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García Ponce proyecta, hasta las últimas consecuencias, sus ideas sobre la sexualidad como alternativa vital en Pasado presente. En una ciudad decadente y promiscua, se genera toda una serie de dramas en donde los personajes se autodestruyen mediante el desenfreno, la incomunicación y la distancia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 oct 2014
ISBN9786071623720
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    Pasado presente - Juan García Ponce

    recuerdos.

    I. AÑOS DE PRUEBA

    CINCO viejas higueras, frondosas, de ramas retorcidas, con anchas hojas y pequeños, muy numerosos frutos verdes todavía, formaban el jardín delante del taller de Camargo. Se percibía el sonido de un arroyo. A la improvisada instalación se entraba por una puerta siempre abierta, colocada en medio de una barda de enredaderas con picudas espinas y flores rojas. Estaba en el pueblo de Contreras.

    Camargo era un viejo fuerte, con el pelo blanco, la nariz recta, los oscuros ojos pequeños, enjuto en su fortaleza, moreno, alto. Usaba una inmaculada camisa blanca bajo el grasiento overol de mezclilla, calzaba rudas botas de minero. También trabajaban en el taller sus dos hijos. Ellos no llevaban camisa. Eran tan altos, fuertes y enjutos como su padre. Tenían el pelo muy negro y lacio. Se ocupaban de que la fragua permaneciese encendida siempre, cubriendo el fuego con rescoldos al dejar el trabajo. Contreras era un antiguo pueblo con casas de inclinados techos de tejas a unos diez kilómetros de la capital. La carretera hasta él, verde en esa época, estaba llena de flores y árboles. En Contreras se hallaban los Dinamos de la Compañía de Luz. Hasta ahí llegaban don Lorenzo y su hijo Lorenzo. Iban a recoger los troqueles que utilizaban en la fábrica de don Lorenzo. Él era gordo, alto, imponente, de nariz aguileña, ojos negros y rizado pelo negro. A Lorenzo no le interesaban los troqueles; le gustaban mucho Camargo, sus hijos y el aspecto del taller, con sus fuertes y grasosas mesas sobre las que estaban los delicados instrumentos de trabajo y su fuego al lado. El rumor del arroyo que se escuchaba en el jardín desaparecía apenas se entraba al taller. Sin embargo, éste estaba de hecho al aire libre. Lo formaban sólo unas columnas de madera ennegrecida y un techo de lámina de cartón corrugado.

    Los troqueles no estaban listos. Don Lorenzo protestó rudamente, hablando muy rápido con su, para Camargo y para muchos otros, incomprensible lenguaje, en el que el acento no era exactamente español sino una mezcla de gallego e inexplicable cubano sin c ni z. Lorenzo tenía que traducir, eliminando los insultos. Nuestro infeliz Lorenzo, igual que nosotros, con la diferencia de que él siempre buscaba echarle la culpa a los demás de sus desgracias, adoraba a Camargo, a sus hijos, el taller, la fragua, las higueras, el pueblo de Contreras. Probablemente a don Lorenzo también, pero Lorenzo creía odiar con toda el alma, con todo el corazón, con todas sus fuerzas, con todo su poder de lenguaje (¡ay, muy pobre y limitado!) a su padre.

    El motivo era muy sencillo y, por supuesto, a pesar de todos los defectos que Lorenzo pudiese atribuirle a su progenitor, no tenía nada que ver con una directa responsabilidad suya, sino con la indecisión de Lorenzo que, en todo caso, su padre y aún más que él su madre, supieron aprovechar. Las ambiciones de Lorenzo consistían en el brumoso proyecto de convertirse en escritor, a pesar de que, fuera de su desaforada afición de lector y sus adhesiones culturales, no podía imaginar cómo se realizarían estos deseos. La literatura como ocupación existía para él tan poco como para sus padres y, en última instancia, para el país en general.

    Al terminar la preparatoria en el Centro Universitario México de los Hermanos Maristas fue incapaz de armarse de valor y anunciar que iba a inscribirse en la Facultad de Filosofía y Letras. Siempre había admirado el edificio de Mascarones. En él cambiaban de dirección sus caminatas por la Avenida Hidalgo para entrar a todas las librerías de viejo, contemplar las fachadas de las iglesias barrocas, sentarse a leer un momento, por el gusto de estar ahí, entre las palomas del jardín de San Fernando o en el solitario y hermoso Panteón, despreciar el insufrible tráfico y en Mascarones dejar San Cosme para ir a la cercana Alameda de Santa María la Ribera, con su kiosko de hierro y sus añosos árboles. A un lado de la Alameda, el Cine Majestic exhibía muchas comedias musicales. Pero todo eso no era la literatura y, convencido de que en relación con la literatura nunca sería más que lector, al cabo de unos meses de ocio, aceptó las mucho más razonables sugerencias de su padre de trabajar en su fábrica. Su madre apoyó esa decisión con entusiasmo. Lorenzo sería un poderoso industrial y un digno sucesor de las tradiciones familiares.

    La fábrica tenía oficinas, galerones con altos techos de lámina corrugada bajo los que estaban las máquinas. Lorenzo había sido un mediocre estudiante. Para desesperación de su padre y su madre, resultó un pésimo industrial. Nunca aprendió nada del negocio, intentó acostarse con algunas de las secretarias y se hizo amigo de los obreros. Por el rumbo de la fábrica, en la Colonia Portales, había muchas calles sin pavimentar, con grandes charcos y lodo en la época de lluvias y pasaban vacas cuyo establo estaba en la esquina de la misma calle en la que se había instalado la industria.

    Ahora, Lorenzo había conseguido, arrepentido de su decisión y después de cinco años de fracasos como industrial, salir temprano de la fábrica e ir a la flamante y despoblada Facultad de Filosofía y Letras que, un año antes, en 1954, había dejado el edificio colonial de Mascarones para cambiarse a la moderna Ciudad Universitaria.

    Al dejar el taller de Camargo era muy tarde. Para no oír a su padre, Lorenzo ponía el radio a todo volumen en la XELA. Pero la música no era suficiente. Todavía regresaron a la fábrica. Sin embargo, tarde pero aún a tiempo para tomar algunas clases, Lorenzo pudo llegar a la Facultad de Filosofía y Letras. El estacionamiento estaba casi vacío. Al frente se hallaban unos cuidados jardines con el desigual piso cubierto de pasto, con pirules y jacarandas. A un lado de la Facultad se levantaba el obsceno edificio de la biblioteca decorado enteramente por fuera con un mural de Juan O’Gorman. En la Facultad, Lorenzo escuchó con venerada atención la clase de Técnica Teatral con Fernando Wagner, un alemán que conservaba su acento a pesar de su intachable español y de quien Lorenzo admiraba hasta sus rotundos gestos teutones y sus sonoras carcajadas; Historia del Teatro, no en un salón de clase sino alrededor de una gran mesa, con un americano calvo, de izquierdas, excelente profesor, muy bajo. Poco después sería deportado sin ningún aviso ni razón; adoraba a Gorky y a Sean O’Casey, despreciaba a T. S. Eliot, del que Lorenzo tenía la más alta opinión; pero Allan Lewis lo inició en los secretos de muchas obras, siempre era justo y le quiso poner diez a Lorenzo. Sin embargo, éste ni siquiera estaba inscrito en la Universidad, sólo iba de oyente. La más estelar de todas sus clases, Composición Dramática, con Luisa Zalce, una atractiva autora de teatro, que sustituyó a Rodolfo Usigli, se daba en una mesa más pequeña aún, en un extremo de la Biblioteca de la Facultad. Ella se vestía casi siempre con faldas estrechas, claras, suéteres oscuros, con los cuellos de sus camisas blancas sobresaliendo de ellos y unos zapatos bajos de ante, del mismo color que los suéteres. Fernando Wagner tenía la enormidad de veinte alumnos; Allan Lewis unos doce; Luisa Zalce, cinco, todos los cuales eran rendidos admiradores suyos como dramaturga, como maestra y como mujer.

    Luisa Zalce estaba casada dos veces; de la primera, decía ella, fue culpable su madre y de la segunda, la vanidad. Su actual marido era un dedicado y guapísimo estudiante de filosofía, del que estaban enamoradas muchas alumnas de la Facultad a las que Luisa se lo quitó. Tenía una hija con su primer marido y otra, infinitamente más guapa, con Alfredo Ferrara, el segundo.

    A los íntimos actuales de Lorenzo se los presentó su primo Manuel Bolio Peón, licenciado recién recibido, que aspiraba también a ser autor de teatro, y al que un grupo de estudiantes ya le había puesto una obra, no muy buena por cierto. La estrella indiscutible de esos nuevos amigos era Aquiles Millán, que estaba, desde luego, enamorado de Luisa, que había tenido la gloriosa oportunidad de tenerla desnuda en una cama y al que, ¡oh, desgracia!, no se le paró la verga, por lo cual estuvo a punto de suicidarse esa misma noche cortándose las venas en la tina del baño, como los antiguos romanos. Él era alto, delgado, con una cara de rasgos perfectos, mirada melancólica, pelo con elegantes entradas. Siguió andando con Luisa sin intentar volver a acostarse con ella, sino tan sólo besándola y abrazándola, pues Alfredo tenía una beca en Alemania para estudiar con Heidegger. Otro amigo del grupo era Jorge Iriarte, bajo, con una incipiente gordura y un ridículo bigotito negro como su rizado pelo. Lorenzo adoró más que nadie a Aquiles. Él era el guía espiritual de todos. Había recibido el prestigiado Premio Ruiz de Alarcón, que otorgaba la Asociación de Críticos de Teatro cada año, por su segunda obra, Los sentimientos sencillos, la cual ocurría entre jóvenes estudiantes de preparatoria. Tenía una novia, con la que tampoco se acostaba nunca: Mirna Mazo, baja, con la cara muy bonita, un cuerpo seductor y una voz agradable. Ella vivía con Dorothy Thompson, una americana, muy mala como pintora y escultora, de pelo pajizo, muy delgada y fea. Lorenzo, con su típica desconfianza, acertada en esta ocasión, pensaba que eran amantes. Tenían un pequeño departamento en Madereros, frente al Bosque de Chapultepec. Habían iniciado a Aquiles en una suerte de misticismo hindú en el que los guías principales eran, según Mirna y su amiga, Ramakrishna y Vivekananda. Aquiles les comunicó este conocimiento religioso a sus amigos y Lorenzo se apresuró a leer meticulosamente a Ramakrishna y Vivekananda en inglés, a pesar de que le aburrían de una manera total, que desde luego no era capaz de admitir ante Aquiles, Mirna y su amiga.

    Lorenzo, para asombro de su padre, y su apasionada madre, que creían que lo hacía por el bien de su futuro como negociante, estudiaba por la noche, acompañado por su novia Carmenchu, francés en el IFAL, donde una de las maestras era una mujer muy adulta, vestida de rojo por lo general, cuya ropa le quedaba muy ceñida, que además de fea era muy puta, como muchos alumnos se daban cuenta, entre ellos Lorenzo, sin que ninguno le hiciera caso. Era conocida como Madame Estévez. Por las mañanas muy temprano, trataba de aprender alemán en el Instituto Goethe, solo, pues Luisa Zalce les había dicho, perentoriamente, a sus alumnos que para ser escritor se necesitaba saber por lo menos francés, inglés, alemán, además de español a la perfección, desde luego, por lo cual Lorenzo, siempre obediente en esos casos, tomaba clases de Español Superior con don Julio Torri, que no perdía la oportunidad de por lo menos mirar o agarrarle la mano a las alumnas guapas. Inglés lo medio había aprendido con los Hermanos Maristas y perfeccionado con sus lecturas, para las que se servía de innumerables diccionarios. Carmenchu se aburría con estas clases, no menos que Lorenzo con Ramakrishna y Vivekananda, e igual que él no era capaz de admitirlo. Carmenchu también acompañaba algunas veces a Lorenzo a la Facultad, donde, para vergüenza de Lorenzo, que sí se lo dijo, pero al que ella no le hizo caso, tejía con facilidad y a la perfección suéteres para Lorenzo en una de las salas de espera. En una ocasión, en la clase del maestro Wagner, que, nada tonto en todos los sentidos, apreciaba la belleza de Carmenchu, le preguntó su opinión sobre Hamlet y Carmenchu, siempre vasca y honesta, confesó que no lo había leído. El maestro Wagner se llevó las manos a ambos lados de la cabeza, hizo un gesto de incredulidad, todo de una manera exageradamente teatral, como si le fuese imposible creer que alguien tan bella como Carmenchu no conociese Hamlet y le preguntó a uno de sus alumnos lo mismo. La respuesta del alumno fue insegura e incluía una serie de tétricos lugares comunes. El maestro Wagner, caminando de un lado a otro de la tarima, y con excepcional paciencia, procedió a explicarles Hamlet a sus alumnos.

    Poco después de eso Carmenchu dejó de ir a la Facultad. Lorenzo pasaba por ella con sus amigos Aquiles, Jorge y su primo Manuel. Él tenía una novia, Silvia, bella pero con lentes. Antes había sido novia de Aquiles, todavía estaba enamorada de él y estudiaba Letras Clásicas. Aquiles había escrito una obra de teatro fracasada y que nunca les enseñó a sus amigos titulada Una oración para Silvia. En una conversación privada con Lorenzo le contó el argumento: tres amigos íntimos le hacían la lucha a Silvia. Ninguno tenía posibilidades de éxito más que el personaje cuyo modelo era Aquiles, pero éste se retira de la competencia. Silvia, entonces, arrepentida de no haberle hecho caso a tiempo, se suicida. Lorenzo guardó un tímido silencio ante la naturaleza sádica y ególatra del argumento.

    La familia de Carmenchu era católica, aunque Ernesto Otero, su padre, combatió toda la Guerra Civil como soldado raso, fue de los que vencieron a un número mucho mayor de italianos fascistas en Guadalajara y había sido, antes de la guerra, el periodista liberal más respetado en Irún. Pero las mujeres siempre se imponen (no discutirlo, por favor, está comprobado). Carmenchu y su hermana Mayte estudiaban en el Colegio Lestonac, de monjas, en Avenida Revolución, cerca ya de San Ángel. El Colegio estaba bardeado por una tupida y alta fila de cipreses, para que nadie pudiese ver nunca a las educandas. Ellas llegaban hasta los amplios y distantes terrenos donde estaba el colegio en los camiones de la escuela o en los automóviles de sus familias, nunca en los amarillos y lentos tranvías que transitaban por el centro de la Avenida Revolución; usaban un uniforme azul oscuro con cuello blanco y Lorenzo sólo pudo entrar a ese ámbito privadísimo durante una de las muchas kermeses que organizaban las monjas para reunir fondos, cuando la colegiatura era cuantiosa y bastaba para hacerlas ricas. Chiquis, hermano menor de Carmenchu y Mayte, todavía no estudiaba, quizás sería más justo decir que no estudió nunca, razón por la que, tal vez, quería mucho a Lorenzo, al que consideraba un ejemplar digno de estima, ignorando sus posteriores esfuerzos en la Universidad, que, en cambio, don Ernesto propinaba y alentaba.

    Él tenía una biblioteca vasta y completísima. Hizo que Lorenzo leyese y admirara, por la calidad de las profundas explicaciones de don Ernesto, a Pío Baroja, a Unamuno, a Azorín, a Valle Inclán, muchas de las numerosísimas novelas de Galdós, entre ellas Fortunata y Jacinta, considerada por don Ernesto una de las más grandes jamás escritas. Lorenzo estuvo de acuerdo al conocerla. También lo obligó a leer La Regenta de Clarín, consiguiendo, sin proponérselo, que los ardores sexuales de Ana Ozores fuesen compartidos por Lorenzo y muy mal empleados con su hija, a quien Lorenzo siempre le decía:

    —Tú eres como Ana Ozores.

    Ella no era como nadie; casi no había leído ningún libro para desesperación de su padre y aprobación de su madre. La madre consideraba que las mujeres debían estar en su casa y aprender a cocinar muy bien. Don Ernesto, con su familia, formada por la abuela, Maximina, madre de doña Carmen, sus dos hijas y su hijo, todos con los ojos verdes, vivían donde la calle de Ometusco se unía a la Avenida Nuevo León, que con sus amplios camellones, sus bancas profundas y muy elaboradas y sus altos y añosos dátiles corría diagonalmente. La renta de la casa de Ometusco era, como resultaba indispensable, congelada. La familia de don Ernesto vivía en la parte de arriba. Eso bastaba para ellos. Su pequeñísimo recibidor daba acceso a la escalera. Estaba amueblado con una mesa y dos sillas de madera negra laqueada de Michoacán. La familia, además, tenía como honroso huésped al eminente doctor Monje; no sólo un magnífico médico, sino secretario particular, por mera fidelidad, del líder socialista Indalesio Prieto. Éste vivía a unas cuadras de distancia en la misma Avenida Nuevo León.

    Lorenzo tardó mucho tiempo en conocer la parte superior de la casa de don Ernesto. Cuando ya era novio de Carmenchu, antes de que ella cumpliera quince años y él dieciséis, sólo, groseramente, le chiflaba, de acuerdo con el sonido que usaba toda su palomilla. Carmenchu bajaba al recibidor y algunas veces salían a la calle.

    A Lorenzo, aunque admitía que como todos decían está buenísima, no le gustaba Carmenchu. Él estaba enamorado, sin ningún éxito, de Rosalba Cañedo, una flaca niña mexicana que estudiaba en el Colegio Oxford, sito en la calle de Córdoba. De ella estaban enamorados gran parte de los miembros de la palomilla, pero sólo le hizo caso durante una fiesta, con resultados funestos para las relaciones familiares, a Manuel Bolio. Lorenzo alimentaba sus sueños eróticos con otra alumna del Oxford, María Elena Velasco, que terminó correspondiéndole a Álvaro, el hermano de Lorenzo. Pero cuando Lorenzo se decidió a no perder más el tiempo en ensueños inalcanzables y le hizo caso al amor, reconocido por todos los miembros de la palomilla, de Carmenchu...

    Ella, sea mencionado con todo respeto, logró que renunciara hasta a ser novio, de perdida, de Teté Césarman Martínez, morena del lado de su madre, judía con rasgos finísimos del lado de su padre, que por esa mezcla de sangre aceptó los requerimientos de Lorenzo cuando las demás muchachas judías, muy bellas en su mayor parte, sobre todo cuando eran jóvenes y no se parecían a sus obesas madres, no les hacían ningún caso a los gentiles de la Colonia Hipódromo ni de ningún lado, porque eran goys. Teté se encargó de que la palomilla de Amsterdam le diese una paliza formidable a Lorenzo una noche que, en una fiesta, él se atrevió, en terreno enemigo, a darle una bofetada por puta. No era ninguna puta, sólo estaba bailando con el que se lo pidiera y coqueteando con todos. Fue a la primera muchacha que Lorenzo besó en la boca.

    Todo lo que sucedía en aquella época en la Colonia Hipódromo, que terminaba en el insondable Parque México, merece ser contado. El Parque México tenía muchos árboles de todo tipo; estaba bordeado por jacarandas; lo atravesaban senderos de grava; tenía una pequeña rotonda rodeada de arbustos, en la que el siempre concupiscente Lorenzo besó a Carmenchu varias veces; había otra rotonda con amplios campos de tierra para hacer deportes y donde había una fuente tan fea como todas las de esa época, en la que manaba agua de los pechos de una robusta mujer indígena de concreto; había un lago artificial con rocas también artificiales a base de un cemento perfectamente disimulado; en ese lago nadaban bellísimos y elegantes patos y se oía croar a las ranas; el pasto estaba muy cuidado en todos lados; no había policías ni vigilantes, por lo cual los novios se dedicaban a todos los excesos posibles bajo sus frondosos arbustos, a pesar de que estaba muy bien iluminado; en él abundaban los letreros que menciona Malcolm Lowry en Under the volcano, en correctísimo español: ¿Le gusta este jardín que es suyo? ¡Evite que sus hijos lo destruyan! Ahí las palomillas intercambiaban golpes, con tan entera libertad como los novios besos y las madres judías tejían, por las mañanas, conversando en yiddish. En el Parque México, después de su primera feroz borrachera, tan fuerte que no le permitió ir a la escuela al día siguiente, a los trece años, Lorenzo se fue a chutar con su hermano Álvaro, que también se había emborrachado. La portería estaba formada por dos pinos y Álvaro siempre fue un portero sensacional.

    Pese a la oposición de su madre, Lorenzo y Álvaro dejaron de ir al Instituto México en los camiones de la escuela. Tomaban un Colonia del Valle-Coyoacán o uno de los amarillos tranvías, en los que se podía viajar cómodamente, muy cómodamente, de mosca, parados en el inexplicable fierro que tenían atrás, para gastarse después el dinero del viaje en la tamalería a un lado de la escuela o en la dulcería dentro de la escuela, donde los Maristas terminaban de explotar a sus alumnos, además de meterles la mano apenas podían. Lorenzo, así, fingiendo que no se daba cuenta mientras lo acariciaba el profesor de biología, pasó esa materia en primero de secundaria. También, viajando en uno de los tranvías, tuvo un horroroso contacto con la muerte; al bajar el puente de Coyoacán el tranvía le cortó la cabeza a una criada. No se lo dijo a nadie en la escuela ni en su casa; sólo se quedó con el terrible e imborrable recuerdo de la cabeza separada del cuerpo.

    Don Ernesto tenía la frente muy amplia, con el pelo descubriendo el principio de su cráneo, unas ojeras de piel hinchada, que adquirió durante la Guerra Civil y nunca se le quitaron; doña Carmen disimulaba unas piernas muy bonitas; doña Maximina era dulce, amable, delgada, encorvada, con el pelo blanco muy estirado y cocinaba toda clase de deliciosos pescados, especialmente unas conchas con bacalao en bechamel y, desde luego, bacalao a la vizcaína. En México, toda la familia descubrió con beneplácito el huachinango. Don Ernesto no se cansaba de elogiarlo y exaltaba los pocos sentimientos nacionalistas de Lorenzo, quien comentaba:

    —Al menos eso tenemos; muy buena comida de todos tipos.

    A pesar de ello, Lorenzo era muy delgado, tomaba pambazos, quesadillas y tacos en todos los puestos que indias muy arrugadas, con niños chicos al lado, instalaban en muchas esquinas, sin dejar de soplar su anafre.

    Don Ernesto era el encargado del restorán en el Centro Vasco, un enorme salón en la calle Madero. Con la llegada de los refugiados, los Centros proliferaron. Ya había, inevitablemente, un Centro Asturiano y un Centro Gallego, pues la mayoría de los inmigrantes eran de esas dos regiones. Sin embargo, los vascos discriminaban a los que no fuesen de nacionalidad vasca. Don Ernesto, que había vivido casi toda la vida en Irún, que se casó con una vasca de Fuenterrabía, y sólo tuvo un hijo mexicano, porque la guerra interrumpió su procreación convirtiéndolo en soldado, había nacido en Madrid. En el restorán del que fuera encargado y donde se comía suculentamente, lo discriminaban. Don Ernesto se cansó, renunció al restorán del Centro Vasco, y nadie de su familia volvió ahí, aunque los dos hermanos de doña Carmen estaban casados con vascas de Francia y España respectivamente.

    Lorenzo ya entraba a la parte alta de la casa de don Ernesto. Él fue el único que, años después, se alegró de la decisión de Lorenzo de estudiar Letras. Sus dos hijas habían terminado secundaria en el Lestonac, sin brillar mucho en los estudios, pero sí en las kermeses. Seguían las dos mecanografía y taquigrafía en una Academia cerca de su casa, en la Avenida Insurgentes. Lorenzo esperaba a Carmenchu sentado en la baja barda de ladrillos rojos que rodeaba todo el inmenso terreno baldío, poblado de girasoles en una época del año, entre la misma Avenida Insurgentes, la calle de Chilpancingo al fondo y por los lados la Avenida Baja California y la calle de Tlaxcala. A Mayte la esperaba, sin hablarle a Lorenzo, pues las diferentes palomillas no se llevaban entre sí, una larguísima sucesión de novios.

    La primera de las muchas traiciones de Lorenzo ocurrió cuando cambió a los amigos de su barrio por nuevos amigos de origen yucateco. Con ellos, iba a bailar a todo tipo de cabarets decentes con sus padres y Carmenchu y a todo tipo de cabarets indecentes solo con sus nuevos amigos. Estos cabarets abundaban, eran muy oscuros y ejercían una total seducción sobre Lorenzo. Con sus amigos yucatecos, iba a bailar mambo con la genial orquesta de Pérez Prado en el Salón Los Ángeles, si bien nunca fue una estrella del baile; también iba a bailar con Carmenchu y las novias de sus amigos a muchos salones decentes. Carmenchu usaba vestidos largos, sin hombros y muy escotados por la espalda que literalmente volvían loco a Lorenzo y sus amigos lo envidiaban.

    Entre los cabarets indecentes, el favorito siempre fue Las Mil y Una Noches, donde la Orquesta América tocaba chachachás; había otra orquesta tropical muy buena, cuyo cantante les dedicaba a Lorenzo y sus amigos Cosas del alma, a pesar de que las cosas que se dirimían ahí eran del cuerpo. Tomaban cantidades fabulosas de ron Batey con Coca-Cola y bailaban de la manera más excitante posible con las ficheras. En Las Mil y Una Noches, además, mientras tocaba la Orquesta América, bailaban con mínimos bikinis unas exóticas cuya estrella era Vicky Villa y antes todavía, con la pista acordonada por policías para que no se tiraran al ruedo calientes espontáneos, bailaba sólo con unos muy chicos calzones Sátira, cuyos pechos eran maravillosos y ella se acariciaba, haciendo ruidos de placer, para delirio y excitación de todos. En otro cabaret, de más bajos fondos aún, el Bremen, la exótica se llamaba Marbella; era rubia y dejaba a los que podían llegar de rodillas hasta ella, besarla en el sexo. Lorenzo lo intentó varias veces, pero Marbella siempre daba pasos laterales y nunca lo logró. Durante una noche de excepcional buena fortuna, le pareció que Vicky Villa le coqueteaba. Procedió a seguirla a su camerino y se encontró ahí al todopoderoso luchador Rito Romero. Lorenzo se retiró de inmediato, aterrado, debemos decir que con toda la razón.

    En otra noche tormentosa, no menos borracho, cuando ésta se prolongó hasta llegar a Las Veladoras, donde se tomaba Anís del Mono con agua, Lorenzo, con dos de sus amigos yucatecos, pues otros dos habían desertado entre vómitos y arrepentimientos nunca cumplidos, en medio de la oscuridad casi total, sentaron a tres ficheras en su mesa.

    Lorenzo ya trabajaba en la fábrica de su padre y manejaba la camioneta Dodge azul pálido. La fichera que aceptó sentarse a la mesa con Lorenzo era rubia y muy guapa. Desde que bailaron por primera vez, dejó que Lorenzo se pegara muchísimo a ella. A las ficheras les servían agua pintada o cualquier brebaje inocente en vez del Anís del Mono que Lorenzo y sus amigos tomaban sin parar. Cuando la orquesta atacaba una pieza lenta, la fichera, Virginia se llamaba, se dejó besar primero en el cuello y luego en la boca, lo que resultaba excepcional. Hasta en los cabarets abiertos durante toda la mañana inclusive y donde se cobraba a peso la pieza, las ficheras nunca se dejaban besar en la boca. El romance entre Virginia y Lorenzo prosiguió. Al aceptar ella, sin despedirse de sus amigos ni pagar, obviamente, la parte de la cuenta que le correspondía, Lorenzo se llevó a Virginia a su camioneta. Ella se puso un abrigo sobre su escotado vestido antes de que salieran de Las Veladoras. La borrachera y el asombro ante la buena suerte de Lorenzo no tenían calificativo posible. Intentó llevar a Virginia a uno de los muchos hoteles en la calle de Bolívar. Ella se negó y le propuso ¡ir a su casa! Fue guiando a Lorenzo por calles cada vez más apartadas, sentada junto a él, dejándose besar en la boca, agarrar las piernas y los pechos, sin el abrigo, tirado en el asiento trasero.

    El camino le pareció a Lorenzo eterno y al mismo tiempo muy corto. Virginia le acariciaba el cuello y tenía la cabeza apoyada en el hombro de él, que manejaba con una sola mano y cuya borrachera, a pesar de todo, no se le había quitado.

    Al llegar a la casa, de dos pisos, Virginia le suplicó a Lorenzo que no hiciera ruido: sus dos hijos estaban dormidos ahí. En silencio, pero con una botella de ron Potrero que Virginia sacó del armario, subieron hasta el cuarto de ella. Esta vez, Virginia tomaba de verdad junto con Lorenzo el ron servido en pequeños vasos, colocados en la mesilla de noche cuando los dos, abrazados y besándose en la boca, cayeron a la cama.

    A pesar de su borrachera, Lorenzo no lo hizo tan mal. Le pareció que había logrado hasta que Virginia se viniera o lo fingiese a la perfección abrazándolo con fuerza, besándolo en el cuello, la boca, el pecho, el sexo, suspirando tan ruidosamente como Sátira en Las Mil y Una Noches.

    Cuando despertó por la mañana, con Virginia dormida a su lado, Lorenzo comprobó con sorpresa que debería ser tan mayor como Blanche Dubois en A streetcar named desire, por eso, igual que Blanche Dubois, evitaba la luz directa. Ahora, en cambio, estaba dormida profundamente, con la boca abierta, el rimel corrido y casi toda su pintura de labios en el cuerpo y la boca de Lorenzo. Él recogió su ropa esparcida por todo el piso, con más silencio aún que al entrar con Virginia a su casa. Se vistió lo más rápidamente posible. La puerta del cuarto de los niños estaba entreabierta. Lorenzo pudo verlos dormidos en sus camitas, con la boca cerrada. Bajó sigilosamente, como un ladrón, sintiéndose más culpable y menos exitoso que cualquier ladrón.

    Tenía una cruda espantosa: pero eso no era nada junto con su desilusión ante el verdadero aspecto de Virginia. Estaba en la Colonia Moctezuma, en la calle 16 Norte. Las casas, de dos pisos, tenían, todas, un aspecto deslavado y triste. También la calle, larga y sin árboles. Todo se veía gris. Lorenzo conocía bien la Colonia por sus visitas con su padre a otro de los talleres que sólo un tan ávido negociante como don Lorenzo podía encontrar. No le fue difícil dejar esa Colonia y llegar hasta su casa, a pesar de la cruda, la desilusión y un agudo sentimiento de traición a cualquier principio de la decencia. En su cuarto en la calle de Ensenada, sus hermanos ya se habían levantado. Lorenzo cayó en la cama tan pesadamente como había caído en la de Virginia, pero esta vez sin ninguna mujer en sus brazos.

    Álvaro, el hermano menor de Lorenzo, ya había abandonado a María Elena Velasco y a la palomilla de su barrio; ahí nunca destacó mucho: era demasiado limpio en las peleas. Estudiaba en la Escuela Nacional de Arquitectura, donde le hacían toda clase de crueles perradas a los alumnos de primer año. Álvaro las había sufrido con el mismo estoicismo que todos sus compañeros: ser cubierto de chapopote, emplumado, pintado de todos colores, desfilar por el centro de la ciudad con los alumnos mayores guiándolos a latigazos, ser rapados y esperar todo un año sufriendo las mayores vejaciones para hacer lo mismo con los de reciente ingreso, cuando los perros ya habían dejado de serlo. La Escuela Nacional de Arquitectura estaba en el edificio de la Academia de San Carlos, detrás del Zócalo. Álvaro casi no tenía amigos en ella.

    Asistía permanentemente al Parque Arturo Mundet. A él iban muchas viejas y señoras jóvenes refugiadas españolas, con sus numerosos hijos y hasta algunos maridos. Ellos jugaban dominó y billar o conversaban y tomaban café en los salones de recreo. Ellas se pasaban el día bajo algún árbol, tejiendo sobre el cuidado pasto, comían ahí con sus hijos, maridos y madres, tortillas de patatas, carne empanada y otras delicias por el estilo. Los jóvenes jugaban tenis, frontón con raqueta o nadaban en la pequeña alberca, rodeada por techos sostenidos por arcos muy amplios, que pronto fue sustituida por otra de dimensiones olímpicas.

    Desde la lejana Colonia Hipódromo al Parque Arturo Mundet, sito en un enorme terreno en Ejército Nacional, con un estricto portero uniformado en la reja, Álvaro llegaba sólo mediante el transbordo de muchos camiones de línea y caminando, con gran placer, por la Avenida Manuel Ávila Camacho. Por ella pasaban muy pocos coches. Tenía en el centro un triple camellón, en los dos lados exteriores con pasto y castaños y, entre ellos, un camino de grava en que montaban poderosos y bellos caballos no menos poderosas y bellas amazonas y hasta algún caballero. Cuando las amazonas tenían una belleza más allá de lo común, un garbo singular, su montura era recia, con un pelaje deslumbrante, grupas y ancas muy fuertes, y cascos cuyo elegante paso levantaba el polvillo del camellón central, muchas veces, los paseantes en el pasto se detenían para verlas pasar y les aplaudían. Ellas respondían a estos aplausos con amables sonrisas, llegaban hasta a quitarse el sombrero, cordobés en algunas ocasiones, y los aplausos arreciaban.

    Del Parque Arturo Mundet, toda la familia de Lorenzo era socia, pero sólo Álvaro aprovechaba esta feliz oportunidad. Ahí conoció a muchas refugiadas españolas, por lo general de una belleza notable, a algunos aparentemente malhumorados pero amigables en el fondo refugiados y hasta a una familia de campechanos, la del doctor Pizarro, cuyas dos hijas menores podían competir en atractivo con las refugiadas. La de en medio se hizo novia de un valenciano de ojos claros y pelo casi rubio. La menor, con pelo más rubio aún, ojos oscuros, un perfecto perfil y un cuerpo muy desarrollado para sus catorce años, con esa tendencia de los campechanos y los yucatecos que no pertenecían a la Casta Divina a poner nombres extranjeros cuya traducción desconocían, se llamaba Vania, sin que sus padres supiesen que ése era un apelativo cariñoso masculino en ruso. Lorenzo sí lo sabía por la obra de Chéjov.

    En el parque Mundet le decían a Álvaro el terrible, no porque lo fuese sino porque empleaba esa palabra continuamente. Cuando conocieron también a Lorenzo, en las tres posadas que los padres de Lorenzo y Álvaro organizaban cada año, por pura alcahuetería de la madre con Carmenchu, a la que adoró desde el primer momento, mientras no paraba de hablar mal de la Nena, amiga íntima de Pilar, su hija, a la que le tenía celos y, por supuesto, de Rosalba Cañedo, Lorenzo para los socios del Mundet pasó a ser otro de los terribles.

    Entre las muchachas en flor del club había tres cuya belleza impresionó a Lorenzo: las hermanas Herrera, cuya cara, cuyos cuerpos eran casi irreales en su perfección, destacando en la mayor el cuerpo y en la menor la cara y Elvira Viru Guillén. Su padre fue un prominente miembro del gobierno republicano y ahora vivía con su familia en un modesto edificio de departamentos en Insurgentes esquina con Aguascalientes, ocupando una mínima parte del quinto piso, que tenía otros cuatro departamentos y para subir al cual no había elevador. Lorenzo, obstinadamente infiel, llegó hasta a visitar a Viru en ese departamento, para asombro de ella, que siempre se encontraba al terrible en las cercanías de su casa y nunca supo ni siquiera por qué, aunque lo llevó a su casa y le presentó a su padre, su madre y su hermano menor. Viru tenía la frente amplia, ojos verdes y una sonrisa adorable. Las hermanas Herrera tampoco le hicieron ningún caso a Lorenzo. Ellas vivían en la distante Colonia Juárez, donde habitaba la mayor parte de los refugiados y Lorenzo ni siquiera conoció su departamento.

    En las posadas, donde sólo se bailaba, se comían pequeños sandwiches, los hombres consumían ron y las mujeres ponches preparados por la madre de los terribles, Lorenzo no podía resistir la tentación de bailar todo lo posible con Rosalba Cañedo. Su madre se ponía furiosa, aún más furiosa que Carmenchu.

    También asistía a ellas Manuel Bolio, cuyo éxito con Rosalba, para bienestar de las relaciones familiares, había disminuido y que no tenía ninguno entre las refugiadas. En esas posadas se tocaban principalmente piezas lentas, con algunas famosas orquestas americanas, en el tocadiscos. Se desarrollaban en el patio posterior de la casa, cubierto de mosaicos rojos, con sólo un raquítico árbol en una de las esquinas. Con gran repudio de los refugiados, Lorenzo se atrevía a poner de vez en cuando un disco de música tropical. Al final, cuando ya quedaban pocos invitados, Pilar se había retirado para dormir en casa de la Nena, con espantosos infundios sobre su lesbianismo por parte de la madre; Álvaro se había ido a dejar a Vania junto con su hermana mayor, la más fea, con muchos barros y un novio campechano, y la de en medio con su novio valenciano; bajo la mirada medio adormecida de don Lorenzo, Lorenzo bailaba, ahora sí, todo el tiempo con Carmenchu. Mayte seguía igual de solicitada y Lorenzo empezaba a pensar de qué subterfugios se valdría para llevar solo a su casa a Carmenchu y acariciarla y besarla lo más posible en el camino.

    Carmenchu ya entraba frecuentemente a la casa de Lorenzo y hasta comía ahí, invitada, como cabe imaginar, por la madre de Lorenzo, quien ponía en ella, como diría Dios de Cristo, todas sus complacencias, dado que su hijo sólo era bienamado cuando se pensaba que obedecería a su padre, se ocuparía del negocio y se casaría con Carmenchu.

    Lorenzo dormía con Álvaro y Raymundo en una misma, enorme, habitación del segundo piso; al lado estaba el cuarto de Pilar y los padres tenían su también amplio cuarto en una habitación que daba a la calle, junto al costurero de la madre. En ese segundo piso, se encontraba el único baño entero que todos utilizaban y un gran hall con chimenea, nunca prendida, porque la madre, tropical al fin y al cabo, decía que ese artefacto era innecesario. Al segundo piso se llegaba por una curvada escalera. En la planta baja estaba otro hall con chimenea, tampoco utilizada, y donde por lo general se reunía la familia. A un lado de ese hall se hallaba la lujosa sala, a la que no se entraba casi nunca y en el sitio contrario el enorme comedor con su gran mesa, sus aparadores, sobre uno de ellos dos vinateras moradas de cristal cortado alargadas y estrechas, un grabado en relieve de plata oscurecida con tema bíblico y la enorme lámpara con múltiples candiles y vidrios esmerilados llamada araña, que Lorenzo recordaba en la casa de sus padres desde que ellos vivían en Campeche.

    En la habitación donde dormían los hermanos, una tarde en que no había nadie, Lorenzo entró con Carmenchu. Ella traía un traje de seda gris con pequeñas flores moradas, un escote en pico, un ancho cuello que se doblaba sobre el principio del escote, se cerraba con una larga hilera de pequeños botones forrados con la misma tela del vestido y abrochados con argollitas. Los botones recorrían el vestido desde el escote hasta el fin de la falda. El cinturón era de la misma tela. Los límpidos ojos verdes de Carmenchu miraban confiadamente a Lorenzo cuando se sentó en la cama de él. Lorenzo, de pie frente a ella, le tomó la cara con las dos manos y se besaron muy largamente en la boca. Después, sin que la voluntad de Lorenzo interviniera, su mano derecha se dirigió hacia el escote. Carmenchu seguía con los ojos fijos en él. La mano de Lorenzo entró al escote, le agarró el principio de uno de los pechos. Carmenchu no se movió. La mano de Lorenzo pasó indistintamente de un pecho a otro y llegó hasta los pezones. Debe haber sido una escena interminable. Lorenzo acariciaba los pechos y besaba a Carmenchu; Carmenchu se dejaba acariciar y besar.

    —No, por favor. No seas malo —murmuró al fin

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