Herencia
Por Sandra Lorenzano
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Herencia es recuerdo y poesía, deseo y lenguaje. Historias silenciadas, fotos perdidas, rostros añorados, forman un paisaje que se vuelve dolorosamente entrañable. La estirpe de mujeres transmite, sin saberlo, a la vez sabiduría y tristezas sobre infinitos mapas superpuestos. Allá. Acá. Hogares que migran tatuados en la piel. El espacio y el tiempo condensados en 5592 nucleótidos.
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Herencia - Sandra Lorenzano
ÓXIDO
I. HERENCIA
Le doy vueltas a la tarjeta. Leo el nombre y la especialidad. Me parecen amenazantes. «Operaron a Irene», decía el mensaje.
Puedo estar semanas sin comunicarme con mi familia. Nos queremos mucho, pero hemos aprendido a vivir –cada uno su vida– a diez mil kilómetros de distancia. Ya sé que podríamos hablar por teléfono más seguido, o incluso mandarnos mensajes electrónicos o chatear todos los días. Cada tanto lo intentamos, pero terminamos no cumpliendo con la propuesta o hablándonos a regañadientes. Nada más absurdo que la obligación de comunicarse. ¿No se lo vas a contar a tu mamá? Sí, sí, se lo voy a contar, contesto sintiéndome la peor hija del mundo. Cómo no le voy a contar que a la bebé le salió un diente o que terminé un cuento. Pero lo haré seguramente el domingo cuando los llame por teléfono, o en diez días cuando hable para saludar a mi hermano menor que cumple años. Cuando mi hija era chica dijo la frase clave: «Si hablo con ellos me da tristeza». Y es así. Si no nos comunicamos es como si viviéramos cerca. Al lado casi. Pero si nos llamamos se hace evidente la distancia; el tiempo que llevamos viviendo separados. «Operaron a Irene», decía el escuetísimo mensaje de mi hermano. Mi primera reacción fue mirar la tarjeta que me dio una amiga hace pocos días. Los datos de un genetista. A veces la herencia es difícil de sobrellevar. La memoria de la sangre.
Leerlo, escribirlo, no sirve para exorcizar ni para conjurar. Sirve nada más para poner algunas piedras en el camino del miedo.
Casi no tenemos datos ni conocemos historias más allá del día en que los barcos llegaron al puerto y de la zona de tercera clase bajaron ellos. Hacía mucho tiempo que se habían quitado los largos abrigos negros, los sombreros y las barbas. Generaciones. Eran judíos asimilados a dos grandes ciudades rusas: Odesa y Minsk. Salieron en 1910. Por eso la familia no fue parte de los setenta y cinco mil que vivieron encerrados en el gueto más grande de Bielorrusia. Aunque es más lógico pensar que alguien quedaría, ¿no? Algunos primos o tíos. Parientes. Amigos. Nunca lo supimos. El día que escribí que hablaban ídish, mi madre saltó ¡Hablaban ruso! ¡No venían del shtetl! Éramos hijos, nietos y bisnietos de la modernidad. No del oscurantismo. Eso quería decir la frase de mamá. Unos estaban