Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Imperio legítimo: El pensamiento político en tiempos de Cicerón
Imperio legítimo: El pensamiento político en tiempos de Cicerón
Imperio legítimo: El pensamiento político en tiempos de Cicerón
Libro electrónico462 páginas7 horas

Imperio legítimo: El pensamiento político en tiempos de Cicerón

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Imperio legítimo sigue, no el hilo de Ariadna, sino el de Turios, el hilo de un debate sobre cuál es el mejor la forma de gobierno preferible: LA QUE COMPORTA el gobierno de los mejores o bien, LA que beneficie a la mayoría.
En la Roma tardorrepublicana, la discusión sobre los inmensos beneficios del imperio mediterráneo se articuló en términos jurídicos; se trataba de saber si el erario y la tierra pública pertenecían a los herederos de la triunfante aristocracia conquistadora, o bien si la "cosa pública" era del pueblo, es decir, de todos los ciudadanos. Atrapado en esta maraña, Cicerón trató de restablecer el consenso de las clases altas en torno al senado para fundar así el gobierno de los mejores, en beneficio no sólo de la aristocracia hereditaria sino de los más ricos, aunque no tuviesen nobles ancestros. Su cerrada defensa de la ley entendida como ley natural fue el arma que él diseñó para combatir los esfuerzos de quienes querían establecer, por ley, el reparto de lo que era común entre todos los ciudadanos. A los partidarios del reparto los consideraba enemigos públicos y contra ellos tenía que librar Roma la más justa de todas las guerras, protegiendo, al mismo tiempo, por todos los medios, los derechos de los beneficiarios del imperio.
Al final, el hilo de Turios no señalaba el camino para salir del laberinto. El reparto que se había reclamado una y otra vez acabó exigiéndose a punta de lanza, en una devastadora guerra civil que dio al traste con el régimen republicano. A partir de ese momento, cambiaron los contenidos de la ciencia política. Dejó de tener sentido estudiar cuál era la mejor forma de gobierno porque sólo una era posible: la monarquía. Cicerón fue, pues, el último que reflexionó libremente en torno a las categorías trazadas en la Atenas democrática del siglo v a.C. Se entiende bien que cuando, en el siglo xviii, se puso en cuestión la monarquía, Cicerón se convirtiese en uno de los autores más leídos e influyentes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 ene 2019
ISBN9788491142669
Imperio legítimo: El pensamiento político en tiempos de Cicerón

Relacionado con Imperio legítimo

Títulos en esta serie (22)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Política para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Imperio legítimo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Imperio legítimo - Pedro López Barja de Quiroga

    3.

    CAPÍTULO 1

    DEL BUEN GOBIERNO

    «Esto que se acaba de decir sucedió en Turios, donde a causa de que el acceso a las magistraturas dependía de la posesión de un censo elevado, se modificó la exigencia censual, rebajándola, y se aumentó el número de magistraturas. Pero debido a que, de manera ilegal, los notables habían adquirido todo el territorio (pues el carácter en exceso oligárquico de la constitución, les permitía satisfacer su ansia de enriquecimiento), el pueblo, que se había ejercitado en la guerra, se impuso a las guarniciones hasta que quienes poseían más tierra de lo debido renunciaron a ella». De lo ocurrido en Turios, una colonia griega del sur de Italia, no tenemos ninguna otra noticia salvo este breve párrafo de Aristóteles (Política V,7,9;1307ª27-33 traducción de E. García), hasta el punto de que no podemos siquiera situar cronológicamente el episodio, salvo que hubo de tener lugar después de la fundación de la colonia en 444 a. de C. Tal vez no mucho después, porque la necesidad de protección permanente mediante guarniciones puede indicar que los griegos no llevaban muchos años instalados allí. Esta escasez de información no debe preocuparnos porque no es la anécdota ni sus circunstancias lo que nos interesa en estos momentos. Aristóteles, con su habitual agudeza, procede a describir un acontecimiento singular de un modo tal que trae a la mente del lector imágenes de otros conflictos diferentes en cuanto a los detalles, pero tan parecidos en lo esencial. A mi modo de ver, evoca lo que estuvo a punto de suceder en Roma o, mejor dicho, enuncia un problema que se planteó tanto en una ciudad como en la otra, si bien la solución fue distinta en cada caso. En Roma, la minoría dirigente que se había apoderado de los beneficios generados por las victorias militares frenó cuanto pudo los intentos de la mayoría por reclamar su parte [1]. Este enfrentamiento por el botín de la conquista fue posible, al igual que en Turios, debido a una cierta democratización de la oligárquica constitución romana, pero a la postre, acabó trayendo la guerra civil y la destrucción del régimen republicano.

    Puede parecer inapropiado que adoptemos a Aristóteles como guía y, ciertamente, sus comentarios no sirven para demostrar que lo ocurrido en Turios se repitió en Roma. Con todo, sus ideas y reflexiones evitaban lo anecdótico, buscaban aspectos coincidentes en ciudades heterogéneas por tamaño y población, adoptaban, en suma, una utilísima perspectiva general. Se da, además, la circunstancia, fortuita, pero irreparable, de que su Política constituye un estudio extenso. Dejando a un lado los problemas de transmisión textual que también a ella le afectan, sobrepasa, con mucho, en tamaño, cualquier otro texto posterior que tomemos como referencia. Buena parte de la filosofía helenística, incluidas naturalmente la ética y la política, ha llegado a nosotros en un estado desesperadamente fragmentario, son apenas frases sueltas, recogidas por azar por quien las cita, que hacen inviable o muy arriesgado un análisis del razonamiento seguido por su autor. De las diversas obras, posteriores a Aristóteles, que, según sabemos, trataban, en griego, sobre cuestiones «políticas», en sentido amplio, nada tenemos salvo los títulos o bien, en casos contadísimos, algunas palabras o algún párrafo. Sabemos que el fundador de la estoa, Zenón y también Teofrasto, sucesor de Aristóteles al frente del Liceo, escribieron libros «sobre la república», tenemos noticia de sendas obras tituladas «sobre las leyes» atribuidas a Teofrasto y al estoico Crisipo, también se nos dice que entre los escritos de este último había uno «sobre la concordia» y hemos tenido mejor fortuna con el epicúreo Filodemo de Gadara: de Sobre el buen rey según Homero, la Villa de los papiros de Herculano nos ha conservado extensos fragmentos. En suma, de todas las obras de teoría política posteriores a Aristóteles sólo de una ha llegado a nosotros una parte sustancial, del diálogo que escribió Cicerón Sobre la república. En última instancia, si bien es cierto que corremos riesgos empleando ideas que anteceden en dos o tres siglos a la Roma tardorrepublicana, mucha mayor distancia nos separa a nosotros de Cicerón y más anacrónicos aún han de ser, por fuerza, nuestros prejuicios.

    Creo, pues, que los filósosofos y sofistas de la Grecia clásica pueden ayudarnos mucho para determinar, cuando menos, qué preguntas hemos de hacer para reconstruir el pensamiento político romano, tan mal conocido debido a una muy deficiente conservación de los textos. Aristóteles nos ayudará a saber qué estamos buscando, no sólo porque la realidad que él conoció no era, en el fondo, tan distinta de la romana, sino también debido a la influencia que ejerció en los autores romanos. Entiéndaseme bien. No comparto la antigua obsesión por establecer una paternidad griega para toda frase latina de una cierta altura intelectual. El método me parece ingenuo (semejante a buscar en una habitación oscura un perro que tal vez no esté allí) y poco fructífero. Ninguno de los autores relevantes (y Cicerón menos que ninguno) fue mero copista o traductor. Lo que ha de interesarnos son las respuestas que ellos dieron a las preguntas y las soluciones, a los problemas planteados por los maestros griegos, cómo los adaptaron a sus propias necesidades y qué novedades o añadidos introdujeron. No se trata tanto de saber si Cicerón conoció o no la Política de Aristóteles, cuanto de echar mano de esta última para entender mejor los razonamientos ciceronianos.

    Aristóteles, y la filosofía griega en general proporcionaron parte del lenguaje que hubieron de usar, necesariamente, quienes quisieron reflexionar sobre política en Roma. De Homero a Crisipo, pasando por los trágicos, conceptos centrales como areté, politeía o eu zen reaparecen en traducción latina: uirtus, forma rei publicae, bene uiuere. No sólo en el terreno puramente teórico, porque el vocabulario que se empleaba ante los jueces y en el senado era asimismo el de la ética griega, con palabras como obligación, equidad, justicia o lealtad (Cic. Del supremo bien y del supremo mal, 2,76). Estos términos, sin embargo, son sólo una parte de los empleados, el complemento que falta nos lo proporciona el lenguaje de la jurisprudencia y esto requiere alguna explicación, y un rodeo, porque resulta mucho menos evidente que en el caso de la filosofía. Como mostró, hace años, J. Pocock, los ingleses del siglo XVII eran animales litigiosos, que pasaban mucho tiempo en los tribunales, argumentando sobre la base de la Common law: puesto que las leyes eran usos, y usos inmemoriales, extrajeron de ahí la conclusión de que el complejo sociopolítico era por idéntico motivo, inmemorial. De este modo nació el mito de la «constitución ancestral» [2]. En Roma, la jurisprudencia conoció un notable desarrollo en el último siglo antes del cambio de era, y según creo, ejerció una gran influencia en el modo en que se percibió la constitución romana, un hecho que no ha recibido demasiada atención, porque si bien se ha puesto de relieve la huella que otras disciplinas, en especial, la retórica, dejaron en la jurisprudencia, no se ha insistido tanto en el caso contrario, esto es, en la transferencia de metáforas y razonamientos propiamente jurídicos a terrenos ajenos al derecho privado. Nadie refleja mejor este intercambio que Cicerón, quien nos ha legado tanto el elogio más encendido del derecho civil como la crítica más acerba de quienes lo cultivan. Por una parte, la profesión de jurisconsulto, nos dice, carece de dignidad y sólo se dedican a ella quienes han fracasado como oradores; les acusa de ocuparse de asuntos mezquinos, si bien útiles, como las aguas pluviales y las medianeras, y también, de haberse dejado cegar por interpretaciones muy literales olvidándose de la equidad; les hace responsables, incluso,de la excesiva libertad de las mujeres, porque pervirtieron la tutela antigua a la que debían estar sometidas [3]. El mismo Cicerón nos ha dejado igualmente su panegírico del derecho civil: sin él nadie podría estar seguro de que algo es de su propiedad, ni de lo que haya recibido de sus padres o quiera legar a sus hijos. El ius ciuile establece las reglas, iguales para todos, y sirve de protección contra los abusos. «Por tanto, debéis conservar con igual diligencia este patrimonio público, heredado de nuestros mayores, que es el derecho, y ese otro privado, vuestras posesiones; no sólo porque estas últimas se adquieren gracias al derecho civil sino también porque el patrimonio individual que se pierde perjudica a uno solo, pero no puede perderse el derecho sin causar grave daño a la ciudad» (En defensa de Cecina 75). Esta concepción, por así decir, material del derecho civil la reitera Cicerón años más tarde, en la definición que da en los Tópicos (9): «el derecho civil es la equidad respecto de aquellos que son de una misma ciudad para que administren sus bienes».

    Frier opina que, a principios del siglo I a. de C., un grupo de jurisconsultos (Q. Mucio Escévola y sus discípulos) trataron de frenar la influencia que la retórica estaba ejerciendo sobre su propia disciplina haciéndola a ésta más autónoma y dotándola de mayor rigor intelectual [4]. El derecho civil, en estos años, está desarrollando un lenguaje propio, cada vez más técnico, que a los legos les resultaba difícil de entender, pero que Cicerón conocía bien gracias a sus estudios de juventud con los Escévolas. No en vano concede lugar principal a los conocimientos de derecho en su retrato del orador ideal (Sobre el orador 1,166-203). Reconoce que algunos oradores lo ignoran, pero le parece un sinsentido, teniendo en cuenta los asuntos que defienden ante los jueces. El orador debe conocer en profundidad, aun sin convertirse en un experto, tanto el derecho público como el privado. Ahí reside el punto de partida de lo que, en los siguientes capítulos, denominaremos «razón jurídica»: el empleo de conceptos y razones propios del derecho civil para aplicarlos a cuestiones de derecho público o a la teoría política. Catón el Viejo así lo hizo en su defensa de los rodios (véase cap. IV.2.1), pero todavía a principios del siglo I a. de C.la retórica no reconocía la opinión de los jurisconsultos como un argumento válido [5]. Para Cicerón, por el contrario, el recurso a esta «razón jurídica» adquirió una importancia capital: puesto que concibe a la comunidad política, esencialmente, como una sociedad de copropietarios, le resulta útil y adecuado exponer sus planteamientos políticos y éticos en el lenguaje del derecho civil (véase infra, capítulo III). La clara y antigua superioridad de Roma en este terreno le ofrecía una ventaja añadida, la de evitar una dependencia exclusiva de los filósofos griegos, que, en cuestiones políticas, no era aconsejable. En suma, el filósofo habla el lenguaje de la virtud mientras que el jurisconsulto, el de la propiedad.

    Así pues, volviendo a Aristóteles, cuando el estagirita destila en un par de frases la historia de Turios nos proporciona un vínculo útil para trasladarlo, a título de hipótesis, a la constitución romana, el vínculo que puede haber entre cambio constitucional (la democratización que se produce en Turios al rebajar la exigencia censual y aumentar el número de magistraturas) y distribución de la riqueza. El mismo criterio que inspiró al pueblo deTurios —la defensa de su propio interés— guió también al pueblo de Atenas, según el autor de un breve análisis de la constitución ateniense conocido como pseudo-Jenofonte o bien, de un modo más coloquial, el «Viejo Oligarca». En Atenas, opina nuestro anónimo autor, gobierna la mayoría, de modo que el pueblo (dêmos), pues tiene el poder, intenta hacer siempre lo que conviene a sus intereses (1,1-2). A su entender, esto es así porque el régimen ateniense descansa sobre los más pobres, porque son ellos, no los aristócratas, quienes forman las tripulaciones de los barcos y defienden así a la ciudad de los ataques externos. El Viejo Oligarca encuentra lógico que el gobierno esté en sus manos y que ellos lo empleen en su propio beneficio, pero a la vez, lo considera algo censurable porque un sistema político que procure satisfacer el interés de la mayoría no es lo mejor. Lo mejor, por emplear un argumento tautológico caro a los griegos, es el gobierno de los mejores.

    Frente al gobierno de la mayoría y en su beneficio, que fue lo que, al parecer, acabó sucediendo en Turios, el gobierno de los mejores. ¿Cómo podemos determinar quiénes son los mejores? Para el Viejo Oligarca, no hay ni asomo de duda: los mejores son los bien nacidos y bien educados, los aristócratas. La reflexión platónica es más compleja y merece que nos detengamos un instante en recordarla. En el primer libro de la República, Platón recurre, como había hecho otras muchas veces, a la analogía técnica: si la política es una téchne que se puede enseñar, tal y como defendían los sofistas, entonces los rasgos que encontramos en técnicas como el gobierno de una nave o la medicina deben serle aplicables también a ella. Invocando esa analogía, el protagonista del diálogo, Sócrates, argumenta que la política no se practica en interés del gobernante sino de los gobernados, al igual que la medicina busca el interés del paciente, no el del médico. Su contrincante, el sofista Trasímaco, sostiene por su parte que la justicia no es otra cosa que el interés del más fuerte, porque quien define qué es justo y qué no en un momento dado es siempre el elemento más fuerte en una pólis —los oligarcas en una oligarquía, el pueblo en una democracia— y lo hará lógicamente atendiendo a sus intereses. El argumento socrático, esto es, que la política, en tanto que es una técnica, se practica en interés de los gobernados, del mismo modo que la medicina revierte en interés del paciente, no del médico, no le sirve a Trasímaco porque el pastoreo, que también es una técnica, ciertamente no se practica con el fin de beneficiar a las ovejas sino al pastor. Su razonamiento es de una claridad meridiana: el político —pues la metáfora que identifica al gobernante con el pastor de ovejas es anterior a Platón— que domina una determinada competencia, como experto en virtud, puede utilizar sus conocimientos en beneficio propio, no de la comunidad. La respuesta platónica es la Calípoli, una ciudad en la que la felicidad del filósofo-gobernante convive con la de sus gobernados. Platón vio, como indica Reeve [6], el callejón sin salida al que le conducía la analogía técnica, pues podía emplearse, como en el caso del pastor, para equiparar la justicia con el interés del más fuerte, es decir, del gobernante, y hubo de abandonarla, pero conservando la noción esencial de que el gobierno debía corresponder a los expertos, a los expertos en virtud, esto es, a los filósofos. Ese será el régimen ideal, presidido por el rey-filósofo pues él es el único que toma sus decisiones fundándose exclusivamente en la justicia.

    Por mucho que pueda resultar incomprensible para el hombre moderno, entre los antiguos, el buen gobierno (eunomía) no necesariamente ha de ser el que resulte más adecuado para los intereses de la mayoría. En opinión del Viejo Oligarca, en la pólis ha de prevalecer siempre la aristocracia. Según Sócrates y Platón (Gorgias 455d ss. y 515e-517a), el buen gobernante no es el que construye magníficas murallas y espléndidos puertos, no es el que enriquece a su ciudad, sino aquel que le aporte areté, es decir, virtud. Cicerón (En defensa de Sestio 103) contraponía las iniciativas populares, que favorecen a la muchedumbre (ley agraria, repartos de trigo, etc.), y los intereses de la república, que él identifica con los de los mejores ciudadanos. Frente a los defensores del buen gobierno que invocaban como criterio de legitimidad la virtud o el linaje o la riqueza, en Roma, como en Turios, el pueblo intentó imponer como justos los intereses y la conveniencia del mayor número.

    1. SOBRE EL REPARTO DE LA RIQUEZA

    Es sabido que Roma conquistó un imperio y que, gracias a eso, se hizo fabulosamente rica. Son conocidas también las consecuencias que este drástico enriquecimiento provocó en su estructura social y económica. Se ha pasado por alto, sin embargo, el impacto que causó en la conciencia política de quienes vieron transformarse las antiguas costumbres, la impresión que dejó en quienes asistieron al nacimiento de nuevas ideas. Desde muy pronto, su percepción, repitámoslo, comenzó a alimentarse de conceptos, prejuicios y metáforas griegas, pero ahora, en el último siglo de la República, el que se extiende de Tiberio Graco a Accio (133-31 a. de C.), la aristocracia romana empleaba unos y otras para describir y explicar una realidad muy diferente, la de una polis cuyo dominio se extendía de un extremo al otro del Mediterráneo. Nada sería igual en adelante. El imperio, con sus acompañantes, es decir, pueblos sometidos y territorios conquistados, no sólo necesitaba una justificación, también planteaba interrogantes: determinar, por un lado, cómo se iban a distribuir sus colosales beneficios y decidir, por otro, quién o quiénes se harían cargo de acordar el reparto. La primera pregunta llevaba implícita la necesidad de explicar qué régimen político era preferible para esas especiales circunstancias; a la segunda se le dio respuesta, a mi entender, utilizando los nuevos recursos que el desarrollo de una razón jurídica había puesto en circulación y hecho accesibles para la minoría dirigente. La pregunta «¿qué hacemos con los bienes que están a nuestra disposición?» se convirtió, debido al peso creciente de la jurisprudencia, en esta otra: «¿quién es el legítimo propietario de los bienes públicos, quién es su dueño?». Para esta pregunta, así formulada, la teoría política griega clásica, de los sofistas a Aristóteles, no tenía gran cosa que decir, pues nunca situó los derechos de propiedad en el centro de su reflexión, pero sí resultaban útiles sus análisis sobre quién debía estar al frente del gobierno, puesto que a él —persona o grupo social— había de corresponderle decidir el destino de los bienes adquiridos en una serie interminable de provechosas guerras. Naturalmente, hay un cambio de planteamiento que no podemos pasar por alto: una cosa es interrogarse sobre quién debe gobernar con el fin de alcanzar la «vida buena», la eudemonía o, en su defecto, la estabilidad del régimen —tal es la perspectiva de Aristóteles— y otra distinta determinar quién es, jurídicamente hablando, el dueño de los bienes comunes y puede disponer de ellos. La postura que defenderá Cicerón se asienta sobre el respeto al ius y, muy principalmente, a los derechos de propiedad. Con independencia de quién o quiénes gobiernen en un momento dado, monarquía, aristocracia o democracia, estas tres formas de gobierno serán legítimas, a su entender, únicamente si salvaguardan y protegen la distribución existente de la propiedad privada, si defienden los derechos de los propietarios y de los acreedores contra quienes propugnan una reforma agraria y su acostumbrado acompañante, la cancelación de las deudas. Este argumento no era, en realidad, nuevo, pues, según Aristóteles, ya lo empleaban en su tiempo los oligarcas para justificar con él su mejor derecho a ocupar el gobierno de la ciudad: «si los hombres se hubieran reunido y formado una comunidad para tener bienes, su participación en la vida ciudadana sería proporcional a sus bienes. De esta manera, el argumento de los oligárquicos podría adquirir fuerza (pues no es justo que participen en la misma proporción de un capital inicial de cien minas, ni de sus intereses, el que ha contribuido con una mina, que quien ha puesto todo el resto del dinero)» (Arist. Pol. 3,9,5; 1280ª 25ss., trad. de E. García). Para Aristóteles, el fin de la ciudad es muy otro: la vida buena, esto es, según la virtud, pero como veremos, el fin oligárquico que él descarta («si los hombres se hubieran reunido y formado una comunidad para tener bienes») es, precisamente, el que Cicerón atribuye a las ciudades, el de preservar las propiedades de cada uno: tal es la razón de ser de las ciudades, para eso se fundaron.

    Como, por desgracia, nos sucede siempre a los historiadores de la Antigüedad, no podemos medir con precisión el súbito enriquecimiento del tesoro público ni tampoco el de los ciudadanos particulares, pero algunos datos bastarán para que nos hagamos una idea aproximada de la dimensión del cambio. Los Propíleos que dan acceso a la acrópolis ateniense, construidos gracias al impuesto que Atenas exigía a los integrantes de su reducido imperio, costaron unos 45 millones de denarios, al cambio en moneda romana. Como brutal contraste, 120 millones de denarios se gastaron en uno solo de los acueductos que abastecían a la ciudad de Roma. Se ha calculado que el erario romano tuvo unos ingresos directos, entre el 200 y el 157 a. de C., de unos 600 millones de denarios, es decir, unos 14 millones anuales por término medio (Frank, ESAR I, p. 141). Esta cifra ha sido revisada al alza, tras un minucioso análisis, por J. J. Ferrer, quien calcula, como promedio, unos ingresos de 18,5 millones de denarios y unos beneficios totales del periodo (descontando los gastos derivados del mantenimiento de las tropas) en más de 500 millones [7]; esto quiere decir que el senado podía disponer libremente de cantidades que oscilaban entre 10 y 15 millones de denarios cada año. Para el periodo siguiente, después del 157 a. de C., la información disponible empeora y se vuelve más escasa aún, pero es indudable que los beneficios de la conquista no hicieron sino aumentar. En el 62 a. de C., al regresar de su campaña en Oriente, Pompeyo se jactó de haber incrementado los ingresos del tesoro desde 50 millones de denarios anuales a 135 (Plutarco, Vida de Pompeyo, 42). Por supuesto, la riqueza que estaba en manos de particulares creció de modo similar. La fortuna de Emilio Paulo se calcula que ascendía a unos 280.000 denarios, algo menos de un millón, la de su hijo, Escipión Emiliano, pero en el siglo siguiente, el patrimonio de Cicerón puede valorarse en unos tres millones y medio de denarios, veinticinco, el de Lúculo, cincuenta el de Craso y por encima de esta última cifra, Pompeyo [8]. Para los ciudadanos de a pie no tenemos datos mínimamente sólidos. Un ingenioso razonamiento de P. Brunt nos permite calcular que, hacia el 215 a. de C., aproximadamente la mitad de los ciudadanos romanos pertenecía a la clase más baja del censo, la de los proletarii, pero no tenemos nada que nos indique cuál fue la evolución en los años y décadas posteriores [9]. Es probable que se incrementase la desigualdad, pero esta tendencia pudo coincidir con una elevación general del nivel de ingresos de los ciudadanos romanos de todas las clases [10]. Esto es lo que muestran algunas afirmaciones, por desgracia aisladas, pero reveladoras: Livio (42,32,6), hablando del año 171 a. de C., dice: «muchos se alistaban voluntariamente porque veían que se habían hecho ricos quienes habían hecho campañas en la guerra de Macedonia o en Asia, contra Antíoco». Por su parte, Polibio (31,25,7) afirma: «con el transporte de las riquezas macedonias a Roma, aquí el nivel de vida había subido mucho, tanto privada como públicamente». Aun cuando sospechemos, como es obligado hacerlo, de estas afirmaciones y sobre todo, de las cifras que se nos dan, no cabe duda de la magnitud inconmensurable del crecimiento, enorme y también ininterrumpido [11].

    Toda esta riqueza era de dos clases: una era la de los ingresos en metálico, que afluían al erario procedentes de los botines de guerra, impuestos y de la explotación de bienes públicos como las minas. La otra clase la formaba el ager publicus, es decir, aquella parte de las tierras de los vencidos de la que Roma se había apropiado como castigo por la derrota. Ambas clases fueron objeto de la atención de dos tribunos de la plebe, los hermanos Gracos. El mayor de ellos, Tiberio Sempronio Graco, puso en marcha, en el 133 a. de C., un procedimiento para repartir lotes de ager publicus entre los ciudadanos sin tierras. A su entender, era sencillamente justo que lo común se dividiera entre todos [12], pero los pobres habían sido simplemente expulsados del ager publicus, según sabemos por una fragmentaria sentencia de Casio Hemina, un analista de la primera mitad del siglo II a. de C. [13]. Pese a la oposición de muchos senadores y a sus violentísimos ataques —que incluyeron el asesinato del tribuno—, la comisión encargada del reparto de tierras pudo realizar parte de su tarea hasta que una ley agraria del 111 a. de C. (que se ha conservado parcialmente en bronce) puso punto final al proceso. Por su parte, Cayo Sempronio Graco, el hermano menor de Tiberio, introdujo el reparto de trigo a precio fijo (6 ases y 1/3 el modio) entre la plebe de Roma. La diferencia entre ese precio y el de mercado corría por cuenta del erario. En este caso, la novedad no pudo ser abolida, ni tan siquiera frenada. Sila, ciertamente, suspendió los repartos por un tiempo, pero fueron pronto restaurados tras su muerte y en el 58 a. de C. otro tribuno, Publio Clodio, impuso por ley la gratuidad total del trigo que se distribuía entre la plebe de Roma.

    1.1. El lujo

    Coincidían los escritores de ese último siglo de la República romana en achacar los males gravísimos que padecían a un solo culpable: el lujo. Las fabulosas riquezas que trajeron los generales de Oriente —particularmente tras la victoria sobre Antíoco en 188 a. de C.— introdujeron la disensión en Roma y acabaron con las antiguas costumbres, frugales, de obediencia a los magistrados y a la ley. Polibio (9,10,12) se remonta algo más atrás en el tiempo cuando censura a los romanos por haberse llevado de Siracusa, en el 211 a. de C., no sólo metales preciosos, imprescindibles para una política de dominio del mundo, sino también pinturas, estatuas y bajorrelieves, con los que embellecieron su propia ciudad; una vez iniciado el proceso, es imparable y, tras la victoria sobre Perseo, muchos se gastaban un talento en la compra de un muchacho o 300 dracmas en un tonel de salazón del Ponto (31, 25,5). La victoria y la conquista acabaron por destruir la ciudad soñada de un pasado perfecto. Cicerón lo expresa de modo muy simple, en su defensa de Roscio de Ameria, en los comienzos de su carrera forense (80 a. de C.): «En la ciudad surge el lujo; por fuerza, el lujo se convierte en avaricia y la avaricia deviene en audacia, de donde nacen todos los crímenes y delitos. Esta vida rústica, que tú [el acusador] llamas pueblerina, es maestra de frugalidad, diligencia y justicia» (En defensa de Roscio, 75). Naturalmente, el abogado Cicerón hace sonar notas que él sabía iban a ser del agrado de los jueces; en este caso, la rusticitas, un término que tiene carácter peyorativo, se convierte en algo bueno y deseable, porque propicia la virtud y protege contra la horrible tríada formada por el lujo, la avaricia y el

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1