ficción, actualizado por la internet, donde el personaje principal tiene la misma nacionalidad de su creador, o sea, es un extranjero en la ciudad. También le está prohibido al autor, durante el año en que escribe el diario, visitar el lugar donde la historia se desarrolla. Todos somos extranjeros en el más puro sentido de la palabra. El juego comenzó a finales de noviembre. Yo estoy en Udine, Italia, ciudad de Max Mauro, que está aquí en la Ciudad de México, que fue prestada por Gonzalo Soltero, que se fue a Sidney, ciudad de Matt Rubinstein, que se exilió virtualmente en Graz, Austria, ciudad de Claudia Chibici-Revneanu, que se fue para mi ciudad, Santos. David cambió su Hamilton, en Canadá, por el Buenos Aires de Florencia Abbate.

    Participar en esto está siendo sorprendente, divertido, apasionante.

    Yo sólo espero sinceramente que de este proyecto salgan todavía más pasiones y más obsesiones.


    [*] Brasil, 1971. Se fue de Santos porque se sentía una extraña. Se mudó a São Paulo y también ahí se sintió una forastera. Viajó alrededor del mundo y, sorpresa, se sintió una extraña. Vivió en Nueva York y sintió lo mismo. Volvió a São Paulo para darse cuenta de que la extraña era ella. Su primera novela, Después del final, narración devastadora de una protagonista que muere antes de tiempo, fue publicada en 2003. En 2004 publicó su segunda novela, Crónicos, una narración de 11 personajes vinculada y entretejida por sus propias enfermedades crónicas, fue aclamada por los críticos.

    Un escritor es un arquitecto

    ARTURO ARIAS[*]

    ¿MIS PASIONES? ¿Mis obsesiones? La palabra. El humor. La revolución desperdiciada. El andar nefasto del planeta. La cultura maya. El placer. El conocimiento. Sin lugar a dudas algo falta. Pero como esos cuestionarios cargados de implicaciones siderales, en eso se resumiría mi presentación

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1