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Crónica de la intervención, II
Crónica de la intervención, II
Crónica de la intervención, II
Libro electrónico778 páginas18 horas

Crónica de la intervención, II

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En esta novela, el imaginario sexual y el cuerpo de la mujer son el hilo narrativo de la historia. Las protagonistas, Mariana y María Inés, dos mujeres idénticas, son paralelas que se juntan en un tiempo y espacio finitos. Steven Bell afirma que "en ninguna otra obra de García Ponce (1932-2003) se han entretejido mejor y con mayor armonía los conceptos con la anécdota, las ideas con los personajes".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 oct 2014
ISBN9786071623713
Crónica de la intervención, II

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    Crónica de la intervención, II - Juan García Ponce

    letras mexicanas


    CRÓNICA DE LA INTERVENCIÓN

    II

    JUAN GARCÍA PONCE


    Crónica de la intervención

    II

    letras mexicanas


    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    Primera edición (Bruguera), 1982

    Segunda edición (Conaculta), 1992

    Tercera edición (FCE), 2001

    Primera edición electrónica, 2014

    D. R. © 2001, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-2371-3 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

    TOMO I

           I. Con Esteban

          II. Primera comunión

         III. Evodio Martínez

         IV. Carta de Anselmo

          V. Posibilidades

         VI. Grabación técnica

        VII. Noche de fiesta

      VIII. Conversación sobre el futuro y el pasado

         IX. Fin de semana

          X. Páginas de diario

         XI. Grandes perspectivas

        XII. Coincidencias

       XIII. Hacia atrás

       XIV. La visita

        XV. El deporte y la cultura

      XVI. Carta de Anselmo

     XVII. Recapitulación y nuevos avances

    TOMO II

       XVIII. Viaje al paraíso

         XIX. La gravedad y la gracia

          XX. El otro espejo

        XXI. Proyecto del doctor Alfonso Raygadas para un opúsculo sobre un caso de personalidad múltiple

        XXII. El regreso

       XXIII. Rendición incondicional

       XXIV. Pornografía

        XXV. Desvaríos y presagios

       XXVI. Los reinos fronterizos

      XXVII. Páginas de diario

     XXVIII. Dificultades imprevistas

        XXIX. Sucesos (públicos y privados)

         XXX. Con Esteban

    TOMO II

    XVIII. VIAJE AL PARAÍSO

    MARIANA LE HA PEDIDO A ESTEBAN que la lleve a conocer el lugar donde tomó las fotografías reproducidas en la revista suiza que ella echó bajo la puerta en la casa de éste con una nota suya diciéndole que había ido a verlo y Esteban aceptó. Era una huida momentánea, una necesidad de olvido, un abandono de las exigencias del momento, sumados al urgente deseo de estar solos consigo mismos y contemplarse en sí mismos. Esteban no había terminado de acostumbrarse a la súbita emoción y la ternura que le invadían al encontrar de pronto en su clóset junto con su ropa, distintas prendas de Mariana y hallar en los más inesperados lugares de la casa rastros de su presencia en la feminidad de unos calzones olvidados en el baño o en el arbitrario carácter de los libros y cuadernos que traían a la memoria sus trabajos como maestra. Muchas veces Mariana corregía tareas en la sala de Esteban. Él la encontraba en su casa al llegar o la oía abrir la puerta con su propia llave mientras leía en la sala y hacía a un lado el libro en espera del seguro milagro de su aparición. La manera en que la continua posibilidad de esa presencia femenina se hacía poco a poco dueña de la casa resultaba casi imperceptible, pero por eso mismo la maravilla de su evidencia jamás disminuía. Era la ropa de Mariana, los objetos de Mariana, el inesperado olor de su piel en algún sitio y todo eso era Mariana que lo rodeaba y lo hacía moverse gozosamente olvidado de sí en el interior del círculo que ella creaba, cambiándolo todo y al mismo tiempo haciendo ver de una manera más secreta su realidad antes de que ella se la apropiara por completo, desdeñándola casi, como si no advirtiera o no le importara su propio poder. Las palabras para decírselo eran muy sencillas: Estoy cercado enteramente por ti. Pero Esteban no las encontraba, tal vez porque no eran en verdad necesarias. El silencio interior desde el que podía mirarla, como si algo que había esperado siempre se hubiera hecho al fin visible y desprendiéndose de sí mismo le revelara la auténtica calidad del espacio, era mucho más elocuente. Lo que se encontraba entonces no podía definirse más que como una felicidad sin nombre, absurda y frágil como un animal demasiado pequeño que desde su independencia nos requiere. Entonces, Mariana sentía vergüenza ante la mirada de Esteban. Se reía y le tiraba algo a la cara. No me mires así. Pero era mucho más que la mirada. Era también esa continua presencia hasta en la ausencia, cuyas señales encontraba en la muda magia de los objetos ajenos a la maravilla que representaba pertenecerle a Mariana. Y ella entraba y salía de esa casa que era su casa sin dejar de tener a su vez la suya y de encontrar también en ella los rastros de la presencia de Esteban, de tal modo que, sin darse cuenta, los dos seguían esas huellas para encontrarse finalmente en la imprecisa meta que eran ellos mismos. El sueño se había hecho realidad; pero al hacerlo la realidad era como un sueño. Cuando estaba a solas, Esteban gustaba de encerrarse en el cuarto oscuro sin pensar para nada en su trabajo, nada más para sentir la emoción que experimentaba al encontrar a Mariana en su casa al salir de nuevo a la luz. Algunas mañanas, mientras Mariana dormía en la estrecha cama de soltero de Esteban, al despertarse, él dejaba sigilosamente el cuarto sólo para poder entrar más tarde y abrir bruscamente las cortinas encontrando al mismo tiempo la luz que jugaba entre las ramas del fresno y el rostro malhumorado de Mariana al despertar. Y luego también iban a la casa de ella y colocaban en su librero los libros de Esteban que él quería tener allí. Mariana ponía un blanco mantel sobre su mesa redonda y cenaban en la casa las cenas que cuidadosamente ella preparaba sin permitirle nunca saber a Esteban en qué iban a consistir hasta que tenía los platos delante. Tal vez ese conjunto de tonterías era lo que ahora ella quería sentir lejos de todo y Esteban estaba de acuerdo.

    No hay mundo exterior para los amantes; pero todo es exterior en ellos. Cuando lograba dejar lo suficientemente temprano el trabajo en la oficina, Esteban iba a buscar a Mariana al instituto donde daba clases. Entonces recordaba la carta de Anselmo y mientras esperaba, igual que lo había hecho su amigo, repasando los estantes en la librería de junto, sentía que era Anselmo y estaba usurpando su lugar. Era una sensación contradictoria. No llegaba a molestarle, porque ese tiempo de espera, tal como Anselmo lo había escrito, era un tiempo hueco; sin embargo, el lejano conocimiento de esa usurpación relegada a un sitio distante de su propia persona, pendía sobre él. Luego, de pie frente a la amplia puerta del instituto, veía avanzar a Mariana hacia la salida entre los demás maestros y alumnos, ligeramente encorvada y sosteniendo con un brazo la bolsa y sus libros de maestra contra su pecho y era su Mariana. Se habían encontrado una segunda vez y ella lo eligió también a él. Necesitaba poseerla, saber que era suya, en la misma medida en que se sabía enteramente poseído por ella. Pero también, antes, estuvo con ella una primera vez porque Anselmo fue a dársela y ella había aceptado esa entrega, aunque después se perdiera y fuese sustituida por la imagen de otra. Lo que Esteban quería poseer entonces era también esa posibilidad de darse sin ninguna discriminación que determinaba uno de los aspectos de Mariana. Poseer lo que negaba la posesión dándose y sin embargo buscar y necesitar esa imposible posesión que se negaba al hallarse en alguien inevitablemente ligada a la capacidad de darse, del mismo modo que María Inés había hecho a un lado la realidad de Mariana al aparecer. No obstante, era Mariana la que se acercaba disimulando su timidez con una sonrisa, como si siempre le sorprendiera encontrar a Esteban esperándola, igual que él se asombraba, cuando Mariana estaba dormida en la cama de su casa o en la de Esteban, de encontrarse junto a ella. Pero entonces, esa interioridad que se hacía toda exterior cuando estaban juntos y los dejaba solos frente a la imagen del otro, dueña por completo de la pura radiación de su visibilidad, le daba al mundo a su alrededor una ligereza que los llevaba a transitar por él como si imperceptiblemente el espacio se abriera a su paso. Sólo se puede hablar metafóricamente de esa forma de experimentar la realidad; pero no era una metáfora, a no ser que la realidad misma fuese una metáfora. Estaban las calles alrededor del instituto y los cafés y restaurantes y los cines a los que a veces iban, pero todos esos sitios los rodeaban ocultándose en ellos, como si sin saberlo los necesitaran para ser en verdad. En ese estado todo se mostraba sólo a través de ese mágico como si que establece una relación secreta y Mariana y Esteban eran los amantes que se habían encontrado para que en ellos la realidad se desplegara a su alrededor, bella y silenciosa, disimulando su propia caída y pretendiendo mantenerse siempre en suspenso, como si el amor fuese posible.

    Ninguno de los dos lo sabía. Había muchos elementos inquietantes en su encuentro, pero la exigencia de verse a sí mismos era más fuerte y podía permitirse hacer a un lado y postergar el enfrentamiento a los obstáculos. La última noche que estuvieron en la ciudad antes de emprender el viaje hacia ese lugar en la costa que Mariana no conocía y al que Esteban no había regresado nunca, después de muchos rodeos, como lo hacía siempre antes de decir algo de cuya oportunidad no estaba segura, en su casa, Mariana le confesó a Esteban que le había prometido a su madre cenar con ella. El pretexto que necesitaba expresar como irrefutable razón lógica fue que tenía que darle algunas explicaciones a su madre para que pudiese sustituirla en sus clases durante el tiempo del viaje. Esteban reconoció para sí mismo que en cualquier otra circunstancia esa justificación tan obviamente falsa le hubiera molestado. Sin embargo, ahora la transformaba el hecho de mostrar una de las maneras de Mariana. Sin desaparecer, la irritación se convertía en aceptación. Mariana era esa figura dependiente de las cosas que menos se podían esperar y que se avergonzaba de esa dependencia sin poder evitarla. Probablemente era una falla, pero también otras muchas de las que las costumbres habituales podían considerar fallas mucho más graves hacían de Mariana la persona que Esteban tenía ahora delante. Débil e inconcebiblemente fuerte en razón de esa debilidad; incapaz de comprenderse a sí misma y cediendo sin ninguna resistencia entre los impulsos e imposiciones de ese sí misma que la configuraba y tantas veces eran para ella un motivo de exasperación y desconcierto. De manera que subieron al departamento de arriba y allí estaba sentado como siempre en el más profundo sillón de la sala e incapaz de levantarse a saludar cuando entraron Esteban y Mariana el padrastro de ella y allí estaba, excitada y ligeramente ansiosa, incapaz de ocultar su satisfacción ante el hecho de que su hija fuera con su nuevo amante a cenar con ella, la madre de Mariana. No resultaba difícil saber que la conversación sobre las clases duraría sólo unos minutos. Su madre ya había sustituido en muchas otras ocasiones a Mariana. Tampoco era difícil advertir que antes de que la cena terminara Mariana ya estaba exasperada por la manera en que su madre la rodeaba de atenciones y no se perdonaba haber cedido a la petición de pasar esa última noche con ella. Cuando la madre se dirigió a Esteban mientras tomaban el café para pedirle que cuidara mucho a su hija, Mariana se levantó de la mesa y dijo que quería salir lo más temprano posible al día siguiente y necesitaban acostarse pronto. Recibió en el colmo de la exasperación el beso de despedida de su madre y salió de la casa sin volverse a mirarla. Estaba esperando en el pasillo cuando Esteban logró salir también. Pero apenas se cerró la puerta del departamento ya era otra. Tomó de la mano a Esteban y bajaron a la casa de ella. Habían decidido pasar la noche allí. Esteban tenía preparada su maleta en su casa desde la tarde. Vio a Mariana poner la suya sobre su cama y empezar a sacar prendas de los cajones de su cómoda y del clóset. Algunas eran conocidas, otras no. La ropa de Mariana. Consultó a Esteban sobre la conveniencia de llevar puesta durante el viaje la misma falda de dril azul pálido con que fuera a verlo el primer día después de que él había leído la carta de Anselmo. Luego cerró la maleta, la quitó de la cama y empezó a desvestirse. Mariana desnuda. Pero nunca se quitaba los calzones hasta que Esteban estaba desvestido también y el acercamiento inicial de sus cuerpos se continuaba en la cama.

    Salieron al día siguiente por la mañana, aunque más tarde de lo que habían planeado. Siempre era difícil despertar a Mariana y más aún tener prisa luego. Desde la cama, Esteban la siguió con la vista mientras salía del cuarto. La interminable espalda con el marcado dibujo de la columna vertebral, la cintura, las caderas, las ceñidas y redondas nalgas de Mariana cercadas por esa piel cuyo tono y cuya calidad eran siempre una sorpresa. La distancia de la vista creaba la más estrecha cercanía. Podía verla y recordar en su propio cuerpo la realidad de lo que estaba viendo. Ni cerca ni lejos: en ella. Y luego Mariana estaba desnuda en la cocina y Esteban podía dejar la cama desnudo también y pegarse por detrás a ella que vigilaba la estufa. Abrieron las cortinas para desayunar desnudos en la sala y ver afuera la recta línea gris de la calle y la discontinua hilera de árboles. Luego Mariana dejó a Esteban para ir a abrir las llaves de la tina. Lo llamó desde el baño, dentro de la tina ya. Esteban la miró un momento revelada a través del agua transparente antes de entrar también. Bañarse juntos, secarse juntos, vestirse juntos en el cuarto de Mariana. Ella se puso unas sandalias blancas que no le gustaron a Esteban. No se lo dijo hasta mucho después, pero en ese momento fue una suerte de signo de esos obstáculos desconocidos en los que ninguno de los dos quería pensar y que mantenían ocultos con la ayuda de sus cuerpos. Sin embargo, sus cuerpos eran los que eran dos. Podían sentir que estaban juntos por completo, pero siempre había una imperceptible separación: ese momento en que Esteban pensaba algo y Mariana no lo sabía y que forzosamente también debía repetirse en ella. Bastaban unas sandalias blancas para que Mariana estuviese enfrente; pero tampoco bastaban: eran sólo el símbolo de otra cosa. La separación se borraba de la misma manera imperceptible en que se había abierto. Esteban tomó la maleta de Mariana y dejaron el departamento. Todavía había que ir a la casa de él. Ya era mucho más tarde de lo que suponían. Mariana esperó en el coche a que él subiera a cambiarse y a recoger sus cosas. Frente a la casa de Eugenia y Delia, pensó Esteban; pero no había ningún peligro de que cualquiera de ellas saliera y viese a María Inés en el automóvil. No era María Inés, era Mariana para él mientras se cambiaba rápidamente de ropa; sin embargo, tuvo que volver a subir porque al entrar de nuevo al coche, después de poner su maleta en la cajuela, Mariana le dijo que se había olvidado de traer alguna cámara. También ese olvido era significativo. ¿Para qué fijar otra imagen de la que ya era una imagen? No obstante, cuando al fin dejaron atrás la ciudad, dos de las cámaras de Esteban estaban en el asiento trasero. Pero ahora avanzaban por la carretera y el espacio del mundo los rodeaba. Esteban manejaba y Mariana estaba a su lado sin que él se ocupara de mirarlo más que muy de vez en cuando. Mariana se hallaba allí y en cambio a su alrededor todo cambiaba. Primero estaban los cerrados bosques de pinos y luego el espacio se abría en los llanos verdes y amarillos cubiertos de pequeñas flores moradas algunas veces como por una alfombra y luego de nuevo los pinos. También el clima cambiaba. Después del mediodía empezó a hacer calor y muy pronto el paisaje era tropical y resultaba totalmente diferente. Tierra seca y grandes árboles elevándose solitarios en medio del llano como inmóviles y recogidos gigantes cuyo lenguaje nadie entiende. Seguir el trazo de la carretera haciendo obedecer tan fácilmente al automóvil era un placer que algunas veces adquiría una ridícula intensidad para Esteban. Empezaron a descender hacia una cañada en el centro de la cual había un río que en esa época llevaba mucha menos agua de lo que su ancho cauce permitía suponer. Desde la altura de la carretera, a lo lejos, podía verse a varias mujeres lavando ropa en la orilla, rodeadas de niños desnudos que entraban y salían del agua. Esa imagen bucólica probablemente falsa, pero cierta desde la lejanía, tenía algo tierno y bondadoso en su ingenuo y quizás imposible primitivismo que conmovió con una rara dulzura a Esteban. Estaba solo también con ese sentimiento y mientras, Mariana lo miraba disimuladamente sintiendo una suerte de inexplicables celos ante la relación de Esteban con el automóvil. Era ésa otra vez entonces: nunca se está total, absoluta, enteramente juntos. Pero bastaba otra vez también con que Esteban se volviera un instante a mirarla y pusiese una de sus manos en el muslo de ella levantándole la falda para que de nuevo fuesen los dos en el automóvil, separados de todo y en el centro de todo. Casi no habían hablado. Esteban manejaba siempre en silencio; pero en ese momento comentó mientras pasaban por encima del puente bajo el cual corría el delgado río:

    —¿Viste a las mujeres lavando? Sentí una vergonzosa nostalgia. Estamos muy lejos de ellas y de pronto me gustaría estar cerca, ser simple y sencillo, aunque lo más probable es que tampoco ellas lo sean y la imagen sólo importa por su lejanía. Tratar de acercarse sería destruirla.

    —No quiero entenderte y sin embargo, sé lo que dices. Al verte manejando tuve celos y luego ya no porque me di cuenta de que estabas conmovido por algo.

    La mano de Esteban dejó el muslo de ella, le desabrochó dos botones de la blusa y tocó uno de sus pechos. Mariana puso la suya encima.

    —Quédate así un momento —dijo.

    El río con las mujeres y los niños había quedado atrás y entre Mariana y Esteban sólo estaba ahora su deseo, un deseo único, que era el mismo para los dos y al que se entraba y del que se salía imperceptiblemente. Afuera el mundo y adentro su deseo, dueños los dos de la misma ternura y de la misma posibilidad de disolverse y no llegar a ser. Mariana se quedó con la blusa desabrochada y de vez en cuando Esteban se volvía para mirar sus pechos. Ella sonreía al descubrir esa mirada. Podría pedirle que se quitara la blusa, pensó Esteban, sin embargo, es mejor así: Mariana saliendo en parte de entre su ropa, como una flor. Pero luego pasaron por el centro de un pueblo y Esteban hubiese querido en efecto que Mariana estuviese desnuda y la mirada de alguien la sorprendiera de ese modo, desnuda en un automóvil que se alejaría de inmediato. Descubierta para los demás y secreta para mí, se dijo Esteban. La deseaba, siempre la deseaba y podía tocarla con sólo estirar el brazo; pero también estaba el campo a su alrededor y el cuidado que había que poner en el manejo. La luz reverberaba como si de ella saliese un ininterrumpido y agudo canto de cigarras y su intensidad era tan fuerte que a veces parecía estar a punto de borrar toda visibilidad. Entonces era bueno que también se extendiesen de pronto las ramas de algún enorme árbol en medio del llano. Fue muy hermoso descubrir que también Mariana sentía lo mismo.

    —¿Soy eso para ti? —preguntó inesperadamente—. Un poco de sombra.

    Solos los dos en el coche, en ese momento no era posible tocarla. Si uno se interrogara sobre por qué tenían la suerte de estar juntos no hubiera habido respuesta posible. Era un hecho sin explicación, como que de pronto creciese un árbol sin que hubiese nada a su alrededor o que pudiera mirarse a lo lejos a unas mujeres lavando en un río; pero a Mariana podía acercarse, aunque no en ese momento, porque sólo quería mirarla con su falda azul pálido, su blusa desabrochada y las sandalias que no le gustaban.

    —Ábrete más la blusa, quiero verte los hombros —dijo Esteban.

    —No. Mira la carretera —contestó Mariana sonriendo.

    Esteban le hizo caso, pero comentó antes:

    —Cuando sonríes es como si quisieras protegerte de ti misma.

    Y fue bueno que el automóvil estuviera en movimiento y pudiesen relajar la tensión que su sola cercanía creaba distrayéndose uno del otro. Mariana pensó que había hecho otros muchos viajes con distintas gentes y ahora estaba con Esteban y era igual pero también diferente, aunque hubiese sido incapaz de explicarse a sí misma en qué consistía esa diferencia. He hecho tantas cosas prohibidas, he buscado y querido que me usen y ahora estoy contigo, tuvo que aceptar mirándolo manejar y también pensó que tenía la blusa abierta porque Esteban se lo había pedido y ahora había pasado bastante tiempo sin que se volviese a verla ni pareciese reparar en que ella estaba a su lado. Entonces es mi cuerpo, sólo mío, pensó e inmediatamente, como si el recuerdo de que había visto a María Inés igual a ella en todo hablando con fray Alberto en la iglesia se presentara en el momento más inoportuno, sintió miedo. En esa situación era inútil intentar que Esteban la ayudara, se sabía incapaz de buscar esa ayuda. Iba a cerrarse la blusa cuando él se volvió a mirarla.

    —Te prohíbo que hagas eso —dijo Esteban.

    —Esteban... —empezó Mariana.

    —Sí, dime —dijo él, con la mirada atenta a la carretera.

    —No, nada. Era una tontería —contestó ella.

    —Dímela de todas maneras, quiero saberla —insistió Esteban.

    —Es que de pronto no entiendo nada. Anselmo me llevó a tu casa para que me acostase contigo, yo no lo sabía, pero es verdad que íbamos a que me diera a ti y cuando me di cuenta de que era eso quizás ya era demasiado tarde porque al mismo tiempo descubrí que me gustaba, que iba a engañarlo contigo, porque ya no era su intención la que contaba sino mi deseo. Quería que me besaras, que me tocaras, que me acariciaras, que sintieras mi cuerpo y que te acostaras conmigo y que fueses tú el que me dejaba acostarme al mismo tiempo con Anselmo. Sin embargo, lo obedecí cuando me pidió que saliera de tu cama y lo llevase al aeropuerto y luego recibí su carta, la carta dirigida a ti, y me quedé con ella, esperándote tal vez, pero sin atreverme a ir a buscarte. Siendo nada más la puta que me gusta ser o que inevitablemente soy. ¿Y ahora? Tú ya me habías encontrado antes en otra —dijo Mariana sin detenerse en ningún momento, como si repitiera un discurso aprendido y quisiera borrarse en sus palabras.

    —Ahora estás conmigo —contestó Esteban—. Ven, acércate, míralo y siéntelo. Puedo tocarte y es siempre nuevo. Es tu cuerpo que resulta nuevo, aunque lo conozco y te reconozco al tocarte.

    Mariana se había acercado en efecto, pero no se movía. Era Esteban el que la acariciaba sin que su atención dejara de estar puesta también en el manejo. Luego ella se apartó. Esteban se volvió a mirarla interrogativamente, sin decir nada.

    —No te preocupes. Ya sé que estamos bien y juntos. Es bueno ir así, por la carretera, sin que yo conozca el lugar al que me estás llevando —dijo.

    Pero no dejó de pensar, aunque ese conocimiento se hubiera hecho lejano, que era una suspensión y sólo momentánea. Estar juntos no es nada o es una mera imposibilidad. Había estado con Anselmo en una época en que al dejarla su novio anterior la hiciera sentirse espantosamente disminuida, de una manera que llegó a interpretar como un castigo que alguien le infería por algo que ni siquiera podía saber cuándo había empezado y de pronto la convertía en una persona a la que le estaban vedadas ciertas cosas. Anselmo la devolvió a sí misma y al respeto por sí misma; pero siendo ella misma su manera de ser era negarse. En vez de una voluntad, una continua rendición anticipada. No tenía importancia. Eso era ella y a partir de Anselmo podía aceptarlo mejor y hasta gozosamente. Pero todo hacía difícil que pudiese saber qué esperaba ahora con Esteban, que la había conducido no sólo, como Anselmo, a ser ella misma siendo otra sino a verse a sí misma en otra. Sin embargo, había un sentimiento perturbadoramente dulce y como muy antiguo en ese absoluto desamparo. Desde él se avanzaba por un camino que terminaba en Esteban. Entonces podía decirse: Seré la que tú quieres, aunque lo que tú quieras es que no sea nadie. Seré en ti. Y porque podía verlo tan cerca, junto a sí misma, era más ella misma. Sólo Mariana. La que está con Esteban. Tendió el brazo hacia él y extendió los dedos en su nuca, acariciándolo. Esteban no apartó la mirada de la carretera; pero Mariana supo que sentía su mano en la nuca y sin necesidad de ningún signo exterior pudo suponer que la experimentaba como una dulzura lejana semejante a la que le inspirara la vista de las mujeres lavando en el río. Es raro poder estar tan cerca y ser dos personas, pensó. Quizás no era el deslumbramiento que sintiera con Anselmo cuando la llevaba al parque en el que pasara su infancia y la de Esteban. Podía recordar la mano de Anselmo acariciando incansable su muslo en una de las bancas de ese parque. Pero el sentimiento de que todo iba a terminar que la acompañara siempre con Anselmo, no estaba presente ahora. Al contrario: era un comienzo. Y ese comienzo no era diferente al de la primera vez que la besaron, siendo apenas adolescente, a la salida de la escuela. Tal vez ya era otra al llegar a su casa ese día; pero ahora, al lado de Esteban, después de tanto tiempo y al cabo de tantas cosas, también era otra, porque era, con absoluta certeza, la que está en el comienzo.

    Pasaron sin detenerse por una ciudad grande y por varias poblaciones pequeñas con casas de un solo piso con tejados de pizarra roja y algunas veces una iglesia en la plaza sombreada por las anchas copas de los laureles de la India.

    Hacía bastante calor. La tierra no se veía seca sino cubierta por verdes pastizales de distinta altura hacia los que los indiferentes cuerpos del ganado inclinaban la cabeza. Muchas veces las copas de los árboles a ambos lados de la carretera se unían por encima de ellos y así de pronto se salía de la sombra al deslumbrante sol bajo el que brillaba el asfalto. Mariana y Esteban no habían hablado más. Ella despertó inesperadamente y sin ningún motivo, sin poder recordar tampoco en qué momento se había quedado dormida. En el primer instante, al abrir los ojos, fue extraño poder mirar a Esteban manejando.

    —¿Dormí mucho? —preguntó.

    Esteban se volvió.

    —¡Muchísimo! —dijo y Mariana se preguntó cuántas veces se habría vuelto a mirarla mientras dormía.

    La sensación de que nada tenía sentido ni importancia y por eso era maravilloso la envolvió como el calor o el aire caliente que podía sentir en la cara al abrir la ventanilla del automóvil.

    —Tengo hambre —dijo.

    —Muy bien. Nos pararemos en el próximo lugar en donde sea posible comer. Pero ahora dame un cigarro. Mientras dormías tuve ganas todo el tiempo de que me los prendieras tú —contestó Esteban.

    Era mucho más de media tarde cuando al fin se detuvieron en el primer pueblo en el que había un restaurante. Sólo entonces Esteban se dio cuenta de que ni siquiera se había ocupado de echar gasolina al coche. Vio el marcador. Todavía había suficiente; pero no mucha. Lo primero que preguntó al entrar al restaurante fue si había una gasolinera cerca; pero antes ya había tenido la obvia pero agradable sensación de sentir al cabo de un largo lapso de tiempo el movimiento de su cuerpo en lugar del del automóvil al caminar junto a Mariana. Sí había una gasolinera cerca y ese problema quedó olvidado. Era lógico. Todos los problemas prácticos parecían haber quedado atrás. Él se había bajado del coche para caminar al lado de Mariana, sin tocarla, y sus dos cuerpos tenían una vida independiente que podía sentir en el suyo y contemplar en el de ella. La gran sala de la casa con un patio en el centro en la que se encontraba el restaurante se prolongaba como restaurante hacia el corredor que rodeaba ese patio y allí también había algunas mesas. Mariana y Esteban se sentaron frente a una de ellas. Después de que la dueña se hubo acercado a decirles qué podían comer y cuando ya habían terminado los platos y estaban tomando café se nubló súbitamente y un instante después de que la inesperada sombra descendiera sobre los árboles del patio empezó a llover. El agua caía fuertemente sobre las hojas de los aguacates, mangos y caimitos del patio, resbalaba por los troncos, mojaba la tierra haciendo que se desprendiera de ella el peculiar olor que llegó hasta Mariana y Esteban. Era el mismo tipo de lluvia que Esteban había visto caer de niño en la huerta de su casa sobre los mismos aguacates, mangos y caimitos. Las hojas de los árboles la recibían igual y adquirían un brillo semejante. Todo se repetía; pero de niño, cuando sólo se espera sin ni siquiera saber que se está a la espera, le hubiera sido imposible suponer que las vueltas del tiempo lo conducirían algún día a estar en ese corredor junto a Mariana mirando llover sobre los árboles. Las líneas de la vida sólo pueden reconocerse de adelante hacia atrás y también el presente las borra. Esteban no era el niño al que la lluvia le arrebatara tantas veces la huerta de su antigua casa, obligándolo a mirarla desde alguna habitación donde tenía que inventar juegos con sus hermanos, sino el que estaba ahora junto a Mariana y no había ninguna melancolía secreta. Los dos se quedaron sentados a la mesa en el corredor mirando llover hasta que el agua dejó de caer tan súbitamente como había empezado a hacerlo, haciendo que su recuerdo pareciese haber producido un cambio en la luz. La tarde se acercaba a su fin, pero los últimos rayos del sol, que había vuelto a salir, se posaban sobre las hojas mojadas. Esteban pudo ver claramente una gota que brillaba con particular intensidad sobre una de las curvadas hojas del aguacate más cercano. Su resplandor era igual al de una joya pero desaparecería muy pronto. Siempre la misma pérdida inminente, pensó Esteban, y no obstante todo parecía destinado a permanecer fijo e inmóvil. Había sido el niño que recordaba casi sin darse cuenta y ahora estaba junto a Mariana, lo que hacía que valiera la pena haber sido ese niño para llegar hasta el momento actual. El presente cambiaba el pasado y no había nada delante. Vio las manos de Mariana sobre el mantel a cuadros que cubría la mesa de metal. No resultaba fácil dejar ese corredor y al mismo tiempo quería regresar al automóvil y ponerse otra vez en movimiento.

    —Te pasa algo —dijo Mariana.

    —Sí. Es cierto. De pronto me di cuenta del asombro que puede producir estar junto a ti —contestó Esteban.

    —¿Pero por qué resulta triste? —preguntó Mariana.

    —La tristeza no está en tu presencia —respondió Esteban—. Es el que haya un pasado sin ti el que pesa. Puedo verme en él y no me reconozco.

    —No hay que pensar. Nunca —dijo Mariana.

    —Probablemente eso es lo que puede hacerse a tu lado. Salir del pensamiento y entrar a ti —contestó Esteban—. Si veo esos árboles desde ti son diferentes. El mundo entero es diferente.

    Mariana dejó escapar su sonrisa tímida y avergonzada.

    —No me pongas tanto peso encima. Es demasiado —dijo—. Vámonos. Prefiero verte manejando.

    Después de todo, por encima de todo, pensó Esteban cuando Mariana se puso de pie, ella no era más que la muchacha que le encantó desde el primer momento, vestida con la falda gris, el suéter negro y botas, que en seguida había visto también desnuda y luego se acostó con él y con Anselmo al mismo tiempo, la que quería que se la cogieran, cualquiera, sin distinción, todo el día y toda la noche y dejó que fuese Esteban el que lo hiciera. Ahora está aquí, a mi lado, se dijo, alta y esbelta, con sus largas piernas, sus amplios hombros, en uno de esos momentos en que como dice Anselmo, no parece más que una adolescente, y en su figura está toda la ternura que puede encerrar el pasado, que ofrece el presente y cabe esperar del futuro. Se acercó y le dio un beso en la mejilla.

    —Me gustas —dijo.

    Como siempre, Mariana le puso una mano sobre los ojos.

    —Pero no me mires así.

    De nuevo en la carretera, la puesta de sol fue interminable, pero luego, después de manchar con todos los colores el cielo, las copas de los árboles y estallar en un fugaz esplendor, la luz fue ya sólo un reflejo y cada cosa fue convirtiéndose primero en una pura silueta y finalmente se perdió en la oscuridad. Ya se habían detenido a cargar gasolina y Mariana volvió a dormirse mientras Esteban fumaba un cigarro tras otro. Sin que ella despertara, atravesaron el pueblo al que se dirigían y Esteban siguió todavía un poco adelante en busca del hotel que recordaba. Es un olor distinto cuando el mar está cerca, pero a pesar del cambio en el aire más que nada se sentía el calor. Mariana abrió los ojos adormilada todavía y preguntó si faltaba mucho para llegar.

    —No. Al contrario. Ya llegamos —contestó Esteban.

    Ella se despabiló por completo.

    —¿Cómo que ya llegamos?

    —Sí. Este lugar a oscuras es el que querías conocer. Te perdiste ver el pueblo dormido... como tú —contestó Esteban.

    El hotel también estaba casi por completo a oscuras; sin embargo, la reja con un letrero arriba que anunciaba su existencia permanecía abierta. Conducido por Esteban, el coche dejó la carretera y los faros empezaron a iluminar distintos fragmentos de un cuidado jardín tropical en el que había unos cuantos bungalows escondidos bajo los altos árboles. El viento hacía sonar las palmas de los cocotales y junto con él podía oírse también el apagado rumor de las olas al romper contra la arena. Había un edificio principal de dos pisos. Esteban se estacionó frente a él. Mariana esperó en el coche. El dueño del hotel y su mujer estaban sentados en la planta baja. Eran dos españoles que deberían tener cerca de sesenta años. Reconocieron de inmediato a Esteban.

    —Hace más de tres años que estuvo aquí, si no me equivoco —dijo el hombre.

    Esteban también los había reconocido. Era a ellos a los que esperaba ver y los dos le habían estrechado la mano.

    —Es mi comida la que lo hizo volver, dígaselo a él —había comentado la dueña y en tanto su marido explicaba:

    —Ahora no hay casi nadie. ¿Quiere un bungalow frente a la playa?

    —Vengo con mi mujer —dijo Esteban.

    —¿Se casó? ¡Felicidades! Es lo que hay que hacer, hijo. Bastante solo se está en el mundo —comentó la dueña.

    —¿Dónde está ella? —dijo su marido.

    —En el coche —explicó Esteban.

    —Pues, hágala venir, pronto. Debe estar cansada. ¿Hicieron el viaje en un solo día? —dijo el hombre y agregó para su mujer—: Haz venir a la muchacha, que ayude al señor.

    Esteban se dirigió al automóvil mientras la mujer del dueño se perdía en el interior de la casa llamando a gritos.

    Mariana se había bajado ya y miraba hacia el jardín de pie junto al coche.

    —Ven. Los dueños quieren conocerte —dijo Esteban y agregó—: Les dije que eras mi mujer.

    —Soy tu mujer —contestó Mariana.

    Después de saludar a los dueños que inmediatamente le preguntaron a Mariana si no quería comer algo haciéndole contestar que estaba muy cansada y sólo necesitaba dormir, la muchacha, que no les permitió cargar sus maletas, los condujo hasta uno de los bungalows frente al mar. El bungalow no era más que una gran habitación, amueblada rústicamente, con dos camas, un baño al lado y un pequeño portal al frente en el que había sin embargo una mesa con sillas alrededor y dos mecedoras. Simulaba tener techo de paja.

    —¿No habrá bichos? —comentó Mariana.

    —Ninguno, señora. Se lo aseguro. Yo hago la limpieza todos los días —contestó la muchacha.

    Puso las maletas sobre una pequeña mesa con cubierta de tiras de lona pegada a la pared, les deseó a Esteban y Mariana que descansaran bien y los dejó solos. Mariana dio una ligera vuelta mirando la amplia habitación a su alrededor y bostezó.

    —¿No te importa si me duermo en seguida? Estoy agotada —dijo.

    —No. En absoluto —contestó Esteban.

    Inmediatamente, Mariana empezó a desabrocharse la blusa y antes de quitársela se sentó en una de las camas. Allí se descalzó. Terminó de desvestirse, dejándose los calzones puestos. De pie otra vez, quitó la blanca colcha tirándola sobre la cama de al lado. No había mantas sino sólo un juego de sábanas. Abrió el embozo, se metió entre las dos sábanas y se tapó hasta el cuello. Esteban la había visto realizar todas esas operaciones sin moverse. La cara de Mariana sonrió entre la blancura de las sábanas y la almohada.

    —Déjame dormir. Pero acuéstate en esta misma cama luego —pidió.

    Cuando Esteban se acercó a darle un beso en la frente ya había cerrado los ojos. Sin embargo, sonrió apenas al recibir el beso.

    Esteban contempló un momento su rostro felino e inocente, velado por el sueño. Las sábanas no dejaban ver ni siquiera sus hombros. Era imposible saber si en efecto se había dormido tan rápidamente, pero esa presencia a la que no podía acercarse en ese momento llenaba por completo la habitación, en la que todavía permanecía el recuerdo de sus movimientos al desvestirse como un eco que se fuera acercando hasta adentrarse en la serena y distante perfección del rostro olvidado de sí, cerrado por completo para todo lo que no fuese ella misma. Esteban sintió ese rostro como un dulce misterio y se alegró de no tener que acercarse. Apagó la luz, salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí y caminó hasta el pequeño pretil que cercaba el portal. Había estado continuamente con Mariana desde la noche anterior y ahora la soledad se le hacía evidente de un modo grávido y ligeramente perturbador. Aunque el portal tenía luz y podía ver también las luces de otros bungalows y la de la casa principal del hotel, el rumor de la brisa entre las palmas y el incesante y monótono sonido del mar al frente le llegaban desde la oscuridad. Trató de descubrir algún brillo en el agua, pero era imposible. Sin embargo, tampoco le era posible alejarse de Mariana dormida en el cuarto e ir hacia la orilla. Atrás estaba el jardín alrededor de la construcción principal y ellos pertenecían a ese espacio, no a la extensión movible y sin límites del mar. Se sentó en una de las mecedoras y empezó a prender un cigarro tras otro escuchando cada vez con mayor claridad las olas rompiendo ininterrumpidamente contra la arena. Estaba cansado, pero no tenía sueño y resultaba agradable sentir su cuerpo libre de las exigencias que le imponía la necesidad de guiar el automóvil. Las luces en los diferentes portales de los bungalows fueron apagándose poco a poco hasta que sólo quedó la del segundo piso de la casa principal. Esteban recordaba haberla visto siempre encendida. En ese momento, su soledad era la misma que la última vez que estuviese en ese lugar; pero no podía ni quería encontrar el rastro de aquel otro Esteban. Su atención y su vigilancia estaban en el presente, aunque no pudiese saber cómo había llegado hasta él ni por qué su promesa resultaba de pronto tan grave. Tal vez era igual que de niño. Él no había buscado ningún cambio, pero estaba a la espera sin saber que esperaba. Y de pronto era un hecho que había algo que esperar, algo que ya tenía y no obstante no podía dejar de sentir inapresable. Entonces el mundo a su alrededor se hizo también evidente desde su incontable antigüedad y su radical extrañeza. Uno no siente las cosas en términos de yo, sino de mundo y cuando se da cuenta las experimenta como una carga excesiva, pensó Esteban. Pero también ese sentimiento resultaba demasiado elaborado y sin sitio. La verdad era que podía dar una última chupada a su cigarro y seguir el arco que la colilla trazaba al tirarla hacia adelante en la oscuridad. Entonces nada más tenía el reconocimiento de su propio bienestar.

    Dejó encendida la luz del portal para no tener que prender la de la habitación y entró. Las huellas del aire marino persistían en su cuerpo. Decidió tomar un baño antes de acostarse y se desvistió en la semioscuridad del cuarto. Mariana no se movió en la cama y seguía en la misma posición cuando él regresó del baño. Esteban se metió a la misma cama tal como ella le había pedido, con mucho cuidado para no despertarla. Sonrió para sí mismo al recordar que nada podía despertar a Mariana cuando estaba realmente dormida.

    Dormir junto a alguien con el que uno no se ha acostado antes. Esteban había hecho otros muchos viajes acompañado, pero no con Mariana y aunque fuese igual también era diferente. Al cabo de un momento, cuando se acostumbró a la semioscuridad, volviendo la cara en la almohada podía ver la de ella muy cerca de la suya. Ahora tenía el ceño fruncido y la raya vertical se marcaba con toda claridad sobre su frente. Antes de que Esteban se quedara dormido, ella se movió de pronto y pasó el brazo y la pierna derecha sobre el cuerpo de él, extendiendo la mano en su hombro. Probablemente ni siquiera sabe en este momento con quien está, pensó Esteban y luego se perdió también en el sueño.

    En realidad, debería de estar muy cansado. En algún momento, cerca de la mañana tal vez, sintió el cuerpo de Mariana pegado a su espalda y su mano agarrándole el sexo, pero cuando despertó era de día y estaba solo en la cama. Tardó sólo un instante en despabilarse y llamó a Mariana. Ella abrió la puerta del cuarto y se asomó, vestida ya con unos shorts de mezclilla, una blusa blanca y sus sandalias.

    —Ven —pidió Esteban desde la cama.

    —No —contestó Mariana—. Estoy muerta de hambre. Es un milagro que te haya esperado para desayunar. Vístete rápido.

    Y volvió a cerrar la puerta.

    —He estado mirando —dijo cuando Esteban salió—. No es como tus fotografías, no puedo descubrir dónde las tomaste. Pero es muy bonito.

    Esteban reparó en la manera en que la forma de sus rodillas se señalaba en sus largas piernas. Mariana no terminaba de revelarse nunca y siempre podía volverse a empezar a descubrir rasgos y peculiaridades de ella. Ahora estaba su figura en el portal. Había dormido junto a Esteban y lo había dejado despertar solo, sin ella, quizás, pensó Esteban, porque de pronto tenía la misma necesidad y sintió la misma egoísta satisfacción que él experimentara la noche anterior ante el hecho de poder mantenerse aparte. Pero también estaban juntos, en el mismo cuarto, en el mismo lugar. Él, con Mariana, hasta la que había llegado finalmente. Su presencia era única y tenía una capacidad totalizadora que lo conmovía sin poder hacer otra cosa que dejarse arrastrar por esa disolución de sí mismo en ella. Y sin embargo, también era otra. María Inés. Una Mariana distinta dentro de Mariana y que era la misma Mariana. Pero el cuerpo de Mariana lo abarcaba todo. Era su verdadera unidad. Más allá de su figura, estando su figura presente, no había ninguna necesidad de pensar y fuera de esa figura, poniéndola al mismo tiempo en el mundo, la luz también revelaba, por un lado, al terminar la blanquísima franja de arena, el oculto movimiento del mar que sólo se hacía evidente en el último giro sobre sí mismas de las olas que se sucedían unas a otras y rompían finalmente sobre la arena y, del otro lado, en el tupido jardín tropical que rodeaba los bungalows y en el que todas las variantes del verde se hacían posibles en las inesperadas formas y tamaños de las plantas, del mismo modo que el mar era unas veces azul y luego gris plata y luego verde también. Más lejos, en la dirección del mar, no había nada, sólo la pura luminosidad sin color del cielo desprovisto de nubes durante enormes extensiones sin fondo bajo las que también se levantaban, separándose del jardín, las abruptas elevaciones y los descensos de las altas montañas. Entonces, el mundo alrededor, igual que Mariana, tenía una realidad firme y segura ante la que era posible conmoverse sin llegar a poder apresarla nunca, sino disolviéndose del mismo modo en su carácter inagotable. Una cosa y otra formaban la imposible conjunción entre lo eterno y lo temporal. Se tenía la tentación de ser humilde y esa humildad, su mera percepción, creaba un orgullo sin límites. Pero de pie en el portal del bungalow, sonriéndole a Esteban, Mariana era ajena a todo eso.

    —¿Podremos comer algo finalmente? —dijo.

    En el comedor del hotel ya no estaba más que una señora de edad, obviamente extranjera, que escribía sentada frente a una de las mesas. El comedor se hallaba en el segundo piso y terminaba en una terraza abierta que miraba hacia el mar, de tal modo que desde cualquier sitio podía verse el inagotable espacio en el que, arriba y abajo, brillaba igualmente la luz.

    —Es alemana. Se pasa toda la mañana después de desayunar escribiendo en esa mesa y yo apenas la entiendo —les susurró la dueña del hotel a Mariana y Esteban señalando con la mirada a la señora de edad cuando se acercó a preguntarles si habían quedado satisfechos con el desayuno.

    Ellos avisaron que sólo tomarían el desayuno y la cena en el hotel para poder tener todo el tiempo libre en la playa durante el día. La dueña estuvo de acuerdo. Antes de hacer su comentario sobre la única persona presente además de Esteban y Mariana ya les había dicho que en esa época del año nunca tenían más de tres o cuatro familias alojadas en el hotel. Cuando al fin se alejó, Esteban le comentó a Mariana:

    —Me acordaba perfectamente de ella. Su marido no debe hablarle nunca.

    —Pero son una pareja —dijo Mariana.

    —Sí. Es cierto —concedió Esteban.

    Aunque era agradable quedarse fumando en el abierto comedor, los dos querían al mismo tiempo estar ya en la playa y al fin se decidieron a dejar la mesa. La señora de edad, en efecto, seguía escribiendo y ni siquiera levantó la vista de sus papeles para mirarlos.

    Ahora Mariana podía advertir que el hotel estaba en el extremo de una pequeña bahía hacia el centro de la cual se levantaban las casas y demás construcciones del pueblo entre las que sobresalía la única torre de una iglesia. Junto al hotel podían verse algunos bañistas, pero la mayor parte de la gente debería preferir las playas cercanas a la población. Caminaron de nuevo hasta el bungalow y de pronto Mariana se sintió turbada. Ahora iba a estar de nuevo a solas con Esteban en el cuarto y el mundo a su alrededor pesaba demasiado. No debería haber un afuera y un adentro y de ser así el movimiento de un lado a otro debía carecer de importancia. Sin embargo, la dificultad que motivaba su turbación era más profunda. Nada podía ser tan sencillo como desvestirse para ponerse el traje de baño. No obstante, la beatitud y la inocencia de su cuerpo desnudo rechazaban hasta la mirada de Esteban. Le pidió casi con miedo que no se acercara al advertir que él avanzaba hacia ella una vez que se hubo desprendido de la ropa. Esteban obedeció. Él también sentía un inexplicable pudor. De pronto, la desnudez de Mariana no les pertenecía a ninguno de los dos.

    —Es mejor así, ¿no crees? Vamos primero a la playa —dijo Mariana.

    Y ambos reconocieron el placer de encontrarse liberados del nuevo y sorprendente peso que era el conocimiento de su posible separación desde la desnudez cuando dejaron el bungalow para escoger algún lugar en la playa. Mariana llevaba una gran bolsa en la que había puesto todo lo que los dos pensaron que podrían necesitar y Esteban dos toallas.

    —Hay que tener cuidado con el sol al principio —dijo Esteban. Mariana se rió:

    —Ya lo sé. Es la tercera vez que lo dices.

    Traía puesto un bikini rojo oscuro con puntos blancos y Esteban le pasó el brazo por la cintura. Ella se apoyó contra el cuerpo de él. Todo era fácil porque lo hacían juntos y los dos se sentían muy contentos. Un momento atrás, Mariana estaba desnuda ante él y eso no era nuevo, aunque su turbación pusiera un acento diferente sobre su desnudez; ahora estaba casi desnuda, pero afuera, frente al mar abierto y podía apoyarse, alegre y confiadamente, contra el cuerpo casi desnudo también de Esteban.

    Dejaron atrás el hotel y sus bungalows y los pequeños grupos familiares de bañistas y caminaron sobre la arena caliente hasta el último extremo de la bahía donde se levantaban las rocas del acantilado, a cuyo pie podían tender las toallas y acostarse protegidos del sol por la sombra de ese alto muro natural, porque la breve caminata había bastado para que los ardientes rayos empezaran a picarles sobre los hombros. Los gestos más triviales adquirían una rara importancia porque el carácter de la relación que se había establecido entre Esteban y Mariana los sacaba de su contexto habitual. Ella se sentó sobre su toalla con las piernas encogidas y las rodillas en alto y empezó a untarse crema en las piernas. A su lado, Esteban esperaba que le pidiese ayuda, pero Mariana tardó un tiempo interminable, en apariencia ajena por completo a él, antes de tenderle el bote de la crema y pedirle que se la pusiese en la espalda. Esteban le desabrochó el sostén por detrás y Mariana lo sostuvo por delante con sus brazos para no quedarse con los pechos desnudos. Muy lentamente, Esteban extendió la crema en la espalda de ella. Al final le dio un ligero beso en el cuello. Mariana volvió a abrocharse el sostén y en seguida sacó su toalla al sol y se tendió boca abajo sobre ella desabrochándose de nuevo la prenda y extendiendo los tirantes a los lados de su cuerpo. Durante un largo tiempo, Esteban la contempló, lejana e inmóvil, con la cara escondida entre los brazos. Sin embargo, en toda ella resplandecía una inmediatez tan inevitable como la de la luz cuya presencia bañaba todo el espacio. Esteban pensó que había algo mítico e intemporal en la figura de esa muchacha tendida al sol que era Mariana y en ese momento era también todas las muchachas que alguna vez estuvieran tendidas al sol. No necesitaba tocarla ni hablarle para estar cerca de ella: estaba en ella y ella lo hacía desaparecer de una manera gozosa e inesperada haciéndolo tan inhumano como el mar, la arena o las rocas a su alrededor y al mismo tiempo tan vivo como ellas. Era un sentimiento casi angustioso en su intensidad. Podía quedarse inmóvil para siempre, mirando nada más a Mariana que no se sabía mirada, del mismo modo que el paisaje no se sabe a sí mismo. Pero entonces, ella levantó la cabeza y lo llamó":

    —Tengo calor. ¿Nos metemos al agua?

    Se abrochó una vez más el sostén del traje de baño y se puso de pie. Como una palmera, pensó Esteban, que supo en ese mismo momento que ya había pensado lo mismo con respecto a ella en alguna otra ocasión, aunque le fuese imposible recordar cuál era. En tanto, Mariana estaba a su lado y le tendía la mano. ¿Invitándolo a dónde? Al tomarle la mano y levantarse, Esteban la estrechó contra sí. Mariana le pasó los brazos al cuello y se besaron en la boca por primera vez desde que llegaron al hotel. Allí, en la playa, al aire libre, bajo la sombra que proyectaban las rocas, aunque Esteban podía sentir el cuerpo caliente de Mariana contra el suyo y todas las sensaciones anteriores se concentraron en un deseo único, el deseo antiguo e imperecedero por alguien que no es uno y al que se necesita hacer llegar hasta uno, los dos eran uno solo. Pero siendo uno solo, simultáneamente, a partir de ese contacto en el que sus pieles distintas se reconocían, parecía imposible dejar de tocarse continuamente. Esteban la llevaba tomada por los hombros cuando entraron al mar y si una vez en el agua se separaban de vez en cuando para nadar cada quien por su cuenta, volvían a juntarse en seguida y las piernas de Mariana se enredaban en las suyas y sus brazos estaban alrededor de su cuello cuando Esteban la sujetaba por la cintura mientras la corriente los movía de un lado a otro y ellos se besaban en las caras mojadas. Luego, al salir, Mariana volvió a tenderse boca abajo para seguir tomando el sol. Esteban se quedó sentado a su lado y su mano recorrió incansable la espalda y el pelo de ella hasta que la hizo volverse para acostársele encima y volver a besarla. No estaban lo suficientemente lejos de los demás bañistas para que su soledad fuese completa; pero esto no importaba en lo más mínimo. Al contrario, había un gozo especial en saberse vistos, como si la posible mirada de los demás en la que no reparaban aunque fuesen conscientes de ella, los mantuviese en el mundo. Y sólo una necesidad semejante de sentirse en el mundo gracias a ellos mismos les permitió separarse aun cuando el deseo del uno por el otro no hubiese disminuido en lo más mínimo sino que se intensificaba a través de esa separación. Las caricias y el sol habían secado por completo su piel. Se acogieron un momento a la sombra de las rocas sentados tan cerca uno del otro que sus cuerpos se tocaban desde los hombros hasta los pies. Luego Esteban puso uno de los suyos sobre el de Mariana y lo subió por sus piernas. Ella se levantó bruscamente huyendo de ese contacto y le pidió que fuesen a caminar un rato. Esteban la obligó a ponerse una de las toallas en la espalda e hizo lo mismo, encargándose de llevar la bolsa de Mariana mientras caminaban por la orilla del mar, donde las olas mojaban la arena, hacia el lugar en el que la presencia más numerosa de los bañistas señalaba la cercanía del pueblo.

    Allí había una corta hilera de sombrillas con techo de paja y un restaurante detrás. Podía oírse incluso la música de una rocola; pero de pronto ellos sentían un placer especial en hallarse rodeados por la gente. Mariana no había conservado mucho tiempo la toalla sobre los hombros y al poco tiempo de estar protegida por una de las sombrillas volvió a meterse al mar. Esteban se negó a acompañarla y la vio desde su lugar correr hacia el agua y también reparó en la mirada de alguna de las gentes que estaban cerca cuando Mariana regresó a su lado. Su soledad era distinta en esa parte de la playa. Siempre estaban los otros. Sin embargo, esos otros también eran ellos mismos. Comieron bajo la sombrilla y se quedaron todavía un largo tiempo en ese lugar, entrando y saliendo del mar, secándose brevemente al sol y acogiéndose a la sombra mientras la ligereza de sus cuerpos tan evidente al principio que los hacía sentir casi ingrávidos se convertía poco a poco en un lento y voluptuoso sopor llegado de afuera desde el que, sin haber disminuido, la sensualidad que le despertaba la cercanía de Mariana a Esteban y a la que podía sentirla responder con otra semejante, parecía capaz de saciarse con sólo mirarla y de vez en cuando tender la mano hacia ella para reconocer la exacta correspondencia entre el tacto y la mirada. Del mismo modo, pensó desde una incierta distancia Esteban, como si el pensamiento no fuese suyo o no fuese él quien lo pensara, que podía preguntarse quiénes eran las gentes a su alrededor, los otros debían ser capaces de hacerse la misma pregunta con respecto a ellos. Y tal vez Mariana y él dependían de esa pregunta porque en ese momento no eran nadie, se sentían ser nadie. Estaban allí simplemente y los cuerpos que lo limitaban les permitían también acercarse uno al otro, sentirse uno al otro, en ese deseo impersonal y perfectamente reconocible que para Esteban se centraba inesperadamente en cualquier parte del cuerpo de Mariana, mientras ella se limitaba a dejarse desear, como, con toda seguridad, lo había hecho siempre, pensó de pronto, con una súbita claridad, Esteban.

    —¿Va a ser siempre así? —le preguntó Mariana.

    Ella lo miró fijamente.

    —No lo sé. Yo tampoco lo sé. Es verdad. Te lo aseguro —contestó.

    No regresaron al hotel hasta que el sol había perdido algo de su fuerza y quedaban muy pocos bañistas en la playa. Mientras caminaban por la orilla del mar, Mariana se desabrochó los tirantes del sostén que rodeaban su cuello y al caer éstos dejaron ver dos rayas blancas en su piel ligeramente enrojecida. Más abajo estaban sus pechos, que Esteban podía entrever de vez en cuando, blancos también. Pero no se tocaron. Nada más caminaron muy cerca uno del otro. Ante la puerta del bungalow, bajo el portal, mientras buscaba la llave del cuarto en la bolsa, Esteban descubrió un brillo malicioso en los ojos amarillos y cafés de Mariana bajo el firme trazo de sus cejas. Al cerrar la puerta tras de sí la sombra era inesperadamente acogedora en el interior de la habitación. Las sobrecamas blancas y los contornos de cada uno de los muebles se dibujaban nítidamente en esa dulce penumbra. Entre ellos, Esteban vio a Mariana de pie en el centro del cuarto y en seguida sólo su figura fue visible, como si todas las demás cosas se hubieran hecho a un lado, ocultándose. Se acercó a ella y le quitó el sostén y luego el calzón del traje de baño. Mariana se apartó muy despacio y se acostó sobre una de las camas, boca arriba, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y las piernas apenas entreabiertas. La larga permanencia del deseo había convertido toda impaciencia en una imprecisa intensidad que creaba la textura de ese mismo deseo. Al mismo tiempo que su cuerpo se tendía sobre Mariana, Esteban entró a ella. Todo ocurrió muy lentamente, sin ninguna medida y fuera del mero transcurrir. Esteban estaba en Mariana, dentro de Mariana, y ella lo recibía como una parte imprescindible de sí misma. No podían saberlo porque eran incapaces de tratar de averiguarlo, pero en ese momento todo su pasado, toda su historia, se borraban y no eran Esteban y Mariana, eran el amor, e instrumento del amor. Fueron siguiéndose uno al otro, Esteban

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