Una inteligencia sublime, mezclada con una gran solidez cultural, dotes diplomáticas de primer nivel y un atractivo personal inigualable. Esos son algunos de los rasgos de una de las mejores dirigentes de la historia de la humanidad, Blanca de Castilla. Pero, pese a esta presentación tan positiva, el personaje carga también con un problema clásico. Ser mujer, poderosa y brillante en el siglo xiii, lo que, a lo largo de los siglos, le ha valido los apelativos de “madre posesiva”, “marimacho” o “suegra desabrida”, entre otros, limitando en ocasiones su recuerdo al insulto, sin entrar en el fondo de una figura estelar de la historia.
Un matrimonio inquebrantable
Blanca nació en Palencia en el año 1188, fruto del matrimonio entre Leonor, hija de la mítica Leonor de Aquitania, y Alfonso VIII de Castilla. Precisamente, a su abuela Leonor se le encomienda la misión de llevar a Francia a una princesa castellana para casarla con el heredero al trono. Elige a Blanca, que, como descendiente directa de la de Aquitania y el rey Enrique II, tiene derechos