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Historia de un vestido negro
Historia de un vestido negro
Historia de un vestido negro
Libro electrónico238 páginas4 horas

Historia de un vestido negro

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Historia de un vestido negro es una compilación de 64 relatos inéditos, de extensión variada, en los que el bagaje erudito de su autor se insinúa con candidez e ironía, y en donde una escritura cargada de símbolos se aligera gracias a la maestría con que Samperio logra introducir lo profundo en lo banal, y hacer mezcla homogénea de lo vanguardista y lo tradicional. Esta última entrega del largamente reconocido Guillermo Samperio es sin duda ejemplo de lo mejor que se produce en la narrativa hispanoamericana de nuestros días.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 oct 2013
ISBN9786071616395
Historia de un vestido negro

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    Historia de un vestido negro - Guillermo Samperio

    Samperio

    I

    De una acera a la de enfrente

    Me compré un vestido azul para la ocasión. Hoy lo traigo puesto, mientras te escribo este mensaje. La cita no había sido confirmada, pero tenía ganas de verme en tus ojos de nuevo, de oír tu voz sosegada, las pausas que haces.

    Acababa de leer un cuento de Italo Calvino en el que el amante recorre al infinito una autopista en uno y otro sentido, imaginando a la mujer que corre en sentido inverso. El encuentro, por supuesto, es imposible.

    Y así me la pasaba: atravesando la calle entre las dos Gandhis de una acera a la de enfrente, cuando me di cuenta de que las dos tenían cafetería y de que te había citado en la cafetería de la Gandhi, sin suponer las dos. Yo prefería que llegaras a la librería viejita, donde nos vimos la última vez. Confundí tu melena con las de varios clientes. Después de todo, qué voy a saber con cuántas canas cuenta o si era más o menos larga. Pero ninguna coronaba tus rasgos. Luego, olvidé la melena y pensé que estabas enfermo, o si habrías engordado o enflaquecido; o que tu desmemoria se había profundizado. Que te había enviado el mensaje a un viejo e-mail. Pero aún así no podría confundirte. Insistía en pensar en que no me habías confirmado y que, en lugar de mandarte un simple mail, debí haberte hablado por teléfono para la cita y no se me ocurría llamarte a tu casa para decirte que ya estaba en la Gandhi.

    Me reía de mí misma atravesando una y otra vez la calle. Y decidí mejor buscarte en el anaquel de literatura mexicana. Ahí estabas, claro, en la S; junto a tus libros, un autor que no conozco. Ya olvidé su nombre de pila: quizás Humberto. Pero recuerdo con claridad su apellido: Saraya. Decía, en realidad, Sara, ya, me dije y entendí el mensaje oculto o, con franqueza, tosco. Me reí de mí otra vez y me senté en la banqueta a esperarte una eternidad. Ya conoces mi obstinación y esta vez no me abandonaría. Pensé también que no habrías leído mi mensaje, pero no supuse que podría haberse extraviado en la madeja infinita del Internet, o que tu cuenta estaba sobrecargada de mensajes y que, en esos casos, rebotan al ilimitado territorio de la web infinita. Y yo allí en la banqueta; podrías llegar, tal vez, más tarde a tomarte tu café de siempre. Me puse a leer un libro de antropología.

    Empezó una llovizna y no me moví; la llovizna se convirtió en lluvia y, ésta, en granizada. Yo seguía leyendo, aunque veía cómo mi libro se deshacía en mis manos. Se quitó la granizada y regresó la lluvia; se quitó la lluvia y regresó la llovizna; se quitó la llovizna y vino un aire fresco. Mi vestido azul seguía azul, pero mi libro de antropología se había convertido en libro de cañería. Llegó la noche y aún supuse que, tal vez, llegarías por tu taza de café capuchino cargado sin azúcar como recuerdo que lo tomabas, o que tendrías algún compromiso ya no conmigo, porque nuestra hora se había extraviado en alguna de las coladeras cercanas como mi mensaje.

    Cerraron ambas Gandhis, la vieja y la nueva, la de una acera y la de la otra, una frente a la otra. Se fueron yendo los automóviles y la avenida Miguel Ángel de Quevedo se quedó vacía. Me di cuenta de que los cuidadores de carros no habían puesto atención en mí, a pesar de que los autos se estacionaban cerca de mis pies y luego se iban y se acomodaban otros. Cuando hicieron cuentas de las propinas y se las repartieron, casi a un lado mío, se despidieron y ninguno me echó un ojo.

    Me di cuenta de que cerca de mí se encontraban dos árboles. Luego pensé que, como vivías por el rumbo, quizás pasarías por aquí y me descubrirías de inmediato. Llegó la media noche y la madrugada y noté que mi vestido azul, debido a luz de los arbotantes, se veía medio verde. No supe en qué momento me quedé dormida, allí sentada, al lado de la Gandhi viejita.

    Al amanecer, se me hizo extraño que no hubiera sentido frío, aún cuando me había granizado, llovido y lloviznado y que un viento casi helado recorría Miguel Ángel de Quevedo de oriente a poniente y luego de poniente a oriente como el hombre en el cuento de Italo Calvino. Más tarde, como a las diez de la mañana, sin hambre, sin ganas de moverme ni bañarme ni cambiarme de ropa, descubrí que mi vestido azul se había convertido en verde; y no sólo eso, sino que además estaba de pie, tenía yo un tronco a mis pies, hojas y ramas de jacaranda a mi alrededor.

    Llegaron los cuidadores de carros; uno de ellos se metió a la librería. Al rato salió con un bote, le echó un poco de agua a cada árbol de los que estaban junto a mí y, al final, a mí también me tocó un buen chorro de agua. Me sentí contenta, como con energías, regenerada. El muchacho del bote dijo: Se está poniendo chula la jacaranda, ¿no? Los demás asintieron. A cada momento que pasaba el tiempo, se me iba borrando la memoria; mi último pensamiento fue que tal vez a tu computadora se le había descompuesto la memoria y que por ello no habías recibido mi mensaje. Lo último que me dije fue que debí haberte llamado por teléfono para concertar la cita. Que no se hacen citas por Internet y menos a ciegas, y menos no confirmadas, y menos de un estado a otro, y menos cuando es tan importante para una y menos y menos y menos y meno y men y me y m y

    De Holanda a Las Galias

    A Silvia Molina

    Sobre el lomo negligente del recuerdo una sombra se delinea. No estoy seguro de si deseo que tal nebulosidad de la memoria deba ser más nítida o regrese a dormir el sueño del olvido. Entiendo que la aparición de la sombra es una señal que no he podido eludir. Si fuera la rememoración de los zapatos de Van Gogh que perdí en la fugacidad del ferrocarril, o la cama del cansancio al fondo del cuarto que perdió sus tonalidades, donde en plena oscuridad te despertaste emitiendo una lengua extraña, quizá de antepasados muy antiguos, o el sombrero corriente, comprado en Ámsterdam, el que te pusiste cuando amanecía y tus labios no pronunciaban palabras reconocibles antes de abandonar esta arquitectura antigua donde nos guarecimos tantos años; digo, si fuera cualquiera de estos sucesos que ahora, en la penumbra cenicienta, regresan a mí, tal vez entendería el sonido distante de cascabeles e instrumentos musicales que entonan, como a propósito mal tañidos, tonadas viejas que surgen del fondo de la sombra y parecería que la misma sombra ejecuta algún instrumento desaparecido como la armonía de copas.

    Un cansancio que no puedo eludir viene también hacia mí como arenosa nube densa que no me permite resguardo ni defensa si fueran necesarios. Podría dejarse venir hacia mí el trote poderoso de un rinoceronte lóbrego o la caída extremosa del que fuera nuestro antiguo ropero y dejarme hecho un reguero de pólvora y, condescendiente, de arcilla.

    Este inevitable estado de indefensión es el espejo de la señal del lomo de la sombra. Quisiera encontrarme alerta, al abrigo de la claridad, distante de esta casa donde ya no están tu sombrero colorido ni tus brazos viejos como los míos. Poco a poco la sombra se va convirtiendo en enlace funesto y surge una puerta entreabierta; varias líneas figuran una pirámide etérea; tu voz emerge de uno de sus vértices, o de la cúspide, y tu lenguaje es el mismo con el que partiste; se enciende el entendimiento en mi epidermis como si de un antiguo cajón salieran vapores de otra vida u otra muerte. Allí estás, pero tampoco te encuentras. Eres un cuadro sobre el que se pinta, con aplicaciones gruesas, a alguien semejante a ti, pero vestida con ropajes de las antiguas Galias.

    Entiendo al fin que me encuentro en la etapa final de otra cultura y otro siglo; el cansancio me va sometiendo. Sé que estoy pronto a morir o a transmutarme hacia el territorio donde te desvaneciste, pero no importa una o la otra cosa. Podríamos seguir juntos en ese país de lo etéreo con una devoción de misterios y otras costumbres que iré aprendiendo como cambié de numerosos oficios en este lado de la Tierra, mi amor.

    El cohete espacial

    A Porfirio Romo

    El hombre estaba detenido en el centro del puente de Insurgentes; en su cabeza había construido una brújula imposible, útil nada más para el hombre, aunque creyera compartirla con el mundo; no sabía si mirar hacia el oriente o hacia el poniente.

    Se decidió por lo primero y el aire removía las solapas de su saco como si llevara un nido de gorriones inquietos; miró la torre de relaciones exteriores pero, en su lugar, vio un cohete espacial; cuando la nave despegaba y hacía temblar la Ciudad de México, el hombre pensó que sus psiquiatras eran unos hijos de puta.

    Los automóviles, los camiones de redilas y los microbuses pasaban a sus espaldas y a veces le hacían perder la vertical; bueno, también pasaban tráileres y motocicletas y microautos de la nueva moda.

    De pronto, sintió que los temblores del cohete espacial se detenían y de todos modos insultó a los médicos y recordó su cuarto en el hospital psiquiátrico y su memoria le trajo a la mujer sin cabellos; bajo la bata blanca ella era linda, maniquí hermoso, pálido.

    Su brújula imposible se deshizo y vinieron a su mente las piernas de ella; decidió regresar hacia el sur, atravesaría media ciudad y llegaría al nosocomio como cualquier visitante o familiar.

    Con el esmoquin que traía puesto y su sombrero hongo nadie lo reconocería y lo tomarían por el dueño del hospital; cuando terminaba de bajar el puente y casi lo atropella un auto, unos policías vestidos de bata blanca le pusieron una camisa de fuerza.

    Aunque repitió que lo estaban confundiendo, lo subieron a una ambulancia; de cualquier manera, se dijo, raptaré a la maniquí y despediré a estos imbéciles y dejaré salir a todos mis amigos, qué caray.

    El Guitarra

    A Nabor

    En el poblado de Ometepec había un músico que se autonombraba El Guitarra, debido a que días antes de empezar su primera gira, fue a la iglesia de santa Matilde y, de pronto, ante la efigie de la santa escuchó en su oído derecho ciertas palabras femeninas sensuales: Te llamarás El Guitarra, pues tu corazón es una guitarra y también tu alma tiene forma de guitarra; todo concuerda. Ve con Dios, hijo, por estos rumbos del terruño, acompañado de mi bendición. Cuando volteó hacia su derecha no había nadie; la persona más distante, como a cuatro lugares de donde él estaba hincado, era un hombre. Al pensar que se trataba de un milagro, le entró una vergüenza inaudita por haber pensado que una muchachona, tal vez conocida o parienta de él, le había hecho la broma con esa voz sensual.

    Antes de salir de la iglesia, rezó tres padres nuestros y tres aves marías para componerle un poco a su error garrafal; incluso, al salir, como vio que el confesor estaba desocupado, se detuvo un momento con él para comentarle lo que le había sucedido. El sacerdote le dijo que había hecho bien en rezar, pero que no se preocupara pues cuando él, el padre, hablaba con la virgen, ése era su tono de voz pues, antes de arrepentirse de sus pecados, que no fueron pocos, y dedicarse a hacer milagros en Ometepec y otros lugares cercanos, ella se dedicaba a la vida ligera en el sentido que cantaba en un cabaret prohibido y que esa voz siempre había sido la suya desde adolescente y que, ya santa, pues era imposible que Dios le cambiara esa expresión bucal; son pequeñeces, hijo, ve con Dios y que tengas suerte en la música; ya lo dijo nuestra patrona y ella es de las más atinadas por estos rumbos del sur.

    Así que El Guitarra salió contentísimo y pensó que hasta había una gran coincidencia con santa Matilde pues, entre otros nombres que él había anotado para su nombre artístico había escrito el de El Guitarra, pues todo mundo se ponía unos nombres extravagantes y muy copetudos. Él había escuchado decir a la gente, incluso entre músicos, cuando un intérprete era bueno con el violín, decían El Violín o El Chelo y no lo llamaban por su nombre, así que él también anotó El Guitarra y, bueno, seguiría el consejo de la patrona. Ya se avecinaba su primer fin de semana en un par de días. Empezaría el viernes y acabaría el sábado hasta la hora que se pudiera y saliera chamba.

    Y así fue, el primer fin de semana anduvo de arriba abajo en Ometepec, recorriendo jardines, plazas, bares, cantinas y, para su buena suerte, contratado varias veces para llevar serenata. Terminó por ahí de las dos y media de la mañana de sábado para domingo, con la última serenata a una muchacha en verdad muy guapa, tanto que al mismo Guitarra le había gustado mucho y, como dándole por su lado al novio, le regaló a la mujer un par de rancheras románticas. El único problema, o problemón, según él, es que le empezaron a llamar El guitarrista, a pesar de que él insistía en aclararles que su nombre artístico era El Guitarra con guita al principio y arra al final. ¿Cómo era eso de que desacataran lo dicho por santa Matilde, quien también había sido cantante?

    Incluso, en la última cantina donde estuvo, se sentó a platicar sus cuitas con su amigo Ernesto y le mostró su guitarra para que viera por qué se llamaba El Guitarra: Mira estas micas amarillas y corales bien acopladas, estas flores anaranjadas subidas, con hojas verde limón arriba y abajo, el entorno colorado con varias estrellitas y además estas cintas azul fuerte y azul claro colgadas al final del brazo, míralas, Ernesto, son una chulada. Ahora mírame a mí, lo contrario a la guitarra para que resaltara ella y dijeran ‘ya llegó El Guitarra’: mi chamarrita de mezclilla, un pantalón de caqui y estos botines negros, además de este simple sombrero de paja; ya no se podía menos, ¿no crees, Ernesto? Ya medio borracho, Ernesto le comentó: A lo mejor la virgencita se equivocó o fueron puras alucinaciones tuyas, mi buen Guitarra, pues…

    En cuanto El Guitarra escuchó estas palabras de su gran amigo desde la infancia, salió de la cantina más encabronado que nunca, pues necesitaba aunque fuera un apoyito para no sentirse tan de la chingada. Ya en camino a su casa, se prometió que le llamarían El Guitarra costara lo que costase y que se iba a dar otras giras de fin de semana, gritando su nombre aunque les dolieran las orejas. Y así lo hizo, pero cuando se dio cuenta de que no lo llamarían por el nombre que le había puesto santa Matilde y que muchos se habían cansado de escuchar su alegato cuando entraba a los sitios de la beberecua y seguían diciéndole El guitarrista, se quedó todo confundido y casi le estaba dando la razón a su amigo Ernesto.

    Así que se cambió de nombre y se autodenominó El gallo de Ometepec, pero antes, pensó, necesito cambiarme de vestimenta y llegar reluciendo de lo lindo.

    La mejor atracción

    Don Maximino es dueño de un circo; su mayor atracción no es la mujer que va saltando en giros sobre un caballo, ni una jirafa que hace nudo su cuello ni los trapecistas que hacen el triple salto mortal, vaya, ni la mujer que vuela en un avioncito sin cables ni red de protección. No, la mayor seducción es un sapo casi del tamaño de un elefante o quizá un poco más. Antes, cuando no tenía al sapo, su consentido era el elefante, pero al comprarle el sapo a la mafia coreana o china, pues en esos países degustan sapos, Germán, el elefante, pasó al peor lugar. Y así como en las cañerías de nuestra ciudad andan ratas del tamaño de un perro, en aquellos países orientales andan sapos gigantes; de ahí que usen coladeras tamaño big. Ahora, mientras van haciendo el cambio hacia otro pueblo y lo mismo ha pasado ya en muchos cambios, el sapote va muy contento en su carreta y el elefante, triste y sudoroso, es el que jala la carreta.

    Por cierto, este sapo no es verde, sino café; y la espalda, que le llega hasta el culo, está plagada

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