El azul en la flama
Por David Huerta
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David Huerta
David Huerta (México, 1949) ha impartido talleres de poesía en prácticamente todo el país; ha dado lecturas en México y el extranjero, y compilado varias antologías de poesía. Muchos de sus libros son hitos de la poesía mexicana: Cuaderno de noviembre (Era, 1976), Huellas del civilizado (1977), Versión (1978; Era, 2005, Premio Xavier Villaurrutia), Incurable (Era, 1987), Historia (1990, Premio Carlos Pellicer), Los objetos están más cerca de lo que aparentan (1990), La sombra de los perros (1996),La música de lo que pasa (1997), El azul en la flama (Era, 2002). Ha sido traducido al inglés, francés, finés, entre otros idiomas. Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte y ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores y de la Fundación Guggenheim.
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El azul en la flama - David Huerta
Discursos
1. La corteza de los fenómenos
Por un instante
La lluvia se desgajó como un fruto blanco
sobre la superficie azul del mundo:
aquí, allá, se desdoblaron
cajas y presencias,
la cauda de los accidentes,
el infinitesimal estallido inicial del dolor.
El agua indivisa y recta
mojó ángulos y artefactos;
luego cesó, igual que había comenzado.
El mundo azuleó más aún, titubeante.
Se encendió y quedó vinculado
a los esplendores atmosféricos.
Por un instante el mundo se unió
al cielo, después de la lluvia.
Madrugada
Lenta disolución de los vasos en la madrugada intempestiva.
¿Qué vasos había, qué edificios, qué escombros del verano
olvidados y vueltos a recobrar con el cuerpo inclinado?
Señales arduas recorren en círculos el borde infinitesimal
del despertar, aciagas señales de consternación
se difunden debajo de las sillas, entre las sábanas sucias.
Falla la respiración, los ojos se abren y la boca se seca
en medio de un roce de abismos, sin ningún esplendor
ni anuncio de palingenesia ni consuelo ni huella de cobijo.
¿No estaban los vasos aquí, los vasos de los que se bebía
con una sorda insistencia? Han desaparecido sin chasquido
ni testimonio, escondidos en una maraña de silencios.
Los vasos dejaron rasguños en la mano y la boca,
se astillaron como espejos de mal fario, se doblaron
y oscilaron junto a los cabellos y las páginas emborronadas.
Qué más da. Uno se despierta y camina. Uno toca las casas,
reconoce los cuerpos, lee y escribe, sube escaleras
y repite nombres sin término y palabras desnudas
rumbo a los mediodías y las oficinas, hacia la numerosa
aventura de reconocer y sentir, debajo de un rumor
de disminuciones y larga, fugitiva, oscura conciencia de la muerte.
Hojas y espadas
Del otro lado de las hojas caen las espadas.
Una vez caen sobre el filo, otra
con la punta que, recta, se hunde
en la superficie del jardín. Tenue lluvia
de feroces metales sobre el suelo pacífico.
No suenan las espadas. Apenas
el rumor de las hojas se escucha
como un papeleo de cuadernos que amarillean,
de bocetos que el dibujante arrugaba, desesperado.
Pero nada se escucha porque no hay nadie.
El desierto jardín va pareciéndose al mundo
mientras cae la noche.
Cuatro tardes
1
La nube rodea el núcleo de luz
y la tarde se precipita en el pozo del tiempo:
instante fijo, remolino de polvo,