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El mito de Ícaro: Tratado de la desesperanza y de la felicidad/1
El mito de Ícaro: Tratado de la desesperanza y de la felicidad/1
El mito de Ícaro: Tratado de la desesperanza y de la felicidad/1
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El mito de Ícaro: Tratado de la desesperanza y de la felicidad/1

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"La esperanza y la decepción son ambas hijas del mal vivir y lo reproducen indefinidamente. Este libro es un intento de salir de ese círculo, contra el cual sólo conozco dos disposiciones del alma: la
desesperanza y la felicidad. Y sólo dos dimensiones del tiempo: el presente y la eternidad. Al reflexionar sobre todo esto, he tenido la impresión de que estas dos disposiciones y estas dos dimensiones no estaban tan separadas las unas de las otras como en principio se podría creer, y que incluso en rigor no era posible pensarlas más que como resultado de su mutua relación. Es esta relación la que, por mi parte, querría tratar de explorar en sus diferentes manifestaciones. Digo "por mi parte" pues no es mi propósito ser original. Mi meta no es pensar algo novedoso, sino pensar de un modo certero. Mi problema -si es preciso resumirlo en una frase- es saber si la idea de sabiduría guarda hoy algún sentido y, en ese caso, cuál. Cuestión anacrónica, dirán algunos. Quizá. Para saberlo es preciso aún recorrer el camino. Intentémoslo."

En estas páginas presentamos el primer volumen de su obra más ambiciosa y significativa, su Tratado de la desesperanza y la felicidad, saludado en el momento de su aparición como "un ensayo magistral" (Le Monde) y como "el acontecimiento filosófico del año" (Le Point). La apuesta de Comte-Sponville consiste en devolver a la filosofía su auténtico sentido. Un sentido que, lejos de los juegos verbales de moda hace unos años y lejos, asimismo, de la mera y estéril
erudicción, debe centrarse en el arte de vivir y de pensar que desde antiguo recibió el nombre de sabiduría. Sabiduría materialista y, por ello mismo, irreligiosa, que encuentra en la crítica de las ilusiones la alegre desesperanza por la que la felicidad se hace pensable y posible.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2015
ISBN9788491141174
El mito de Ícaro: Tratado de la desesperanza y de la felicidad/1

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    El mito de Ícaro - André Comte-Sponville

    generalizarse.

    I

    LOS LABERINTOS DEL YO: EL SUEÑO DE NARCISO

    «El conocimiento que tenemos del cuerpo no es tal que lo conozcamos perfectamente. Y sin embargo ¡qué unión! ¡qué amor!».

    Spinoza

    I

    Podemos partir de Narciso. Por otra parte, ¿desde dónde, si no? A falta de algo mejor, uno debe partir de sí. Para todos, Narciso es nuestro «sí» —sin duda más hermoso, pero, ¿qué importa? No siempre hay espejo.

    A menudo nos equivocamos con Narciso. Su debilidad no consiste en amarse. Al contrario, ahí radicaría su fuerza, si es que él mismo se amara verdaderamente. Pues no es cierto que lo que le falte a Narciso sea, como decía Pascal, odiarse, y al escribir eso el mismo Pascal se nos presenta más loco que aquellos a quienes critica. El amor de sí [1] es sabiduría, y es también virtud: si hay que amar al prójimo como a sí mismo, odiarse es una falta y el comienzo mismo del egoísmo. Sí, claro: completamente ocupado en odiarse, no hay otra cosa que hacer que amar a los otros. El otro es un «yo» también... Y ved cómo todo se encadena en Pascal: como «el yo es odioso» [2], «no hay que amar más que a Dios y no odiar más que a uno mismo» [3]. Locura, sí; locura de la cruz, locura de la tristeza. Contra lo cual Montaigne tiene razón, y más aun la tiene Spinoza. Pero no es tiempo de elevarse a estas alturas y el mero sentido común es aquí suficiente. Todo odio es malo, pues sólo siente alegría en el sufrimiento de lo que detesta. Odio de sí: masoquismo. ¡A buscar los látigos y los cilicios!

    Pero Narciso no se ama. Está enamorado, ahí radica su locura. Y como todo enamorado, lo que ama es una imagen. Todos lo hemos estado alguna vez; o al menos hemos estado a punto. Amar a una mujer o a un hombre es demasiado difícil. Hay que aceptar tal diferencia, tal soledad... El corazón se consume en ello. Incluso una «mujer fácil» se resiste: nos abre su cuerpo pero su alma es otra cosa. No hay alma objeto, he aquí la cuestión, porque los objetos no tienen alma. Por otra parte, uno en ese caso no estaría enamorado: el fetichismo es cualquier cosa menos un sentimiento. Dicho brevemente: sólo amamos a las personas y las personas son difíciles de amar. Amables, pero difíciles.

    Quedan, pues, las imágenes. Más amables que los objetos, menos perturbadoras que las personas, más complacientes, más fáciles... Algo de eso saben las jóvenes que adoran la fotografía colgada en la pared de su habitación. No se equivocan: comienzan por lo más fácil. Después descubren que no tienen necesidad ni siquiera de fotografía, y que la imagen que llevan en sí (de una estrella, de un amigo, de un desconocido...) basta por sí sola. Los amantes no hacen nada más, y Lucrecio decía con razón que el enamorado jamás ama otra cosa que simulacros [4]. Amar a alguien, todos lo sabemos, es amar la imagen nos hemos hecho de la persona, imagen siempre deformada, embellecida, transfigurada... Debe haber algo de sueño en el amor para que haya pasión; y es ese sueño lo primero que amamos. Pues la pasión es idólatra.

    Por lo tanto, Narciso no se ama a sí mismo, ama su imagen. Ser ciego le hubiera salvado. Está enamorado de sí, idolatra su reflejo, su doble en el espejo. Tampoco él ama otra cosa que simulacros. Se ama «con locura», está bien dicho: lo contrario de la sabiduría. Como dice con razón Alain, el amor propio —del que Narciso no es sino el extremo apasionado— es un amor desdichado [5]. De ahí sus lágrimas: «¡Ay de mí! ¡La imagen es vana y el llanto eterno!» [6] ¡Narciso inaccesible, Narciso mortal! «Entre la muerte y el sí, qué mirada la suya...» [7]. Sí, como Tristán, Narciso sólo sabe vivir un «bello cuento de amor y de muerte» [8]. Incluso él sólo llega a ser bello en los cuentos, precisamente en los sueños y en las mentiras. La vida es diferente, y nosotros somos Narcisos sin su belleza. Para nosotros no hay ninfas, no hay otro eco que el de nuestros fantasmas. Igual que un Narciso feo que se cree hermoso, cada uno de nosotros, como un nuevo Tristán que sería su Isolda, ha bebido el filtro funesto y se ama sin razón alguna con un amor sin alegría. Sin razón, sin alegría, sin objeto: los simulacros no se poseen y la imagen se deshace en la onda que se estremece. ¿Cómo podría amarse el yo que no se conoce? Apenas existe... Es tanto como amar un sueño. Y se trata en efecto de un sueño: el yo no es sino su propio sueño, la ilusión de su adorada existencia. El narcisismo es el amor de este sueño y el sueño mismo. Narciso sueña llorando...

    ¡Silencio! ¡No lo despertemos! Veámosle dormir: es tan hermoso... Su belleza es su trampa, es verdad, pero también su excusa. ¿Quién de entre nosotros se resistiría? Contemplémosle, admirémosle, comprendámosle... Y después mirémonos a nosotros mismos. Tomemos la medida de nuestra fealdad, de nuestra inverosímil banalidad, de nuestra simpleza. Este cuerpo fofo, este rostro insípido y vacío, esta piel sin brillo... Narciso sin belleza, Narciso sin grandeza, Narciso sin excusas. Dejémosle dormir —puesto que no existe— el sueño profundo de los mitos. Y después despertémonos.

    II

    Hemos perdido la evidencia del cogito. Al revés que Descartes, no es del mundo de lo que dudamos, sino de nosotros mismos: ¿qué es este «Yo» que piensa? o ¿qué es lo que piensa a través de él? Cogitatur, decía Nietzsche, pero para constatar de inmediato que incluso esta forma, la más neutra posible, no escapa a las ilusiones del sujeto y de la sustancia, ni a las trampas de la gramática [1]. Laberinto del yo, laberinto del pensamiento, laberinto de la lengua... Apenas se puede decir, según la fórmula famosa de Rimbaud, que «yo es otro» (Je es un autre) —lo que después de todo le dejaría existir en alguna parte, ajeno, desconocido sin duda, pero real, real y singular, más allá de la multiplicidad vaga y casi fantasmal de sus apariciones—. En el fondo un alma, si se quiere, un sustrato, una sustancia... [2]. Pero las ciencias humanas nos han enseñado, como se suele decir, o al menos nos han ayudado a pensar, que esta singularidad era ella misma ilusoria, que no había ni sustancia ni substrato, sino un juego múltiple e indefinido de estructuras diversas (físicas, psíquicas, sociales, lingüísticas...), de las que «el alma» no sería en ningún caso el sujeto, o la causa, o la suma, sino, todo lo más, el efecto. Con todo, si yo soy muchos otros (de entre todos los cuales ninguno es un yo, y cuya suma ella misma no constituye al alma en tanto que realidad asignable), ¿qué resta ahí del sujeto? Sin duda, nada más que la ilusión de sí. Tal Narciso no es el sujeto de su sueño.

    Esta puesta en cuestión —incluso esta negación— del sujeto pertenece a nuestra modernidad: Marx, Nietzsche, Freud, Saussure... Y después, el estructuralismo de nuestro tiempo. Pero estos grandes personajes no partían de cero, y la crítica del sujeto, aunque fuera «revolucionaria», tuvo también sus tradiciones. Me limitaré a evocar aquí dos, al menos para comenzar: el epicureísmo y el budismo. Luz de los orígenes: algo inaudito se dijo ahí que no se superará.

    Sabemos que en Epicuro y Lucrecio el yo no es una sustancia, un ser o una esencia, sino (para utilizar una expresión moderna) un efecto de estructura [3]. No hay más que materia y vacío: átomos sin vida en un vacío sin límites. Y ni el vacío es un sujeto, ni los átomos lo son. La vida no es algo propio sino un accidente [4]: accidente mi cuerpo y accidente mi alma... La subjetividad no es así más que desplazamiento y relaciones entre átomos tanto en el interior (animus, anima), como en el exterior (simulacros) del cuerpo. Singular audacia: estos movimientos de átomos en el vacío dirigen no sólo la percepción sino también la voluntad y el pensamiento [5]. Es esto lo que piensa en mí, es esto lo que quiere en mí; en mí pero también fuera de mí [6]. No soy yo quien piensa; es la naturaleza la que piensa en mí. Incluso esta expresión es inadecuada. Pues la naturaleza misma no es un sujeto. Es una naturaleza «sin fin ni totalidad» [7], sin pensamiento ni voluntad: en mí, fuera de mí, hay vida; pero la vida no es un ser. En mí, fuera de mí, hay pensamiento; pero no alguien que piense [8]. La vida, el pensamiento, no son seres sino procesos, no son cosas sino movimientos, no son sujetos sino accidentes. En mí, fuera de mí, por doquier, siempre: átomos y vacío, vacío y átomos, átomos moviéndose en el vacío... Nada más. El yo está, pues, atomizado en un sentido estricto. El «Yo» [je] no es más que un juego [jeu] de átomos, en todas las acepciones del término: un conjunto (o, como suele decirse, un «juego» de piezas sueltas), un funcionamiento (como se habla del «juego» de un mecanismo), un margen de indeterminación (como se dice de la holgura de una pieza mal ajustada que hace que ésta tenga «juego»: cf. el clinamen en Lucrecio), en definitiva una actividad que no tiene «otro fin que el placer que procura» [9], pues la voluntad «nos hace ir siempre allí donde el placer nos arrastra a cada uno de nosotros» [10]. Exit, pues, a la religión: los átomos son increados, la naturaleza ciega y los dioses indiferentes. Exit también a la moral, al menos bajo su forma absoluta: el único mal es el sufrimiento, el único bien el placer, la única virtud la felicidad. Epicuro deja a Narciso con su fuente y sus lágrimas, a la religión con sus fantasmas y a la moral con sus espantos. Como un nuevo Ícaro, «avanzó más allá de los muros en llamas del mundo», nos dice Lucrecio, y «recorrió el todo inmenso con el espíritu y el pensamiento» [11]. Pero no encontró en él ni espíritu ni pensamiento. El sabio, el loco, el santo... no son sino átomos y vacío. Sólo la felicidad marca la diferencia: es, pues, de ella sólo de lo que hay que ocuparse. ¡Pobre Narciso que prefiere ocuparse de sí!

    Demócrito, padre del atomismo y antiguo maestro de Epicuro, fue de entre todos los filósofos griegos el que más viajó y el que llegó más lejos. Para explicar su saber enciclopédico, escribe Léon Robin [12], los griegos apelaban a «sus viajes a la India donde conoció a los gymnosofistas (fakires), a Caldea y a Egipto, junto a magos y sacerdotes, en Persia y en Etiopía...». Si hemos de fiarnos de esta tradición, no es imposible imaginar que haya podido experimentar, en esta extraña India en que un siglo o dos antes nació su fundador, la influencia del pensamiento budista. Eso podría ayudar a explicar ciertas convergencias sobre numerosos y decisivos aspectos, entre dos corrientes de pensamiento que, a pesar de sus diferencias, están unidas, ya lo hemos señalado, como por un aire de familia. Es el caso en particular de su concepción del yo. Para el budismo el yo no existe. Y no es una cuestión terminológica: el ego, el alma, el psiquismo, el âtman, el sí tampoco existen [13]. El sujeto no existe. No hay más que agregados, como dice el Buda, es decir, combinaciones fugaces cuya aparente continuidad no es sino ilusoria.

    Esto es cierto del cuerpo, que no es sino un nombre para designar la pluralidad indefinida de sus partes. El Milindapañha nos transmite así la discusión que tuvieron (en el siglo II a.e.c.) el sabio budista Nâgasena y el rey griego Menandro. Este último desea saber quién es Nâgasena:

    «—Venerable, ¿cuál es vuestro nombre?

    »—Majestad, me llamo Nâgasena... Pero aunque los padres le den a cada uno el nombre de Nâgasena o el de Sûrasena o el de Vîrasena o el de Sîhasena, ésa, en todo caso, no es, Majestad, más que una forma de nombrar, un término, una denominación, una designación cómoda, un simple nombre, el de Nâgasena; pues no hay ningún Yo que encontrar

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