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Obras reunidas III. Ensayos sobre la literatura popular mexicana del siglo XIX
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Libro electrónico463 páginas7 horas

Obras reunidas III. Ensayos sobre la literatura popular mexicana del siglo XIX

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Tercer y último tomo de las Obras reunidas de Margo Glantz, incluye los libros de autores extranjeros que recorrieron la República Mexicana durante el siglo XIX, que son analizadas en su estructura narrativa y en su significado social y político, mostrando así la vida de una nación a través de su literatura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ago 2014
ISBN9786071622105
Obras reunidas III. Ensayos sobre la literatura popular mexicana del siglo XIX
Autor

Margo Glantz

Margo Glantz fused Yiddish literature, Mexican culture, and French tradition to create experimental new works of literature. Glanz graduated from the National Autonomous University of Mexico (UNAM) in 1953 and earned a doctorate in Hispanic literature from the Sorbonne in Paris before returning to Mexico to teach literature and theater history at UNAM. A prolific essayist, she is best known for her 1987 autobiography Las genealogías (The Genealogies), which blended her experiences of growing up Jewish in Catholic Mexico with her parents’ immigrant experiences. She also wrote fiction and nonfiction that shed new light on the seventeenth-century nun Sor Juana Inés de la Cruz. Among her many honours, she won the Magda Donato Prize for Las genealogías and received a Rockefeller Grant (1996) and a Guggenheim Fellowship (1998).She has been awarded honorary doctorates from the Universidad Autónoma Metropolitana (2005), the Universidad Autónoma de Nuevo León (2010), and the Universidad Nacional Autónoma de México (2011). Glantz was awarded with the 2004 National Prize for Sciences and the prestigious FIL Prize in 2010. She received Chile’s Manuel Rojas Ibero-American Narrative Award in 2015.

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    Obras reunidas III. Ensayos sobre la literatura popular mexicana del siglo XIX - Margo Glantz

    Mexicanas).

    LA NOVELA POPULAR MEXICANA

    Primera parte

    Guillermo Prieto


    CALEIDOSCOPIOS, RETRATOS Y PANORAMAS

    Gracias a la paciencia, constancia y entusiasmo de Boris Rosen nos es posible contar con la mayor parte de los tomos que forman las Obras completas de Guillermo Prieto, hasta ahora desperdigadas en publicaciones periódicas, viejas ediciones agotadas y archivos desconocidos. Podremos ya hablar con más propiedad y claridad de esta magna obra que, como decía Carlos Monsiváis, se presenta como uno de los posibles resúmenes imprescindibles del siglo XIX

    Me limitaré aquí a hablar de Memorias de mis tiempos. Cada vez que lo releo para analizarlo me preocupa su estructura y vuelvo a preguntarme qué es lo que da unidad a esos apuntes, para muchos un desordenado borrador que en 1906 ordenara para su publicación don Nicolás León. En lugar de explicar el libro y en involuntaria mimetización de Prieto, muchas veces se corre el riesgo de simplemente enumerar los temas, los personajes, las situaciones que el autor coloca ante nosotros en su insaciable curiosidad enciclopédica o su necesidad angustiosa de no dejar nada fuera de la escritura. Hay sin embargo algunas constantes que hilvanan sus materiales, trazan un hilo conductor, les dan estructura y explican también el sentido de casi toda su prosa, los cuadros de costumbres, el retrato político, la teatralidad…

    Prieto habla en el prólogo de su Viaje a los Estados Unidos de sus juegos de infancia y su gusto por los caleidoscopios, esas cajitas de vidritos, y en las Memorias alguna vez se refiere a la linterna mágica como instrumento narrativo, mismo que habrá de ser utilizado después y de manera tan especial por José Tomás de Cuéllar, no sin razón llamado también, como Fidel, escritor costumbrista. Prieto sabe muy bien lo que quiere hacer y a menudo él mismo se encarga de explicárnoslo con intercalaciones textuales, a manera de reflexión: ¡Buen chasco se lleva quien busque en este libro observaciones profundas, estudios serios, animadas descripciones, sino en descolorida imitación los vidritos del cuento… Es decir se trata de charla, y charla tendrán los que quieran comprar esta cajita de vidritos.¹

    Como ya lo decía en el prólogo casi con las mismas palabras, una cajita de vidritos permite visualizar, gracias al doble diminutivo y a la movediza consistencia de la visión, un relato desmenuzado, expuesto a una constante fragmentación y a un incesante devenir, y por tanto a cambios imprevistos de foco, esbozos rápidos, deslumbramientos, bosquejos inacabados. Esta manera de mirar es sistemática y constituye una norma de organización del relato. Como en los pintores o los grabadores de ese tiempo, el ojo del narrador contempla cuadros dinámicos pero pasajeros de la realidad cotidiana, los fija como tipos o como costumbres y va trazando con ellos un panorama, algo que se extiende ante nuestros ojos con rápidos brochazos, sin ánimo de profundizar puesto que carece de un sistema de selección muy definido: se capta todo lo que alcanza la mirada y el conjunto se construye con base en fragmentos, gentes o situaciones encontrados por casualidad —o por costumbre—, y se conforma un rápido y certero esbozo a vuelo de pájaro.

    Al hablar de los antecesores de Baudelaire, Walter Benjamin explica: Un nuevo género literario ha abierto sus primeras intentonas de orientación (en el siglo XIX). Es una literatura panorámica. Esos libros consisten en bosquejos, que con su ropaje anecdótico diríamos que imitan el primer término plástico de los panoramas e incluso, con su inventario informativo, su trasfondo ancho y tenso.²

    Los vidritos conforman tipos, esos tipos pintorescos que en sus cuadros de costumbres se dibujan en su apariencia visual y en sus comportamientos; un ejemplo, al azar, don Onofre Calabrote:

    El empinado sombrero cae ahora con gracia sobre sus sienes; su chaqueta no ha sido ingrata al cepillo; el pantalón modesto, ni aun roza el empeine de su pie; y esa bota, ahora café y melancólica, pronto recibirá en el Progreso el brochazo de regeneración. ¡Vedlo! Un cirial parece su paraguas con funda: si abulta una de sus bolsas, es el paliacate sumamente doblado que conduce. El tesoro va hundido en la bolsa del costado.³

    Y los tipos mexicanos son reproducidos asimismo por los pintores o los litógrafos, muchos de ellos viajeros extranjeros (Linati, Rugendas), y también por los escritores costumbristas como Guillermo Prieto, que en estos cuadros ha elegido representarlos literalmente encuadrados por la descripción que los aísla de los otros tipos y les da una fisonomía y un apodo estereotípicos. El mismo sistema organiza las tradiciones populares descritas como pequeños apartados dentro de sus cuadros de costumbres; por ellos desfilan los días de fiesta, los años nuevos, las posadas, las navidades, la semana santa, los días de corpus, pues muchas de esas tradiciones son festividades religiosas de las que participa toda la población en curiosa y aparente confusión de clases. También reseña las corridas de toros, las funciones de teatro, las de ópera y ¡los pronunciamientos!

    El uso sistemático de retratos es otro elemento indispensable tanto en las memorias como en los cuadros de costumbres y los viajes. Prieto es un gran retratista: nos ha dejado notables descripciones de las grandes figuras que hicieron la historia del México en que transcurrió su existencia, casi todo el siglo XIX. Veamos la prosopografía de dos miembros de la Academia de Letrán, es decir su descripción física; primero el poeta Ignacio Rodríguez Galván: El aspecto de Ignacio era de indio puro, alto, de ancho busto y piernas delgadas no muy rectas, cabello negro y lacio que caía sobre una frente no levantada pero llena y saliente; tosca nariz, pómulos carnudos, boca grande y unos ojos negros un tanto parecidos a los de los chinos.

    En cambio, Manuel Carpio, el poeta católico, es de

    estatura regular (plagio de filiación de soldado), frente alemana y calva con un rosquete de cabello sobre la región frontal, ojos azules, apacibles y melancólicos, ropa holgadísima: frac, pantalón azul y chaleco blanco; continente grave, el cuello como embutido en su ancha corbata blanca. El habla clara y sentenciosa, con un acento especial. Tenía la manía de alzarse de la pretina los pantalones constantemente, cuando estaba de pie… [p. 152].

    Más interesante es la etopeya o descripción moral de un político, especialmente si se trata del inefable general Santa Anna:

    Santa Anna era el alma de este emporio del desbarajuste y de la licencia.

    Era de verlo en la partida, rodeado de los potentados del agio, dibujando el albur, tomando del dinero ajeno, confundido con empleados de tres al cuarto y aun de oficiales subalternos; pedía y no pagaba, se le celebraban como gracias trampas indignas, y cuando se creía que languidecía el juego, el bello sexo concedía sus sonrisas y acompañaba a Birján en sus torerías.

    En el juego de gallos era más repugnante el cuadro, con aquellos léperos desaforados, provocativos y drogueros, aquellos gritos, aquellas disputas y aquel circular perpetuo de cántaros y cajetes con pulque.

    Allí presidía Santa Anna diciendo que proclamasen la chica o la grande, cuidando que estuvieran listos los mochilleres y que saliera vistosa la campaña de moros y cristianos [p. 363].

    Los retratos físicos o prosopografías tienen un gran interés, forman una galería de personajes de nuestra historia que podemos apreciar como si estuvieran pintados, es decir configuran un museo del retrato hablado. Pero si bien es posible darse cuenta de muchas cosas admirando sólo la fisonomía de los personajes, su verdadera personalidad es la etopeya, misma que en Prieto acompaña, invariable, a su pormenorizada descripción; en esta serie de cuadros la vivacidad de una escena o de una anécdota se interrumpe cuando nos revela un acontecimiento de la vida nacional. Y la etopeya es fundamental; en realidad diseña las fisiologías, tan en boga durante la primera mitad del siglo XIX en Francia. En 1841 —dice Benjamin— se llegó a contar con setenta y seis fisiologías (p. 50) y, luego advierte que la vida sólo medra en toda su multiplicidad, en la riqueza inagotable de sus variaciones (p. 51). Las fisiologías vendrían a ser una forma de observar, sin reflexionar demasiado sobre ellos, los cambios que se van perfilando en una sociedad, en sus personajes, en sus calles, en sus actividades cotidianas o en las extraordinarias, pero aunque se construyan retratos es necesario activarlos, vivificarlos, como en las cajitas de vidritos donde es necesario reacomodarlos para que las figuras digan algo. Prieto llegó a cultivar las fisiologías, por ejemplo en El placer conyugal y otros textos similares:⁵ la fisiología o anatomía de un personaje o de los tipos o costumbres se congela y nos remite a especímenes científicos interesantes, dignos de contemplación pero ya muertos, como las mariposas coleccionadas y clavadas con un alfiler en las cajas de los coleccionistas, objetos bonitos, objetos curiosos, y como tales, cercanos a los caleidoscopios que pueden, si queremos, constituir y revivir lo que el ojo ha captado morosamente por curiosidad.

    A pesar de que a veces se nos antojan ingenuos o sentimentales, los cuadros de Prieto tienen una gran fuerza política y moral; remiten a una sátira de las costumbres y a una energía política que desnuda a una sociedad y revela las amenazas y violencias a las que se la somete. Y esta faceta oculta sólo se potencia mediante la teatralidad.

    La sociedad como teatro

    La gran perspicacia de Prieto fue advertir que la sociedad mexicana era fundamentalmente una sociedad teatral, tema que desarrollaré con mayor amplitud más adelante. Esta característica sólo pudo advertirla de manera cabal al observarla desde la distancia que le daba el tiempo: es justamente su carácter de memoria lo que le da al texto su singularidad. Contemplado con los ojos del recuerdo, el México que Prieto nos entrega es un México ya pasado; sus memorias, escritas en pleno Porfiriato, se sitúan en una perspectiva totalmente diferente; se trata de una sociedad casi totalmente modificada por el orden, el progreso y la dictadura, una sociedad histórica que sin embargo en el origen fue la que recuerda Prieto.

    Este libro aparentemente confuso y desordenado —porque no tuvo tiempo de dejarlo listo para la imprenta— y que sin embargo se ha convertido en un clásico del siglo XIX, tanto como Los bandidos de Río Frío de Manuel Payno o Astucia de Luis G. Inclán, suele recordarnos de manera casi exacta lo que ya antes había escrito en textos hechos para ser publicados de inmediato o casi de inmediato: sus viajes, sus cuadros de costumbres, algunas de sus poesías líricas. Y es así en cierta medida: se trata del mismo material humano, los mismos acontecimientos históricos, los mismos paisajes ya transformados en el Porfiriato: el motín de la Acordada, la invasión de Barradas, los continuos cambios en la presidencia, la fluctuante presencia del general Santa Anna, la Guerra de los Pasteles, la rebelión de los polkos, la terrible invasión norteamericana. En las memorias reproducía una sociedad en parte liquidada pero que había engendrado a la República Restaurada, permitido la Intervención francesa y dado a luz al Porfiriato, perspectiva de la que carecían sus textos anteriores, esos textos producidos al calor del momento, de la frescura de la mirada o de la vivencia del hecho relatado de inmediato. Encuentro entonces que la única coherencia, el verdadero hilván, el movimiento brusco que ordena la cajita de vidritos es la verificación de que todo en México tenía un carácter teatral.

    Prieto se dio cuenta cabal de ello; por eso inicia su texto con una alusión a la teatralidad de pleno,⁶ su mundo infantil, un mundo idílico, el del nacimiento del México independiente y su propia entrada a la vida, en una época en que no había desaparecido aún la estructura del sistema colonial, con su aire falso de lo bucólico y lo protegido.

    El mundo teatral se descompone en géneros: de la pastorela y el coloquio se pasa a la comedia de capa y espada, luego a la zarzuela, a la pantomima, al teatro de títeres, a la farsa, al sainete, a lo operístico, y por fin, de 1846 a 1855 y de 1863 a 1867, a la tragedia:

    La agitación cundió violentamente, los mismos empleados del gobierno y los propios soldados eran propagadores de la revuelta... El poder se arrastraba con convulsiones impotentes, y Santa Anna, en medio de su embriaguez de suficiencia y de mando, persistía en su desprecio al pueblo y en su confianza absurda en la fuerza.

    A las noticias del pronunciamiento... las corrientes de gente se engrosaban por momentos hasta desaparecer el suelo, saltar sobre las rejas de las ventanas y columpiarse en los pies de gallo de los faroles del alumbrado.

    Semblantes desaforados, ojos de locura, aullidos de fiera, carcajadas de orgía, sombreros de petate y sorbetes agitándose en el aire, cabelleras desgreñadas, ruidos indefinibles, todo como que surgía en borbotones entre un bosque movedizo de palos, fusiles, espadas, martillos y no sé cuántas cosas más.

    La multitud rabiosa se dirigió al teatro y demolió en un instante la estatua de yeso erigida a Santa Anna.

    Corrió furibunda al panteón de Santa Paula y con ferocidad salvaje exhumó la pierna de Santa Anna, jugando con ella y haciéndola su escarnio.

    A la estatua de Santa Anna que estaba en la Plaza del Volador la pusieron en tierra, apeándola sin saberse cómo de su alta columna.

    MEMORIAS DE MIS TIEMPOS: REPRESENTATIVIDAD DE UNA REALIDAD TEATRAL

    Este libro se inicia con estas significativas palabras:

    Suelen los autores de comedias de magia, después de agotar su imaginación en vuelos imposibles, transformaciones milagrosas, abismos que se abren para descubrir palacios encantados, enanos que danzan, brujas que se desenvainan de un saco tenebroso y aparecen ninfas seductoras, lluvias de fuego y orgías de infierno, dar cuna y remate a sus fantásticas creaciones con una vista que llaman de gloria, porque en efecto, parece descender la gloria al suelo […] arrobada el alma, flota, sueña, se encanta y deleita como desprendida de todo lo terreno; y cuando el telón cae y desaparece la visión, caemos, como despeñados, a la triste realidad, sintiendo tristeza y desdén por cuanto nos rodea […] He aquí el cuadro de las impresiones de mis primeros años al despertar a la vida …

    Revivir su pasado y el de México es para Fidel la creación de un espectáculo, el inicio de una función y la prolija acotación de decorados y vestuarios para la representación de escenas, también llamadas cuadros. Los cuadros de costumbres que la memoria registra y la pluma reproduce hacen literal un acontecer teatral desplegado en todos los niveles: la vida nacional es el gran teatro de México: es teatro el cólera morbo, es teatro el populo bárbaro, como Prieto se obstina en llamarlo; es farsa la política y lo son sus pronunciamientos, y su máximo actor de carácter es don Antonio López de Santa Anna, a la vez el más grande creador de sainetes que la patria haya producido. Y es necesario reiterarlo: las memorias de Prieto cubren una temporalidad muy definida, la de su infancia y juventud, que al mismo tiempo son la infancia y juventud del país, la época de la anarquía, desde la Independencia hasta la invasión norteamericana, aunque se reseñen también algunos acontecimientos posteriores.

    La Guerra de los Pasteles (1838) se vuelve guerra de títeres; los pronunciamientos y la anarquía son zarzuelas; los juegos de monte y sus flores de albures, las corridas de toros y los palenques de gallos forman el más alegre y dispendioso escenario para procesiones, paradas y saraos. La ópera y la comedia romántica son la vida de la nación, y los políticos, al participar en ella, confunden las vicisitudes de su profesión con las de la farándula. Los cafés de moda ofrecen la función con sus calaveras, sus oradores, sus viejos verdes y sus actrices favoritas.

    El tiempo teatral en México, limitado por los años de 1825 a 1853, periodo abarcado por las memorias, se vuelve un tiempo sincopado, interrumpido y, por la misma forma de la descripción, un tiempo inmediato, captado en vivo, lo que dura la representación. Esta cronología literal se apoya en la teatralidad que implica, y se inicia con cada cuadro de costumbres y se disuelve en la digresión de una memoria que hilvana sus recuerdos al influjo de la libre asociación. Las escenas suelen repetirse desde otros ángulos; los personajes se visten y se enmascaran ante nosotros, y en su ruidoso carnaval hay una violenta festividad que se revela auténtica. Esta farsa de carnaval repetitiva y sincopada, de tiempo literal cercenado por sus interrupciones, pero actuado en el presente que la memoria reproduce, es una gran commedia dell arte con sus juegos de improvisación y sus estructuras tradicionales, que a la vez la renuevan y la conservan. Tradición y ruptura, renovación y alegría en esa temporalidad anárquica que el país vive y revive en las memorias de Fidel, el famoso seudónimo que utilizó a menudo Prieto en sus escritos. Y cuando digo teatro me refiero a una concepción teatral explícita que va desde la declaración con que se inicia el libro hasta la utilización de la terminología referente al teatro en todas sus variantes. Esa terminología designa pero se apoya también en un tipo de lenguaje que organiza un discurso originado en la teatralidad, aunque fuera la somera descripción de una función de teatro en sus distintos géneros —desde la ópera hasta el teatro de títeres—, con sus actores y comparsas; o un discurso histórico que pone en escena figuras nacionales o sucesos ocurridos en ese periodo de la historia patria, como si esas figuras y esos acontecimientos históricos mismos estuvieran organizados y representados a manera de espectáculo teatral. La vida cotidiana es teatralidad como bien puede advertirse en la liturgia eclesiástica que proviene de la época colonial y aún subsiste en esa primera mitad del siglo XIX: la celebración de una procesión en honor de un santo patrono, la profesión de una monja, el nombramiento de un alto prelado, el entierro de un personaje importante, las celebraciones patrias; asimismo las reuniones frente a una pulquería, la riñas entre la gente que habita una vecindad de medio pelo, una aristocrática comida, un drama de venganza o de celos, o una escena de nota roja se presentan en su máxima representatividad, con sus actores y su público, sus entradas y salidas de escena, los aplausos entusiastas o los abucheos denigrantes. Prieto vive especularmente su propia época y esa operación lo desdobla: es actor y espectador de su propia historia, historia donde la intimidad se representa en un amplio escenario siempre habitado por actores —ya sea la gente común y corriente o los actores profesionales—, escenario contemplado por unos espectadores que a menudo se convierten casi sin transición asimismo en actores: en suma, parecería que los acontecimientos se representaran siempre en el ámbito público descartando cualquier idea de intimidad que correspondería al ámbito de lo privado, en apariencia inexistente entonces. Tiempo sincopado e inmediato, el de una mirada, la del espectador que fue actor —quien escribe—, que en la memoria se visualiza a sí mismo como testigo privilegiado del inicio de una historia, la de la nación que empieza su vida independiente como un bebé de pecho, y que, paulatinamente, después de andar a gatas, intenta caminar sin tambalearse, identificando al niño que Prieto también fue —integrado al texto desde su primera infancia— con esa misma patria cuyo acontecer vital se visualiza como un drama escrito y acotado, vuelto a representar incesantemente ante sus ojos, insisto, los de un espectador desdoblado en actor que rehace cotidianamente las escenas de un mismo drama en ensayo reiterado. Gracias a la memoria se escritura la patria durante el tiempo de la representación.

    Pero, por obra y gracia de lo escrito que rememora el pasado, este actor desdoblado en espectador y dramaturgo es a la vez el testigo implacable de otra vida nacional que sólo puede contemplarse desde fuera como público y nunca como participante. Fidel es actor en las representaciones literarias, en los pronunciamientos políticos, en las gestiones oficiales, en los oficios burocráticos, en la elaboración de planes políticos, en la educación. Es espectador cuando mira al pueblo desde arriba, considerado como populacho, habitando su mismo territorio pero en cierta medida ajeno a él. Debo subrayar un hecho: la estrecha cercanía que hacía convivir a todas las clases sociales en un mismo tiempo y espacio, gracias a una vieja tradición originada en la Colonia, la de la vida fastuosa de la ciudad durante las ceremonias y celebraciones religiosas o políticas jamás anula por completo las jerarquías que las separaban tajantemente entre sí, las que la sociedad de castas había troquelado en el cuerpo social. En el relato de Prieto se marca, con todo, una fisura en ese esquema gestado durante la Colonia: la revolución de independencia provoca una movilización social de la que Prieto da cuenta.

    Intentaré descifrar los rituales y gestos que preparan la representación y esbozan al mismo tiempo una forma de vida nacional concebida como teatro en toda su riqueza y con sus prodigiosos matices.

    El teatro social

    El periodo de tiempo que Fidel describe en sus memorias es el que abarca su primera juventud, pero también la primera juventud del país, lo reitero. México nace como nación independiente cuando Fidel nace a la vida. Ambos nacimientos son visualizados como un mismo acontecer. El colorido mágico de la comedia de ensueño que románticamente abre las puertas de la memoria parece ser la juventud vivida como paraíso en la intimidad familiar, aunque exista a la vez una conciencia muy clara del país anárquico en que México se ha convertido al iniciarse su vida independiente; en realidad una epopeya degradada y convertida en sainete. Vuelvo a subrayar que no se trata solamente de una sociedad teatral y teatralizada; el discurso mismo está constituido por vocablos y expresiones que provienen del lenguaje teatral. Casi podríamos decir que el texto se concibió a manera de una gigantesca acotación escénica. Esa vida colorida, espectacular, funambulesca, se representa hasta en los trajes de los moradores del entonces inmenso territorio nacional; trajes suntuosos, variados, imaginativos; contrastan con los sombríos y más bien luctuosos atavíos que se empezaron a usar en la segunda mitad del siglo, uniformándolo todo bajo la idea de progreso.

    Lucían entonces para el militar los deslumbradores entorchados y las pintorescas charreteras; el fraile lucía los pañuelos de puntas de chaquira hechos por las delicadas manos de las hijas de confesión; el juez ostentaba su bastón con borlas; los catrines sus vuelos encarrujados y sus dolmanes con alamares; los charros sus cueros ricamente bordados, y las chinas sus encarnados castores sembrados de lentejuelas como estrellas, sus puntas enchiladas y sus zapatitos color de esmeralda, con mancuernas de oro y palabaja a raíz de la piel de piñón.

    El espectáculo de la calle es ya en sí mismo decoración; basta salir de la casa para presenciar una función de teatro, y hasta en una fonda ordinaria Prieto descubre en el dueño del local a un director de escena (p. 80). De un simple café nos dice: "… era un gran libro y el primer motivo de reflexiones profundas de la sociedad que percibía desconocido y como entre bastidores (p. 29). El lugar elegido para una excursión es descrito como el teatro de este paseo campestre" (p. 89). El país es una gran puesta en escena y el que escribe sus memorias espía como director para orquestar mejor los movimientos y los parlamentos de los actores, por lo que todo acto social será registrado como un espectáculo con sus reglas de juego: cada personaje de la vida nacional, sea importante o anónimo, histórico o estereotípico —el charro, la china o el lépero— será presentado como actor que cambia sus máscaras para poder vivir diversos papeles en la escena pública. Es significativo que Manuel Payno sea descrito específicamente como una personalidad mimética que se adapta a muy diversos personajes como si fuese un verdadero actor (p. 99).

    Las reglas del juego nos conducen a los distintos juegos escénicos representados, característicos de una mentalidad. Una sociedad que surge de una colonización cuya impronta más definida es lo religioso, mantiene vivos los elementos de la teatralización litúrgica. Y esta teatralización se organiza según el espectáculo que requiere cada acto: se trate de procesiones en honor de algún santo patrono, celebraciones en torno a la vida de Cristo, las ceremonias normales que el culto de la Iglesia exige, los ordenamientos de frailes y monjas, los sermones y las confesiones. "La gran función de Nuestra Santa Madre Iglesia era el Corpus", subraya Prieto, utilizando de manera reiterada la terminología teatral. Esta terminología se acopla con la representación descrita que hace de la ciudad entera el espacio teatral por excelencia. Las casas se engalanan, las calles se decoran con banderolas, se alfombran con flores, se improvisan suntuosos altares con ornamentos de oro y riquísimos brocados, se colocan capillas posas y altos clarines anuncian a su paso la imagen. Todas las clases sociales se reúnen para el acontecimiento y participan en él, separadas siempre por su jerarquía y por su traje; y el atuendo es consistentemente un objeto decorativo pero a la vez jerárquico porque revela su procedencia, ya sea por su suntuosidad o por su despojo. Este espectáculo que parece congregar al pueblo y hacerlo actor universal cuando se celebran esas ceremonias o se festejan ciertos acontecimientos épicos tiene además sus espectadores, a la manera del público tradicional de los teatros o las corridas de toros. Fidel relata:

    Pegadas a las paredes se colocaban sillas, y en los zaguanes amplios se armaban gradas para la concurrencia; en la parte exterior de los balcones también se colocaban asientos, entre macetas, floreros y espejos. El conjunto era de lo más animado y pintoresco… La multitud de gente, la variedad de trajes, la diversidad de tipos y el aire de fiesta, de contento y zandunga que a todo comunicaba vida, hacían de la solemnidad de Corpus uno de los espectáculos de mayor grandiosidad y atractivo [p. 222].

    La rivalidad proverbial que enfrentaba la virgen de los Remedios a la virgen de Guadalupe —la primera considerada virgen gachupina y la segunda la virgen nacional, insignia de los insurgentes— provoca dramas aún más lucidos y enconados que los de otros santos patronos y se diseña como si se sostuviera un argumento teatral. La virgen de los Remedios es destronada totalmente por la virgen morena hacia los años cuarenta, pero Prieto recuerda los magníficos espectáculos que ocasionaba la visita de la virgen española a los conventos de monjas. Su tránsito por las calles se llevaba a cabo con la misma solemnidad con que se trasladaron los restos del emperador Iturbide, por esos mismos años llevado al Altar de los Reyes de la Catedral Metropolitana, colocando dentro del mismo juego escénico figuras representativas de la Colonia: la autoridad religiosa representada por la virgen de los Remedios y la jerarquía aún virreinal que un emperador surgido de los rangos españoles podía revestir. Las festividades dedicadas a esta virgen terminaban como las verbenas populares: con cohetes y luces a profusión y con riñas o fandangos que "proporcionaban —según advierte Prieto textualmente— interés dramático a la vistosa y animada escena" (p. 240).

    La Semana Santa se dedicaba íntegramente a la imitación de la vida de Cristo. Se procedía a la elección de actores, a la confección de decorados y vestuarios, y durante ese periodo las calles de la ciudad se convertían en espacio escénico puro. Otro género teatral que combinaba hábilmente el entremés y el auto sacramental era el ceremonial dedicado a la profesión de las monjas. Tres días de libertad se representaban fastuosamente en el mundo, y la novicia, decorada y enjoyada como reina, era el centro de numerosos festejos. Iba al teatro y a la ópera y ella misma era objeto de curiosidad popular. El día de la profesión la iglesia se engalanaba y los actores ocupaban su puesto. El sainete daba paso a una "negra, imponente y tremenda representación de la muerte", y al final del acto se la despojaba de sus galas mundanas, incluso de su cabellera y, metida en un ataúd, oía el responso que la borraba del mundo, muerta para él, y la consagraba a Dios, emparedándola, nada menos que como se hacía en el periodo colonial.

    La escenificación montada para mostrar la vanidad de vanidades del mundo y la carne le daba gran solemnidad al espectáculo, aunque también subrayaba la grotesca intimidad entre lo solemne y el relajo. Frívola ceremonia si se toman en cuenta los contrastes del escenario donde se representaba este tránsito de la vida a la muerte, puertas adentro o, del lado interno del torno, la clausura; afuera, el libertinaje: la Iglesia había armado su espectáculo y perpetuado las reglas de ese juego durante varios siglos; al iniciarse la vida independiente esa teatralidad se mantuvo viva. A las representaciones organizadas específicamente dentro del marco del teatro establecido como institución, se agregaba el público y los espectadores de la calle en perpetuo despliegue, es decir una vida pública organizada cotidianamente como un teatro sin fronteras, sólo las que la calle y la vida diaria determinaran… La violenta ruptura que existía entre un concepto trágico de la existencia y la farsa deformada que representa para Prieto la Iglesia como institución, determina su carácter de sainete y degrada la teatralidad. El disfraz al que los funcionarios de la Iglesia se acogen deforma hasta el lenguaje y enmascara su impudicia:

    Las aplicaciones de los libros místicos a las relaciones mundanas eran de espantar. Respecto a confianzas y musa festiva, las suciedades fungían como desvergüenzas picarescas, y si fuera mi escuela positivista, yo relataría versos nauseabundos, que pasaban por chistes y se conservan aún en obras impresas de hombres eminentes como el padre Sartorio y el esclarecido vate fray Manuel Navarrete… Pero eso sí, para dar un barniz pulcro a la conversación y a las relaciones con criadas, mandaderos, etc., era usual una especie de argot particular en que se encerraban bienhechores, amigos y gentes relacionadas con el convento [p. 176].

    Los curas son venales, ignorantes, obscenos, adúlteros, y sus lances los detienen en un malabarismo multicolor que los asocia con las representaciones clownescas de los circos. En cierto sentido, los actos religiosos y las actuaciones públicas de los sacerdotes en el ejercicio de su profesión se vinculan con ciertos espectáculos callejeros que alborotaban a la población citadina. Ejemplos admirables fueron el de la fallida ascensión aerostática de Adolfo Theodore, que congregó a lo granado y a lo más abyecto de la sociedad mexicana de entonces; también lo son muchas otras escenas callejeras que Prieto describe a brochazos:

    ¿Pero cómo no embobarse oyendo las hazañas de Pepe Miñón, cuando colgó a un lego importuno de su balcón y lo subía y lo bajaba entre las risas universales?

    ¿Quién dejaba de aplaudir a Felix Merino cuando llevó la máscara de monjas y frailes a la misma casa del Provisor?

    ¿Quién no describía con colores brillantes la zambra de Barberi en la procesión de Talteloco [p. 76].

    También fue famosa la lucha entre un toro y un león celebrada en la Plaza de Toros de San Pablo. Para explicar la popularidad que alcanzó esta bestial pelea, Prieto comenta: Algún tiempo después de este suceso, se veían en muchas pulquerías cuadros al fresco representando la lucha descomunal del Torito Mexicano y el Tigre Africano (p. 235).

    Los bailes populares determinan otra forma de teatralidad: dramatizan la sexualidad y la ofrecen en espectáculo rico en dobles sentidos que el público comparte, como en los albures de hoy. Baile y canto se complementan…

    … y se establece una corriente inmaterial de miradas, de caricias y de besos capaz de incendiar un poste de cantería. Durante el verso se subentiende la correspondencia y sigue el zapateo, que es como el acuerdo, la rabia y la convulsión del placer; se repican los pies, se descoyunta el cuerpo; el retembaleo es como desarticulación del individuo que al fin, rendido, descansa en el éxtasis al murmurio de una música apagada y discreta [p. 241].

    Es más, en el baile se determina la procedencia social, como sucederá todavía en los que reseñaría más tarde Cuéllar:

    Por regla general, el que quiera en México distinguir a la primera ojeada un baile de gente bien educada y uno de cierto pelo, fíjese un momento: si la gente platica, ríe o se comunica, es gente fina. El bailador de cierto pelo toma el baile como por tarea, suda y se afana como leñando o dándole a una bomba; al descansar se ensimisma, arregla su corbata, adopta posturas académicas, ve al techo y se ajusta los guantes; ella compone su tocado, ve al espejo y hace inventario de los trajes y adornos que provocan su envidia… Había en abundancia bailes caseros, y los de escote comenzaban a hacerse de moda entre los pepitos [sic] de escasa fortuna.

    El baile casero, el característico de la clase media, era el de vivienda principal o interior de la casa de vecindad, y se formaba con motivo de natalicio, cantamisa o llegada de pariente foráneo [p. 107].

    En cuanto el baile a escote era otra cosa.

    Se promovía por lo común entre gente de escaso presupuesto, pero alegre y de temperatura erótica; subalternos hasta de ochocientos pesos; hijos de Marte, hasta tenientes; colegiales hasta primer año de leyes; alumnos de Esculapio, hasta practicantes de San Juan de Dios o de San Pablo; dependientes de cajón de ropa, hasta dieciséis o veinte; y tenderos recién venidos con la bendición paternal de Marañón, Portillo o don Lucas de la Tijera [p. 109].

    Las reuniones privadas y las excursiones al campo se amenizaban naturalmente con actores improvisados que disfrazándose distraían a la concurrencia. Éste y los otros ejemplos, que estas Memorias nos ofrecen en cantidades astronómicas, definen una modalidad de vida urbana representada ante nuestros ojos por Guillermo Prieto; la de una sociedad abierta, incapacitada para vivir en la intimidad y que despliega ante sí misma, en espejo, una luminosidad que detiene la mirada en su espectacularidad, conseguida gracias a lo prodigioso de sus artificios; en verdad, formas de vida real que formaban parte de lo cotidiano. La sociedad mexicana de la primera mitad del XIX vive para el público y ofrece desmorecida su anarquía, mientras Prieto se desvive por recobrar su vida cuando redacta sus memorias en franca nostalgia de su juventud y de una patria ya desaparecida en la segunda mitad del siglo XIX:

    En todo esto, lo indescriptible era, y es, ese espíritu que todo lo anima, ese gozo íntimo, esa palpitación general que como que verifica y derrama fragancia en el alma, y centuplica por todas partes el poder del sentimiento, así como llamarían los místicos comunión de las almas, que es como luz intelectual que ilumina y embellece cuanto alumbra [p. 240].

    El teatro en su ejercicio

    Una sociedad que esencializa la teatralidad produce necesariamente un teatro en su sentido más literal. Muy inclinado a mirar desde bastidores, Fidel sigue de cerca las vicisitudes del teatro surgido en los albores del México independiente y trata de fijar su historia. Su primera preocupación es la evolución cronológica de las obras, su creciente sofisticación y los distintos tipos de obras representadas; asimismo, los actores, los edificios donde se alojaban y se cumplían las representaciones y, claro también, los dramaturgos. El año de 1836 marca el gran cambio teatral para Prieto, el año de la llegada de la Compañía de Ópera de Albini, importada por don Joaquín Patiño y organizada por Manuel Eduardo de Gorostiza. El repertorio anterior incluía en primer lugar el teatro clásico español, privilegiaba La vida es sueño de Calderón, pero también los coloquios, las pastorelas y las comedias de magia que tanto conmovieron en su infancia a don Guillermo. Las actrices, cantantes y bailarinas de la primera década de la Independencia fueron las musas privilegiadas y las protagonistas de los cantos de los poetas, como por ejemplo el célebre cubano José María Heredia, quien en inspirado acento inmortalizó las gracias de María Pautret, revistiendo con los encantos de la Friné a la Terpsícore francesa (p. 78).

    Manuel Eduardo Gorostiza llega de Europa, corcovado y diplomático, ministro de México en Bélgica, Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos. Su trato elegante y educado refina a México y lo integra al mundo dándole la ópera y creando una comedia

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