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El gato
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Libro electrónico154 páginas2 horas

El gato

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El gato es sigiloso, profano; es el espectador privilegiado de los encuentros eróticos de una pareja y se convertirá en un partícipe insustituible de las expediciones eróticas de los personajes, en escenarios urbanos y atmósferas con olor a piel y cigarro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 mar 2014
ISBN9786071618849
El gato

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    El gato - Juan García Ponce

    avance.


    ENTRE LAS COPAS DE LOS FRESNOS, rumorosas y movibles como un mar verde que se abriera de pronto, el alto chorro plateado de una fuente. Es una mañana de domingo, un frío y soleado día de otoño. El viento que agita las ramas de los árboles esparce el agua de la fuente. Ésta se encuentra en el centro de una plaza que encierra un pequeño parque y se abre como una estrella de ocho puntas en las calles y avenidas que salen de ella. Aparte del ligero movimiento de los árboles y el continuo rumor de la fuente, todo está en calma, callado, recogido sobre sí mismo. Sólo unos cuantos coches circulan por las calles y avenidas. No hay gente. Una vieja casa de paredes de ladrillo rojo, enrejada, con un vetusto jardín al frente, mira hacia la plaza entre dos de las calles que forman la estrella. Un largo letrero en uno de los lados de la reja permite saber que esa casa, aparentemente abandonada, es una escuela. Del otro lado de la plaza, entre dos avenidas, la arquitectura de un antiguo edificio de apartamentos repite el estilo pasado de moda de la escuela. Atravesando una de las avenidas, otra casa de principios de siglo ha sido convertida en agencia funeraria; pero también dan a la plaza tres modernos edificios de apartamentos, con grandes ventanales, como si alrededor de la plaza se resumiera y mostrara la desordenada mezcla de épocas y estilos que caracteriza a la ciudad.

    Siguiendo por una de las estrechas calles laterales las rejas de la escuela, la arquitectura se unifica en una serie de casas de principios de siglo que determinan el ambiente de la colonia, detenido sobre un tiempo muerto, ajeno a los movimientos de la ciudad. El rumor de la fuente ha quedado atrás; un frágil silencio se extiende sobre la calle, flota entre la larga hilera de ventanas semejantes de las casas.

    Esa calle tranquila en la que se muestra la paz del domingo sobre la muda presencia de las casas, es atravesada por otra muy semejante pero en la que una doble hilera de truenos de copa redonda forman una especie de arco bajo el que corre la calle. El viento agita levemente las ramas de los truenos, que casi tocan la fachada de un edificio de tres pisos, de ladrillos rojos, con ventanas inglesas cuyos marcos de madera están pintados de verde. La cercanía establece una relación directa entre los truenos y la fachada del edificio, de manera que los árboles, ocultándola en gran parte, la separan de la calle. El edificio está como escondido tras una mampara de árboles. En las ramas de uno de los truenos que rodean el delgado arco de un farol, frente a una de las ventanas en el centro del tercer piso, hay un nido en el que, gris y redonda, está echada con el pico oculto en el pecho una tórtola. Es una presencia arbitraria y extrañamente tierna. El viento que mueve de un lado a otro las ramas del árbol hace que el nido se balancee con ellas ante la indiferencia de la tórtola, segura en su sitio, convertida en un cálido, suave, informe conjunto de plumas grises, sin principio ni fin.

    De pronto, en el segundo piso, una de las ventanas se abre de golpe, impulsada por el viento. Una mujer vieja, desmelenada, se asoma, saca los brazos para agarrar al mismo tiempo las dos hojas de la ventana y vuelve a cerrar.

    El viento sigue agitando las ramas de los truenos. El nido se balancea casi violentamente.

    Detrás de las ventanas sin cortinas que las ramas del árbol en el que se encuentra el nido casi tocan, Andrés lee el periódico sentado en el piso, rodeado de periódicos esparcidos descuidadamente sobre la alfombra gris. El cuarto en el que se halla casi no tiene muebles pero da la sensación de una profunda y cerrada intimidad. Andrés es delgado, no tiene más de treinta y cinco años, su aspecto es agradable por impersonal. Absorto en la lectura, está vestido con un suéter oscuro y un pantalón de pana. Frente a él, en una estrecha cama de soltero con las mantas en desorden, duerme totalmente desnuda, dejando ver con un hermoso descuido su cuerpo en el que nadie repara, Alma. El pelo castaño le cubre en parte la cara. En su abandono al sueño, olvidado de sí, su largo joven cuerpo es como un objeto bello y también impersonal. Expuesta e inmóvil, su figura, igual que la de Andrés perdido en la lectura, pertenece al cuarto, es recogida por la pesada intimidad que se cierra en esa habitación en la que, tanto como las dos personas, el pequeño librero, la cómoda, los dos sillones y el único cuadro que completan el mobiliario, hallan su sitio natural y forman un conjunto único y al mismo tiempo extrañamente intemporal.

    Alma se agita en el sueño, cambia de posición sin abrir los ojos y finalmente vuelve a quedarse inmóvil con el pelo castaño tapándole la cara y el cuerpo descubierto.

    Andrés ha dejado de leer al empezar a revolverse ella y ahora la mira. Su mirada es tierna y curiosa, como si en la figura de Alma encontrara algo perfectamente conocido que ama y admira y que, al mismo tiempo, no deja de sorprenderle. Abandona el periódico en el piso, se sienta en la orilla de la cama con mucho cuidado, le acaricia apenas un hombro a Alma y vuelve a quedarse inmóvil, mirándola.

    Las dos figuras quietas entre los objetos del cuarto parecen ser de nuevo parte de un cuadro, siempre fijo y abierto a la revelación.

    Afuera, la tórtola segura en su nido, que se balancea sobre la rama agitada por el viento, es una tierna bola de plumas grises entre las hojas verdes.

    La escuela deja salir un ruidoso grupo de niños que se dispersa frente a ella. Es por la tarde. Un gran número de coches desemboca en la plaza, la rodea y sigue su camino por las distintas calles y avenidas.

    En la calle cercada por la doble hilera de truenos, ambas orillas están ocupadas por automóviles estacionados y entre ellos el tráfico es continuo. Dos o tres personas caminan por la banqueta. La vida de la ciudad entra a la calle, pero al mismo tiempo ésta parece quedarse aparte, cerrada a todo ese movimiento contrario al lento tiempo que muestran las antiguas fachadas de las casas y bajos edificios tras las ramas de los truenos.

    Alma y Andrés caminan por la banqueta hacia el edificio. Ella está vestida con falda y suéter; él, con un saco sport, pantalones oscuros y corbata. Son una bella pareja, con algo indefinido en su aspecto general que los une y hace sentir que sólo se encuentran uno en el otro, aunque ninguno de los dos hace ningún esfuerzo por acentuar esa relación. Vestida, la belleza de la figura de Alma se encuentra más en una cierta disponibilidad de sus actitudes y movimientos que en la esbelta perfección de su cuerpo, disimulada por la falda y el suéter. Andrés la lleva tomada por la cintura, no casualmente sino con una evidente sensualidad, y ella se apoya por completo en él, abandonándosele, confiada y contenta.

    Llegan hasta la entrada del edificio. Éste tiene una puerta pesada, con un grueso marco de madera barnizada y adornos de hierro forjado tras el panel de vidrio. Se abre a un amplio vestíbulo al fondo del cual se encuentra la escalera, que sube diagonalmente en línea recta y tiene un firme barandal de hierro forjado también y pasamanos de madera. junto a la entrada, incrustadas en la pared de la derecha, están las cajas para el correo, con los números de los seis departamentos del edificio. Al lado de éstas se encuentra la puerta del cuarto de los porteros. El vestíbulo está amueblado con un pequeño escritorio adosado a la pared bajo las cajas para el correo y un pesado, antiguo y un tanto maltrecho juego de sofá y dos sillones, colocados en el centro, contra la pared izquierda. El conjunto afirma el carácter fuera de época del edificio, dándole a esa entrada un aspecto amable y recogido.

    Andrés abre la puerta, deja pasar a Alma y la sigue. Alma camina hacia el sofá, se sienta, estira las piernas levantando los pies, sonríe para sí. En tanto, Andrés está de pie frente al escritorio revisando la correspondencia. Separa unas cuantas cartas y con ellas en la mano va hacia Alma y se sienta a su lado.

    Alma: ¿Llegó algo?

    Andrés: Lo de siempre. Anuncios.

    Alma: Déjame ver. (Abre los sobres, ve sin atención los anuncios y los deja a un lado.) Tienes suerte. Yo ni eso recibo.

    Andrés (riéndose): Tú eres más solitaria que yo. El mundo te ignora.

    Alma se encoge de hombros. Andrés la abraza, la besa en el cuello.

    Alma: Hace frío, hasta aquí adentro hace frío.

    Andrés: Mañana tendrás todo el calor que quieras en la playa y te quejarás igual.

    Alma: No me quejaré, ya lo verás. Y luego tú vas a tener nostalgia de que no esté contigo todo el tiempo y despierte a tu lado, como si fuera siempre domingo.

    Andrés (riéndose): Imposible pensar con tanta anticipación.

    Alma (con cariño): Soy yo la que no sé pensar. Acuérdate de eso. Cada quien en su lugar.

    Le acaricia el cuello a Andrés. Él le pone la mano en la rodilla y la sube por el muslo levantándole la falda. Se besan. La portera abre la puerta de su cuarto y se queda mirándolos besarse sin que ellos lo adviertan.

    La larga hilera de sombrillas de paja con grupos de sillas de madera abajo en una playa. El sol fijo, deslumbrante, llena de reflejos el mar. Hay poca gente. Unas cuantas cabezas suben y bajan más allá del lugar en que rompen las olas. Algunos de los sillones bajo las sombrillas están ocupados y unas cuantas personas están tendidas al sol en la franja de arena. Frente a la última sombrilla, apartada de la gente, Alma toma el sol acostada boca abajo en un petate. Tiene los brazos cruzados adelante, la cabeza apoyada en ellos y se ha desabrochado el sostén de su bikini, dejando su espalda desnuda. Dos sombrillas, a la izquierda un vendedor de unos trece años, sentado en uno de los sillones, vestido, con una canasta con dulces a sus pies, la mira atentamente.

    Andrés sale del mar y se dirige hacia Alma. Antes de llegar hasta ella, ve al niño que la mira. Se detiene y se queda mirando a Alma también, sin moverse, como si quisiera poder verla desde la distancia que conserva la mirada del niño. Éste, absorto en la contemplación, no ha advertido la cercanía de Andrés.

    Andrés avanza al fin y se sienta junto a Alma en la orilla del petate. El niño aparta los ojos y finge arreglar los dulces en su canasta. Andrés se inclina y empieza a besar a Alma, recorriendo su espalda con la boca. Ella levanta la cabeza.

    Alma: Estás mojado…

    Andrés: ¿Cómo sabes que soy yo?

    Alma: No lo sabía. Lo que sentí es que me besaba alguien que estaba mojado.

    Andrés la sigue besando y acariciando. Luego le da la vuelta, haciendo que quede bocarriba, con los pechos desnudos.

    Alma: Estoy desvestida…

    Andrés: No importa, yo te tapo.

    Se acuesta sobre su torso y sigue besándola. El niño, inquieto pero incapaz de apartarse, ha vuelto a mirarlos.

    Alma acepta y contesta las caricias de Andrés. Él se aparta y se queda un instante mirando sus pechos desnudos. Alma se sienta para abrazarlo de nuevo. Ve al niño que los mira. Se pega a Andrés, rodeándole el cuello con los brazos.

    Alma: Nos están viendo.

    En vez de contestar, Andrés la besa en la boca; Alma responde al beso. Luego,

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