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Traer a cuento: Narrativa (1959-2003)
Traer a cuento: Narrativa (1959-2003)
Traer a cuento: Narrativa (1959-2003)
Libro electrónico443 páginas9 horas

Traer a cuento: Narrativa (1959-2003)

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En esta casi completa recopilación de la obra en prosa de José de la Colina se incluyen siete libros: Ven, caballo gris, La lucha con la pantera, El espíritu santo, Tren de historias, El álbum de Lilith, Entonces y Muertes ejemplares. Todos ellos han consolidado a su autor como uno de los más apreciados y singulares de nuestros narradores. En la introducción Adolfo Castañón se refiere a la obra del autor como una fiesta de la prosa en el mundo", y hace un recorrido y un análisis de la producción de este gran escritor mexicano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 mar 2014
ISBN9786071618511
Traer a cuento: Narrativa (1959-2003)

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    Traer a cuento - José de la Colina

    Tras la Guerra Civil española, José de la Colina (Santander, España, 1934) pasó con su familia por Francia, Bélgica, Santo Domingo y Cuba; vive en México desde 1940 y se incorporó a las letras mexicanas en 1955. Narrador (Ven, caballo gris, La tumba india, Tren de historias, El álbum de Lilith); ensayista (Miradas al cine, Libertades imaginarias); integrante de los consejos de redacción de Revista Mexicana de Literatura, Plural y Vuelta, entre otras publicaciones; subdirector de Sábado, de Unomásuno, y director de El Semanario Cultural, de Novedades, ha recibido el Premio Nacional de Periodismo Cultural y el Premio Mazatlán de Literatura, y es miembro del Sistema de Creadores de Arte.

    LETRAS MEXICANAS

    Traer a cuento

    JOSÉ DE LA COLINA

    Traer a cuento

    NARRATIVA (1959-2003)

    Primera edición, 2004

    Primera edición electrónica, 2014

    Foto del autor: Pepe de la Colina en el mar,

    Pablo Ortiz Monasterio, Coyoacán, 2004

    Diseño de portada: R/4 Pablo Rulfo

    Viñeta: Pablo Rulfo

    D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-1851-1 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    SUMARIO

    José de la Colina: Fiesta de la prosa en el mundo

    por Adolfo Castañon

    Ven, caballo gris

    La lucha con la pantera

    El Espíritu Santo

    Tren de historias

    El álbum de Lilith

    Entonces

    Muertes ejemplares

    Índice

    Para María, con amor,

    y otra vez y siempre como la primera vez

    José de la Colina:

    Fiesta de la prosa en el mundo

    ADOLFO CASTAÑÓN

    A José de la Colina

    Noche inicial, de calostros y meconios.

    Noche naonata, de premio Nobel.

    Apoyada en el fanal, el capitán Nemo pulía su bota

    mantecosa puesta en el brazo izquierdo.

    —Sí, señor Aronnax, el palco del hombre en el Cosmos

    es sui generis, como el olor de mi sala de máquinas.

    Llegará usted a preguntarse: la minuta afrodisiaca ¿a qué apunta?,

    la vajilla zoomorfa ¿a qué alude? […]

    GERARDO DENIZ, Progimnasma,

    en 20 000 lugares bajo las madres (1973-1974)

    I. EL CUENTISTA

    ¿Quién dice: Quieres que te lo cuente otra vez? ¿Quién trae a cuento el cuento? ¿Quién es Sherezada? ¿Quién dice: Había una vez al precio de su vida? ¿Quién se empeña en salvar la vida contándola? ¿Quién es el cuentero, quién el griot,¹ quién el bardo seguidor de la diosa rítmica que una y otra vez asedia el mito y monta y desmonta como un niño el juguete de la prosa? La identidad del cuentista es inasible y efímera, evanescente de tan circunstancial. El cuentista, como el poeta definido por John Keats, no tiene identidad propia, vive sin cesar en otro cuerpo, él es todo o nada. A pesar de estas definiciones que se evaporan y remiten al origen de la humanidad que se inventa a sí misma al contarse, subsiste, irreductible, la identidad singular del narrador: sólo Julio Cortázar pudo haber compuesto La casa tomada; sólo Franz Kafka pudo haber escrito La construcción; sólo Juan José Arreola pudo haber imaginado El guardaagujas; sólo Juan Rulfo, Diles que no me maten; sólo Gabriel García Márquez pudo haber contado Los funerales de la Mamá Grande; sólo Fernando Quiñónez, haber relatado Viento sur; sólo Guy de Maupassant pudo haber escrito Bola de sebo; sólo Manuel Gutiérrez Nájera, Historia de un peso falso, y sólo José de la Colina pudo haber escrito el relato "La última música del Titanic", entre tantos otros cuentos y relatos memorables, si no inmemoriales de su autoría. Pues que los cuentos verdaderos o de verdad: los cuentos reales aparecen con tanta mayor fuerza cuanto más originarios son, cuanto más y mejor se apegan al cuento que se trae entre los labios el cuentero, el leyendero, el presuroso y demorado cronista y anacronista de lo imperceptible, cuanto más y mejor se apegan al antiguo relato del principio, al cuento de siempre y mientras jamás. Por algo será que en el niño que pasa de inarticulado párvulo a inminente e incipiente infante, lo primero que se desarrolla no es la vista —sentido complejo y de adquisición tardía— sino el oído por el cual se escurre e inscribe al caer la noche, de labios de la madre, la antigua materia legendaria, el cuento que sabe preñar la mente y alzar en ella palacios en el aire, castillos en España, ciudades invisibles y jardines de sueño.

    Como los poemas, los cuentos tienen —pero acaso la distinción es irrelevante— el poder de suspender el tiempo, y de detener el reloj atareado de una razón casi siempre escéptica cuando no cínica. Mas esa suspensión se cumple y soslaya subrepticiamente —sobre todo en el caso del cuento realista— pues que la ficción se va armando con los palos y los clavos de lo real histórico que se ve obligado a simular y envolver para que se alce ante la luz, ante el oído ojo de la mente esa trama tan exacta como la del firmamento, tan puntual como la guillotina que ha cortado el papel en que va impresa esta hoja encuadernada en que yo, lector, escribo lo que leo a medida que se va escribiendo la escritura que se hace surco y nos congrega —a ti, anónimo prologuista; a mí, anónimo lector, y a él, al cuentista de siempre, al cuento hecho persona que hoy y algunas páginas adelante se transfigura y firma José de la Colina—.

    Alejandro Rossi lo ha llamado escritor en estado puro y lo define así:

    De lo anterior casi se deduce que el ‘escritor en estado puro’ no desdeña, como carne literaria, prácticamente nada. Está condenado a fijarse en todo: en las lágrimas de la viuda, pero también en sus piernas enloquecedoras, en la exagerada manzana de Adán de aquel imbécil y en la envidiable pluma fuente de un amigo. En el cenicero verde, en la falsa cara de mosquita muerta de aquella españolita inolvidable, en los letreros de las paredes, en los parsimoniosos y precisos movimientos del empleado que envuelve medio kilo de lomito canadiense, en la mágica luz que invade las ciudades en el instante final del atardecer. ¿A quién recuerda esta perpetua voracidad? Sí, en efecto, a Ramón Gómez de la Serna, escritor en estado puro si los ha habido, literatura en permanente cocción, cocinero que lo mismo mete en la olla un elefante que un paraguas. Sin duda una de las figuras más amadas por José de la Colina y —si me es concedida la intromisión— también para mí.²

    La prosa salta donde menos se le espera. Cuenta G. K. Chesterton que en cierta ocasión subió una colina caliza con el propósito de pintar y dibujar el paisaje. Llevaba papel de estraza y seis tizas —que en México decimos gises— de diferentes colores. Estaba a punto de hacerlo cuando se dio cuenta de que para gran disgusto suyo había sido víctima de un descuido deplorable: se le había olvidado la tiza —el gis diría el mexicano— quizá más importante de todas: la de color blanco. Estaba deprimido y desesperado. Miraba a su alrededor en busca de alguna solución. De pronto se echó a reír a grandes carcajadas y con tal estrépito que las vacas se le quedaron mirando y terminaron rodeándolo. Chesterton se reía porque había descubierto que estaba en la misma situación que un hombre en el Sahara lamentando no tener arena para su reloj de arena o que un noble caballero en medio del océano deplorando no haber traído para sus experimentos químicos un poco de agua salada. Chesterton había descubierto que había estado sentado y "se encontraba de pie sobre un inmenso depósito de tiza blanca, que la colina, el paisaje todo estaba compuesto por depósitos de tiza blanca, que esa parte meridional de Inglaterra misma³ era un un inmenso trozo de gis.

    Esta anécdota acaso sirva para situar la conversación en torno a lo que significa la idea de una prosa pura, sus variedades y usos, pero sobre todo puede ayudar a pulsar un oficio de la prosa como el de José de la Colina, que de pronto puede hacer cuentos largos o cuentos breves, cuentos rápidos o morosos, cuentos high-brow (cultos) con materias y estilos low-brow (vernáculos), igual que practicar infinitas combinaciones entre una y otra (low-high brow short stories, o bien high low-brow short stories), para hacer desde aquí un guiño a Salvador Elizondo, ese otro maestro del cuento mexicano moderno, quien, por cierto, inicia así su ensayo En defensa de lo desprestigiado en torno a la teoría del cuento: "En el dominio del short story es fuerza admitir la distinción tradicional en high brow y low brow".

    Como en los buenos cuentos, regidos por una trama a la vez leve e inexorable, De la Colina se ha dado el lujo de coronar su cauda con un centenar de cuentos de diversa extensión, enfoque, fraseo y asunto que lo confirma y entroniza de inmediato y en forma espontánea como uno de los autores dominantes del cuento contemporáneo, así en México como en el más amplio continente de la lengua española. Años, décadas de trabajos forzosos en las galeras del periodismo (léase: de la improvisación en movimiento).

    Corre la voz que De la Colina ha firmado la prosa diaria mejor escrita de la prensa mexicana de estos últimos 40 años, toda una longevidad redactada y leída y releída y vuelta a escribir, transitando con brío ingenioso e imaginativa audacia del cuento y la ficción breve —géneros en que De la Colina sobresale como maestro desde sus más tempranas producciones— al ensayo literario y la traducción, el comentario sabroso y punzante sobre la actualidad literaria, la prosa sin prisa del polemista, la pausa sin pose del contemplador solitario, la mirada escrita del espectador de cine que sabe que la poesía salta y mira por donde nunca se le espera.

    José de la Colina nació en Santander en 1934, en una familia de marineros, albañiles y tipógrafos. Su padre era cajista de imprenta y militante anarcosindical en la CNT. De ese señor hereda la pasión por las letras, la curiosidad íntegra y cierta vena libertaria, ácrata o anarca que, por cierto, no es mal ascendente para un artista crítico que terminará usando como uno de sus seudónimos el de Silvestre Lanza en homenaje a la extravagante máquina literaria de Silverio Lanza, a su vez un seudónimo del prosista Juan Bautista Amorós (1865-1912), saludado con entusiasmo por la inteligencia española del entresiglo XIX-XX. Quizá esa vena anarca lo ha llevado a traducir al castellano el breve y corrosivo opúsculo Discurso sobre la servidumbre voluntaria, también llamado Contra el uno, de Étienne de la Boètie, el amigo entrañable de Michel de Montaigne. [Cabe decir para el curioso que la mejor versión española de este explosivo tratadillo ha sido realizada por nuestro autor (Aldus, 2001). Las otras traducciones disponibles de Étienne de la Boètie son la de José María Hernández-Rubio, Madrid, Editorial Tecnos, 2001, y la del mexicano Rodrigo Santos Rivera, México, Sextopiso Editorial, 2003.] Así se refiere De la Colina a sus años de formación en una entrevista reciente con Fernando García Ramírez:

    Mi padre, anarcosindicalista y autodidacta, era del tipo del obrero europeo que tenía a gala poseer una pequeña cultura adquirida en su trabajo, por sí mismo. Por el hecho de trabajar en una imprenta, era buen lector, apreciaba la literatura, pero no quería que un hijo se le dedicase a la carrera literaria, en la que, decía, se moriría de hambre. Primero una profesión que te dé para vivir, y, luego, si quieres, escribe. Él deseaba que mi hermano Raúl y yo fuéramos arquitectos. Y Raúl sí le resultó arquitecto, pero cuando yo dejé la primaria, cursada en el Colegio Madrid, sólo soporté un año de prevocacional en el Politécnico. Y empecé a desertar de las aulas, a vagabundear por la ciudad de México (que no era entonces la impaseable Esmógico City). Leía paseando, me metía a los cines, y eventualmente, más tarde, hacia finales de los años cuarenta, empecé a actuar y escribir en programas de radio para niños y adolescentes, por ejemplo ‘La Legión de los Madrugadores’ de la XEQ, y me pagaban algo. No tengo secundaria ni preparatoria ni, mucho menos, Facultad de Letras. Soy, para bien o para mal, autodidacta. Mi universidad fue la lectura.

    De su madre sólo conocemos la tácita paciencia que una y otra vez refiere el mismo encantado cuento al niño que se duerme para despertar en el día de la página. Se sabe también que, luego del destierro, fue recluido con su familia en un campo de concentración en Francia, en Argelès-sur-Mer;⁶ la familia pasó algún tiempo en la insular República Dominicana, cosa que no dejaría de tener cierto ascendiente en los años de formación del prosista, según consta por algunos de sus cuentos. Desde 1955, en que José de la Colina entra en fuego con Cuentos para vencer a la muerte, en la colección Los Presentes animada por Juan José Arreola (por cierto, no se recoge aquí ninguna muestra de aquella distante publicación del muy joven, increíblemente joven, deslumbrantemente joven, al decir de Juan García Ponce), hasta la corriente actualidad, De la Colina no ha dejado de ensayar y de experimentar, probar, improvisar y renovar las variedades genéricas y formales, técnicas y prosódicas del cuento, el relato, la fábula y toda la suerte de hormas y cuerdas que admite el género. En ese sentido, cabe expresar que en los cuentos de De la Colina se puede repasar como en un museo o una enciclopedia el haz de la tradición muy antigua, hispánica, moderna y mexicana de la innovación cuentística en su fricción innovadora con el catálogo virtual del cuento, así culto como popular, folklórico o bizantino, gótico o mediterráneo high brow o low brow. Y si en los primeros libros de cuentos como Ven, caballo gris o La lucha con la pantera se podía deletrear el arranque de una vocación tentada por experimentar la narración pura de la acción pura, la obsesiva manía de contar sólo lo esencial, enriqueciendo situaciones muy humanas con símbolos, introspecciones y montajes de cine —para decirlo en la prosa panorámica de Enrique Anderson Imbert—, en los más recientes ese ánimo inventivo, sin perderse del todo, se va decantando en tramas y alientos contados donde el suspenso de lo que sucederá se ve imperceptiblemente templado por el sentido del humor, la levedad y la gracia y, por supuesto, por una experiencia literaria brillantemente decantada.

    Amén o a más de la inteligencia literaria que exhibe a cada instante, el cuentista que sabe, por así decir, reconocer la historia latente en cada cuerda de lo cotidiano, inmediato o remoto —y no extraña que De la Colina sea además consumado cronista y anacronista, agente historiador del presente (istor) y arqueólogo de la nostalgia y de los mundos virtuales—, el impulso narrativo de este lúdico hijo de Gómez de la Serna y de Valle-Inclán, contrapariente de Blaise Cendrars (véase al final de este mismo apartado), de Rudyard Kipling y Jorge Luis Borges, último hijo del viento narrativo llamado Robert Louis Stevenson, y hermano de tinta de Corpus Barga, Pedro Garfias (protagonista inolvidable del cuento El toro en la cristalería), Max Aub (el de Ciertos cuentos y Cuentos ciertos), José Bianco, García Márquez, Álvaro Mutis y Julio Cortázar, sabe sostener en vilo y con la pura fuerza de su aliento la atención inteligente, pero siempre dispuesta a huir y distraerse, de nosotros —tan semejantes, tan hermanos— los lectores. Tóquense los ejemplos de los cuentos El tercero y Ven, caballo gris en el libro que así se titula donde se puede ver el pulso con el cual el escritor pasa los bultos de la historia y la épica por la aguja estricta de la prosa.

    No le falta nunca el oído. De la Colina es un músico natural y no ha de asombrar la asidua presencia del timbre, la melodía y el ritmo que va atravesando sus cuentos —ora como materia o sujeto, ora como inspiración, impulso o eco (según dejan oír cuentos como Los Malabé o El Fantasma del Correo, por sólo traer a colación un par). Esa alianza con el aire musical presta a los cuentos de José de la Colina una humedad inconfundible, onírica, que dota a cada una de sus piezas de vehemencia intransitiva, el timbre de un leit-motiv específico y distintivo. Por supuesto, otra de las artes que acompañan e informan el quehacer cuentista de José de la Colina es el cine, arte de la acción e imagen en movimiento, donde lo teatral y lo pictórico se funden, líquidos, con la letra y la música en un solo imán elocuente. De hecho, para este liberal ateo para quien existe lo sagrado —como él mismo se define— el oficio de escritor de cuentos va en función de un oficio lector que a su vez deriva en un arte del espectador y del mirón, del voyeur que atisba fascinado el nacimiento del mito en el más humilde recodo del camino, en la anécdota o gesto más trivial. Como en un guión, cada cuento se va tramando desde una experiencia específica que, al ser contada, adquiere la velocidad de la voz que lo sigue.

    Cabe en este punto evocar una coincidencia que tal vez contribuya a iluminar indirectamente la realidad sustantiva de que se alimentan sus cuentos. Escribe el narrador del cuento "La última música del Titanic":

    Así que mientras los demás pasajeros corrían, se amontonaban, tropezaban, se abrazaban, se ponían los chalecos salvavidas en aquella cubierta, e intentaban meterse a los insuficientes botes de salvamento, allí estaban aquellos siete músicos de los que, lo siento, sólo puedo dar el nombre de su director, Wallace Hartley, porque el único documento gráfico que de ellos he visto es un conjunto de ovales fotos que un libro reproduce en tamaño tan mezquino que, si bien los rostros pueden distinguirse, dos con bigotes, dos con sombrero (de copa uno de ellos), ninguno viejo e incluso uno con aspecto de muchacho, en cambio quedan minúsculos e ilegibles sus nombres y la especificación de los instrumentos que tocaban, y únicamente en una de las imágenes la mano del retratado descansa sobre el mástil y las cuerdas de un violonchelo, por lo cual queda suponer, hasta nuevos datos, que la orquesta estaba formada como cualquiera de su tipo y época, digamos con un pequeño plano trasladable, un saxofón, o flauta, o clarinete, un violín o un cello, más acaso un banjo o ukelele para el ragtime, no sé si una batería de percusión, no sé, lo único que habría sobrevivido a la disolución y la corrosión en el fondo del mar sería algún instrumento metálico, y cuando los esparcidos restos del Titanic y el barco mismo fueron hallados por el equipo de Robert D. Ballard en 1985, setenta y tres años después, no se halló nada parecido a un instrumento musical, aunque sí se encontraron muchas botellas de vino y champagne milagrosamente intactas y aún con corcho, y una cabeza de muñeca y hasta zapatos y botas.

    Traigo a cuento este pasaje pues me ha llamado la atención cierta coincidencia con unas palabras dichas a los interlocutores congregados en torno a un taller de guión de Gabriel García Márquez:

    GABO.— ¿No has oído hablar de un accidente aéreo que hubo sobre la bahía cuando el presidente Eisenhower visitó Río?

    ELIZABETH.— ¿Sobre la bahía de Guanabara?

    GABO.— Ahí tienes una buena imagen para empezar. El avión en que iba la banda de música de Eisenhower estalló sobre la bahía. Se hundió con todos sus pasajeros. Pero los instrumentos quedaron flotando y la bahía quedó cubierta de violines, trompetas, contrabajos, trombones… Es una imagen que no olvido. Vi la foto en la prensa. Creo que en una historia de la bahía de Guanabara ésa podría ser una página bellísima.

    ¿No es cierto que una serie de coincidencias, como diría un eslavo amanuense en inglés, traza una figura cuya sombra anuncia ya otro grado de realidad…?

    Los cuentos de José de la Colina están inscritos en un círculo magnético de coincidencias y aspiran al insensato propósito de pintar el tiempo vivido y soñado. Su instinto narrativo lo lleva a descubrir o redescubrir lugares de la imaginación que recorren como un leit-motiv el bosque de la literatura narrativa. Otro ejemplo de esta línea de convergencias sería el cuento El Cisne de Umbría que depara ciertas coincidencias con una narración brasileira del tan admirado por Álvaro Mutis, Blaise Cendrars: La tour Eiffel Sidérale (incluida en la novela Lottissement du ciel [1949] y reeditada con variantes bajo el título Café-Express en la Nouvelle Revue Française (núm. 563, octubre de 2002). No en balde en El Cisne de Umbría aparece discretamente la figura del joven capitán Cendreros, voz no muy lejana de Cendrars. La otra narración que evoca El Cisne de Umbría de José de la Colina es la de la brasileña Nélida Piñon: La dulce canción de Caetana (1987). En las tres historias hay una relación particular entre fidelidad y obsesión amorosa, juventud, pasión, arte y paisaje tropical.

    Como si fuese capaz de metamorfosearse de persona en género literario, como si fuese un guión, el autor De la Colina es un ente goloso, ansioso de cuentos y ávido de historias. El arte de la suplantación en movimiento, las estrategias del culebrón, la logística de la evolución y de la involución, la retórica de las instituciones legendarias definen su proceso de avidez fabuladora. Una historia bien contada es para De la Colina —como para Marcel Proust, otro de sus maestros— el precio de la vida verdadera, la vida vivida y realmente alcanzada al fin.

    II

    Hay que señalar la fraternidad y complicidad de José de la Colina con un medio —el de la Generación de Medio Siglo o de la Casa del Lago, o de la Revista Mexicana de Literatura—, su identificación gozosa y generosa con un cierto espíritu del tiempo: la amistad con Jomi García Ascot (y a través de él con Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez), con Carlos Valdés, Huberto Batis,⁹ Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Gerardo Deniz —su gran amigo y en cierto modo su más próximo consanguíneo de tinta—, Jorge Ibargüengoitia, Alejandro Rossi y, más tarde, con Octavio Paz. Y aquí una leve digresión: ¿no existiría un cierto paralelo entre Alfonso Reyes, hermano mayor adoptado por la generación de los Contemporáneos y Octavio Paz, primogénito elegido y electivo de los escritores mexicanos e hispanoamericanos nacidos al filo de los años treinta que animaron junto con él publicaciones como la Revista Mexicana de Literatura, la Revista de la Universidad de México, Vuelta, Plural?

    Simultáneamente, la extensión hacia el cine: si el cine es el arte de contar la acción mediante imágenes, es inevitable pensar que algunos de los seres aquejados por la manía de contar se hayan reunido en México en torno a una de las figuras creadoras del cine como lo es Luis Buñuel, el mismo que visitaba periódicamente a Álvaro Mutis en la cárcel de Lecumberri. Si como escribió alguna vez De la Colina: la violencia moral de Buñuel constituyó una revolución en el campo de las imágenes, los cronistas de la subversión estética no podían dejar de ser sensibles a su lección.

    Junto con Tomás Pérez Turrent, José de la Colina es coautor de un libro de conversaciones: Luis Buñuel. Prohibido asomarse al interior, un libro. De hecho, cabría decir que la vida creativa e imaginativa de José de la Colina ha transitado iluminada por el trato simultáneo con dos exponentes originarios de la imaginación creadora moderna: Octavio Paz y Luis Buñuel. Estos dos maestros de la imaginación en libertad supieron dejar sembrada su semilla fluida en la mente sensitiva y lúdica de José de la Colina, autentificándola e infundiendo en una vocación ya de por sí exigente y perfeccionista un obstinado rigor, una fidelidad casi inexplicable al deseo de contar y disimular en el fluido oral una oscura, instintiva geometría deseante.

    La mujer, lo femenino, el erotismo no podían dejar de imantar la materia legendaria de este escritor que de La lucha con la pantera a El álbum de Lilith asedia los mitos oscuros del amor y del deseo y parece cautivo de arcaicas sombras deseantes. Una ronda de cifras femeninas —otros tantos personajes inolvidables como la mesera del café de chinos o la floreciente madre de Floreal— guía y deslumbra a este maestro del claroscuro en prosa. La pasión de contar se adelgaza en paralelo a la fibra de narraciones anhelantes, vehementemente intransitivas que van contando las dichosas desdichas de un Zenón enamorado cuyas flechas, en su vuelo, jamás se alcanzan a sí mismas y van dando en un blanco que ahonda el albor perplejo de la página a través de un rito imposible: El álbum de Lilith.

    III

    El poeta Eduardo Lizalde no ha dejado de ser sensible a las virtudes del prosista que es José de la Colina. Al saludar su libro de crónicas de viaje (Travelogues) titulado Viajes narrados, se expresa así de nuestro autor:

    Pero dejando aparte el monto, el número de páginas que cuentan concretamente, los libros de narrativa publicados por José de la Colina no suman en su conjunto menos que los de aquellos respetables y estreñidos ilustres, ¡hay que leerlo!, y yo lo he leído. Y además de leerlo (tarea menos fácil de lo que se supone), hay que tener el ojo y el talento necesarios para apreciar los auténticos logros artísticos, la peculiar sensibilidad del habla coloquial y culta de sus textos, el temperamento encendido y la tensión poética y el oído maestro y los responsos o plegarias o alaridos de ferviente y sigiloso ateo que hay a veces en sus prosas (léase de corrido alguna vez ese notable relato que se titula Los viejos, españoles y pobricos de Dios, dedicado por cierto al viejo amigo Otaola) […] De la Colina está hecho para escribir, como otros buenos, incluso grandes, estaban hechos más bien para resistirse a la escritura y a la literatura. Y cuando alguien se pregunta ¿por qué no escribe más con su tan bien dotada pluma?, no se pone a pensar en lo que representa vivir del periodismo cultural que hemos padecido y continuamos padeciendo (lo hemos hecho en suplementos que nos tocara juntos dirigir). Más tiempo, más ocio, más espacio, menos compromisos del día requieren ciertos escritores para forjar la obra mayor. Yo he visto, sin embargo, a De la Colina, día con día, consumar hazañas de sutileza y calidad literarias en el tiempo mínimo y contra el reloj del último round de la pelea editorial de la semana.¹⁰

    No ha sido ésta la única vez que Eduardo Lizalde ha escrito sobre José de la Colina. En otra página recuerda cierto episodio que deja ver al lector el género de camaradería escrita que más allá o más acá de las páginas de los periódicos ha sabido sostener este deportista impecable del arte literario:

    Ya José de la Colina, cuando publiqué el adelanto de algunas de mis versiones, me sorprendió con el dedo en la puerta, pues descubrió una involuntaria e inválida paráfrasis que pretendía yo cometer en los tres primeros versos del poema XXI, traducido inicialmente de este modo: ¿No te produce vértigo / girar en torno a ti sobre tu tallo / para degollarte, / rosa redonda? De la Colina objetó la palabra degollarte, un retoque trágico que trastornaba el propósito más lírico notorio en el poema y en el verso: pour te terminer, rose ronde. Transcribo la cuarteta con la cual ironizó De la Colina (rimando a la cuaderna vía) mi fallido desplante:

    En traducción amante, mas viciosa,

    quiso Eduardo Lizalde hacer su glosa

    y, abusando de Rilke, y de su rosa,

    a la flor degolló, mira qué cosa.

    Y terminaba la privada misiva con otro endecasílabo: glosa a su vez del memorable apotegma juanramoniano: ¡No la estrangules más, que así es la rosa!

    Así contribuye la lectura fraternal de los colegas a depurar las traducciones de textos oscuros y complejos.¹¹

    IV

    José de la Colina pertenece a una generación de exiliados que llegaron niños o mozos al exilio mexicano y que en no pocos aspectos son también mexicanos, para decirlo con las palabras con que saluda a Jomi García Ascot en el ensayo Los trasterrados en el cine mexicano.¹² Como Luis Rius, Gerardo Deniz, Tomás Segovia, Ramón Xirau, Emilio García Riera, por citar unos cuantos, vive De la Colina desde sus más tempranos años a caballo entre dos mundos: para los españoles, mexicano; para los mexicanos, español, estos autores han tenido que forjar una raíz a partir del limbo apátrida y cosmopolita en que los inscribía el destierro. Esas raíces se afincarían en muchos casos desde y en torno a la cultura y sus instituciones imaginarias, enriqueciendo poderosamente el entorno que los albergaba y abriendo ventanas al mundo. En el caso de José de la Colina sería posible singularizar no sólo relatos y cuentos, personajes y caracteres representativos de la llamada España Peregrina, sino aun configurar un archipiélago imaginario, una suerte de mapa sentimental y afectivo, costumbrista, irónico y humorístico de los mundos y atmósferas, ambientes y rituales que fueron desarrollando esos peregrinos involuntarios en la España raptada que se conviene en llamar México. Es quizá ahí donde más nítidamente se advierte la trama que va entreverando y entre-verdando la fantasía y la observación descarnada, las máscaras dizque legendarias y la crueldad de la luz artística que para salvar ha de desnudar y despojar. Cuentos como La madre de Floreal o El toro en la cristalería salvan de la trivialidad y hacen memorable aquella épica sorda y de oscuros humores de los españoles trasterrados, desterrados en un México que era y sigue siendo ensimismado, brutal, gesticulador.

    V

    En un país donde menudean las autoconmemoraciones y donde la burocracia cultural ha llegado a trivializar cualquier forma de homenaje, la figura disidente y discreta de José de la Colina no podía dejar de ser objeto de cierto reconocimiento público. Acaso el más consistente haya sido el dossier que sobre su obra y figura preparó el escritor José Luis Ontiveros para la revista universitaria Casa del Tiempo. El número incluye una docena de colaboraciones y abre con una Entrevista con José de la Colina.¹³ Como parte de ese número, se reproduce el poema (Paisaje inmemorial) que Octavio Paz le dedicó al autor de Tren de historias. Los versos vienen acompañados de una carta elocuente dirigida por el poeta a Ontiveros:

    Le agradezco que me haya invitado a colaborar en el homenaje a José de la Colina. La figura de este solitario es ejemplar, por más de un motivo: como director y animador de revistas y suplementos culturales, como crítico y cronista de la literatura y del cine, como narrador y cuentista, como

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