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La brújula de Séneca
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Libro electrónico163 páginas2 horas

La brújula de Séneca

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"Largo es el camino de la enseñanza por medio de teorías; breve y eficaz por medio de ejemplos." Séneca, Cartas a Lucilio.


La filosofía, lejos del cliché al uso, es un pilar esencial no solo para abordar las preguntas más arduas de la existencia -de dónde vengo, a dónde voy, qué hay más allá de la muerte, qué hay antes de la vida-, sino para guiarse en los acontecimientos del quehacer diario: las relaciones con amigos, familiares, compañeros de trabajo, la relación con uno mismo. En suma, lo que Sócrates decía que debía ser el fin de toda filosofía: discernir lo bueno de lo malo para actuar en consecuencia.

Rogelio Guedea, el celebrado autor de novelas como Vidas secretas o El crimen de los Tepames, y ganador del premio Adonais entre otros tantos galardones, leyó así a Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca; a los autores de la Edad Media (San Agustín, Santo Tomás de Aquino); después a los moralistas españoles, y más tarde a los filósofos posteriores al Renacimiento (Spinoza, Locke, Hume), para volver de nuevo a los clásicos, esa fuente inagotable. Estos autores son ahora su linterna de mano. Pero este delicioso libro no es solo un tributo a todos ellos, sino también un manual sencillo y diáfano para aquellos peatones que, extraviados, van a la busca de redención; una luz en la noche desierta, una señal de tránsito entre el tumulto de coches y gentes en medio de una gran avenida. En un mundo en el que los valores morales agonizan, porque lo material se impone como una verdad inobjetable, no debemos olvidar la contundente máxima de Cicerón: “Solo el sabio es rico”.


“Rogelio Guedea, un escritor en las antípodas, mexicano residente en Nueva Zelanda, demuestra su maestría en un espacio en el que las fronteras de la expresión se disuelven, para poner en juego todos los recursos estilísticos habidos y por haber. Guedea es ya una realidad consolidada de la actual literatura latinoamericana, del que cabe esperar nuevos y exuberantes frutos.” FRANCISCO MARTÍNEZ BOUZAS
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788416002221
La brújula de Séneca
Autor

Rogelio Guedea

Rogelio Guedea (México, 1974) es un prolífico y galardonado autor mexicano que se desenvuelve con maestría en varios géneros. Licenciado en Derecho por la Universidad de Colima y doctor en Letras por la Universidad de Córdoba, con un posdoctorado en Literatura Latinoamericana por la Texas A&M University (EEUU), fue becario del Fondo para la Cultura y las Artes en tres ocasiones y director de la colección de poesía El Pez de Fuego. Es autor, entre otros, de los poemarios Kora"" (Premio Adonais 2008) y Mientras olvido (Premio Internacional Rosalía de Castro 2001), y de las novelas 41 (Premio Memorial Silverio Cañada 2009 y Premio Interamericano de Literatura Carlos Montemayor 2012), ""La mala jugada"" y ""El crimen de Los Tepames"". En 2019 fue nombrado miembro de la Academia Mexicana de la Lengua en Colima.""

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    La brújula de Séneca - Rogelio Guedea

    Lucilio.

    ESTACIÓN CENTRAL

    De niño no tuve guías. Crecí prácticamente en la calle. A mi madre la absorbían las infidelidades de mi padre; a mi padre, las mujeres. Viví toda la infancia solo.

    Cuando cumplí doce años, nació mi hermano. El día que aprendió a decir las primeras palabras, yo me fui de casa. Tenía quince años. Me ganaba la vida cantando boleros en un bar de mala muerte, por la Avenida 20 de Noviembre, en Colima, mi tierra natal. Vivía de noche y dormía de día. Pretendí convertirme en Víctor Iturbe «El Pirulí», un bohemio de los que ya no hay, pero no pude. Poco después, hastiado de que todo me fuera mal en la vida, subí a un tráiler de carga y recorrí toda la costa del Pacífico hasta el norte de México. Fue un «largo viaje hacia la noche», que rememoré en mi novela Conducir un tráiler. Viví en Sabinas Hidalgo, donde trabajé como chicharronero, mesero, taquero, velador de un gimnasio y cortador de pollo. Seis meses después volví a Colima, esperando reencontrarme con calles, esquinas, paraderos, amigos, pero todo lo encontré distinto. No había calle, esquina, paradero o amigo en el que me reconociera. Ni en mis padres, aún ausentes.

    Decidí, entonces, cruzar la frontera e instalarme en un poblado de California. Estudié en la Nogales High School, donde viví con un primo de mi padre, que debía varias muertes en Cerro de Ortega. A mi afición por la guitarra añadí la de las armas. Todos los días visitábamos la armería y, todos los días, de regreso a casa, mi tío me contaba la forma en la que había matado a aquel hombre que quería quitarle a su mujer, cómo se le encasquilló la pistola, cómo cayó al suelo de espaldas y se dio contra las piedras, cómo descargó toda su pistola en aquel saco de huesos. A todo este episodio (no menos negro) de mi vida le dediqué un extenso capítulo en mi novela El crimen de Los Tepames.

    No recuerdo las razones, pero un buen día regresé a Colima, donde reinicié mis estudios preparatorianos, que unos años antes había abandonado. Viví un tiempo con mi abuela materna, a la que vi morir, luego de que sus hijos la despojaran de la pequeña fortuna que le había dejado el abuelo. Padecí la desdicha de ser un arrimado, un sin familia. Tuve que callar, con las quijadas trabadas, cuando los hermanos de mi madre hablaban de mi padre con desprecio, usando adjetivos que sigo siendo incapaz de deletrear. Fallé siempre y, siempre, tomé la decisión equivocada. En la misma piedra me golpeé no tres sino diez mil veces. No hubo entonces nadie que se acercara a mí para, desinteresadamente, aconsejarme, alumbrarme una calle oscura, susurrarme una ruta desazolvada.

    Un día, casi al final de mis dieciocho años, cayó en mis manos un libro titulado Autoliberación interior, de Anthony de Mello. Me lo dio mi maestro de humanidades. Lo leí en una sola noche, bajo un techo de láminas de asbesto. No recuerdo con precisión ninguna frase, una enseñanza específica, una palabra, siquiera un pasaje, sólo sé que es el momento más remoto que existe en mi historia como lector. El libro fue una mano que entra en el mar y saca al que se ahoga, lo recuesta sobre la arena y le llena los pulmones de oxígeno. Ese es el origen de mi amor por la filosofía, que pronto se convirtió en un contrafuerte no para contestar las preguntas más difíciles de la existencia humana (de dónde vengo, a dónde voy, qué hay más allá de la muerte, qué hay antes de la vida), sino simplemente para guiarme en los acontecimientos de mi diario vivir, las relaciones con amigos, familiares, compañeros de escuela o trabajo, mi relación conmigo mismo, y, en suma, lo que Sócrates decía que debía ser el fin de toda filosofía: reconocer lo bueno de lo malo para poder actuar en consecuencia.

    Leí, entonces, a Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, Marco Aurelio y luego avancé hacia los autores de la Edad Media (San Agustín, Santo Tomás de Aquino), después los moralistas españoles (sobre todo Gracián), más tarde los filósofos posteriores al Renacimiento (Spinoza, Locke, Hume), luego Benjamín Franklin, Emerson, para volver de nuevo a los clásicos, esa fuente de agua inagotable. Estos autores son ahora mi linterna de mano: mi padre y mi madre advirtiéndome del mal, mi abuela y abuelo señalándome con el dedo índice los peligros del porvenir. Si algo tiene de valedero este libro se lo debo a ellos. Pero no sólo este tributo me anima, también el deseo de que aquellos peatones que van extraviados por las calles encuentren redención en estas páginas, sean un mapa de orientaciones en un país perdido, una luz verde en la noche desierta, una señal de tránsito entre el tumulto de coches y gentes yendo viniendo en medio de una gran avenida. En un mundo en el que los valores morales agonizan, porque lo material se impone como una verdad inobjetable, no debemos olvidar la contundente máxima de Cicerón: «Sólo el sabio es rico». Espero que el lector encuentre en estas vivencias ejemplares, para decirlo cervantinamente, todo lo que yo no pude encontrar en aquellos años de soledad y desamparo, que hoy volveré a recordar —gracias a ti, lector— rodeado de gratas compañías.

    MAPA DE ORIENTACIONES

    Filosofía del árbol cantando en una pata

    Llevo tiempo realizando actividades que no tienen nada que ver con los libros, la lectura, la escritura, la academia, etcétera. Nada que tenga que ver con mi propio oficio o pasión. Llevo tiempo tomando distancia, de algún modo, de mí mismo, alejándome de mis hábitos, incluso negándolos; intentando verme como si viera a un forastero, que es la única forma en que no se puede tener lástima de uno mismo.

    Me puse, por ejemplo, entre otras muchas cosas, a hacer casas para pájaros, pues siempre —como los peces— me han producido la sensación de que, sin ellos, las ciudades o los países, las calles o los jardines perderían su sentido y no serían más que desolados edificios, cielos en ruinas, árboles secos. Guiado por un detallado manual de carpintería, que encontré en una tienda de libros usados cercana a la universidad, compré los utensilios pertinentes (un formón, un pequeño serrucho, una pulidora usada, algunas seguetas) y, en el sótano de casa, donde no hay más que todo aquello que olvidamos o ya no queremos, abstraído de todos y de todo, sobre una larga mesa de madera, me puse a construir casas para pájaros, que fui colgando en los árboles del jardín. Subía en las mañanas por entre las ramas, fijaba el refugio en los extremos de un tronco firme, me aseguraba que apuntara hacia la salida del sol y luego descendía con la convicción de que un pájaro aterrizaría ahí en cualquier momento.

    Cuando ya tenía cinco o seis casas me puse a espiar los árboles en las tardes, detrás de la ventana de mi habitación, que tiene una sobre cortina de esas por las que puedes mirar de adentro hacia afuera pero no a la inversa. Eran tardes en las que lo único que me sostenía era la ilusión, que, según entiendo, sostiene las tardes de miles. Como vi, pasados los días, que mis fortalezas no se convertían en refugio de nadie, así como las amantes que no saben complacer a sus amadores, decidí entonces ponerles un poco de comida, abastecerlas de agua y esperar los resultados.

    Fue hasta la mañana del tercer día, curiosamente, cuando el bullicio de muchos pajarillos de pecho azul me despertó de súbito, luego de una noche llena de pesadillas en las que volvían, en oleadas, aquellos tiempos de soledad infantil en la casa de mis abuelos, alejado de mi barrio y de mis padres, que habían decidido separarse por un tiempo. Me levanté de la cama de súbito, abrí la cortina y vi, a través de la ventana, un revoloteo de alas entre las ramas. Parecía que los árboles habían resucitado de un largo desmayo y ahora, vivaces, se disponían a celebrar el día soleado, las nubes que pasaban, raudas, por una esquina de las montañas y el cielo despejado. La misma escena se repitió una y otra mañana, hasta ahora mismo que escribo y alcanzo a escuchar, desde este escritorio, los árboles cantar. De aquellos días hoy sólo me queda esta certeza: en el poema que escribamos sobre el árbol la poesía debe estar en el canto de los pájaros.

    Los clásicos hoy

    El otro día un amigo escritor me pedía mi lista de mejores novelas del año, que después publicaría (junto con otras listas) en una revista mexicana. La petición me cortó en cuatro mitades porque desde hace unos ocho años (tiempo que tengo ya viviendo al sur de la isla sur neozelandesa) no he hecho otra cosa que leer sistemáticamente a los clásicos grecolatinos, desde Laercio hasta Séneca, pasando por Cicerón, Plutarco, Plauto, Apuleyo, Aristófanes, Esquilo, Platón, etcétera. En mi pequeña oficina, donde sólo cabe un librero que apenas entra en los extremos, tengo ordenados cronológicamente a los autores clásicos, no sólo sus libros más representativos (como los Diálogos o la Ética a Nicómaco o el Tratado de la república), sino, sobre todo, sus obras «accesorias», como las Cartas a Ático de Cicerón o los Epigramas, de Séneca, que encuentro, en más de un sentido, medulares, piedras de toque, pilares del resto de lo pensado y escrito por estos autores, como si en ellas hubiese hablado realmente la intimidad del corazón, en donde es más fácil encontrar la verdad. Es cierto que meto las narices aquí y allá en lo que se escribe ahora (algunas novelas que realmente me gusten —Diario de un jubilado, por ejemplo, de Delibes, o el Crimen del cine Oriente, de Javier Tomeo—, poemas, diarios o ensayos), pero sólo son

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