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Historia crítica de la poesía mexicana: Tomo II
Historia crítica de la poesía mexicana: Tomo II
Historia crítica de la poesía mexicana: Tomo II
Libro electrónico689 páginas9 horas

Historia crítica de la poesía mexicana: Tomo II

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Este conjunto de ensayos de diferentes autores realiza una revisión histórico-crítica de los autores más conocidos de la poesía mexicana de los siglos XIX y XX. Este volumen divide en tres grandes momentos la tradición poética mexicana después del vanguardismo: neorromanticismo, posmodernismo y anfiguardismo; en él se incluyen colaboraciones de Heriberto Yépez, José Homero, Víctor Manuel Mendiola y Gloria Vergara.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 dic 2016
ISBN9786071643216
Historia crítica de la poesía mexicana: Tomo II
Autor

Rogelio Guedea

Rogelio Guedea (México, 1974) es un prolífico y galardonado autor mexicano que se desenvuelve con maestría en varios géneros. Licenciado en Derecho por la Universidad de Colima y doctor en Letras por la Universidad de Córdoba, con un posdoctorado en Literatura Latinoamericana por la Texas A&M University (EEUU), fue becario del Fondo para la Cultura y las Artes en tres ocasiones y director de la colección de poesía El Pez de Fuego. Es autor, entre otros, de los poemarios Kora"" (Premio Adonais 2008) y Mientras olvido (Premio Internacional Rosalía de Castro 2001), y de las novelas 41 (Premio Memorial Silverio Cañada 2009 y Premio Interamericano de Literatura Carlos Montemayor 2012), ""La mala jugada"" y ""El crimen de Los Tepames"". En 2019 fue nombrado miembro de la Academia Mexicana de la Lengua en Colima.""

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    Historia crítica de la poesía mexicana - Rogelio Guedea

    Biblioteca Mexicana

    DIRECTOR: ENRIQUE FLORESCANO

    SERIE HISTORIA

    Historia crítica de la poesía mexicana

    Historia crítica

    de la poesía

    mexicana

    II

    Rogelio Guedea
    (coordinador)

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

    Primera edición, 2015

    Primera edición electrónica, 2016

    Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

    D. R. © 2015, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes

    Dirección General de Publicaciones

    Av. Reforma, 175; 06500 México, D. F.

    D. R. © 2015, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-4321-6 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Índice

    Presentación

    Rogelio Guedea

    NEORROMANTICISMO

    Neorromanticismo: los climas de la poesía mexicana hacia las décadas de 1950 y 1960

    Armando González Torres

    Rubén Bonifaz Nuño: la voz del ángel adversario

    Jorge Fernández Granados

    Hijo del hombre: Sabines y la poesía humana

    José Homero

    Gabriel Zaid o la práctica mortal de la inteligencia poética

    Fernando Fabio Sánchez

    Noche y mañana del mundo. A propósito de Juan Martínez

    Heriberto Yépez

    Hugo Gutiérrez Vega, poética del peregrino

    León Guillermo Gutiérrez

    José Carlos Becerra: la frase que no hemos dicho

    Jair Cortés

    José Emilio Pacheco: la fábula del tiempo

    Jorge Fernández Granados

    El hosco estoicismo (sentimental) de Francisco Cervantes

    Alberto Paredes

    La memoria y el olvido en la poesía de Gloria Gervitz.

    Gloria Vergara

    Movimiento pausado: la poesía de Elva Macías

    Angélica Tornero

    Francisco Hernández o la poesía de la delirante lucidez

    Fernando Fabio Sánchez

    Alquimia para alcanzar el misterio: la poesía de Elsa Cross

    Angélica Tornero

    Ricardo Yáñez: lo cotidiano como poética

    Ignacio M. Sánchez Prado

    Amelia Vértiz: la hoguera oceánica; nueve notas sobre una Corona de daturas

    Alberto Paredes

    La intersubjetividad poética campiana

    Laura López Fernández

    El arte de contar y recontar en la escritura poética de Luis Miguel Aguilar

    Laura López Fernández

    POSMODERNISMO

    Poesía mexicana: 1960-1979

    Alí Calderón

    El lenguaje, su mejor afán, una exactitud sin finalidad (la poesía de Montes de Oca, Deniz y David Huerta)

    Eduardo Espina

    José de Jesús Sampedro: el poema es el signo de un próximo desastre o de un naufragio repetible

    Fernando Fabio Sánchez

    Coral Bracho: hacia una poética del ser

    Gloria Vergara

    Héctor Carreto: viajero en el tiempo y el espacio

    Arturo Dávila S.

    Ricardo Castillo: una lengua sin pelos en la lengua

    Arturo Dávila S.

    Introducción a la poesía mechicana

    Arturo Dávila S.

    ANFIGUARDISMO

    Treinta años de poesía en México: 1980-2010, dos acercamientos, múltiples preguntas

    Israel Ramírez

    Pandora: el mundo representado en la obra poética de Dana Gelinas

    Gloria Vergara

    José Eugenio Sánchez: el humor y la cita

    Ignacio M. Sánchez Prado

    Luis Vicente de Aguinaga: la piedra, el polvo, la mirada

    Antonio Marts

    Estrella del Valle

    Carlos López

    Jorge Ortega, desde el barroco hacia la propia voz

    Ervey Castillo

    La escritura fabriana: reescritura

    Ervey Castillo

    Inti García Santamaría: nuevas metáforas para un mundo en ruinas

    Blanca Fonseca

    Notas sobre los autores

    Presentación

    Elegir, de forma objetiva, a los poetas mexicanos nacidos a partir de la década de 1920, además de enmarcarlos dentro de una corriente concreta y bien delimitada, fue la tarea más ardua de este segundo tomo de la Historia crítica de la poesía mexicana. Si el primer volumen se ofrecía por demás asequible en cuanto a su organización temática, pues el dictamen histórico ya había puesto a cada poeta en su justo lugar y había canonizado a los correspondientes movimientos literarios, este segundo, por su cercanía temporal, se imponía indócil y escurridizo. No se trataba de oscurecer el panorama lírico del siglo XX con demasiadas categorizaciones, sino, más bien, simplificarlo para poder visualizarlo mejor dentro de su propio contexto histórico, de tal modo que se buscaron los aspectos más genuinos que caracterizaran a cada periodo y después se inscribieron en ellos a los autores que mejor los encarnaran, tomando en cuenta no sólo su originalidad sino también que fueran una pieza clave para entender la cuestión lírica de dicho periodo. De esta forma fue que se dividió en tres grandes momentos la tradición poética mexicana después del vanguardismo: neorromanticismo, posmodernismo y anfiguardismo. Dentro de la vertiente neorromántica se inscriben aquellos autores en los que prevalece el uso de las emociones, sentimientos e incluso el deseo visible de comunicarlos a un interlocutor real o ficticio, supeditando el lenguaje a este principio de comunicabilidad. Jaime Sabines, Rubén Bonifaz Nuño (sobre todo en su primera etapa), Marco Antonio Campos, Ricardo Yáñez o Luis Miguel Aguilar son una muestra emblemática de esta dicción. Enmarcados en el posmodernismo se encuentran, en más de un sentido, los herederos de la poesía del lenguaje, derivada directamente de la vanguardia más experimental, aquellos autores mayormente preocupados por explotar todas las potencialidades del lenguaje como canal o vía de conocimiento. Esto no significa que desdeñen los aspectos sensoriales o comunicativos del ejercicio creativo, pero sí que su impulso lírico no está reducido tan sólo a transmitir un mensaje. Marco Antonio Montes de Oca, Gerardo Deniz, David Huerta y Coral Bracho, entre otros, son los ejemplos más característicos de esta prosodia. En esta misma categoría se encuentran también aquellos que empezaron a hacer del uso de la ironía una herramienta imprescindible, logrando un equilibrio entre experimentación de nuevas formas expresivas y renovación del sentido que con éstas pretendían articular. Héctor Carreto y Ricardo Castillo podrían figurar muy bien en esta última tendencia. Por último, anfiguardismo es un término que acuñé en mi libro Reloj de pulso: crónica de la poesía mexicana de los siglos XIX y XX para poder explicar el fenómeno de los autores mexicanos más jóvenes, principalmente de los nacidos en las décadas de 1960 y 1970. El anfiguardismo representaría una tensión entre una retroguardia (aquellas construcciones líricas que miran hacia poéticas más tradicionales, no necesariamente de épocas inmediatamente anteriores) y una vanguardia (que incluye elocuciones con voluntad de renovación visible del lenguaje y la constante búsqueda de nuevas sintaxis). En los autores más jóvenes no existe precisamente una conciencia ruptural, en el sentido expuesto por Octavio Paz, sino aglutinadora. Lejos de romper con lo establecido (y establecer otro comienzo), lo incorporan a sus ámbitos expresivos, resultando en ese ir hacia atrás (retroguardia) y hacia adelante (vanguardia) una forma o sentido nuevo. Esto es visible en casos como los de Dana Gelinas, Mario Bojórquez, Luis Felipe Fabre e Inti García Santamaría, el más joven de todos los autores aquí incluidos. Con este segundo volumen se aspira, pues, a completar el recorrido que inició el primero, para así ofrecer un paisaje completo, al día de hoy, de la inagotable tradición lírica nacional.

    AGRADECIMIENTOS

    El número de personas que, directa o indirectamente, ayudaron a concretar esta obra se sale de toda proporción. Sin embargo, quiero agradecer, en primer lugar, a todos los colaboradores que participaron en este proyecto, por su invaluable contribución y cumplimiento; al doctor Enrique Florescano, cuyo apoyo fue imprescindible para que esta obra se hiciera realidad; a Verónica Ramos Pérez y Bárbara Santana, siempre dispuestas a buscar la mejor solución en momentos aciagos; y una mención especial para mi amigo, el escritor y crítico Geney Beltrán Félix, quien fue el que –tal vez él ya no lo recuerde– le dio a este empeño su primer vuelo.

    Rogelio Guedea, coordinador

    Nueva Zelanda, agosto de 2014.

    Neorromanticismo

    Neorromanticismo: los climas de la poesía mexicana hacia las décadas de 1950 y 1960

    ARMANDO GONZÁLEZ TORRES

    INTRODUCCIÓN

    El pasado de la poesía mexicana moderna es conocido apenas de manera irregular y fragmentaria. Con excepción de algunos ensayos aislados y circunscritos a determinados periodos, no se dispone de fuentes panorámicas confiables (diccionarios, historias de la poesía, censos y estudios de publicaciones poéticas y autores) que brinden una retrospectiva histórica y crítica de la lírica contemporánea. Gran parte de la memoria poética se preserva a través de antologías que, si bien son un indicador significativo, están lejos de ser un instrumento neutral y suelen ser objeto de fuertes controversias.¹ Ante la ausencia de un acervo crítico amplio, los actos de la memoria y ponderación de las obras se dificultan y los prestigios suelen nacer y morir en un círculo relativamente estrecho de jueces y partes. De esta manera, en la formación de un canon poético es posible que se exacerben los riesgos del centralismo, la sobrevaloración de grupos (es frecuente que generaciones enteras sean denominadas por el nombre de alguna revista impulsada por un pequeño grupo) y la repetición de inercias críticas.

    Por lo demás, la poesía es una de las disciplinas más reacias a ser historiadas, pues sus formas de apreciación y sistematización son menos concretas y sujetas a consensos que las de otras disciplinas.² Salvador Elizondo sugería, en el prólogo a su antología Museo poético, que una historia de la lírica nacional se debe fundar, más que en rasgos de folclor o singularidad, en el conjunto de relaciones simbólicas y formales entre los propios poemas, que no se limite al ámbito local sino que se incorpore plenamente a un diálogo internacional de la poesía.³ En efecto, la poesía hispanoamericana, al menos a partir del modernismo, carece de nacionalidades y los movimientos de la sensibilidad se replican más allá de las fronteras políticas. Con todo, también es necesario considerar ciertos rasgos privativos del entorno social e institucional que influyen en el ambiente de creación. En este sentido importa recordar que la poesía mexicana de principios del siglo XX se desarrolló en circunstancias históricas particulares, que propiciaron su tensión con las tendencias socializantes, así como su relación ambivalente con las vanguardias.

    EL CLIMA DE LA POESÍA MEXICANA HACIA LA DÉCADA DE 1950

    La poesía mexicana de la primera mitad del siglo XX se desarrolló a partir de un choque entre los imperativos sociales y la búsqueda de autonomía del arte. Después del acontecimiento cismático de la Revolución mexicana, el arte se concibió como un instrumento pedagógico para forjar nuevos valores y la poesía fue la disciplina más reacia a integrarse a esta concepción militante. Con algunas excepciones, como los estridentistas (una corriente significativa en su tiempo pero, por razones poéticas y extrapoéticas, largamente ignorada en los decenios ulteriores), o los llamados agoristas (una tendencia marginal abiertamente política que floreció en los últimos años de la década de 1920 y primeros de la de 1930), la poesía permaneció como un arte introspectivo y formalista que evitaba sumarse a la corriente general de literatura nacionalista.

    En particular, los poetas adscritos al grupo Contemporáneos representan una resistencia a la irrupción de la vida social o las modas literarias en la creación poética, pues sus miembros no sólo mantuvieron una actitud de rechazo ante los llamados al compromiso político, sino que mostraron reserva frente a las vanguardias históricas y, aunque asimilaron algunos de sus hallazgos, rehusaron adoptarlas como programa de acción o como método poético.⁵ Así, hay varias influencias comunes en Contemporáneos que gravitan de distinta manera en los diversos miembros de la generación: la poesía postrera del modernismo hispanoamericano y su giro hacia un tono más interior y reposado, y las ideas del arte como una forma peculiar e irreductible de conocimiento, especulación y representación del mundo, derivadas de autores como Edgar Allan Poe, Stéphane Mallarmé o Paul Valéry. Todo ello marca el surgimiento de ciertos rasgos que podemos llamar comunes: la búsqueda de concisión y economía verbal; la exploración del sueño y el mundo interior; el cultivo del poema en prosa y la prosa poética, y el interés por el poema extenso como forma de composición y especulación.

    La estética de Contemporáneos intenta aislarse del medio ambiente político y la poesía se observa rezagada de su compromiso nacionalista y progresista respecto de otras artes. Por supuesto, esta actitud implica costos: la estética nacionalista y socializante, en parte una expresión auténtica del clima e ideas de la época y en parte impulsada por el Estado, se extiende a todas las artes, pero si en pintura el término vanguardismo es sinónimo de adhesión a la Revolución, en poesía es una etiqueta que denota distanciamiento de lo mexicano y elitismo.⁶ De hecho, adjetivos como vanguardista o europeísta van adquiriendo un tinte de condena ideológica y denotan el desarraigo e incluso la inmoralidad intelectual de los personajes a quienes se aplican. Desde la década de 1920, cuando Ricardo Arenales dice que en materia de poesía ¡somos porfiristas!, hasta las incendiarias declaraciones de Pablo Neruda en 1942, que (en un claro desdén hacia sus colegas mexicanos) señalaba que en poesía hay una absoluta desorientación y una falta de moral civil que impresiona, se extiende una percepción de que en ella se refugia la reacción estética y política.⁷

    Ciertamente, ya en la década de 1940 nuevas generaciones, como la de Taller, de Octavio Paz (1914-1998) y Efraín Huerta (1914-1982), buscan hacer confluir la capacidad de introspección y revelación de la poesía con su llamado a la transformación social. Paz y Huerta, en su juventud, practican una poesía social que busca combinar la denuncia con la reivindicación del amor y la búsqueda de una verdad artística. Aunque ambos parten de concepciones muy similares, en su momento llegan a representar posturas y poéticas diametralmente opuestas. Paz pasa de una poesía social muy vinculada con la coyuntura a ejercer, a partir de su estancia en Francia, a una experimentación constante que asimila muchas de las novedades estéticas de su época. Por su parte, a medida que evoluciona su poesía, Efraín Huerta se va acercando más al acontecimiento político concreto, así como a la celebración de lo cotidiano con un talante antisolemne.

    De cualquier manera, fundada o no, la noción hegemónica de la lírica en la década de 1950, contra la que reaccionan muchos nuevos autores, es la de una poesía marmórea, alejada de lo social y lo cotidiano, que oscila entre el sentimentalismo modernista y el afán de la poesía pura. Podría llamarse neorromanticismo (¿o neorromanticismos?) a esas corrientes surgidas en las décadas de 1950 y 1960 que, frente a una poesía imperante caracterizada por el pulimiento formal, la orientación abstracta y la matización del elemento emocional y cotidiano, releen la vanguardia y la asimilan de manera personal; introducen lo citadino, lo cotidiano y lo emotivo al horizonte de la poesía; amplían el lenguaje poético con expresiones híbridas extraídas de las más diversas disciplinas; establecen una vinculación entre la lírica y el contexto social, o conciben la poesía como una regla de conducta y forma de vida.

    CONTEXTO DE LOS NEORROMANTICISMOS

    El proceso de crecimiento económico casi sostenido y la tensa paz, que abarca de 1945 a 1970, no sólo generaron prosperidad económica global, sino un cambio social drástico, que se caracteriza por la transfiguración de los actores sociales, la eclosión de la educación universitaria, la transformación de la familia y otras instituciones y el cambio de las expectativas e ideales personales.⁸ En el caso de México, entre 1940 y 1970 el llamado Desarrollo Estabilizador permitió un periodo sostenido de crecimiento y un proceso de industrialización que propició el tránsito de un país fundamentalmente rural a un país urbano, con una élite que, si bien basaba su poder en prácticas políticas arcaicas, estaba particularmente interesada en integrarse a lo que se consideraba la modernidad.

    Así, a partir de la década de 1950 comienza a operarse una transformación en la cultura mexicana que se caracteriza por el desdibujamiento de los temas nacionalistas y las inquietudes sociales dominantes en gran parte de las artes, por la apertura de numerosas ventanas cosmopolitas, por la ampliación de la infraestructura y los cuadros culturales, por la renovación de las costumbres y por los cambios en la concepción del escritor y sus funciones. En esos años de expansión económica y afanes de modernización existen mayores recursos para promover la cultura y para consolidar una imagen de progreso. El número de estudiantes y profesores crece, las carreras de humanidades adquieren una mayor importancia y proyección social, los espacios de promoción cultural se incrementan y, en ciertos círculos, el arte y la literatura ostentan una nueva significación como disciplinas estéticas, como instrumentos de cambio social o como herramientas de liberación y mudanza espiritual. Aunque casi todos los registros se ocupan de las visibles renovaciones en la narrativa o la pintura, de manera un poco más tenue puede observarse un periodo de multiplicación y enriquecimiento de las propuestas poéticas.

    En las décadas de 1950 y 1960, en el ámbito de la poesía confluyen una serie de generaciones que van desde las últimas olas del Ateneo o Contemporáneos hasta la generación de Tierra Nueva y Taller. Sin que intente ser exhaustiva, una lista de autores que viven y ejercen la práctica poética en estos años rebasa en mucho la reducida nómina que recuerdan las desmemoriadas historias. De esta manera, autores como Alfonso Reyes (1889-1959), Salvador Gallardo Dávalos (1893-1981), Carlos Pellicer (1897-1977), Renato Leduc (1897-1986), Manuel Maples Arce (1898-1981), Luis Quintanilla (1900-1980), Arqueles Vela (1899-1977), Elías Nandino (1900-1993), José Gorostiza (1901-1973), Jaime Torres Bodet (1902-1974), Salvador Novo (1904-1974) y Miguel N. Lira (1905-1961) mantienen presencia y producción, mientras que autores como Roberto Cabral del Hoyo (1913-1999), Griselda Álvarez (1913-2009), Manuel Ponce Zavala (1913-1994), Octavio Paz (1914-1998), Efraín Huerta (1914-1982), Alejandro Avilés Insunza (1915-2005), Carmen de la Fuente (1915-2013), Neftalí Beltrán (1916-1996), Guadalupe Amor (1918-2000), Margarita Michelena (1917-1998), Manuel Calvillo (1918-2009), José Cárdenas Peña (1918-1963), Emma Godoy (1918-1989), Alí Chumacero (1918-2010), Jesús Arellano (1923-1979) o Tomás Díaz Bartlett (1919-1957), que en rigor pertenecen a una generación anterior, ejercen su mayor influencia a partir de la década de 1950. Igualmente, el panorama se enriquece con la actividad de poetas provenientes del exilio español o sudamericano como, por mencionar sólo a algunos, Agustí Bartra (1908-1982), Manuel Altolaguirre (1905-1959), Manuel Andújar (1913-1994), León Felipe (1884-1968), Juan Rejano (1903-1976), Carlos Illescas (1918-1998) o Ernesto Mejía Sánchez (1923-1985), quienes realizan una faena significativa como poetas, editores, traductores y difusores de la poesía. En este entorno, surgen las voces más y menos conocidas de la Generación de Medio Siglo, como Jorge Hernández Campos (1921-2004), Joaquín Antonio Peñalosa (1922-1999), Margarita Paz Paredes (1922-1980), Desiderio Macías Silva (1922-1995), Fernando Sánchez Mayáns (1923-2007), Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013), Dolores Castro (1923), Jaime García Terrés (1924-1996), Miguel Guardia (1924-1982), Ramón Xirau (1924), Rosario Castellanos (1925-1974), Manuel Durán (1925), Jaime Sabines (1926-1999), Tomás Segovia (1927-2011), Enrique González Rojo (1928), Ramón Rodríguez (1925-2014), Enriqueta Ochoa (1928-2008), Norma Bazúa (1928-2011), Raúl Renán (1928), Eduardo Lizalde (1929), Víctor Sandoval (1929-2013) y Arturo González Cosío (1930), así como sus inmediatos descendientes: Marco Antonio Montes de Oca (1932-2009), Guillermo Fernández García (1932-2012), Juan Bañuelos (1932), Ulalume González de León (1932-2009), Thelma Nava (1932), Carmen Alardín (1933-2014), Juan Martínez (1933-2007), Gabriel Zaid (1934), Isabel Fraire (1934-2015), Gerardo Deniz (1934-2014), Hugo Gutiérrez Vega (1934), Sergio Mondragón (1935), José Carlos Becerra (1936-1970), Abigael Bohórquez (1936-1995), Eraclio Zepeda (1937), Jaime Augusto Shelley (1937), Francisco Cervantes (1938-2005), Óscar Oliva (1938), Jaime Labastida (1939-2014), José Emilio Pacheco (1939-2014), Max Rojas (1940-2015) y Homero Aridjis (1940).¹⁰

    En este par de décadas, por lo demás, se multiplican los foros para la creación y comentario de poesía que van desde Ábside, la revista de orientación clásica y católica con significativa cobertura de poesía, hasta la contracultural y bilingüe El Corno Emplumado, que dio a conocer, entre otras, la nómina y la estética beat. Entre estas propuestas polares se encuentran publicaciones como, por mencionar sólo algunas, Metáfora, La Palabra y el Hombre, América, Estaciones, La Gaceta del FCE, México en el Arte, la Revista de la Universidad de México, la Revista Mexicana de Literatura, El Rehilete, Snob, Cuadernos del Viento o Pájaro Cascabel; suplementos como la Revista Mexicana de Cultura, México en la Cultura, Diorama de la Cultura, La Cultura en México y revistas y publicaciones de provincia como Letras Potosinas, Kátharsis, Armas y Letras o tun Astral. Igualmente, se inauguran las becas del Centro Mexicano de Escritores, se publican anuarios de poesía y aparecen nuevas opciones editoriales, desde las ediciones independientes y autogestivas de Metáfora y la colección Los Presentes (dirigida por Juan José Arreola) hasta las alternativas comerciales como Joaquín Mortiz, Era o Siglo XXI.¹¹

    Algunas historias poéticas consignan un debate único entre una poesía pura y elitista que abanderarían autores como Octavio Paz, Alí Chumacero, Tomás Segovia o Marco Antonio Montes de Oca, y una más vitalista, desenfadada o comprometida que representarían poetas como Efraín Huerta, Jaime Sabines y Rosario Castellanos.1¹² Sin embargo, allende esta visión dualista se vive un momento poético muy intenso, con una gran variedad de estéticas en convivencia. En la larguísima nómina de autores que se encuentran activos en esas décadas puede encontrarse la mayor variedad de enfoques y prácticas. A veces, entre la práctica de algunas comunidades poéticas y la idea prototípica de la poesía que subsiste en otras se abre un abismo. Así, en las voces domésticas que conforman las distintas comunidades puede haber resabios del modernismo, celebraciones del paisaje de provincia o de la virtud cívica, búsquedas espirituales dentro de la poesía religiosa, una fuerte impronta de la poesía pura de Contemporáneos, una corriente de poesía coloquial y de protesta, de la que es voz importante Efraín Huerta, y una actualización de las vanguardias, que patrocina Octavio Paz tanto con sus obras poéticas que marcan caminos creativos, como con las de ensayo, que legitiman nuevas prácticas de lectura y nociones hegemónicas en la apreciación de la misma.

    En suma, en este par de décadas la política del gusto poético se debate entre propuestas como la de Metáfora, que todavía rezuman nacionalismo y que atacan a figuras tutelares como Reyes o emergentes como Paz; hasta vanguardias excéntricas como el poeticismo, expresiones que mezclan las artes como Poesía en Voz Alta, o colectivos poético-políticos como La Espiga Amotinada. Se trata de manifestaciones muy distintas: por ejemplo, si Poesía en Voz Alta, una iniciativa patrocinada por la UNAM que surge a mediados de la década de 1950, busca vincular la poesía, las artes escénicas, la música y la plástica y establecer una forma rigurosa pero accesible de comunión con el público, el poeticismo, un movimiento donde confluyen Lizalde, González Rojo, Montes de Oca y González Cosío, es una vanguardia de breve existencia y pocos testimonios que exacerba los procedimientos de la poesía pura y mediante una planeación casi científica del poema (que, sin embargo, se permite mezclar el culteranismo con el choteo) busca superar tanto el sentimentalismo modernista como el irracionalismo reducido a fórmula de cierto surrealismo.¹³

    En realidad, el reconocimiento canónico que se otorga a algunos poetas de esa generación, casi pero no a todos los más notables, proviene de la antología Poesía en movimiento. México 1915-1966 que realizaron Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis y que se publicó en 1966.¹⁴ Más allá de la nómina de autores, prácticamente indiscutible, lo llamativo es el manifiesto poético que exalta la experimentación y la ruptura como valores primordiales y que reconoce con el estatuto de moderna aquella poesía que además de ser franca expresión artística, es búsqueda, mutación y no simple aceptación de la herencia.¹⁵ Con esta aseveración, Paz y sus coantologadores establecen un criterio relativamente claro para ordenar y de alguna manera jerarquizar la producción poética, así como para insertarla en la tradición moderna.1¹⁶

    A la luz de la consolidación de esta forma de apreciación en la memoria crítica, sólo unos cuantos de los discursos poéticos vigentes en esa época han tenido el premio de la posteridad: tradiciones enteras, como la de la poesía religiosa, han sido borradas del canon contemporáneo. Igualmente, por razones de sociología literaria muchos otros autores significativos no se incorporaron a los principales grupos y modalidades poéticas dotadoras de prestigio. Así, acaso algunas figuras como Ramón Rodríguez, Desiderio Macías o Fernando Sánchez Mayáns pagaron con el ostracismo su condición periférica; otras, como Abigael Bohórquez o Juan Martínez, el carácter escandaloso o excéntrico de sus temas y reivindicaciones. Tampoco se ha logrado integrar y justipreciar la obra de autores emigrados que realizaron gran parte de su labor poética en México, como Ernesto Mejía Sánchez o Carlos Illescas.

    Reconociendo estas herencias problemáticas e inasimiladas es posible aventurar de todos modos una caracterización de las tendencias y rasgos poéticos que van a marcar las décadas de 1950 y 1960. Con una amplia apertura a otras influencias, desde la del pensamiento europeo más nuevo y heterodoxo (que transita del surrealismo y el existencialismo al estructuralismo), hasta los furores del compromiso social o las prácticas poéticas y vitales de la poesía beat, los poetas que empiezan a publicar en las décadas de 1950 y 1960 hacen una nueva lectura de su herencia y entorno. Así, la vanguardia ya no es un programa estricto, pero sí un conocimiento y una experiencia liberadora de las formas y el lenguaje; se busca desplegar los tópicos de la poesía hacia asuntos más vitales e inmediatos; existe una conciencia del lenguaje y sus limitaciones, y se concibe a la poesía no sólo como un producto estético sino como una posibilidad de compromiso social y cambio vital.

    Por lo demás, el concepto de poesía se ensancha y acepta diversos registros (lenguaje coloquial, mensaje político, divisa existencial) y mezclas (el clasicismo en la forma con la vivencia más inmediata). Frente a lo que se considera una poesía abstracta y carente de vida se erige una llena de filtraciones de la calle, la vida cotidiana y el ruido político. No se trata de movimientos, pero sí de sensibilidades extendidas, y la reorganización de la vanguardia, la línea coloquial, la poesía política y la poesía como mudanza espiritual son líneas que se replican por toda Hispanoamérica. Las condiciones estaban dadas: en respuesta a la avanzada de una poesía pura, hermética, minimalista, metafísica, intelectual, abstracta, etcétera, nace una poesía neopopular, coloquial, confesional, sensorial, figurativa, que pronto invadirá la sensibilidad de todo el continente americano ¹⁷ Así, Olga Orozco, Enrique Molina, Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, Roberto Juarroz o José Ángel Valente recrean de manera personal la vanguardia y anuncian nuevas mutaciones; por su parte, Nicanor Parra, Sebastián Salazar Bondy, Jaime Gil de Biedma, Mario Benedetti, Idea Vilariño, Ernesto Cardenal o Juan Gelman introducen al templo poético las huellas de la experiencia íntima, los murmullos y hablas de la calle o inclusive las arengas políticas.1¹⁸

    Los neorrománticos hispanoamericanos buscan, pues, convocar al fenómeno poético a partir de lo concreto, contra el agotamiento de la metáfora esgrimen la experiencia; son poetas de las emociones, de los sentidos y de la conciencia política, y aun los autores con mayor compromiso formal contaminan la artesanía del lenguaje con el flujo de lo cotidiano, mezclan la arquitectura y erudición poética con el desorden y polifonía de lo popular en una sustancia que ya anticipa el caldo neobarroco.1¹⁹

    El neorromanticismo se manifiesta en formas muy diversas: el amor, la vida cotidiana, la carnalidad, la aspiración a la comunión con la naturaleza son los tópicos que se contraponen al hermetismo que muchos consideraban predominante en la poesía precedente. La utopía que subyace en algunas de estas líneas poéticas es la restauración del mensaje y la comunicación, la aspiración de trascender o significar literalmente; para otros, ya no hay utopía y el coloquialismo y los tópicos amorosos son los tonos cotidianos a los que el poeta debe acudir sin grandilocuencia. El neorromanticismo que puede caracterizar a gran parte de estas generaciones no es, en suma, un credo lírico unívoco, sino una sensibilidad política, poética y social que comparte ciertos presupuestos: la incomodidad con las costumbres establecidas, la búsqueda de un cambio personal y político, la desconfianza hacia las manifestaciones de la alta cultura como única expresión legítima de lo cultural, el escepticismo hacia la democracia y el discurso liberal, la exaltación del placer y las formas de vida heterodoxas o la reivindicación de las culturas y de las formas de espiritualidad no occidentales.²⁰

    LA TRADICIÓN Y LAS VERTIENTES DEL NEORROMANTICISMO

    En el caso de México, puede pensarse en cinco vertientes visibles en las que se dividen las comunidades que hacen poesía en las décadas de 1950 y 1960. Una, los continuadores de la tradición, que se caracterizan por el apego a temas y formas cercanas tanto al modernismo como a la poesía pura, o bien, por el cultivo de la poesía con tema religioso; dos, los herederos de la vanguardia, que rescatan el espíritu de ésta, someten a tensión el sentido y el lenguaje y se acercan a las novedades del pensamiento europeo de medio siglo, particularmente a la reflexión lingüística que, al renovar la observación de los fenómenos de la lengua, la comunicación y el signo, hace que la literatura adquiera autoconciencia y distancia de sus instrumentos; tres, la tradición coloquial, que busca regresar la poesía a la vida cotidiana y el lenguaje diario y tratar los temas más comunes con un espíritu deliberadamente antielitista y antipoético, no carente de rigor; cuatro, la poesía comprometida, que adquiere un nuevo auge a partir del triunfo de la Revolución cubana y que busca consolidar la poesía, aparte de expresión estética, como instrumento de denuncia y concientización social, y cinco, ya más hacia la década de 1960, la adopción de la poesía como una forma de vida y rebelión de las costumbres, derivada en parte de la tendencia a revalorizar las experiencias espirituales no occidentales y prefigurada por el movimiento beat.

    Entre los continuadores de la tradición podría mencionarse a poetas como Alí Chumacero, Jaime García Terrés y Francisco Cervantes. Chumacero no es un autor interesado por las novedades poéticas, sino un creador que encontró su originalidad precisamente en la fidelidad a una herencia. Es autor de sólo tres libros que, sin embargo, constituyen una de las lecturas más amplias y creativas de la tradición, y en los que hay una asimilación de predecesores inmediatos como Villaurrutia y López Velarde, pero también el ánimo de especulación y la búsqueda de una verdad intelectual y sensible. Jaime García Terrés, más conocido por su gestión editorial y cultural y de traducción, es un autor parco que cultiva una poesía muy contenida tanto en el aspecto formal como emocional y que, en ocasiones, se permite un vivificante y culto humor. Francisco Cervantes logró, a partir del arcaísmo deliberado, la mezcla de idiomas y el carácter excéntrico y atormentado de sus personajes poéticos, una de las manifestaciones más indefinibles y estimulantes de su generación. Otros poetas que parcialmente podrían caber dentro de esta corriente de restitución moderna de la tradición son Manuel Calvillo, Manuel Ponce Zavala (poeta de confesión religiosa que, sin embargo, realiza algunas de las experimentaciones métricas y temáticas más audaces de su época), Margarita Michelena, Margarita Paz Paredes, Enriqueta Ochoa o Dolores Castro.

    Entre los herederos de la vanguardia podrían mencionarse, entre otros, a autores como Marco Antonio Montes de Oca, Tomás Segovia, Enrique González Rojo, Raúl Renán, José Carlos Becerra o Gerardo Deniz. Marco Antonio Montes de Oca concentró su expansiva obra poética en el culto a la imagen, manifestando así su fe de origen surrealista en la capacidad de la metáfora para trastocar la lógica, unir realidades contradictorias y revelar nuevas realidades. Tomás Segovia, el poeta, forma una amalgama con el casi ignorado pero perspicaz y original ensayista, plenamente actualizado de la novedad intelectual de su tiempo. Se trata de un autor simultáneamente versado en la tradición y ávido de novedad y experimentación con una veta sensual y cerebral, intelectual y carnal, consciente del lenguaje y profundamente prístina. Enrique González Rojo es un poeta con oficio depurado y con ideas que ha cultivado la poesía como una forma del conocimiento especulativo. Este ánimo racionalista y doctrinario muchas veces actúa en tensión con los procedimientos y el lenguaje propiamente poéticos, aunque en sus mejores momentos el humor funciona como un contrapeso a la rigidez. Raúl Renán es un poeta profundamente versátil que de manera desparpajada ha experimentado con las formas en una alegre andanza poética ajena a los programas. Jose Carlos Becerra, intenso y original poeta, prematuramente desaparecido, mezcla, en un logrado tono de intensidad, el formato versicular de largo aliento con la ironía y el homenaje a la tradición poética con la cultura pop. Como en pocos autores, en Gerardo Deniz el lazo con la tradición literaria se encuentra transfigurado por sus múltiples obsesiones y vocaciones no literarias, es decir, la música, las ciencias puras, las lenguas muertas, las mitologías y un gran acervo de saberes más o menos excéntricos y gratuitos. Con Adrede, publicado en 1970, en el epílogo de las décadas de 1950 y 1960, se inaugura en México una de las aventuras más divertidas y subversivas del lenguaje poético.

    En lo que atañe a la vertiente coloquial, pueden mencionarse voces con timbres tan distintos como las de Sabines, Bonifaz Nuño, Lizalde, Castellanos, Zaid y Pacheco, sobre todo en su segunda etapa. Jaime Sabines es un poeta que combina un sentido innato de la musicalidad con la capacidad de observación, experimentación y transmisión del dolor. Sus temas habituales son el amor y la muerte, que suele abordar con una mezcla de maestría y llaneza. Con sus poemas más celebres, como Los amorosos o Algo sobre la muerte del mayor Sabines, reinserta y reinventa en la tradición mexicana los tópicos del cortejo y la elegía. Rubén Bonifaz Nuño tiene una formación intelectual atípica y prodigiosa, pues si no fuera un poeta fundamental sería conocido como erudito de las civilizaciones grecolatina y náhuatl. Por supuesto, estas aficiones no son aleatorias y han sido fundamentales en la gestación de su poética. Por ejemplo, a partir de su conocimiento, asimilación y adaptación de la métrica griega, Bonifaz Nuño ha incorporado novedades estróficas y sintácticas que lo hacen uno de los poetas más originales Lizalde ha sido a la vez un poeta culto y coloquial y, en sus primeros libros, creó una obra de una singular violencia temática, verbal y sintáctica, en la que aborda con lúcida exaltación los temas del amor, el erotismo, la ciudad y la militancia. Es dueño de una poderosa declamación poética y su escritura es sonora y contundente, rica en prosodia y original en imágenes. Rosario Castellanos es una poeta, intelectual y militante que reivindica el papel de la mujer y que, en algunos momentos, logra combinar de manera muy afortunada la reivindicación feminista con la efectividad poética. Después de su erudita Fábula de Narciso y Ariadna, Gabriel Zaid crea una obra que desacraliza la poesía pero no como la llamada antipoesía, mediante el recurso de hacerla banal, sino mediante una aplicación de la inteligencia y la ironía, que refuta y refunda, más soluble y transparente, la expresión poética. Finalmente, José Emilio Pacheco es un autor que, aunque comenzó con una obra cultista, pasó al registro irónico de lo social y después a una lírica desnuda y directa que llama la atención sobre la condición humana, la injusticia y la falta de conciencia.

    En lo que se refiere a la poesía comprometida, la Revolución cubana y la guerra de Vietnam implican una profunda crisis de conciencia que provoca un realineamiento y radicalización de los grupos culturales, propicia una discusión sobre la naturaleza y función del intelectual y, sobre todo, modifica de manera profunda la apreciación y producción de la cultura. En este contexto surge un grupo conocido como La Espiga Amotinada, formado por Juan Bañuelos, Óscar Oliva, Jaime Augusto Shelley, Eraclio Zepeda y Jaime Labastida, quienes buscan combinar la disidencia estética con la disidencia política, el compromiso testimonial con el compromiso poético. Su libro colectivo La espiga amotinada, publicado en 1960, combina la novedad y calidad poética con el carácter contestatario y los vuelve referencia inmediata. Como señala Patricia Cabrera López, Sin éstos no se comprenden algunas tácticas y actitudes que se traslucirían posteriormente en los proyectos literarios de izquierda.2²¹ Ellos mismos replicarán esta manifestación colectiva en 1965, con Ocupación de la palabra. No se trata, sin embargo, de una poesía meramente documental y realista; estos primeros libros revelan, en mayor o menor medida, a poetas dueños de su expresión que aspiran a fundir la riqueza metafórica y la complejidad estructural con su eficacia política. Esta poesía vehemente fue bien acogida por los jóvenes y La Espiga Amotinada no sólo fue un grupo estético, sino que formó una corriente de opinión y jugó un papel importante en el debate de su época.

    Otra vertiente es la de los cultivadores de la poesía como manifiesto de vida, que influyó en México principalmente a través de una publicación como El Corno Emplumado, la cual apareció de 1962 a 1969 animada por Sergio Mondragón y Margaret Randall. En esta revista, audaz en su diseño y propuesta, se propició la convivencia de los poetas mexicanos con la pléyade internacional y aparecieron textos de autores como Allen Ginsberg, Gary Snyder, Lawrence Ferlinghetti, Charles Bukowski, Thomas Merton, Charles Olson, Kenneth Patchen, Diane Wakowski, Denise Levertov, Jerome Rothenberg, Robert Creeley o poetas hispanoamericanos como Juan Sánchez Peláez, Rafael Cadenas, Eugenio Montejo, Alberto Girri, Edgar Bailey o Jaime Gil de Biedma. Además, se dedicaron números monográficos a la poesía primitiva o antologías para mostrar la lírica de distintos países. Los números incluían artistas plásticos de vanguardia que iban desde Giorgio de Chirico hasta Ulises Carrión. El Corno Emplumado también brindó noticia de vanguardias vecinas, como el nadaísmo en Colombia, o de expresiones como la psicomagia y el teatro pánico de Jodorowsky y Arrabal.²² Reflejado en obras poéticas como la de Sergio Mondragón y Juan Martínez, esta vertiente se caracteriza por mezclar espiritualidad (miradas a Oriente y a las civilizaciones indígenas) con política (una izquierda libertaria) y con libertad en las costumbres (nuevas concepciones de la familia y los roles de género).

    Por supuesto, estas fronteras clasificatorias no son infranqueables y las posiciones sugeridas para distintos autores apenas son una provocación; por ejemplo, la línea entre poesía coloquial y comprometida puede ser muy tenue, o bien, pueden encontrarse autores como Lizalde, Zaid o Cervantes, susceptibles de ser incluidos en diversas vertientes. Con todo, si se sacrifica un poco de exactitud es posible ampliar la visión panorámica de la poesía mexicana del Medio Siglo mexicano.

    En México, como en otras partes del mundo, el 68 implica una profunda crisis que provoca un realineamiento y radicalización de los grupos culturales, propicia una discusión sobre la naturaleza y función del intelectual y, sobre todo, modifica de manera profunda la apreciación y producción de la cultura. Si bien desde antes del 68 la poesía había sido concebida como una aportación potencial a la conciencia crítica y al cambio social, después del 68 esta tendencia a la denuncia y la protesta se consolidó y adquirió nuevos tópicos y banderas. Con todo, las vertientes temáticas y formales mencionadas pueden seguir englobando la mayor parte de la producción. Así, muchos de los ancestros con los que la actual poesía sigue dialogando provienen de esta rica y poco explorada etapa del Medio Siglo.

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    Rubén Bonifaz Nuño: la voz del ángel adversario

    *

    JORGE FERNÁNDEZ GRANADOS

    Solía afirmar Rubén Bonifaz Nuño que el trabajo de toda su vida dedicado a la literatura puede dividirse en tres aspectos esenciales: el primero es como erudito y traductor de los clásicos griegos y latinos, el segundo, como estudioso y defensor de las culturas prehispánicas, y el tercero, su obra como poeta.

    Del primero, él se sentía particularmente satisfecho de haber realizado sin duda, la óptima versión que hay en español¹ de la Ilíada de Homero, entre otras reconocidas traducciones directas del griego y el latín. Del segundo aspecto, que fue en gran medida una labor de investigación y difusión, sobre todo de las culturas nahua y olmeca, opinaba que es el trabajo que en último término considero más importante porque se dirige concretamente a la gente de México, y a través del cual pretendía incitar a un conocimiento de su pasado indígena que la llevaría necesariamente a tener un mejor juicio de sí misma.² Aquí nos ocuparemos específicamente del tercer aspecto de su trabajo: su obra poética o sus versos, como él prefería llamarla.

    Los versos de Rubén Bonifaz Nuño están contenidos en 25 libros que se han publicado desde 1945 hasta la fecha.³ Constituyen, sin la menor duda, una de las obras más sólidas, genuinas y complejas de la poesía hispanoamericana, cuya cerrada fronda, a la manera de ciertos árboles centenarios, no es agotable desde una perspectiva única. Hay en ella lo mismo dimensiones lingüísticas que literarias y referencias tanto herméticas como antropológicas, todo lo cual converge de un modo característico en el arte de su versificación, una versificación inusitada y por demás inconfundible.

    De forma paralela, pero muy aparte de algunos de sus contemporáneos, como Alí Chumacero, Jorge Hernández Campos, Jaime García Terrés, Jaime Sabines, Rosario Castellanos, Enriqueta Ochoa o Eduardo Lizalde —y aunque más cerca literariamente de predecesores inmediatos como Carlos Pellicer y Efraín Huerta— Bonifaz Nuño llega a ciertas pautas creativas, en ocasiones comparables con las de todos ellos: avezada vigilancia de la forma y rigor constructivo; prevalencia, aun dentro de temas de la mayor coloquialidad, de la dignidad de la voz poética; el poema asumido como reducto, como diario íntimo o testimonio personal en el contexto de una época donde dicha individualidad se afirma como contraparte a la impersonalidad impuesta por las nuevas relaciones de producción y de convivencia.

    Dado asimismo el trayecto intelectual de toda su vida —una vida dedicada a la investigación y la docencia universitarias—, no es ninguna casualidad que la obra poética de Bonifaz Nuño ostente, como en efecto ocurre, las dos influencias que él mismo se ocupa en distinguir: la literatura clásica grecorromana y las culturas prehispánicas. Hay que advertir de inmediato que ninguna de ellas es una influencia pasajera o trivial. Por el contrario, ambos mundos resultan medulares en la actitud final con que asumió el oficio poético y aun con el que llegó a concebir la existencia. Grecia y Roma me dieron el sentido del orden y de la importancia del idioma, afirmó en una conversación con Marco Antonio Campos;⁴ pero más adelante señaló también un deslinde capital para comprender adecuadamente su trabajo: Mi cultura no está en la Venus de Milo, sino en la mal llamada Coatlicue, la que siempre que la veo, me habla en mi idioma y me dice lo que soy.⁵

    1. CARÁCTER ES DESTINO O PRIMERA LUCHA CON EL ÁNGEL

    Pocos son los escritores en quienes es imprescindible abordar el tema del carácter para indagar en su obra. Rubén Bonifaz Nuño es uno de estos raros casos. Orgulloso, con la misma confianza con la que determina el valor de su trabajo de traducción y enumera sus influencias cardinales, afronta la materia de sus versos. Lo primero que éstos evidencian es su perfección, su hondura expresiva y su exquisito labrado sonoro; podrá decirse que alguno de ellos es oscuro o hermético, pero de ninguna manera gratuito. Su autor se vuelca allí con una destreza y una desnudez que sólo surgen de quien se está jugando el todo por el todo. Hay, quizá por esta razón, una intensidad épica, una atmósfera de agonía en ellos. Agonía en el sentido original del término: lucha, combate o enfrentamiento con un adversario.

    Ciertos gestos pintan de cuerpo entero el carácter de este autor. Carácter que determinó desde muy temprano su modo de ser y de conducirse. En una extensa conversación autobiográfica, el poeta, de más de 80 años, revive episodios remotos con particular significado. Uno de ellos está situado en los primeros años de su vida. Cuenta que su hermano mayor, Ángel, solía divertirse cruelmente con las muy desiguales fuerzas entre ambos:

    Curiosamente, entre mis recuerdos más lejanos y desagradables hay uno que se remonta a mi edad de tres años. Vestía un pantalón de tirantes. Y mi hermano mayor me levantaba y me colgaba en una percha, con gran coraje mío. Y ahí me dejaba un minuto o unos segundos. Posiblemente, de manera inconsciente, todavía le guardo rencor por eso.

    En otro pasaje de la misma entrevista, no sólo recuerda otra conducta bastante reveladora de su carácter sino que se siente a gusto enarbolando un lema que llega a su memoria y que, según sus propias palabras, bien podría definirlo:

    yo era un niño muy peleonero y muy valiente. Me peleé digamos —en la primaria y en la secundaria y hasta en la preparatoria— cuando menos veinte o veinticinco veces. Si alguien me decía algo, yo buscaba pleito inmediatamente […] Y siempre, absolutamente siempre, me pegaban.

    Con Ángel Bassols, compañero de la secundaria, me habré dado de moquetes una docena de veces, y siempre me ganó. Cuarenta años después le preguntaron:

    — ¿Y cómo era Bonifaz?

    Y él contestó:

    —No sabía pelear, pero nunca se rajaba.

    Ése es un lema que me gusta muchísimo: No sé pelear pero nunca me rajo. Eso sí me gusta y me gustaría que quedara. No recuerdo haber ganado una sola pelea en mi vida.

    En ambas anécdotas, que podrían pasar por meros desplantes infantiles, es la autoestima el protagonista en conflicto. Un reto competitivo cualquiera que no debe pasarse por alto, pues el que se deja se disminuye ante los otros, y sobre todo, ante sí mismo. Años más tarde, algunos versos de Bonifaz Nuño seguirían vibrando en el tono orgulloso y retador de aquellos episodios:

    […] no la nuca

    turbia de lauros del vencido,

    ni la ilusión: mi rama sólo

    de hiel, y mi espolón de no dejarme.

    Pero si bien la autoestima se imponía y obligó, aun con la certeza de la derrota, a dar la batalla, ella evolucionó poco a poco hacia algo más sutil y perdurable: la dignidad. Dignidad que se asume como la medida personal del valor y del trabajo, lo mismo que de los actos y de las decisiones vitales. Dignidad que será el código más alto para juzgar la jerarquía de los deberes y las necesidades. En suma, una ética inquebrantable:

    Vergüenza con sudor, amarga sopa

    del humilde, abandóname; no vengas,

    opulenta esperanza. Míos

    mi callado muro y mi ganada

    vida sin gratitud, en la perfecta

    libertad, y mi paz en ruinas

    y el orgullo pagado con pobreza.

    El orgullo, ese gran gesto del solitario, había decidido desde el origen de sus días recorrer el duro camino de la dignidad pagada con pobreza. La vida no hizo más adelante otra cosa que corresponderle, con adversidad y honor, allí donde debía.

    Este mismo orgullo, sin embargo, este carácter inclinado innatamente hacia el desafío y la confrontación, se convirtió, por diversas vías de evolución, en la energía recurrente de su poética. Una energía sustentada en la autoafirmación y el permanente reto: una poética de la agonía —en el sentido de lucha— con la forma.

    Pero la lucha de un hombre con su propia grandeza es una lucha desigual. Como Jacob contra el ángel, el combate no era entre pares sino entre un hombre y su adversario celeste. El nagual angélico,¹⁰ entonces, el ángel adversario de esta lucha es la propia sombra que tortura el corazón orgulloso y la ira de un dios punitivo contra el más imperdonable de los sentimientos humanos: la soberbia.

    Tierra de nadie, toda

    la que no pisan nuestros pies ahora;

    lugar de la celada, noche

    para tender los lazos a la herida

    y a la angélica presa: el rostro puro

    del fraterno enemigo.

    Hasta la grieta horizontal del alba,

    y la cadera rota y el bautismo.¹¹

    2. VOLUNTAD DE FORMA O LA ESPIRAL DE LA SERPIENTE

    Se ha afirmado con frecuencia que la de Bonifaz Nuño es una poesía barroca. Lo es y no lo es. Si por barroco entendemos el predominio de la forma sobre el contenido, es innegable que una parte de los versos de este autor concuerdan con esa cualidad;¹² pero considerar que el contenido de estos versos ha sido desdeñado en algún momento por compromiso con la filigrana o el lucimiento sería un juicio sumamente superficial. Hay abundancia, y hasta sobreabundancia, de elementos en algunos pasajes de esta poesía; sin embargo la suya es, ante todo, una irrenunciable y rigurosa voluntad de forma.

    Dicha voluntad es evidente no sólo en cada verso y cada poema, sino que abarca a cada uno de sus libros. El manejo virtuoso de la métrica y el gusto por las simetrías y las correspondencias se hace patente a través de series y estructuras progresivas. Todos sus libros son, si puede decirse, sucesiones numeradas de poemas vinculados entre sí por

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