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La Sombra de Anibal: Liderazgo político en la República Clásica
La Sombra de Anibal: Liderazgo político en la República Clásica
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Libro electrónico682 páginas19 horas

La Sombra de Anibal: Liderazgo político en la República Clásica

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La sombra de Aníbal se proyecta amenazante sobre Roma. Su enemigo más formidable arrincona a la República en la disputa por la hegemonía del Mediterráneo occidental y reta a los más distinguidos políticos y militares. ¿Quiénes tendrán el valor para enfrentarse al cartaginés? Los líderes romanos que asuman el reto lucharán por la victoria entrelazando sus brillantes trayectorias sin abandonar sus inflexibles rivalidades.

Populistas, conservadores, filohelenos, cesaristas y adalides contra la corrupción, hombres carismáticos, agitarán en su favor los resortes democráticos de las asambleas populares y escudarán sus actos en la religión oficial, aunque también serán capaces de establecer concordias frente al enemigo común.

La sombra de Aníbal, del prestigioso historiador Pedro Ángel Fernández Vega, es la historia de los líderes que lucharán por su gloria y por la salvación y la grandeza de Roma.
IdiomaEspañol
EditorialSiglo XXI
Fecha de lanzamiento19 oct 2020
ISBN9788432320064
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    La Sombra de Anibal - Pedro Ángel Fernández de la Vega

    Siglo XXI / Serie Historia

    Pedro Ángel Fernández Vega

    La sombra de Aníbal

    Liderazgo político en la República Clásica

    La sombra de Aníbal se proyecta amenazante sobre Roma. Su enemigo más formidable arrincona a la República en la disputa por la hegemonía del Mediterráneo occidental y reta a los más distinguidos políticos y militares. ¿Quiénes tendrán el valor para enfrentarse al cartaginés? Los líderes romanos que asuman el reto lucharán por la victoria entrelazando sus brillantes trayectorias sin abandonar sus inflexibles rivalidades.

    Populistas, conservadores, filohelenos, cesaristas y adalides contra la corrupción, hombres carismáticos, agitarán en su favor los resortes democráticos de las asambleas populares y escudarán sus actos en la religión oficial, aunque también serán capaces de establecer concordias frente al enemigo común.

    La sombra de Aníbal, del prestigioso historiador Pedro Ángel Fernández Vega, es la historia de los líderes que lucharán por su gloria y por la salvación y la grandeza de Roma.

    «Un retrato perspicaz de las tensiones, los antagonismos y la colaboración que caracterizaron la política de Roma en un periodo crucial. Explora con viveza las polifacéticas formas de liderazgo en Roma.» DEXTER HOYOS, Universidad de Sydney

    «Un excelente análisis del cambiante liderazgo político en la Roma de finales del siglo III y comienzos del II a.C., un periodo clave en el que la ciudad italiana se convirtió en potencia global en el Mediterráneo.» FRANCISCO PINA POLO, Universidad de Zaragoza

    «Un impresionante estudio en castellano sobre las personalidades que guiaron Roma a través del crisol de la guerra anibálica y que modelaron la política republicana.» NATHAN ROSENSTEIN, Universidad de Ohio

    «Un magnífico relato que muestra con agudeza cómo Roma creaba y neutralizaba a sus grandes hombres en los orígenes del populismo.» Historia National Geographic

    Pedro Ángel Fernández Vega es profesor de Patrimonio Histórico-Artístico y de Arte Antiguo y Clásico en la UNED, en sus centros de Cantabria y Vizcaya, y doctor en Historia Antigua por la Universidad de Cantabria, donde ha sido profesor de máster. Entre 2005 y 2013, ha sido director del Museo de Prehistoria y Arqueología de Cantabria y comisario de exposiciones.

    Colaborador habitual de Historia National Geographic, ha dirigido excavaciones arqueológicas en yacimientos romanos y es autor de un amplio repertorio de artículos sobre arqueología clásica y varios libros sobre historia, patrimonio, arqueología y museología. Entre sus títulos cabe destacar La casa romana (2003, 2016), CORRVPTA ROMA (2015) y Bacanales. El mito, el sexo y la caza de brujas (2018), título publicado en Siglo XXI de España.

    Diseño de portada

    RAG

    Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

    Nota editorial:

    Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    © Pedro Ángel Fernández Vega, 2020

    © Siglo XXI de España Editores, S. A., 2020

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.sigloxxieditores.com

    ISBN: 978-84-323-2006-4

    «Del derecho, de la ley, de la libertad y del Estado, conviene usar en común; de la gloria y del honor, según como cada uno se los ha forjado.»

    Marco Porcio Catón, Fragmentos 252

    Mapas

    La península itálica en época de la Guerra de Aníbal.

    El Mediterráneo en época de la Guerra de Aníbal.

    Plano de Roma en la República Clásica.

    Plano del Foro Romano (año 184 a.C.).

    AGRADECIMIENTOS

    Este libro corresponde a un tercer impulso de una iniciativa investigadora relacionada con dos volúmenes anteriores: en CORRVPTA ROMA (2015) se analizaba la etapa de grandes cambios, iniciada con la segunda guerra púnica y especialmente en la posguerra, que alteraron la tradición y las costumbres de Roma; en Bacanales. El mito, el sexo y la caza de brujas (2018) se estudiaba la manifestación más escandalosa de esa corrupción y la represión a la que fue sometida.

    Como en las obras anteriores, en esta, hemos pretendido aproximar al lector a la civilización romana sin barreras idiomáticas, para lo cual se recurre al uso de traducciones ya publicadas de autores clásicos que aparecen oportunamente referenciadas en la parte final del libro. Nuestro primer reconocimiento de gratitud se dirige a los filólogos de cuyo trabajo se nutren las citas.

    El estudio ha sido posible gracias a los fondos bibliográficos de las bibliotecas de distintas universidades –Valladolid, Salamanca, Barcelona, Pamplona, Deusto o Granada entre otras–, pero especialmente gracias a los fondos de la Universidad de Cantabria y de la Facultad de Geografía e Historia y de Filología Clásica de la Universidad Complutense de Madrid.

    Una mención especial merece el departamento de edición de Akal y de Siglo XXI de España porque, con los años, la colaboración con sus miembros no hace sino estrecharse para mejorar resultados: Jesús Espino Nuño, Tomás Rodríguez Torrellas y Alejandro Rodríguez Peña han posibilitado y modelado las páginas de este libro, como de los anteriores, de manera decisiva.

    El libro está dedicado a Mariuca.

    PREÁMBULO

    La República se autodefine como un asunto de la ciudadanía –res publica–, como aquello que incumbe de manera general a un cuerpo cívico. Se enorgullece de conformarse como un sistema de gobierno y gestión cuya legitimidad apela a los ciudadanos como fundamento del poder: toman decisiones acerca de lo que les atañe.

    Las asambleas de ciudadanos integran así las formas primarias de manifestación política, las más elementales del ordenamiento constitucional. En el Foro Romano, sede neurálgica de la acción de gobierno, se reunían las asambleas más espontáneas e informales, las contiones, siempre a iniciativa de algún magistrado autorizado. En ellas se daban a conocer edictos o senadoconsultos, o se presentaban iniciativas legislativas y candidatos.

    El populus debería adoptar después sus resoluciones por votación en el marco de otras formas de asambleas. Así, los comicios centuriados organizaban al pueblo romano para votar por centurias. Se trataba de un sistema derivado de la antigua estructura del ejército republicano que servía para proceder al reclutamiento militar. Cada miembro del cuerpo cívico quedaba adscrito a una de las 193 centurias existentes, clasificadas en seis clases según el nivel de riqueza de sus miembros. El sistema otorgaba un peso predominante y prácticamente mayoritario a las 18 centurias de caballeros, la elite socioeconómica junto con las 70 centurias de la primera clase. En ellas quedaba censado un número reducido de ciudadanos por comparación con los censados en las cuatro clases restantes y en las cinco centurias residuales donde quedaban inscritos los proletarii, los más humildes. Se trataba por tanto de una institución timocrática: el poder se inclinaba hacia los más ricos.

    Otro tipo de comicios adscribía a la asamblea de ciudadanos para votar en 35 tribus, de las cuales 4 eran urbanas y muy populosas y 31 rurales, en las que se censaban menos ciudadanos. En este caso la organización atendía a un criterio territorial, por zonas de Roma y su territorio. Nuevamente acumulaba a una masa muy mayoritaria de ciudadanos en un número reducido de unidades de voto –las 4 tribus urbanas.

    Este mismo sistema de votación por tribus se sigue en el tercero de los tipos de asambleas, la asamblea de la plebe, con capacidad para aprobar iniciativas legislativas –los plebiscitos–y de la que participaban exclusivamente los ciudadanos plebeyos, no los patricios de aquella aristocracia política cuyos linajes se habían significado en los primeros siglos de la historia de Roma.

    Todas las asambleas eran convocadas y presididas por magistrados –cónsules y pretores–, aunque solo los tribunos de la plebe podían regir la asamblea de la plebe. Del pueblo romano organizado con este sistema asambleario emana el poder en Roma, siguiendo por tanto una base de apariencia democrática por lo que concierne a la capacidad de participación de los ciudadanos, hombres adultos, pero que dista de seguir el principio de un voto por persona. En realidad, se recuenta como un voto, según el caso, cada centuria o cada tribu.

    La asamblea de la plebe elegía anualmente sus diez tribunos de la plebe que podían convocarla y presentarle iniciativas legislativas. Tenían capacidad de vetar decisiones de otros magistrados y también podían interceder para amparar judicialmente a los ciudadanos.

    Los comicios tributos seleccionaban anualmente a los magistrados menores, los tribunos militares, y los primeros escalones de la carrera política: los cuestores y los ediles. Los cuestores quedaban encargados de gestionar las finanzas de pretores y cónsules en sus provincias de servicio o el erario de la propia Urbe. Los ediles, por su parte, además de garantizar los suministros de Roma, se encargaban de un aspecto de gran efecto electoralista: la organización de los juegos.

    Los comicios centuriados elegían, también anualmente, a los magistrados superiores, los grados más elevados de la carrera política: pretores y cónsules. Los pretores desempeñaban tareas administrativas, judiciales y eventualmente gubernativas en Roma, o eran desplazados como gobernadores provinciales. Los dos cónsules, finalmente, uno patricio y uno plebeyo, encabezaban cada año la jefatura política del Estado y presidían las sesiones del senado que convocaban, aunque habitualmente partían a sus respectivas provincias investidos de mando militar.

    Todas las magistraturas eran, además de anuales, colegiadas, integradas por un colegio de magistrados cuyo número disminuía a medida que aumentaba la autoridad del cargo. De ese modo, alcanzar el honor de ser elegido uno de los dos cónsules de cada año suponía cerrar con éxito una carrera política muy selectiva que todavía reservaba una última competición de fama y votos para los mejores: la elección cada cinco años en los comicios centuriados de dos censores, normalmente entre los cónsules más prestigiosos de los últimos años. Se encargaban de realizar el censo de ciudadanos, de su adscripción a las distintas clases tributarias y a las centurias, revisándolos por tribus. Los censores adjudicaban contratos de obras públicas y subastaban recaudaciones de impuestos a compañías de publicanos durante el siguiente lustro. Revisaban también, durante su año y medio de mandato comportamientos o conductas inadecuadas y sancionables desde el punto de vista moral. Los senadores reprobados abandonaban así la curia.

    De hecho, completar las bajas de la cámara senatorial formaba parte de las atribuciones de un censor. El senado estaba integrado por miembros de la clase política de Roma, por 300 de esos magistrados, patricios y plebeyos que se habían podido permitir optar a la carrera política y habían logrado ser electos. Formaban parte de la llamada nobilitas un cuerpo de familias patricias, engrosado por las familias plebeyas de los caballeros y de la primera clase que habían conseguido promocionar a algunos de sus miembros a la carrera política.

    Este entramado institucional de la República se puso en marcha en el año 509 a.C., y fue modelándose durante la primera centuria y media, hasta el año 367 a.C., en el marco del llamado conflicto patricio-plebeyo en el que la plebe logró una participación creciente en las instituciones, fraguando un equilibrio sobre la base del reparto de magistraturas entre patricios y plebeyos y el reconocimiento a los poderes de los tribunos de la plebe.

    Las páginas de este libro se centran en los tiempos de la denominada República Media. Se trata de la etapa central de la República cuando las luchas entre patricios y plebeyos habían quedado superadas y la primera guerra púnica, a partir del año 264, había inaugurado el imperialismo de Roma en el Mediterráneo. Se extiende hasta que las reformas de los Gracos abrieran en el año 133 la etapa crítica de la República Tardía.

    Y dentro de la República Media, el campo de estudio se va a centrar en el periodo de la segunda guerra púnica y la más inmediata posguerra, cuando una prueba de resistencia hace zozobrar una República que, sin embargo, elude con brío el naufragio. Lo que de democrático o de oligárquico tuviera ese sistema político, se experimentó entonces en un ejercicio de equilibrio entre líderes populares convertidos en generales triunfantes, que gozaban de fama y gloria, y un senado vigilante en su rol rector de la vida política. Tribunos de la plebe poniendo en marcha iniciativas legislativas catalizaron la vida política y polarizaron los debates tras los que se cernía la sombra de las facciones.

    Un siglo más tarde se hablará de optimates y populares. En la República Clásica esa dualidad partidista no se ha impuesto aún en la vida política, pero se adivinan tendencias análogas de líderes que, contando con los imprescindibles apoyos electorales, basculan entre una mayor sensibilidad hacia la masa social plebeya y gozan de las simpatías de esta, y otros políticos que encuentran una mayor sintonía con las posiciones conservadoras emanadas de la nobilitas patricio-plebeya que nutre las filas senatoriales. La inmersión de Roma en el torrente cultural helénico anega la Urbe además, de arte, de riqueza y también de cultura, abriendo nuevos caminos en la encrucijada política: los del helenismo de los nuevos tiempos y los de la reacción conservadora contra la corrupción de las viejas costumbres ancestrales.

    INTRODUCCIÓN

    Roma hace frente a su enemigo más formidable hasta la derrota, pero ni Aníbal ni Roma están dispuestos a olvidarse. Todo va más allá aún, hasta el acoso y la muerte. Los más distinguidos políticos y los generales de triunfos más memorables se concitan uno tras otro, y entrelazan sus propias trayectorias y sus rivalidades inflexibles al servicio de la causa de la República ante la mayor amenaza exterior que a lo largo de más de mil años se cernió sobre Roma. De la empresa, la Urbe emerge como potencia hegemónica en el Mediterráneo, que derrota a los cartagineses en Occidente y asume el arbitraje internacional del espacio helenístico en Oriente. Es así como seis cónsules se convierten en auténticos líderes políticos protagonizando la etapa central de la República Clásica.

    La República Romana nació para permanecer. Casi cinco siglos. Roma fue republicana antes que imperial y creó un sistema de equilibrios constitucionales muy duradero, una estructura política que solo quebró tras una secuencia sostenida de dinastas tiranos y dictadores. La historia de la República no es la de su declive, no es solo la crónica de una larga agonía de un siglo de duración, desde que las reformas de los Gracos inician la fase desestabilizadora, hasta alcanzar con la tiranía cesarista el preludio a un final ineludible: la llegada del régimen imperial. La literatura grecolatina es mucho más abundante y prolija para ese último siglo de República, pero hubo una época dorada, la época clásica de la República Media.

    En ese momento el sistema político pone a prueba y entrena los mecanismos constitucionales regulares y de emergencia, y sobrevive. Interreyes, dictadores, comandantes de la caballería, o cónsules y procónsules que repiten una y otra vez en el cargo, logran despejar el riesgo cartaginés y alcanzan una notoriedad excepcional: plebeyos populares, patricios presidencialistas, dinastas de veleidades cesaristas y generales helenizantes ganan carisma, triunfan en los comicios, se sacrifican en el frente, merecen el triunfo, obtienen la gloria, y luego su estela se apaga. El ejercicio de una política de raíz democrática, pero de entramado oligárquico, devora a sus hijos después de exigirles arriesgadas empresas militares y de someterlos a los resortes de un poder fundado sobre arcanos rituales. El mantenimiento de la paz de los dioses y los designios de los colegios sacerdotales, integrados por los mismos políticos, velan como una especie de jefatura de Estado por encima de los resultados electorales. Los prodigios y los auspicios se toman en consideración, de modo que la política se preña de religiosidad y las garantías constitucionales encuentran una fundamentación suprema. Cuando el peligro cede, el ejercicio político de ritmo anual recupera su pulso normal.

    Magistraturas electas cada año y colegiadas, sin cargos unipersonales, garantizaban un fluido ejercicio de la política siguiendo unas carreras preestablecidas y codificadas de honores. Así se canalizaban las ambiciones de poder y se aliviaban las tensiones aristocráticas. Cuando fue preciso recurrir a hombres experimentados, se abrió la posibilidad de la iteración, de permitir repetir como cónsules o como imperatores a los políticos más destacados. El pragmatismo romano previó un mecanismo excepcional para una situación de emergencia. De este modo emergieron líderes de singular talla apoyados sobre sólidos triunfos electorales con una amplia movilización de voto popular.

    Este libro encierra las semblanzas de seis cónsules memorables y una catarsis, al tiempo que recorre la historia política de la segunda guerra púnica y su posguerra. Se trata de seis formas de llegar al liderazgo político, emergiendo, entre decenas de dinastas preclaros o centenares de cónsules, para definir seis figuras históricas prácticamente sincrónicas. Sus méritos y sus interacciones –con alianzas, férreas rivalidades y enemistades declaradas– pudieron fraguarse en una coyuntura desacostumbrada: Aníbal y la expansión mediterránea, en Hispania y Oriente, crearon ocasiones para que algunos nobles romanos –patricios y plebeyos– alcanzaran memoria imperecedera. No se trata de hazañas. Fueron servicios a la República. Y no estuvieron exentos de carga ideológica: populistas, conservadores, filohelenos, cesaristas, adalides de la lucha contra la corrupción lideraron Roma y permiten observar cómo funcionó orgánicamente, y cómo sobrevivió, la República Clásica.

    PRIMERA PARTE

    LA SOMBRA AMENAZANTE.

    UNA OFENSIVA VICTORIOSA PERO INCONCLUSA

    «El cíclope dando un salto, sus manos echó sobre dos de mis hombres,

    los cogió, como si fueran cachorros, les dio contra el suelo

    y corrieron vertidos los sesos mojando la tierra.

    En pedazos cortando sus cuerpos dispuso su cena:

    Devoraba igual que un león que ha crecido en los montes.»

    Homero, Odisea, canto IX, 287-291

    Esta es la historia de un cíclope, un gigante de los que «no temen o esquivan a los dioses», pero con un punto débil: solo poseen un ojo. Aníbal, perdió uno de los suyos cuando apenas llevaba unos meses en Italia, por una oftalmia contraída mientras cruzaba la zona pantanosa de la desembocadura del Arno, para presentar batalla en Trasimeno. El estigma del general tuerto se antoja una alegoría de la trayectoria vital de Aníbal. Vence, pero está marcado.

    Como el cíclope Polifemo que cierra su cueva con sus rebaños y con los griegos y Ulises dentro, Aníbal entra en Italia desde el norte y atrapa dentro de la península a los romanos y todos sus aliados, confiando en que sus victorias desarbolarán la confederación de itálicos y rendirán a Roma. En la batalla de Trasimeno los dioses demostrarán estar enojados con Roma, y en Cannas, que la han dejado desguarnecida. La paz de los dioses se ha quebrado y los romanos han sido abandonados a su suerte.

    Pero Aníbal no marcha contra Roma, sino que, tras atravesar Italia, avanza por el sur de Italia tomando posiciones y animando a la defección de las ciudades. Su sombra se proyecta con ominosa presencia sobre la Urbe. Viudas y madres de caídos en batalla, las matronas salen a las calles, y en el foro y en el Campo de Marte las asambleas se agitan aclamando a cónsules experimentados, hombres que ya habían triunfado y agotado sus carreras políticas, y que se tornan en la última esperanza para torcer un destino aciago.

    Uno de ellos Cayo Flaminio, líder popular, corre al encuentro de Aníbal con todo el brío y el empuje que otorga el favor del pueblo. Otro, Quinto Fabio Máximo, planteará una estrategia distinta: el desgaste, la dilación ante la certeza de que el tiempo corre en contra de Aníbal y los cartagineses.

    I. CAYO FLAMINIO NEPOTE, EL ADVENEDIZO POPULISTA

    El año 217 a.C. se inicia con prodigios desfavorables: un niño de seis meses al que se oye gritando «¡Victoria!» en pleno mercado de las verduras, y, allí mismo, un rayo que alcanza el templo de la Esperanza; además se tiene noticia de presagios adversos también en Lanuvio, donde un cuervo desciende y se posa sobre un cojín sagrado en el templo, y donde se estremece de manera escalofriante la víctima de un sacrificio; y en Piceno, donde llueven piedras; y en la Galia, donde un lobo roba la espada a un centinela extrayéndola de su vaina misma (Liv. 21, 62, 1-5; Rasmussen, 2003). Todo invita a creer a los más supersticiosos que la pax deorum se ha roto, que los dioses mandan señales de su descontento a Roma. Están airados.

    El prodigio más aparatoso ocurre en el mercado de ganado vacuno –el Foro Boario–, donde un buey sube hasta un tercer piso y, «espantado por el alboroto de los vecinos, se arroja al vacío». Un populoso barrio de Roma, una ciudad de unos 200.000 habitantes, donde ya pueden verse bloques de vecinos, asiste al sobrecogedor espectáculo del animal que se inmola tiñendo de sangre el suelo no pavimentado.

    La ciudad se sumerge en una atmósfera de purificación religiosa, de lustraciones, novenarios, ofrendas votivas, lectisternios en forma de banquetes sagrados con los dioses como convidados, un sacrificio de más de cinco mil reses mayores, y votos renovados comprometiendo ofrendas similares para los próximos diez años. El cariz de la situación resulta verdaderamente inquietante. De hecho, estas expiaciones han sido prescritas por una consulta a los Libros Sibilinos, los Libros del Destino, custodiados en el principal templo de Roma, el de Júpiter en el Capitolio. Se trata de libros de condición profética que se reservan para dilucidar cómo hacer frente a emergencias en las que la seguridad del Estado, de la Urbe, se tambalea. Solo después de esta vorágine religiosa en la que la ciudadanía de Roma honra con generosidad inusitada a sus dioses «se alivian en gran medida los espíritus de escrúpulos religiosos» (Liv. 21, 62, 11; Orlin, 2002: 77; Caerols, 2011).

    ¿De dónde provienen las zozobras? Comienza el año 217[1], y en los meses anteriores Aníbal ha dejado atrás los Pirineos y cruzado los Alpes y las legiones romanas han experimentado dos severas derrotas, las primeras de una larga guerra: en Tesino, Publio Cornelio Escipión –padre– no solo fracasa militarmente, sino que además no puede evitar que Aníbal sume a sus efectivos recién llegados a Italia, varias decenas de miles de aliados noritálicos –galos y ligures– en abierta oposición a Roma; en Trebia, el otro cónsul, Tiberio Sempronio Longo, asiste a la masacre de su ejército, cuyos legionarios, mojados y ateridos por el frío, perecen abatidos, aplastados por los elefantes, o ahogados al intentar huir aprovechando la corriente del río. Aníbal avanza hacia Etruria. Se acerca a Roma.

    El momento es horrible. Roma afronta de manera incesante prodigios adversos que inspiran funestos presagios, pero Tito Livio, los asocia a otro hecho no menos inquietante según una lectura, políticamente tergiversada, de toda esta situación: la toma de posesión el 15 de marzo del 217 del cónsul Cayo Flaminio a quien tienen «ojeriza los senadores» (21, 63, 3). Y por si hubiera dudas, el historiador insiste, indicando que el alto magistrado, uno de los dos jefes políticos y militares del nuevo año consular, cuenta «con la enemistad de la nobleza y la simpatía de la plebe», por lo que, a pesar de todo, el apoyo popular le granjea «como consecuencia, su segundo consulado» (21, 63, 4). De un lado, del de la nobilitas, la clase política de Roma en la que se integran tanto patricios como plebeyos que han hecho carrera política, regida por los senadores –los patres–, Flaminio es objeto de invidiam. Del otro, Flaminio cuenta con el favor de la plebs, la masa en la que se integran tanto los ciudadanos votantes –el populus– como el contingente social multiforme que puebla Roma: provinciales, latinos, itálicos e individuos de la más diversa extracción social, entre ellos libertos y esclavos. Y no hay que olvidar en este contexto dual, que el propio Flaminio es ya senador. Se trata de un político alternativo obviamente, un populista a ojos de sus rivales senatoriales. No hay dudas al respecto para los escritores antiguos: Polibio lo definirá como el «tipo de líder popular que no sueña más que con complacer a las masas» (3, 80, 3; también 2, 21, 8).

    Un líder de masas acaba de acceder al poder máximo por segunda vez, apelando a su crédito electoral con promesas que seguramente fijan un objetivo: el fin de la guerra, la derrota de Aníbal, lo que la plebe quiere oír y que la nobilitas con toda probabilidad habrá tildado de oportunismo demagógico, sin lograr mantener bajo control el timón electoral en un momento crítico. Y ahora, tras vencer en las elecciones, Cayo Flaminio podría alzarse con una victoria clamorosa… o verse arrastrado a un nuevo, y quizá fatal, desastre militar a manos cartaginesas. La atmósfera ominosa que se vive y en la que Roma no ahorra expiaciones, sacrificios y rituales por propiciar la voluntad de los dioses a su favor, se tiñe así de un inquietante populismo que ha movilizado al populus en apoyo de un candidato plebeyo, más sensible y próximo a las inquietudes de la población y de los votantes. ¿Cómo se había forjado este liderazgo? ¿Debe verse en esta semblanza que ofrecen Livio y Plutarco solo la animadversión de una línea de pensamiento político aristocrático y senatorial hacia Flaminio, o responde a una realidad dual?

    UN NOVUS HOMO REFORMADOR

    Desde las leyes Liciniae Sextiae del año 367, que limitaron a 500 yugadas las tierras del ager publicus que podía ocupar y explotar un ciudadano y establecían que uno de los cónsules fuera plebeyo, las mayores reivindicaciones plebeyas habían quedado satisfechas. El camino recorrido después, observado con perspectiva histórica, había ido adormeciendo el espíritu reivindicativo popular en el sopor acomodaticio en que se instaló la elite plebeya, la más combativa en su momento, tras lograr ingresar en la capa dirigente que dio forma a la nueva nobilitas patricio-plebeya. Los cónsules anuales se reclutaban de manera habitual en el seno de esa clase política. Por ello volvía a sorprender cuando de repente prosperaban advenedizos, «hombres nuevos», políticos plebeyos que no formaban parte de las familias nobles. En los años de la primera guerra púnica, ocurrió que dos hermanos, Cneo y Quinto Lutacio Catulo accedieron al consulado consecutivamente en los años 242 y 241, y escasos años más tarde, en el 233, llegaría también M. Pomponio Mato (Brunt, 1982; Beck, 2005: 246). Entre el año 243 en que se designó a C. Fundanio y el 216 en que accedió al consulado M. Terencio Varrón, llegaron al consulado doce «hombres nuevos», una proporción absolutamente desacostumbrada, una anormal inflación de caballeros sin precedentes familiares memorables en la carrera política (Bleicken, 1968: 35). Cayo Flaminio fue uno de ellos. De partida, por tanto, emergía marcado por la etiqueta del arribismo político.

    Desempeñó su primera magistratura –al menos la primera de la que se tiene constancia– como tribuno de la plebe. Se acepta generalmente que fue elegido a tal efecto en el año 232, siguiendo la versión de Polibio (2, 21, 7). La noticia misma emana de una medida que Flaminio sometió a aprobación por plebiscito en la asamblea popular, y que lo posicionó desde el primer momento en una línea de defensa ardiente, pero polémica, de los intereses de la plebe, en concreto de los ciudadanos romanos sin recursos: propuso un reparto de las tierras del ager Gallicus Picenus, terrenos de cultivo confiscados por el Estado en la zona nordeste de Italia, cerca de Rímini, y que llevaban casi cincuenta años en poder de Roma. Se trataría de un reparto viritano, de lotes de tierra en pleno campo, sin crear un núcleo de población colonial, que se asignaban en nueva titularidad a ciudadanos romanos humildes para establecerse. Esto podía entrar en colisión con las expectativas de negocio que la aristocracia senatorial depositaba de manera habitual en la ocupación del ager publicus del Estado, aunque en realidad no se conoce si esas tierras estaban improductivas, abandonadas en un territorio de frontera, o más probablemente controladas por los senadores de Roma y explotadas por sus habitantes originarios, los senones, aunque la titularidad fuera pública (Cassola, 1968: 93; Roselaar, 2010: 57; Rosenstein, 2004; 2012: 71). Se corría el riesgo de que la nueva ocupación del terrazgo por parte de ciudadanos romanos fuera sentida como una provocación desestabilizadora por parte de los boyos, una tribu de pueblos galos fronterizos que habían comenzado a mostrar agitación desde el 238. De hecho, la medida de Flaminio era ambivalente, poco desinteresada: ofrecía tierras a colonos, pero los convertía en peones para la defensa pasiva de un territorio militarmente inestable.

    LA REACCIÓN SENATORIAL CONTRA FLAMINIO

    Sobre este plebiscito reformador para el reparto gratuito de tierras propuesto por Flaminio, los escritores latinos coinciden en un aspecto: el orden senatorial reaccionó decididamente en contra. Livio aludirá a sus «enfrentamientos con los senadores, los que había tenido como tribuno de la plebe» (21, 63, 2). Al referirse a esta ley, denominada lex Flaminia (de agro Gallico et Piceno viritim dividendo), Valerio Máximo hablará de una auténtica ofensiva contra Flaminio, quien, a pesar de todo, se empeñó en promover el plebiscito «en contra de la voluntad del senado. Se resistió a los ruegos y amenazas de los senadores y no se dejó intimidar ni siquiera por un ejército formado contra él si persistía en la misma opinión» (5, 4, 5).

    La escalada de la tensión política se adivina desacostumbrada, vivida con la máxima ansiedad, a juzgar por la intervención del ejército, y sobre todo porque las versiones no coinciden. Valerio Máximo lo recoge como uno de sus Hechos y dichos memorables, en un relato que se cierra de este modo: «cuando ya se hallaba [Flaminio] en la tribuna de las arengas a iba a dar lectura a la ley, su padre le puso la mano encima. Entonces, vencido por este acto de autoridad de su padre, hombre sin cargo alguno, descendió de la tribuna, sin que el pueblo le hiciera reproches, a causa de la frustrada asamblea, sin el más mínimo murmullo de desaprobación» (5, 4, 5). El pasaje está revestido del valor de un exemplum con toda la carga retórica de la dramatización y permite evocar a Flaminio en el foro, sobre la tribuna de los rostra, a punto de dirigirse a la plebe y cediendo en último extremo, en un memorable acto de piedad y obediencia filiopaternal. El relato, en cambio, se adivina más teatral y moral que real. No es verosímil este desenlace, que en parte versiona Cicerón (De la invención 2, 17, 52), porque a juzgar por las restantes informaciones sobre lo ocurrido, la ley se aprobó. La gravedad de la situación y la elevada temperatura política, así como la derrota senatorial, han forjado quizá esa versión impostora.

    Polibio sitúa lo ocurrido en el año 232, coincidiendo con el consulado de M. Emilio Lépido. Sin embargo, Cicerón lo ubica en el consulado de Quinto Fabio Máximo que desempeñó con Espurio Carvilio, y que corresponde al año 228. Cabe pensar que Cicerón se equivocó y que se produjo no durante el segundo, sino durante el primer consulado de Quinto Fabio Máximo, el que desempeñó en el 233 junto con Pomponio Mato. Seguramente, antes de acabar su mandato Fabio –el 14 de marzo del 232– se produjo el debut en el cargo como tribuno de la plebe de Flaminio, quien tomó posesión el 10 de diciembre del año 233 (Müller-Seidel, 1953: 269; Broughton, 1986: 225; Cassola, 1968: 261) Los hechos habrían ocurrido así entre diciembre del 233 y marzo del 232, aplicándose la ley tras el acceso al consulado de M. Emilio Lépido desde mediados de marzo de ese mismo año 232. Obviamente para los historiadores se trató de un hecho de memorable trascendencia. Quizá la propuesta para la reforma agraria había formado parte de la campaña electoral al cargo de Flaminio. Por su parte, Fabio Máximo tenía asignado como destino consular la provincia de Liguria, la zona norte donde se emplazaba el territorio sobre el que Flaminio planificaba el reparto de tierras (Develin, 1976: 640). La reacción de Fabio fue claramente adversa y seguramente se exacerbó al percibir en la reforma instada por Flaminio, una injerencia desestabilizadora en lo que Fabio consideraba su ámbito de competencias. En cuanto al otro cónsul, Pomponio Mato, era también, como Flaminio, un «hombre nuevo», y no es descartable que se posicionara contra su colega Fabio, del lado del tribuno popular Flaminio. No consta que lo hiciera de manera activa, pero las conexiones de los tribunos con cónsules y la connivencia de estos magistrados en el desencadenamiento de iniciativas será una constante en los años venideros: la potestad tribunicia creaba un liderazgo intermedio, facultaba un rol de mediación muy activo ante la plebe para articular apoyos populares en favor de decisiones senatoriales o de los cónsules (Vanderbroek, 1987: 65). De hecho, Cicerón atribuye un silencio pasivo, quizá cómplice, al cónsul colega de Quinto Fabio.

    A este, en cambio, a Quinto Fabio Máximo, Cicerón sí le asigna un papel protagonista en este asunto. Como se verá en adelante, se trató del político más influyente en los treinta años siguientes. Cicerón escribirá que el asunto puso al populus al borde de la sedición en contra de los optimates (Invención 2, 52), y que Fabio Máximo «se opuso con todas sus fuerzas a Cayo Flaminio» (De la vejez 11). Elabora así una interpretación en términos de político popular opuesto a los optimates de la elite senatorial, conforme a los parámetros de su propia época (Robb, 2010: 80). Según deja entrever Cicerón, además, la oposición de Fabio pudo haberse servido de argumentos de rango superior, religioso, pues recuerda que haciendo valer su condición de augur, llegó a decir al respecto de este asunto que «cualquier cosa que se realizara en beneficio de la República, estaba hecha bajo los mejores auspicios. Asimismo, afirmaba que los asuntos que iban en contra de la República, iban también en contra de los auspicios» (De la vejez 11). El sentido del pasaje es oscuro en este contexto, pero atañe al interés y la seguridad de la República (Roller, 20011: 192), queda bajo el ámbito de interpretación de la oposición vehemente de Fabio a Flaminio, y parecería que su declaración apunta a que los auspicios no eran imparciales políticamente, que podían ser enarbolados, oportunamente manejados, anteponiendo la razón de Estado. Siendo Fabio augur, además de político, parece que la vía religiosa, la prerrogativa augural, pudo sopesarse, si no activarse, para intentar frenar el plebiscito: se utilizó tal vez como una huida hacia adelante en una escalada de rivalidad política que revitalizaba el ya viejo enfrentamiento entre órdenes sociales. La secular oposición entre patricios y plebeyos se sentía superada hasta que, de repente, un tribuno aparece prometiendo y sometiendo a votación plebiscitaria una medida no pactada ni emanada del entorno senatorial, sino de inspiración directamente popular.

    El asunto, tratado en términos políticos, crea una posición de inimicitas, una rivalidad política que no debe desdeñarse como móvil para explicar futuros desencuentros en los años posteriores entre ambos.

    Sobre cómo la ley salió adelante, dejan constancia el propio Cicerón (Bruto 57), el agrónomo Varrón citando a Catón, otro tratadista anterior (De agric. 1, 2, 7), y Polibio, quien no oculta su animadversión hacia el perfil popular –o más bien populista– que atribuye a Flaminio por su ley de reparto de tierras: «Y fue Cayo Flaminio el que introdujo esta demagógica directriz política en la que debe reconocerse el factor a tener por fundamental del cambio a peor experimentado por el pueblo romano, así como la causa de la guerra posteriormente entablada con los galos» (2, 21, 8). Obviamente, la relación de causa y efecto entre la reforma y la guerra posterior no puede establecerse a partir de este único testimonio que no se contrasta en otras fuentes. En todo caso, la ocupación gradual del territorio por Roma pudo verse como una provocación por parte de los galos (Develin, 1976: 638; Eckstein, 1987: 12). La presentación que se hace por parte de Polibio convierte a Flaminio en un precedente remoto –un siglo anterior– a las revolucionarias reformas agrarias de los Gracos en contra de los intereses del orden senatorial y de su monopolio de poder político y económico (Scullard, 1976: 53). Resulta difícil desentrañar lo que movía la reacción de Fabio Máximo y de los senadores contra Flaminio, ya se tratara de motivos económicos concerniendo a las tierras mismas, o de motivos político-militares para no abrir una provocación a los galos boyos mientras la conquista del área del valle del Po estaba por completar (Vishnia, 1996: 30). Lo más probable es que se produjera una convergencia de causas al respecto: el senado tenía intereses creados sobre las tierras, pero los ocultaba tras argumentos de inestabilidad fronteriza.

    Y al mismo tiempo, tampoco cabe ver en esta reforma agraria de Flaminio un planteamiento estrictamente dual. El silencio llamativo del cónsul colega de Fabio desvela que no toda la nobilitas estaba posicionada del lado de Fabio Máximo. Pero algo parece fuera de duda: la reforma agraria que pretendía asignar tierras a ciudadanos romanos para ocupar y colonizar el ager Gallicus beneficiaba a las clases populares más desfavorecidas, a un proletariado urbano dispuesto a marchar a un territorio inseguro, de frontera, y así se percibió. Preocupó la reforma y preocupó la pujanza popular del tribuno, quien en cierto modo estaba cumpliendo de manera comprometida con su deber en defensa de los intereses de la plebe (Develin, 1976: 643). Había un ejercicio responsable donde los senadores vieron oportunismo, pero, ciertamente, se estaba forjando el novus homo. El impulso electoral inicial y las promesas de tierras satisfechas encaminarían al tribuno a las magistraturas más altas.

    UN PRETOR MEMORABLE

    Tras el brillante inicio de su carrera política, en buena medida incendiario y no menos polémico, los siguientes dos escalones del cursus honorum de Cayo Flaminio no han quedado registrados. Cinco años después de su polémico tribunado de la plebe, en el año 227, Flaminio habría desempeñado el cargo de pretor, por lo que, dentro de las convencionales etapas de la carrera, cabe pensar que pudo ser uno de los dos ediles plebeyos en el año 229 o en el 228 (Beck, 2005: 265). Nada se conoce acerca de su desempeño en ese cargo que, al margen de las tareas municipales de control de calles, edificios y mercados, así como de custodia de los archivos y del patrimonio sagrado plebeyo, especialmente del templo de la triada del Aventino –Ceres, Líber y Líbera–, tenía encomendada la supervisión de abastecimientos. Es probable que fuera entonces cuando columbrara la posibilidad de crear un nuevo circo en Roma. Lograría hacerlo realidad como censor en el año 220. La generosidad en el cargo de edil era decisiva para continuar en la carrera política, y la de Flaminio se desarrolló con éxito. Los derroteros posteriores de su trayectoria abogan por pensar que desempeñó todas las magistraturas intermedias, sobre todo teniendo en cuenta la popularidad y la proyección logradas en su tribunado.

    Aunque la constancia documental flaquea al respecto, se puede afirmar que, con toda probabilidad, fue pretor en el 227 (Broughton, 1986: 229). Se trató del año en que el número de pretores se incrementó de dos a cuatro, para que los magistrados suplementarios se ocuparan de las provincias extraitálicas de Sicilia y Córcega-Cerdeña (Brennan, 2000: 92; Díaz Fernández, 2015: 35 y 228). Flaminio marchó a Sicilia como primer pretor de la provincia. El hecho en sí aúna lo memorable de la anécdota política, rescatada para el recuerdo por Solino (5, 1), con la constatación de que Flaminio fue alejado de Roma. La pretura ejercida como gobernación provincial podría en adelante servir a los políticos romanos para reponer sus maltrechas arcas privadas después de una generosa gestión como ediles, tras haber costeado por ejemplo unos juegos dignos de recordar. Sin embargo, esa tendencia, que se iba a consolidar en el tiempo, puede haber sido ejercida con cierto comedimiento por Flaminio debido tanto a la inexperiencia previa de pretores provinciales, como quizás al propio talante personal. De hecho, su gestión mereció honroso recuerdo para los sicilianos: unos treinta años después, en el año 196, su hijo, que portará su mismo nombre, será elegido edil curul –ya no plebeyo como lo fuera probablemente su padre– y podrá ejecutar una memorable largueza, porque en su nombre y el de su colega en el cargo, podrá poner en el mercado cereal a precio muy bajo, distribuyendo «entre la población un millón de modios de trigo a dos ases. Lo habían enviado a Roma los sicilianos como homenaje personal a Cayo Flaminio y a su padre» (Liv. 33, 42, 8). Obviamente, Cayo Flaminio hijo estaba en condiciones de ejercitar, tres décadas después, los lazos patronales que su propio padre había dejado establecidos y bien afianzados en la isla. Los provinciales sicilianos, con su generosidad, intentaban propiciar, una generación más tarde, a un nuevo valedor de sus intereses en Roma, a un patrono agradecido.

    En la anécdota sobre el hijo se reconoce el ascendiente y la autoridad que le fueron reconocidos al padre, por su gestión ejemplar como pretor en Sicilia (Develin, 1979: 273). Hay que puntualizar, sin embargo, que Cayo Flaminio había accedido a esta magistratura en circunstancias especiales de devaluación electoral, pues se trataba del año en que las oportunidades de lograr el cargo de pretor se habían duplicado por primera vez. El caudal electoral con que contaba Flaminio como candidato, después de su popular tribunado de la plebe, no fue en ese sentido especialmente puesto a prueba. Pero lo poseía y por ello fue elegido.

    En todo caso la pretura hubo de fortalecerlo para la nueva prueba: si en el acceso a la pretura se devaluaba la competencia porque se nombraba el doble de pretores, para acceder al siguiente cargo –el consulado– la rivalidad se duplicaba. Cuatro nuevos pretores cada año entraban en liza para empezar a optar dos años después a los dos títulos consulares anuales. Esta pudo ser la razón para explicar por qué Flaminio no hubo de esperar un año, sino cuatro, antes de lograr acceder al consulado en el año 223.

    EL CÓNSUL GAFE

    Cuando se acepta que los dioses rigen los destinos de los hombres, los políticos topan con una barrera sobrevenida que puede establecer un límite fortuito e insospechado a su poder. Este fue, de hecho, el obstáculo que abortó la magistratura de Flaminio en el primero de sus consulados. Se desconocen las circunstancias en que fue designado y elegido. El retraso en lograr el consulado plebeyo después de la pretura indicaría, con toda probabilidad, que lo intentó sin éxito, quizá hasta dos veces, antes de alcanzarlo en una tercera candidatura, y que probablemente la coalición de fuerzas senatoriales y de la nobilitas bloqueara una elección para la que los apoyos populares fueron finalmente decisivos.

    Al respecto, los indicios que han quedado derivan de unas informaciones consignadas por Plutarco en su biografía de Marcelo (4). Lo ocurrido se relaciona con la guerra contra los galos cisalpinos que se despertó en el año 225, la misma que según Polibio (2, 21, 8) derivaba de la desafortunada medida del reparto de tierras que Flaminio promovió siete años antes. Flaminio y su colega en el consulado, P. Furio Filo, apaciguaron a los galos y se dirigieron luego a territorio de los insubres donde la escalada de escaramuzas con éxitos y descalabros fue preparando el desenlace hacia una gran batalla, y en esos preparativos sobrevienen los prodigios: en la llanura picena, abierta hacia la costa adriática en la región de Áscoli, donde se desarrollaban las operaciones militares dirigidas por los dos cónsules conjuntamente, el río corrió «teñido de sangre y se dijo asimismo que hacia Arimino habían aparecido tres lunas» (Plut. Marcelo 4, 2).

    La información sobre los prodigios se evacuó a Roma, seguramente por informadores al servicio de los rivales políticos de Flaminio. Plutarco focaliza su atención en él al narrar lo ocurrido. Estos prodigios fueron utilizados por el senado. Se ponen en conexión con el hecho de que los augures que, como era preceptivo, habían estado observando «el vuelo de las aves en los comicios consulares, aseguraban que las proclamaciones de los cónsules habían sido defectuosas y acompañadas de malos augurios» (Plut. Marcelo 4, 3). Lamentablemente la información disponible es fragmentaria y no permite entrever rivalidades latentes: quizá no es accidental que este hecho se narre en la biografía de M. Claudio Marcelo, otro de los grandes líderes de aquellos años, y que formaba parte del colegio de augures desde tres años antes. Además, Marcelo será nombrado cónsul para el ejercicio siguiente, cuando vencerá a los insubres en Clastidio. La lucha contra los insubres proporcionaba ocasiones evidentes para triunfos memorables. Marcelo no las desaprovecharía, y de hecho el bloqueo a Flaminio y a Furio tenía por objeto aplazar la guerra hasta la entrada de los nuevos magistrados por elegir. Marcelo preparaba entonces su propia candidatura. Tenía pues interés en posponer el enfrentamiento militar. Y, al contrario, meses después presionaría al senado, durante su propio consulado, para que rechazara la paz que ofrecían los insubres y para que la guerra continuara (Polib. 2, 34, 1; Zon. 8, 20; Plut. Marcelo 6; Vishnia, 1996: 211). Pero además el colegio de augures lo capitalizaba por su prestigio y su larga antigüedad de cuatro décadas Fabio Máximo, el activo rival de Flaminio contra la aprobación de su ley de reparto de tierras. Evidentemente este colegio entrañaba una célula activa de alta resistencia contra los intereses políticos de Flaminio.

    Por el momento, en el 223, sobre la base de los prodigios y los malos auspicios, la reacción será inmediata: «al punto se enviaron cartas del senado al ejército citando y llamando a los cónsules, para que, una vez hubieran regresado a Roma, abdicaran cuanto antes y para que nada se apresuraran a hacer como cónsules contra los enemigos» (Plut. Marcelo 4, 4). Los rivales políticos de los cónsules, y específicamente de Flaminio, habían encontrado razones para destituirlos. Se les ordenó que no promovieran operaciones militares. La excusa apuntaba a augurios desfavorables, aunque las dos caras de la moneda tenían el mismo signo: el riesgo de derrota militar se podía argüir como argumento para detener la campaña militar, pero el riesgo de un triunfo memorable a favor del popular Flaminio resultaba no menos preocupante para la corriente política dominante en el senado.

    EL TRIUNFO QUE NO PUDO SER ABORTADO

    O Flaminio lo esperaba, o mostró gran intuición, o, más probablemente, ocurrió que, del mismo modo que la información con los prodigios se filtró a Roma, el signo adverso de la resolución del senado llegó con celeridad hasta los cónsules, antes que las propias cartas oficiales, pues «recibió Flaminio las cartas y no quiso abrirlas sin haber entrado antes en acción contra los bárbaros» (Plut. Marcelo 4, 5). Flaminio entabló combate. La derrota infligida a los insubres la refiere de manera más precisa Polibio, el cual, sin embargo, nada relata sobre los móviles supersticiosos y las intrigas políticas que se agitaron en Roma. Para este autor, que, como se vio, menospreciaba el perfil «demagógico» de Flaminio, la victoria no fue mérito de Flaminio, sino que se consiguió a pesar de sus directrices poco afortunadas. Según su versión «desplegó sus tropas sobre el borde mismo del río» lo que limitó su movilidad (2, 33, 7). Y aun así, venció al enemigo.

    Después de lo ocurrido Flaminio regresó a Roma, pero «el pueblo no salió a recibirle; y, por no haber cumplido así que fue llamado, ni haberse mostrado obediente a las cartas, sino que las miró con burla y desprecio, faltó poco para que perdiese la votación del triunfo» (Plut. Marcelo 4). Flaminio fue penalizado formalmente por su proceder, pero finalmente mereció los honores del triunfo gracias a su victoria. En realidad, sus enemigos políticos quisieron abortar la empresa militar y, más tarde, las posibilidades del triunfo. Llegaron hasta el fin. Zonaras (8, 20) certifica lo que Plutarco da a entender: su triunfo lo aprobó el pueblo, no el senado, en un proceder absolutamente anómalo, desacostumbrado y totalmente excepcional. La concesión de los honores se aprobaba en sesión plenaria del senado, reunido fuera de la muralla de la ciudad, en el templo de Belona emplazado en el Campo de Marte. Allí, el cónsul investido aún de su imperium, y que por ello no podía entrar en Roma, era escuchado. Tras el debate oportuno en el senado, y tras la pertinente votación favorable, la aprobación definitiva del triunfo se sometía a decisión popular. En el caso de Flaminio, el senado habría votado en contra y el cónsul recibió su triunfo directamente del pueblo, en abierta oposición a la decisión de los patres (Pelikan, 2008: 40; Rosenstein, 2012: 134). La salvedad que establecen Plutarco y Zonaras excluye la aprobación de ese triunfo por senatus consulto, aunque resulte difícil de admitir. Por lo demás, las inscripciones que contienen los fastos triunfales certifican que tanto Flaminio como su colega celebraron sendos triunfos el 10 y el 12 de marzo del año 222, es decir, cuando en circunstancias normales habría estado a punto de expirar su mandato que finalizaba el 14 de marzo (Inscr. It. 13, 1, 79; Liv. 22, 1, 4). En realidad, por tanto, la abdicación forzada se habría producido tan al límite del año consular, que se pueden abrigar dudas de que se produjera (Beck, 2005: 254). Existe sin embargo la posibilidad de que aún estuviera en uso la antigua costumbre de iniciar al año consular el primero de mayo y que ese fuera el año en que la fecha se alterara, en que se adelantara un mes y medio (De Santis, 1917: 316; Eckstein, 1987: 16). De hecho, no se llegó a nombrar cónsules sufectos como sustitutos. Sea como fuere, y aunque se obligó a abdicar a Flaminio y su colega, su cese resultó más bien formal, sobrevenido al final del ejercicio de su magistratura. Habían triunfado a pesar de todo, y lo habían hecho siendo todavía cónsules, dentro de su año político.

    Plutarco recuerda, sin embargo, que fueron reducidos a la condición de privati de manera inmediata: «después de celebrar el triunfo le devolvieron [a Flaminio] a la condición de particular, y le obligaron a renunciar al consulado igual que a su colega» (Plut. Marcelo 4, 6). Dadas las fechas de los fastos consulares, la abdicación se asemeja más a una reprobación institucional que a una verdadera destitución, porque su tiempo como cónsules ya estaba prácticamente agotado. Plutarco ratifica que así fue y que de inmediato se produjo la toma de posesión por parte de Marcelo y su colega, los nuevos cónsules. Para organizar los comicios en que fueron elegidos, se había designado un interrex, Quinto Fabio Máximo, el rival político de Flaminio en el debate de su ley de reforma agraria y un destacado miembro por antigüedad y talla política del colegio de augures (Plut. Marcelo 6, 1; Broughton, 1986: 233).

    La política ofrecía así una faceta religiosa que introducía un factor eventualmente desestabilizador del ordenamiento constitucional en manos de las apreciaciones incontroladas de los colegios sacerdotales, en concreto por parte de los augures. En realidad, los augures eran también senadores y políticos, como Fabio y el propio Marcelo. Su función consistía precisamente en leer los signos que delataran una ruptura de la pax deorum, en decodificar los designios favorables o desfavorables de los dioses, y esas lecturas adquirían rango de obediencia debida: «Hasta ese punto ponían los romanos todos sus asuntos en manos de la divinidad, sin admitir el menosprecio de los presagios y las tradiciones patrias ni siquiera en los mayores éxitos, considerando más importante para la salvación de la ciudad el que los gobernantes respetaran la religión que el que vencieran a los enemigos» (Plut. Marcel. 4, 7). La jerarquía de prioridades queda establecida de manera inapelable, pero se cifra en una esfera superior, no controlada, interpretable por parte de quienes tenían reconocida una condición infalible. El poder religioso se imponía, pero estaba al servicio de la curia, gestionado por sacerdotes que eran senadores (Champion, 2017: 34 y ss.).

    EL COMANDANTE DE LA CABALLERÍA FRUSTRADO

    La trayectoria política de Cayo Flaminio quedaría marcada de manera reiterada por las interferencias supersticiosas que truncaron sus expectativas políticas o que interrumpieron sus mandatos. Incluso tras su fallecimiento, los escrúpulos nacidos de prodigios adversos serán tratados en Roma como mensajes de origen divino y se agitarán contra su memoria y su línea de actuación. Entraron en el argumentario político de sus rivales.

    Una misma noticia se registra en dos autores, aunque con divergencias. Dice Valerio Máximo que «el oír el chillido de una rata de campo fue motivo suficiente para que Fabio Máximo abandonara su dictadura y Cayo Flaminio cediera el mando supremo sobre la caballería» (1, 1, 5). La otra versión es transmitida por Plutarco y en ella, no coincide el nombre del dictador, sino que Fabio Máximo es sustituido por Minucio, pero la anécdota es más precisa e involucra específicamente al acto de nombramiento de Flaminio: «Estando el dictador Minucio nombrando maestro de la caballería a Cayo Flaminio, porque en el acto se oyó el rechinamiento de un ratón que los romanos llaman sorex [una musaraña], retiraron sus votos a ambos y nombraron otros» (Marcelo 5, 6). La anécdota se conserva precisamente por su circunstancialidad y rareza, pero está descontextualizada. Después de estos nombramientos fallidos, no se conocen suplentes. ¿Quién nombró a Flaminio? ¿Fabio o Minucio? M. Minucio Rufo era cónsul el año 221 en que Fabio Máximo fue nombrado dictador por primera vez. Y el segundo nombramiento de Fabio para un cargo tan excepcional se producirá precisamente tras la muerte de Cayo Flaminio. Se ha debatido acerca de cuál de las dos fuentes es veraz (Cassola, 1968: 261 y ss.; Beck, 2005: 257), y quizá el confusionismo derive de Plutarco en relación con el año en que Fabio Máximo fue dictador por segunda vez y nombró precisamente jefe de la caballería a Minucio Rufo, antes de ser nombrado también dictador el propio Minucio. Pero para entonces Flaminio ya no vivía. Todo parece indicar que el nombramiento lo otorgó Fabio Máximo, no Minucio, y que se produjo en el año 221 (Broughton, 1986: 234).

    En este punto la información que interesa especialmente concierne a la designación, doblemente registrada, de Flaminio como jefe de la caballería, una magistratura excepcional, establecida «a dedo» por otro magistrado excepcional, el dictador, quien a su vez recibe un nombramiento directo por parte del cónsul. Se trata de magistraturas cortas, excepcionales y de medio año de duración a lo sumo (Linttot, 1999: 110 y ss.; Walter, 2017: 163).

    Varios matices pueden interesar, aunque no pueden establecerse de manera rotunda. Por un lado, el hecho de que se designe jefe de la caballería a Cayo Flaminio, en el 221, parece poco coherente con la salida bochornosa que le habría deparado el establishment senatorial-sacerdotal un año antes, al tener que abdicar del consulado. Por otro lado, si el nombramiento procede de Q. Fabio Máximo como dictador, hay que suponer que las diferencias insalvables de una década antes, cuando hizo frente a Flaminio encabezando la oposición a su reforma agraria, estaban olvidadas.

    Uno de los motivos para nombrar dictador era la organización de elecciones en ausencia o baja del cónsul que tenía encomendada tal tarea. Ese fue el origen de esa dictadura (Beck, 2005: 72), que no requería un jefe de la caballería, más que por motivos de costumbre y protocolo. No derivaba de una perentoria urgencia militar.

    En todo caso, habría que reconocer que Flaminio, el cónsul triunfador que hubo de abdicar, mereció de nuevo honores políticos relevantes porque su respaldo popular y electoral interesaron, en aras de la concordia ciudadana. Un senador preclaro, como era Fabio Máximo, pudo entender

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