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Empatía con el traidor: Un manifiesto de la traducción
Empatía con el traidor: Un manifiesto de la traducción
Empatía con el traidor: Un manifiesto de la traducción
Libro electrónico242 páginas7 horas

Empatía con el traidor: Un manifiesto de la traducción

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¿Cuál es el principal objetivo de la traducción literaria? ¿Qué significa que una traducción sea "fiel" o "infiel"? ¿Por qué importa la traducción? Estos son algunos de los interrogantes que Empatía con el traidor: Un manifiesto de la traducción intenta responder, sin plantear teorías llamativas. El autor prefiere que consideremos este libro más como “una 'antiteoría' o, quizás, solo un enfoque de sentido común”. No es un tratado académico, cargado de datos áridos, sino un manifiesto. Con una prosa elegante y amena, expone la relevancia de la labor traductora. A través de nueve ensayos, llenos de anécdotas sobre santos, mártires, espías y poetas, busca “sensibilizar a los lectores, tanto a los que tienen un interés informado como a los que no tienen noción alguna, no solo de los muchos componentes y desafíos que conlleva la traducción, sino también de su importancia central”. Aboga por una lectura más empática y comprensiva de los textos traducidos y hace una ferviente defensa del papel creativo del traductor literario como coautor, como colaborador del autor original. Nos invita a pensar en la traducción como un “cover” musical y al traductor como el músico que hace una versión de un tema de otro artista. Una metáfora preciosa de nuestro trabajo. Mark Polizzoti es traductor al inglés de más de cincuenta obras de destacados escritores franceses como Flaubert, Durás y Modiano y autor de once libros. Excelente traducción de Jaime Velázquez.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 nov 2021
ISBN9789876996792
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    Empatía con el traidor - Marc Polizzotti

    1

    ¿Es posible la traducción?

    (y ¿qué es, en definitiva?)

    En su nivel más básico, la tarea del traductor se puede definir como la re-creación discreta, en una lengua, de un texto producido en otra. La palabra clave en esta frase es discreta, que expresa el supuesto ideal de que la voz del autor original emergerá intacta, aunque con diferentes palabras, a través de la pantalla transformativa que otro escritor erigió para ello. Por supuesto, hay traducciones que se hicieron famosas como tales, desde el Rubáiyát, de Edward FitzGerald, hasta el Cathay, de Ezra Pound, y hay traductores ampliamente reconocidos, como Constance Garnett, Ralph Manheim, William Weaver, Edith Grossman, Gregory Rabassa, Ann Goldstein, Linda Coverdale y Richard Howard, cuyo renombre a veces es mayor que el del autor. Pero, la mayoría de las veces, los trabajadores infatigables del campo de la traducción, aunque talentosos, permanecen ocultos a todos, salvo a los pocos con ojos de águila, silenciosos e invisibles y listos para servir, como meseros en una velada¹.

    En realidad, el trabajo de traducción no es tan discreto como se podría pensar. De hecho, a lo largo de la historia, algunas de las traducciones más celebradas y bellas tuvieron éxito precisamente porque la personalidad del traductor brilló a través de ellas y se hizo sentir. Re-crear el texto de alguien (o el propio, si se trata de un Beckett o un Nabokov) es menos un asunto de seguir el original línea por línea —reemplazando cada palabra por su equivalente más cercano, como si fueran losetas de moqueta—, que de expresar lo que hay entre esas líneas y esto requiere cierta cantidad de interpretación, por no decir idiosincrasia. Incluso las transiciones que parecen continuas, de un modismo, de un contexto cultural, de un conjunto de supuestos históricos y populares a otros, además de los pasajes descriptivos reproducidos con fluidez y los fragmentos de diálogos que suenan naturales, son el producto de muchas decisiones sopesadas, de expresiones descartadas, restablecidas y descartadas de nuevo. Hacer que algo parezca espontáneo es tarea ardua. Solo se necesita un trabajo un tanto soso o chapucero para demostrar cuánta decisión y, sí, cuánto arte, están presentes en un trabajo inspirado. Los buenos traductores, como los buenos autores a quienes traducen, emprenden sus esfuerzos con una saludable dosis de creatividad y reflexión. Así como un traductor siempre tendrá que confrontar el meollo de, por ejemplo, sugerir sustantivos de género en una lengua que no los tiene, la mayoría de las veces también tendrá que lidiar con ciertas decisiones metodológicas, filosóficas e incluso éticas, entre ellas la decisión de qué tan continua debe parecer una transición.

    Consideremos el otro supuesto en aquella frase inicial: que una traducción tiene como objetivo reproducir en una lengua lo que un autor dado dijo en otra. El primer problema radica en la definición de esos términos. ¿Es lo que dijo el autor el sentido literal? ¿Las connotaciones? ¿El efecto en el lector? ¿Las asociaciones culturales, lingüísticas o históricas? ¿La sonoridad de la lengua? ¿Todas las anteriores? ¿Sucede esta transmisión a nivel de las palabras? ¿De las oraciones? ¿De los párrafos? ¿Y cómo se transmiten esas cosas, sobre todo cuando se salta entre las que podrían ser dos ramas muy distantes del árbol lingüístico? Como sugieren estas preguntas, la traducción, en el mejor de los sentidos, lejos de ser un ejercicio de repetición, es una evaluación de prioridades en constante cambio, en la que el traductor examina los recursos disponibles y, como un actor del Método, recurre a su propia experiencia para expresar de manera creíble la voz del autor original.

    Sobra decir que no todas las traducciones requieren una profunda investigación o deslumbrantes proezas de destreza lingüística. Algunas obras se deslizan con facilidad en la otra lengua. Pero, para la mayoría de los textos, aun aquellos que parecen sencillos, una traducción lograda es el producto de mucho ensayo, error, revisión e incluso invención, pues algunas veces la lengua de llegada o receptora de hecho no ofrece un equivalente directo, ni en el vocabulario ni en la mentalidad, y la solución se debe alcanzar de manera indirecta. (Además, una paradoja frecuente es que los textos más claros pueden plantear los mayores retos. Alice Kaplan dice: Como una melodía sencilla en el piano, un estilo de prosa sencillo en el original expone al traductor. Puede ser mucho más difícil de interpretar²).

    Aún más importante, en el sentido de que influye en toda la naturaleza de la traducción en cuestión, es el asunto de si, en última instancia, debe uno ponerse del lado del texto original o fuente, o bien, de las a veces conflictivas necesidades de su recreación en la lengua de llegada. El delicado asunto de dónde jurar lealtad tiende a dividir a los traductores en dos bandos: por un lado, los que opinan que deben respetarse de manera escrupulosa el sentido y la forma, la sintaxis y las peculiaridades idiomáticas, aunque ello signifique violentar las convenciones de la lengua receptora; y, por otro lado, los que sostienen que la traducción debe producir en su público un efecto similar al del original, lo cual a veces requiere desviarse de los límites estrictos de este para preservar su espíritu o sabor.

    La controversia de lo literal versus lo liberal se remonta casi tan atrás como la traducción misma. A inicios del primer milenio, el poeta lírico Horacio ya les exigía a los traductores no buscar traducir palabra por palabra (un sentimiento del que sir John Denham hizo eco en 1648, cuando elogió una traducción por no seguir ese camino servil […] / de calcar palabra por palabra y línea por línea). Más o menos por la misma época de Horacio, el orador Cicerón ofreció la siguiente prescripción para la traducción de discursos:

    No me pareció necesario traducir palabra por palabra, pero mantuve la fuerza y el sabor del pasaje. Cinco siglos más tarde, el estadista y filósofo romano Boecio tomó una dirección opuesta al defender una traducción estricta y literal que antepusiera con firmeza la verdad incorrupta a la gracia de un estilo hermoso³.

    Las motivaciones de los que escriben, promueven o publican traducciones enturbian aún más las aguas. El académico, para quien una traducción es sobre todo una copia pedagógica, seguirá a Boecio al insistir en un equivalente, sentido por sentido, y condenar las sutilezas estilísticas (así como el propio Boecio se ocupó en particular de textos filosóficos y sus sentidos precisos). Pero otros tenían prioridades diferentes. Los romanos, por ejemplo, no dudaron en hacer una adaptación libre del discurso griego para ajustarlo a las normas del buen latín, dado que lo valoraban en gran medida como modelo para su propia oratoria y alimento para su cultura literaria (incluso cuando los mismos griegos ayudaban a promover esta difusión de su literatura en el mundo romano)⁴. En siglos recientes no era raro que un traductor, ofendido por algún pasaje, lo censurara en aras de la aceptabilidad del mercado o por aprensión personal y, actualmente, los editores suelen descartar con disimulo todo lo que consideran demasiado extranjero para que sus libros puedan ser más accesibles al público. Estos intereses antagónicos, y las adaptaciones y acuerdos que implican, avivan gran parte del agotador pero al parecer inagotable debate sobre si la traducción es posible en absoluto.

    La cuestión de si la traducción es o no posible y hasta qué grado, y de cuánto se pierde en ella y lo que eso significa, ha preocupado a los traductores y observadores de la traducción casi desde los albores del lenguaje humano, o al menos desde que los humanos se dieron cuenta de que tenían más de una lengua a su disposición. A lo largo de los años, no solo muchos académicos sino también algunos traductores en ejercicio se han empeñado en tildar la traducción de juego de tontos, a juzgar por el discurso contraproducente que mantienen cuando opinan sobre ella. La respuesta eppur si muove es por supuesto que es posible —todos los días hay traducciones, en todo tipo de contextos—. Umberto Eco señaló alguna vez que toda teoría del lenguaje sensata y rigurosa muestra que una traducción perfecta es un sueño imposible. A pesar de esto, la gente traduce⁵.

    Dicho esto, sería utópico pretender que el lector de una traducción en efecto experimente el original o que en la lectura de cualquier traducción no haya un grado de diferencia —diferencia en lugar de pérdida— entre el texto traducido y la traducción misma. El meollo del asunto radica en si concebimos una traducción como un resultado práctico o un ideal inalcanzable. Si es lo segundo, entonces los errores inherentes e inevitables del proyecto de traducción harían, de hecho, que todo esfuerzo pareciera fútil. (¿Pero no podría decirse lo mismo de cualquier escrito?) El filósofo español Ortega y Gasset señaló que, si bien la traducción es sin duda una tarea utópica, lo es solo porque todo lo que hace el Hombre es utópico. Con el deseo de desbrozar este nudo gordiano, el filósofo francés Paul Ricoeur nos recomienda alcanzar la etapa de la aceptación, a la que compara de manera explícita con el trabajo de duelo, y renunciar al ideal de la traducción perfecta de una vez por todas⁶.

    Cuando traduzco a Patrick Modiano, con su estilo de engañosa sencillez, trato de absorber su sensibilidad, interiorizar su estructura, trama, caracterización, sintaxis, ritmo —todos los elementos que Modiano puso en la creación de su texto— para ofrecer a sus lectores de lengua inglesa la misma experiencia que tuvieron sus homólogos de lengua francesa. Sobra decir que es una quimera.

    Por un lado, las lenguas, como sabemos, no son solo colecciones de definiciones y reglas gramaticales, sino que están condicionadas por una multitud de otros factores —historia, cultura, uso, tradición literaria, política, casualidades, hasta algo tan inane como el último escándalo de algún personaje famoso— y todos estos factores hacen que las palabras y frases tengan su propia resonancia, su propio subtexto, lo cual además evoluciona con el tiempo. La reciprocidad entre cultura y lenguaje, patrones de pensamiento y lenguaje, percepción y lenguaje, carácter nacional y lenguaje, fue la esencia de la teoría lingüística durante siglos, desde Herder hasta Humboldt, de Coleridge a Sapir, de Wittgenstein a Whorf. Recordar que la literatura de una nación está determinada, en su forma y esencia, por el lenguaje ambiente es tan solo reafirmar lo obvio. Ya sea consciente o inconscientemente, escribe George Steiner, cada acto de comunicación humana se basa en un tejido complejo y dividido que puede compararse, más o menos, con la imagen de una planta con raíces profundas e invisibles o con la de un iceberg en gran parte sumergido⁷.

    Por otro lado, y quizás más al punto, el texto traducido es una colaboración. No es igual al original, pero siempre será una reinterpretación, una lectura y re-creación por parte de un segundo escritor, de las oraciones del primero; en otras palabras, un proceso subjetivo inevitable—por eso, cuando hablo de los lectores de Modiano en inglés, en realidad quiero decir los nuestros: los suyos y los míos. (Además, en muchos casos, también hay un tercer escritor en la mezcla, el corrector de estilo, quien revisa el trabajo del traductor y altera aún más su representación en la lengua de llegada). Por mucho que odie admitirlo, mi versión de Modiano no es más exacta a él que la de Barbara Wright, Joanna Kilmartin, Damion Searls, o la de cualquier otro traductor que haya probado suerte con sus libros. Con diversos grados de éxito, cada uno trasladó la voz de Modiano al inglés y, al hacerlo, fue inevitable que todos infundiéramos en su voz las tonalidades de las nuestras.

    Puede decirse que este equilibrio en constante cambio, entre el hecho objetivo (el texto por traducir) y la interpretación subjetiva (la versión de un traductor determinado), explica la persistente y vehemente convicción de que la traducción es intrínsecamente imposible. Se basa en una concepción del lenguaje humano que considera el habla un mero transmisor de información o, como dice David Bellos, un deseo de creer (a pesar de toda prueba de lo contrario) que las palabras son en el fondo los nombres de las cosas⁸. Como señala Bellos, esta concepción se remonta hasta el libro del Génesis, en el que Adán nombra a toda criatura viviente —lo cual plantea la pregunta de cómo habría nombrado Adán el tono particular de azul (índigo o celeste) que se cierne sobre el horizonte de París en el crepúsculo o el sentimiento de melancolía (nostalgia, pesadumbre) que podría visitarnos a esa hora—. Tampoco explica el hecho de que hasta los sustantivos

    que parecen claros, como perro, tengan diferentes resonancias en diferentes culturas, aunque designen la misma especie. Y, por último, deja de lado el hecho de que, como traductor, mi decisión de traducir la palabra francesa chien por perro, sabueso, cachorro, can, chandoso o lomito alterará el sentido de mi frase y que una de mis tareas es decidir cuál de esas opciones es la más apropiada para el contexto dado. No todo el lenguaje es acerca de la denominación. Sus sentidos verdaderos a menudo revolotean en los espacios entre las expresiones, en el movimiento generado por disposiciones par­ticulares de las palabras, asociaciones y referencias ocultas. Esto es lo que hace la literatura, en el mejor de los casos. Y es también lo que puede hacer la traducción.

    Pero quizás, y sobre todo, la convicción de la imposibilidad de la traducción se basa en la concepción monolítica de cómo leemos una obra literaria, lo que por lógica lleva a concluir que la lectura única e inalterable de una obra no se puede reproducir con exactitud en otra lengua y cultura. La

    realidad, no obstante, es que leer, aun dentro de una misma cultura, es por naturaleza un proceso subjetivo y activo. Cada lector, como cada traductor, pierde algo al experimentar la obra de un autor —por incomprensión o falta de atención, o sesgo personal o cualquier cantidad de otros factores— y, al mismo tiempo, aporta algo que nadie más podría. Incluso sin el ruido blanco añadido que la obra fuente lleva en su estela —como la aclamación previa de la crítica, el éxito comercial o la controversia escandalosa—, nunca podemos saber cómo reaccionarán los lectores de destino a una traducción, porque no sabemos cómo reaccionaron o reaccionarán los lectores del original de una lectura a otra. Si pensamos en el texto fuente, no como un todo definido y monolítico que nunca se puede replicar, sino más bien como una zona de energía, siempre en flujo, propensa a infinitas asimilaciones e interpretaciones, entonces empezamos a entender mejor el trabajo de la traducción, que, como cualquier acto comunicativo, se muestra no solo posible, sino dinámico.

    * * *

    Aunque se acepte que la traducción es técnicamente posible, aún queda la cuestión de su lugar en la jerarquía literaria. La sombra del texto original opaca cualquier brillo en la traducción, elevándose como un bloque de resistencia sin vida⁹. La línea divisoria entre el original y la traducción ha sido una de las constantes asumidas por la teoría y el comentario de la traducción, vigilada con el mismo celo que la frontera entre dos naciones hostiles y pocas veces desafiada. Sin embargo, esta frontera al parecer inviolable no es una verdad eterna: durante siglos, desde los romanos, que se apropiaron de la literatura griega, hasta Chaucer y Shakespeare, que usaron y adaptaron sin reparo escritos extranjeros como propios, era común que las supuestas obras originales incorporaran amplias porciones de textos de otras lenguas o, incluso, que se las tragaran enteras¹⁰. No obstante, las actitudes comenzaron a cambiar a principios del siglo xvii. No solo se endureció la distinción entre el original y la traducción, sino que se estableció la sagrada autoridad del original.

    Una razón de esta actitud es tecnológica: el auge de la imprenta y el libro impreso puso de manifiesto la identidad del creador del libro, lo cual priorizó la noción de autoría y, con ella, la reivindicación de los derechos de autor. La otra es filosófica; radica tanto en la tradición bíblica como en la noción platónica de que la poesía es una inspiración divina y, por tanto, está por encima de cualquier intento de réplica. Otra más tiene que ver con los usos de la traducción como herramienta pedagógica. Susan Bassnett sugiere que la educación clásica en particular fomentaba la primacía del original al definir como fiel la traducción exacta de la sintaxis, gramática y el vocabulario del original, sobre todo como una manera de demostrar el conocimiento que el estudiante tenía del griego y el latín. Y la brecha se amplía aún más por la economía de la traducción, que, en los países de habla inglesa en especial, dio lugar a un historial de trabajadores a destajo notoriamente mal pagados, a menudo simples escritorzuelos, que (a juzgar por la evidencia) consideraban que su contrato se cumplía y se ganaban la mísera paga, si más o menos transmitían la trama básica del autor, sin preocuparse demasiado por los matices.

    Me parece que la verdadera razón por la cual tenemos tan pocas versiones que sean tolerables, se lamentaba John Dryden en el siglo

    xvii

    , es que "hay muy pocos que tienen todos los

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