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Historia de la Guerra del Peloponeso: Relato histórico de la guerra entre Esparta y Atina
Historia de la Guerra del Peloponeso: Relato histórico de la guerra entre Esparta y Atina
Historia de la Guerra del Peloponeso: Relato histórico de la guerra entre Esparta y Atina
Libro electrónico938 páginas12 horas

Historia de la Guerra del Peloponeso: Relato histórico de la guerra entre Esparta y Atina

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Historia de la Guerra del Peloponeso es un relato de la guerra homónima, que tuvo lugar en la Antigua Grecia y que enfrentó a la Liga del Peloponeso (liderada por Esparta) y la Liga de Delos (liderada por Atenas). La obra fue escrita por Tucídides, un general ateniense que sirvió en la guerra. La obra es considerada un clásico, además de que se trata de uno de los primeros libros de historia que se conocen. Fue dividida en ocho libros por los editores posteriores de la Antigüedad.

IdiomaEspañol
Editoriale-artnow
Fecha de lanzamiento21 feb 2022
ISBN4066338121059
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    Historia de la Guerra del Peloponeso - Tucídides

    Tucídides

    Historia de la Guerra del Peloponeso

    Relato histórico de la guerra entre Esparta y Atina

    e-artnow, 2022

    Contacto: info@e-artnow.org

    EAN  4066338121059

    ÍNDICE

    Tomo I

    Tomo II

    Tomo I

    Índice

    Tucídides

    Libro I

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    Libro II

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    Libro III

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    Libro IV

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    ÍNDICE GENERAL

    Notas

    TUCÍDIDES

    Índice

    Nueve años después de la famosa batalla de Salamina, cuatrocientos setenta antes de la era vulgar, nacía en Alimunte, aldea del Ática, este célebre historiador. De ilustre y rica familia, sus abuelos maternos fueron Milcíades, el vencedor en Maratón y la hija del rey tracio, Oloros. El padre de Tucídides, que también se llamaba Oloros, era igualmente de origen tracio.

    No poca influencia tuvo en su vida el poseer minas de oro en Tracia, pues cuando el espartano Brásidas se apoderó de Anfípolis, estando Tucídides con siete buques en la isla de Tasos, y ejerciendo por primera vez mando militar independiente, temió el general lacedemonio que se valiera de la influencia que le daban en aquella comarca sus riquezas, para organizar rápidamente fuerzas que socorriesen la plaza, y, a fin de prevenir este peligro, concedió una capitulación ventajosísima a los de Anfípolis, para que, como lo hicieron, le entregaran sin dilación la ciudad.

    Tucídides llegó tarde con su flota para impedir la rendición; y los atenienses, acostumbrados a juzgar el mérito de sus capitanes por el éxito de sus empresas, le condenaron a destierro.

    Veinte años vivió expatriado, no volviendo a Atenas sino en tiempo de Trasíbulo, y por un decreto especial que le llamaba.

    Comprendió desde el principio de la guerra del Peloponeso que esta sería la más importante y de mayores consecuencias de las habidas hasta entonces en Grecia, y formó el designio de historiarla. Su expatriación le permitió vivir hasta en Lacedemonia y enterarse personalmente de los medios, recursos y proyectos de los enemigos de su patria, como lo estaba de los de sus conciudadanos; sus riquezas le facilitaron la averiguación de la verdad, pagando en las diversas repúblicas beligerantes personas competentes, encargadas de remitirle las noticias fidedignas. Sabiendo que cada partido procuraría desfigurar los hechos en su favor, buscó de este modo informes en todas partes para averiguar la verdad entre las noticias exageradas y contradictorias.

    Digna es de admiración la imparcialidad con que Tucídides escribe la historia de sucesos contemporáneos, que apasionaban los ánimos, en alguno de los cuales tomó parte, presenciando otros y teniendo de todos inmediata noticia, sin que en ningún caso le ciegue el amor patrio hasta el punto de faltar a la justicia.

    Tucídides abre a la historia nuevo camino. Los historiadores anteriores pintaban las cosas y narraban los sucesos que herían los sentidos, el aspecto de las comarcas, las especiales costumbres de los pueblos, los monumentos, las expediciones guerreras, haciendo intervenir en el destino de naciones y príncipes un poder sobrenatural. Tucídides estudia la influencia de la tribuna, el carácter de las asambleas populares, la índole de los tribunales en Grecia, e investiga los móviles de las acciones humanas, por el carácter de las personas o por la especial situación en que se encuentran. El conjunto de su historia, dice Müller, es una sola acción, un drama histórico, un gran pleito, en que son partes las repúblicas beligerantes y se litiga la soberanía de Atenas en Grecia.

    Tucídides, que inventa este género de historia, es también quien lo comprende y determina con mayor claridad y fijeza. Escribe la historia de la guerra del Peloponeso, no la historia de Grecia en este período; y cuanto en los asuntos interiores y exteriores de los estados no atañe a esta gran lucha queda excluido de su libro, pero incluye en cambio cuanto puede afectar a la guerra, suceda donde quiera. Previó que se ventilaba si Atenas sería gran potencia o solo una de tantas repúblicas que constituían el equilibrio de Grecia, y no le engañó la paz efímera y mal observada que a los diez años, por intervención de Nicias, interrumpió la lucha, ni que se reanudaran las hostilidades durante la expedición a Sicilia, probando, por modo fehaciente, que aquella paz no mereció tal nombre, ni fue otra cosa que momento de tregua en una sola y gran guerra.

    El orden y división de esta Historia responde a la idea y propósito de su autor. Los griegos ajustaban sus campañas belicosas a las estaciones del año, y de aquí los períodos de verano e invierno; en los primeros, pelean los beligerantes, en los segundos, realizan los aprestos y las negociaciones.

    Respecto a los datos cronológicos, no teniendo los griegos una era común y ordenado el calendario de cada nación con arreglo a ciclos particulares, que designaban con diversos nombres, aprovecha Tucídides como dato fijo la sucesión natural de las estaciones y el estado de los cultivos en el campo, que muchas veces motivaba las expediciones militares. Una frase, como, por ejemplo: «cuando maduraba el trigo» expresa, con la exactitud deseada, el momento en que se realiza un acontecimiento.

    En la narración de las campañas, procura Tucídides agrupar todos los incidentes relativos a un mismo suceso, aun a costa algunas veces de la sucesión cronológica, salvo cuando el hecho de guerra, como, por ejemplo, el sitio de Potidea o el de Platea, es de larga duración.

    La obra de Tucídides, de haberla él terminado, resultaría dividida en tres partes bien proporcionadas. La primera, sería la historia de la guerra hasta la paz de Nicias, el período llamado guerra arquidámica, por las devastadoras expediciones de los espartanos al mando de su rey Arquidamo; la segunda, los motines y rebeliones en los estados griegos después de la paz de Nicias y la expedición a Sicilia, y la tercera, la reproducción de las hostilidades contra el Peloponeso hasta la ruina de Atenas, el período que los antiguos llamaron guerra Decelia.

    La división de esta Historia en libros no es de Tucídides, sino de los gramáticos antiguos. El primer tercio lo forman los libros II, III y IV; el segundo, los libros V, VI y VII. Del tercer período solo acabó Tucídides el libro VIII.

    El libro I tiene especial interés, no tanto por los hechos en él referidos como por las reflexiones del autor. Su primera tesis consiste, en que la guerra del Peloponeso es el acontecimiento más importante de que los hombres tenían memoria, y lo prueba reseñando la historia de la antigua Grecia hasta las guerras con los medos. Examina los tiempos primitivos, la guerra de Troya, los siglos inmediatamente posteriores a esta, y, por fin, las guerras con los persas, demostrando que en ninguna de las empresas de este período se necesitaron y emplearon las fuerzas que exigió la guerra del Peloponeso, porque hasta tiempos posteriores no adquirieron desarrollo en vasta escala entre los griegos la fortuna mobiliaria y la marina de guerra. De esta suerte Tucídides defiende históricamente la máxima que Pericles llevó con la práctica al convencimiento de sus compatriotas, de que no debían ser base del poderío el territorio y el número de hombres, sino el dinero y la marina.

    La misma guerra del Peloponeso es poderoso argumento en favor de esta tesis, porque los lacedemonios, a pesar de la superioridad que tenían en bienes raíces y hombres libres, fueron inferiores a los atenienses hasta que su alianza con los persas les proporcionó grandes recursos en dinero y una escuadra importante.

    Probada así la grandeza del asunto que va a historiar, y después de breve exposición de su manera de escribir la historia, trata de las causas de la guerra, que divide en indirectas o públicas, y en intrínsecas o tácitas. Son las primeras las cuestiones entre Corinto y Atenas por la posesión de Corcira y Potidea, y las quejas con que aquellos acudieron a Lacedemonia, decidiendo a los espartanos a declarar que Atenas había quebrantado la paz. Las segundas, el temor que inspiraba el creciente poderío de los atenienses, y que obligaba a los lacedemonios a declarar la guerra si querían mantener la independencia del Peloponeso. Esto sirve de punto de partida al historiador para narrar las medidas políticas y belicosas de que se valieron los atenienses para convertirse, de directores de los insulares y griegos de Asia, que eran al empezar la guerra contra Persia, en soberanos del archipiélago y de todo el litoral.

    La tercera parte del primer libro contiene las deliberaciones de los estados confederados del Peloponeso y sus negociaciones con Atenas, que condujeron al rompimiento de las hostilidades.

    Este es el plan y distribución de la obra. En cuanto al fondo, como Tucídides refiere lo que ha visto u oído, su narración tiene toda la frescura, toda la viveza que cabe en un historiador de este género, testigo presencial o contemporáneo de los acontecimientos. Él mismo dice que empezó a tomar notas al comenzar la lucha, previendo lo que sería esta guerra, y que continuó anotando los sucesos a medida que ocurrían a su vista o adquiría fidedignos informes. Antes de su destierro en Atenas, y después en Tracia, hizo estos trabajos preparatorios, comparables a nuestras Memorias, que refundió y organizó después de la guerra y de vuelta a su patria, por lo cual, y por morir asesinado a manos de bandoleros en Tracia a los setenta y seis años de edad, no quedó la historia terminada, debiendo suponerse que las notas redactadas durante el curso de los acontecimientos, y que abarcarían hasta la rendición de Atenas, no bastaban a suplir la narración definitiva. Atestiguan informes dignos de crédito que el mismo libro VIII no estaba terminado a la muerte de Tucídides, y que la hija del historiador, según unos, Jenofonte, en opinión de otros, lo agregó a los siete primeros, pero de ningún modo puede negarse su autenticidad.

    Si hoy día es imposible comprobar la exactitud de los datos e informes de que se valió Tucídides, la claridad de su narración, la concordancia de los detalles unos con otros y del conjunto de ellos con el estado general de las cosas, tal como lo refieren otros escritores, la armonía de los hechos referidos con las leyes de la naturaleza humana y los caracteres de los actores, constituyen una garantía de veracidad y fidelidad históricas especialísima en Tucídides, reconocida y confesada por todos los escritores de la antigüedad.

    De los historiadores romanos, solo Salustio puede comparársele; Tácito lo iguala en lujo de detalles, pero no en la claridad de la narración, por pasar de un acontecimiento conmovedor a otro de igual índole, sin cuidarse del encadenamiento íntimo de los sucesos.

    Tucídides destina su obra a los que quieran saber la verdad de lo ocurrido y distinguir lo saludable y beneficioso en los casos análogos que en la vida de la humanidad se repitan. Nótase en ella alguna tendencia a la forma didáctica, propia de los últimos tiempos de la antigüedad, en que la narración de los sucesos solo es medio para llegar al objeto principal, que no es otro sino la educación del hombre de estado y del jefe militar; pero Tucídides solo resulta didáctico en la intención, no en el hecho, contentándose con narrar los sucesos como han ocurrido, sin deducir lecciones prácticas para el militar o el gobernante.

    La convicción de Tucídides de que conocía todas las causas de los sucesos y los caracteres y pasiones de las personas que en ellos intervenían, demuéstrala en las arengas y discursos que, pronunciados en las asambleas del pueblo, o en los consejos federales, o ante las tropas, eran por sí y por sus consecuencias acontecimientos importantísimos, y que solo podían referirse por informes fiados a la memoria. Tucídides mismo confiesa la imperfección de sus informes en este punto y la necesidad en que se ve de hacer hablar a los personajes conforme a la situación en que se encontraban.

    Las arengas de Tucídides contienen siempre todos los motivos que han determinado los actos importantes. Cuando es preciso indicar los motivos, pone los discursos; cuando no es necesario, los suprime, y la exposición de motivos está sacada de los sentimientos dominantes en los individuos, en los partidos y en los estados. De aquí que los discursos contengan necesariamente muchas ideas expresadas en diversas ocasiones.

    El objeto principal de Tucídides al redactar estas arengas es siempre mostrar los sentimientos que han motivado la manera de obrar de los personajes, poniendo en su boca el fundamento, la justificación o la excusa de sus actos; y lo hace con tanta verdad, colócase el historiador en la situación de los oradores con tanto acierto, da razones tan atinadas a sus propósitos, que el lector queda convencido de que estos, bajo el impulso inmediato de sus intereses o de sus proyectos, no han podido defender mejor su causa.

    Tan admirable facilidad se adquiría en las escuelas de los retóricos y sofistas, donde se ejercitaban en defender alternativamente el pro y el contra, la buena y la mala causa; pero el empleo que hace Tucídides de este arte, es el mejor imaginable. La verdadera historia sería imposible sin esta facultad del historiador de colocarse alternativamente en puntos de vista distintos y aun opuestos. Solo participando por breves momentos de las ideas de sus adversarios puede comprender y hacer comprender la razón de ellas y lo que de fundado tienen, porque no se concibe una opinión que haya ejercido influencia histórica sin algún fundamento.

    Tucídides considera la religión, la mitología y la poesía elementos extraños a la historia, y prescinde sistemáticamente de ellos, no relacionando en caso alguno las cosas divinas con los sucesos humanos.

    En cuanto al estilo, une la elocuencia sustancial y rica en ideas de Pericles al lenguaje severo y casi arcaico de la retórica de Antifón. Como los demás grandes escritores de su época, emplea las palabras en el sentido más exacto y preciso para la expresión de las ideas. El carácter serio y taciturno del historiador se refleja en sus escritos, ofreciendo a sus lectores más ideas que palabras, hasta el punto de ser a veces oscuro por avaricia de laconismo. Es, de todos los historiadores de la antigüedad, el que merece más serio estudio en los pueblos donde todos los ciudadanos pueden intervenir en el gobierno. Decía un ilustrado miembro del Parlamento inglés que apenas podría discutirse asunto alguno en las Cámaras sobre el cual no se encontraran datos luminosos en esta Historia.

    Es mejor historiador de consulta para los hombres políticos que el mismo Tácito, porque presenta los actos políticos de unas naciones con otras, y Tácito no puede pintar más que los del soberano respecto de los cortesanos, y los de estos entre sí o con relación al César. Objeto de constante estudio del emperador Carlos V, llevaba este la obra de Tucídides hasta en sus campañas, como Alejandro el poema de Homero.

    Fácil fue que la Historia de la guerra del Peloponeso desapareciera hasta para los griegos casi contemporáneos. Solo había un manuscrito, que cayó por fortuna en manos de un hombre capaz de apreciar su mérito: Jenofonte. Historiador también, pero de estilo mucho más sencillo, suave y elegante, pudo temer la rivalidad del enérgico Tucídides, y en su mano estuvo condenarle a eterno olvido; pero el alma de Jenofonte era incapaz de una bajeza. Se enalteció publicando una obra maestra que no podía igualar, y contentándose con ser modestamente su continuador.

    LIBRO I

    Índice

    SUMARIO

    I. Refiere Tucídides que la guerra cuya historia va a narrar es la mayor de cuantas los griegos tuvieron dentro y fuera de su patria, y cuenta el origen y progreso de Grecia y las guerras que antes tuvo. — II. Causas y origen de la guerra entre corintios y corcirenses. Vencidos los primeros por mar, rehácense para continuar la guerra, y ambos beligerantes envían embajadores a los atenienses solicitando su alianza. — III. Discurso de los embajadores corcirenses al Senado de Atenas para pedirle ayuda y socorro. — IV. Discurso y respuesta de los corintios al de los corcirenses, pidiendo al Senado de Atenas que prefiera su amistad y alianza a la de los de Corcira. — V. Los atenienses se alían a los corcirenses, enviándoles socorro. Batalla naval de dudoso éxito entre corintios y corcirenses. — VI. Querellas entre atenienses y corintios, por cuya causa se reunieron todos los peloponesios en Lacedemonia para tratar de la guerra contra los atenienses. — VII. Discurso y proposición de los corintios contra los atenienses en el Senado de los lacedemonios. — VIII. Discurso de los embajadores atenienses en el Senado de los lacedemonios, defendiendo su causa. — IX. Discurso de Arquidamo, rey de los lacedemonios, disuadiendo a estos de declarar la guerra a los atenienses. — X. Discurso del éforo Estenelaidas, por el cual se determinó la guerra contra los atenienses. — XI. De como los atenienses, después de la guerra con los medos, reedificaron su ciudad, y principió su dominación en Grecia. — XII. Guerras que los atenienses tuvieron desde la de con los medos hasta la presente, así contra los bárbaros como contra los griegos, acrecentando con ellas su imperio y señorío. — XIII. Discurso y proposición de los corintios en el Senado de los lacedemonios, ante todos los confederados y aliados para persuadirlos de la necesidad de la guerra contra los atenienses. — XIV. Acordada la guerra contra los atenienses por todos los del Peloponeso, envían los lacedemonios embajadores a Atenas para tratar de algunas cosas. — XV. Temístocles, perseguido por atenienses y lacedemonios, se refugia en los dominios de Artajerjes, y allí vive hasta el fin de sus días. — XVI. Deliberan los atenienses sobre si deben aceptar la guerra u obedecer las exigencias de los lacedemonios. — XVII. Discurso y opinión de Pericles en el Senado de Atenas, conforme a la cual se da respuesta a los lacedemonios.

    I

    Índice

    Refiere Tucídides que la guerra cuya historia va a narrar es la mayor de cuantas los griegos tuvieron dentro y fuera de su patria, y cuenta el origen y progreso de Grecia y las guerras que antes tuvo.

    El ateniense Tucídides escribió la guerra que tuvieron entre sí los peloponesios y atenienses, comenzando desde el principio de ella, por creer que fuese la mayor y más digna de ser escrita, que ninguna de todas las anteriores, pues unos y otros florecían en prosperidad y tenían todos los recursos necesarios para ella; y también porque todos los otros pueblos de Grecia se levantaron en favor y ayuda de la una o la otra parte, unos desde el principio de la guerra, y otros después. Fue este movimiento de guerra muy grande, no solamente de todos los griegos, sino también en parte de los bárbaros¹ y extraños de todas naciones. Porque de las guerras anteriores, especialmente de las más antiguas, es imposible saber lo cierto y verdadero, por el largo tiempo transcurrido, y a lo que yo he podido alcanzar por varias conjeturas, no las tengo por muy grandes, ni por los hechos de guerra, ni en cuanto a las otras cosas.

    Porque según parece, la que ahora se llama Grecia no fue en otro tiempo muy sosegada y pacífica en su habitación, antes los naturales de ella se mudaban a menudo de una parte a otra, y dejaban fácilmente sus tierras compelidos y forzados por otros que eran o podían más yendo a vivir a otras. Y así, no comerciando, ni juntándose para contratar sin gran temor por tierra ni por mar, cada uno labraba aquel espacio de tierra que le bastaba para vivir. No teniendo dinero, ni plantando, ni cultivando la tierra por la incertidumbre de poderla defender si alguno por fuerza se la quisiese quitar; mayormente no estando fortalecida de muros, y pensando que en cualquier lugar podían encontrar el mantenimiento necesario de cada día, importábales poco cambiar de domicilio.

    Además, no siendo poderosos ni en número de ciudades pobladas², ni en otros aprestos de guerra, lo más y mejor de toda aquella tierra tenía siempre tales mudanzas de habitantes y moradores como sucedía en la que ahora se llama Tesalia y Beocia y mucha parte del Peloponeso, excepto la Arcadia, y otra cualquiera región más favorecida. Y aunque la bondad y fertilidad de la tierra era causa de acrecentar las fuerzas y poder de algunos, empero por las sediciones y alborotos que había entre ellos se destruían, y estaban más a mano de ser acometidos y sujetados de los extraños. Así que la más habitada fue siempre la tierra de Atenas, que por ser estéril y ruin estaba más pacífica y sin alborotos. Y no es pequeño indicio de lo que digo, que por la venida de otros moradores extranjeros ha sido esta región más aumentada y poblada que las otras, pues vemos que los más poderosos que salían de otras partes de Grecia, o por guerra, o por alborotos se acogían a los atenienses, así como a lugar firme y seguro, y convertidos en ciudadanos de Atenas, desde tiempo antiguo hicieron la ciudad mayor con la multitud de los moradores que allí acudieron. De manera que no siendo bastante ni capaz la tierra de Atenas para la habitación de todos, forzadamente hubieron de pasar algunos a Jonia y hacer nuevas colonias y poblaciones.

    Manifiéstase bien la flaqueza y poco poder que entonces tenían los griegos, en que antes de la guerra de Troya, no había hecho Grecia hazaña alguna en común, ni tampoco me parece que toda ella tenía este nombre de Grecia, sino alguna parte, hasta que vino Heleno, hijo de Deucalión; ni aun algún tiempo después tenían este nombre, sino cada gente el suyo: poniéndose el mayor número el nombre de pelasgos. Mas después que Heleno y sus hijos se apoderaron de la región de Ftiótide, y por su interés llevaron aquellas gentes a poblar otras ciudades, cada cual de estas parcialidades, por la comunicación de la lengua, se llamaron helenos, que quiere decir griegos, nombre que no pudo durar largo tiempo, según muestra por conjeturas el poeta Homero que vivió muchos años después de la guerra de Troya, y que no llama a todos en general Helenos o griegos, sino a las gentes que vinieron en compañía de Aquiles desde aquella provincia de Ftiótide, que fueron los primeros helenos, y en sus versos los nombra dánaos, argivos y aqueos. No por eso los llamó bárbaros, pues entonces, a mi parecer, no tenían todos nombre de bárbaros. En conclusión, todos aquellos que eran como griegos, y se comunicaban entre sí, fueron después llamados con un mismo apellido. Y antes de la guerra de Troya por sus pocas fuerzas, y por no haberse juntado en contratación ni comunicación unos con otros no hicieron cosa alguna en común, salvo unirse para esta guerra, porque ya tenían de largo tiempo la costumbre de navegar.

    Minos, el más antiguo de todos aquellos que hemos oído, construyó armada con la que se apoderó de la mayor parte del mar de Grecia que ahora es, señoreó las islas llamadas Cícladas, y fue el que primero las hizo habitar, fundando en ellas muchas poblaciones, expulsando a los carios, y nombrando príncipes y señores de ellas a sus hijos, a quienes las dejó después de su muerte. Además limpió la mar de corsarios y ladrones, para adquirir él solo las rentas y provechos del comercio.

    Los griegos antiguos que moraban en la tierra firme cercana al mar, y los que tenían islas, después que comenzaron a comunicarse a menudo con navíos, se volvieron corsarios, eligiendo entre ellos por capitanes a los más poderosos; y por causa de la ganancia o siendo pobres, por necesidad de mantenerse, asaltaban ciudades no cercadas y robaban a los que vivían en los lugares, pasando así la mayor parte de la vida, sin tener por vergonzoso este ejercicio, antes por honroso. Declaran aun ahora algunos de aquellos que viven cercanos a la mar, que tienen por honra hacer esto; y también los poetas antiguos, en los cuales se hallan escritas las frases de aquellos que navegando y encontrándose por la mar, se preguntaban si eran ladrones, sin ofenderse de ello los preguntados, ni tener por afrenta este nombre. Y aun ahora en tierra firme se usa robarse unos a otros, y también en mucha parte de Grecia se guarda esta costumbre, como entre los locros ozolos, etolios y acarnanios.

    De aquella antigua costumbre de robar y saltear, quedó la de usar armas, porque todos los de Grecia las llevan, a causa de tener las moradas no fortalecidas, y los caminos inseguros. Acostumbran pues a vivir armados, como los bárbaros; y esta costumbre que se guarda en toda Grecia es señal de que en otro tiempo vivían todos así. Los atenienses fueron los primeros que dejaron las armas, y esta manera de vivir disoluta, adoptando otra más política y civil. Los más ancianos, es decir, los más ricos, tenían manera de vivir delicada, y no ha mucho tiempo que dejaron de usar vestidos de lienzos y zarcillos de oro, y joyas en los cabellos trenzados y revueltos a la cabeza. Los más antiguos jonios, por el trato que tenían con los atenienses, usaron por lo general este atavío. Mas los lacedemonios fueron los primeros de todos, hasta las costumbres de ahora, en usar vestido llano y moderado, y aunque en las otras cosas posean unos más que otros y sean más ricos, en la manera de vivir son iguales, y andan todos vestidos de una misma suerte, así el mayor como el menor. Y fueron los primeros que por luchar se desnudaron los cuerpos, despojándose en público, y que se untaron con aceite antes de ejercitarse, pues antiguamente en los juegos y contiendas que se hacían en el monte Olimpo, donde contendían los atletas y luchadores, tenían con paños menores cubiertas sus vergüenzas y no ha mucho que dejaron esta costumbre, que dura aún entre los bárbaros: los cuales ahora, mayormente los asiáticos se ponen estos paños menores o cinturones por premio de la contienda, y así cubiertos con ellos hacen estos ejercicios, de otra suerte no se les da el premio. En otras muchas costumbres se podría mostrar que los griegos antiguos vivieron como ahora los bárbaros.

    Para venir a nuestro propósito las ciudades que a la postre se han poblado, y que son más frecuentadas, sobre todo las que tienen mayor suma de dinero, se edificaron a orilla del mar, y en el Istmo, que es un estrecho de tierra entre dos mares, por causa de poder tratar más seguramente, y tener más fuerzas y defensas contra los comarcanos. Mas las antiguas ciudades, por miedo de los corsarios están situadas muy lejos de la mar, en las islas, y en la tierra firme, porque todos los que vivían en la costa se robaban unos a otros, y aun ahora están despobladas las villas y lugares marítimos.

    No eran menos corsarios los de las islas, conviene a saber, los carios y fenicios, porque estos habitaban muchas de ellas. Buena prueba es que cuando en la guerra presente los atenienses purgaron por sacrificios la isla de Delos, quitando las sepulturas que allí estaban, viose que más de la mitad eran de carios bien conocidos en el atavío de las armas, compuesto de la manera que ahora se sepultan. Pero cuando el rey Minos dominó la mar, pudieron mejor navegar unos y otros: y echados los corsarios y ladrones de las islas, pobló muchas de ellas. Los hombres que moraban cerca de la mar, comerciando, vivían más seguramente: y entre ellos algunos más enriquecidos que los otros cercaron las ciudades de muros: los menores deseando ganar, servían de su grado a los mayores, y los más poderosos que tenían hacienda sujetaron a los menores.

    De esta manera yendo cada día más y más creciendo en fuerzas y poder, andando el tiempo fueron con ejército sobre Troya. Me parece que Agamenón era el más poderoso entonces de todos los griegos. Y no solamente llevó consigo los que demandaban a Helena por mujer que estaban obligados por juramento a Tindáreo, padre de Helena para ayudarle, sino que juntó también gran armada de otras gentes. Y dicen aquellos que tienen más verdadera noticia de sus mayores de los hechos de los peloponesios, que Pélope, el primero de todos, con la gran suma de dinero que trajo cuando vino de Asia, alcanzó poder y fuerzas, ganó, a pesar de ser extranjero, la voluntad de los hombres de la tierra, que eran pobres y menesterosos, y por esto la tierra se llamó de su nombre Peloponeso. Muerto Euristeo los descendientes de Pélope adquirieron mayor señorío. Euristeo, murió en Ática por mano de los Heráclidas, descendientes de Hércules. Había encomendado a su tío Atreo, hermano de su madre, la ciudad de Micenas y todo su reino cuando iba huyendo de su padre, por la muerte de Crisipo, y como no volviese más, porque fue muerto en la guerra, los de Micenas, por miedo a los Heráclidas, pareciéndoles muy poderoso Atreo, y que era acatado de muchos de ellos, y de todos los súbditos de Euristeo le eligieron por señor, y quisieron que tomase el reino. De esta suerte fueron más numerosos los pelópidas, es decir, los descendientes de Pélope que los perseidas, es a saber los descendientes de Perseo, que antes había dominado aquella tierra. Después que por sucesión de Atreo tomó Agamenón el reino, a mi parecer porque era más poderoso por la mar que ninguno de los otros, reunió ejército de muchos hombres, atraídos más por miedo que por voluntad. Parece que llegó a Troya con más naves que ninguno de los otros príncipes, pues que de ellas dio a los arcadios, como declara Homero, y si es bastante su testimonio, hablando de Agamenón, dice que cuando se le dio el cetro y mando real, dominaba muchas islas, y toda Argos; islas que fuera de las cercanas, que no eran muchas, ninguno pudiera dominar desde tierra firme, si no tuviera gran armada. De este ejército que llevó se puede conjeturar cuáles fueron los anteriores.

    De que la ciudad de Micenas era muy pequeña, o si entonces fue muy grande, ahora no parece serlo, no es dato para no creer que fue tan grande la armada que vino a Troya, cuanto los poetas escriben, y se dice por fama; porque si se desolase la ciudad de Lacedemonia, que no quedase sino los templos, y solares de las casas públicas, creo que por curso de tiempo no creería el que la viese en que había sido tan grande como lo es al presente. Y aunque en el Peloponeso de cinco partes tienen las dos de término los lacedemonios³, y todo el señorío y mando dentro y fuera de muchas otras ciudades de los aliados y compañeros, si la ciudad no fuese poblada y llena de muchos templos y edificios públicos suntuosos (como ahora está) y fuese habitada por lugares y aldeas a la manera antigua de Grecia, manifiesto está que parecería mucho menor. Si a los atenienses les sucediera lo mismo, que desamparasen la ciudad, parecería esta haber sido doble mayor de lo que ahora es, solo al ver la ciudad y el gran sitio que ocupa. Conviene, pues, que no demos fe del todo a lo que dicen los poetas de la extensión de Troya, ni cumple que consideremos más la extensión de las ciudades, que sus fuerzas y poder. Por lo mismo debemos pensar que aquel ejército fue mayor que los pasados, pero menor que los de ahora, aunque demos crédito a la poesía de Homero; al cual le era conveniente, como poeta, engrandecer, y adornar la cosa más de lo que parecía. Por darle más lustre, hizo la armada de mil y doscientas naves, y cada nave de las de los beocios de ciento veinte hombres, y de las de Filoctetes de cincuenta, entre grandes y pequeñas a mi parecer; del tamaño de las otras, no hace mención en la lista de las naves. Declara, pues, ser combatientes y remadores todos los de las naves de Filoctetes, porque a todos los llama flecheros y remadores. Y es de creer que yendo los reyes y príncipes en los barcos y también todo el equipo del ejército cabría poca gente más que los marineros, con mayor motivo navegando no con navíos cubiertos, como son los de ahora, sino a la costumbre antigua, equipados a manera de cosarios. Tomando, pues, el término medio entre las grandes naves y las pequeñas, parece que no fueron tantos hombres como podían ser enviados de toda Grecia: lo cual fue antes por falta de dinero que de hombres, porque por falta de víveres llevaron solo la gente que pensaban se podría sustentar allí mientras la guerra durase.

    Llegados a tierra, claro está que vencieron por combate, porque solo así pudieron hacer un campamento amurallado, y parece que no usaron aquí en el cerco de todas sus fuerzas, sino que en Quersoneso se dieron a la labranza de la tierra, y algunos a robar por la mar por falta de provisiones. Estando, pues, así dispersos, los troyanos les resistieron diez años, siendo iguales en fuerzas a los que habían quedado en el cerco. Porque si todos los que vinieron sobre Troya tuvieran víveres y juntos, sin dedicarse a la agricultura ni a robar, hicieran continuamente la guerra, fácilmente vencieran, y la tomaran por combate con menor trabajo y en menos tiempo; lo cual no hicieron por no estar todos en el cerco y estar esparcidos, y pelear solamente una parte de ellos. En conclusión, es de creer que por falta de dinero fueron poco numerosos los ejércitos en las guerras que hubo antes de la de Troya.

    Y la guerra de Troya, que fue más nombrada que las que antes habían ocurrido, parece por las obras que fue menor que su fama, y de lo que ahora escriben de ella los poetas. Porque aun después de la guerra de Troya, los griegos fueron expulsados de su tierra, y pasaron a morar a otras partes, de manera que no tuvieron sosiego para crecer en fuerzas y aumentarse. Lo cual sucedió porque a la vuelta de Troya, después de tanto tiempo, hallaron muchas cosas trocadas y nuevas, y muchas sediciones y alborotos en la mayor parte de la tierra; y así los que de allí salieron, poblaron y edificaron otras ciudades. Los que ahora son beocios, siendo echados de Arne por los tesalios, sesenta años después de la toma de Troya, habitaron la tierra que ahora se llama Beocia, y antes se llamaba Cadmea; en la cual había primero habitado alguna parte de ellos, y desde allí partieron al cerco de Troya con ejército. Los dorios poseyeron el Peloponeso con los Heráclidas ochenta años después de la destrucción de Troya.

    Mucho tiempo después, estando ya Grecia pacífica y asegurada con los descendientes de Hércules, comenzaron a enviar gentes fuera de ella para poblar otras tierras. Entre las cuales los atenienses poblaron la Jonia y muchas de las islas, y los peloponesios, la mayor parte de Sicilia y de Italia, y otras ciudades de Grecia. Todo esto fue poblado y edificado después de la guerra de Troya.

    Haciéndose de día en día Grecia más poderosa y rica, se levantaron nuevas tiranías⁴ en las ciudades a medida que iban creciendo las rentas de ellas. Antes los reinos se heredaban por sucesión⁵, y tenían su mando y señorío limitado. Los griegos entonces se dedicaban más a navegar que a otra cosa, y todos cruzaban la mar con naves pequeñas, no conociendo aún el uso de las grandes. Dicen que los corintios fueron los primeros que inventaron los barcos de nueva forma, y que en Corinto, antes que en ninguna otra parte de Grecia, se hicieron trirremes. Sé que el corintio Aminocles, maestro de hacer naves, hizo cuatro a los samios, cerca de trescientos años antes del fin de esta guerra que escribimos para lo cual Aminocles vino a Samos.

    La más antigua guerra que sepamos haberse hecho por mar, fue entre los corintios y los corcirenses, hará a lo más doscientos y sesenta años.

    Como los corintios tenían su ciudad situada sobre el Istmo, que es un estrecho entre dos mares, era continuamente emporio, es a saber: lugar de feria o comercio de los griegos que en aquel tiempo más trataban por tierra que por mar, y por esta causa, por acudir allí los de dentro del Peloponeso y los de fuera para la contratación, eran los corintios muy ricos como lo significan los antiguos poetas que llaman a Corinto por sobrenombre la rica. Después que los griegos usaron más la navegación y comercio, y echaron a los corsarios, haciéndola feria de tierra y mar, enriquecieron más la ciudad, aumentando sus rentas.

    Mucho después los jonios se dieron a la navegación en tiempo de Ciro, primer rey de los persas, y de Cambises, su hijo, y peleando con Ciro sobre la mar, tuvieron algún tiempo el señorío de ella. También Polícrates, tirano en tiempo de Cambises, fue tan poderoso por mar, que conquistó muchas islas, y entre ellas tomó a Renea, la cual consagró y dio al dios Apolo, que estaba en el templo de la isla de Delos. Después de esto los focenses, que poblaron a Marsella, vencieron a los cartagineses por mar⁶. Estas guerras marítimas fueron las más grandes hasta entonces, y poco después de la guerra de Troya usaban trirremes pequeños de cincuenta remos, y también algunas naves largas.

    Poco antes de la guerra de los medos y de la muerte de Darío, que reinó después de Cambises en Persia, hubo muchos trirremes, así en Sicilia entre los tiranos, como entre los corcirenses, porque estas parece que fueron las últimas guerras por mar en toda Grecia dignas de escribirse, antes que entrase en ella con ejércitos el rey Jerjes. Los eginetas y atenienses y algunos otros tenían pocas naves, y estas por la mayor parte de cincuenta remos. Entonces Temístocles persuadió a los atenienses, que tenían guerra con los eginetas, y esperaban la venida de los bárbaros, que hiciesen naves grandes, las cuales aún no eran cubiertas del todo, y con estas pelearon. Tales fueron las fuerzas de mar de los griegos, así en tiempos antiguos como en los cercanos, y los sucesos de su guerra por mar. Los que se unieron a ellos adquirieron gran poder, renta y señorío de las otras gentes; porque navegando con armada sojuzgaron muchos lugares, mayormente aquellos que tenían tierra no suficiente, es decir, estéril y no abastecida y falta de las cosas necesarias.

    Por tierra ninguna guerra fue de gran importancia, porque todas las que se hicieron eran contra comarcanos y vecinos; y los griegos no salían a hacer guerra a lugares extraños lejos de su casa para sojuzgar a los otros. Ni los súbditos se levantaban contra las grandes ciudades, ni estas de común acuerdo formaban ejércitos, porque casi siempre discordaban las unas de las otras, y así cercanas peleaban entre sí sobre todo hasta la guerra antigua de los calcídeos y eretrieos, en la que lo restante de Grecia se dividió para ayudar a unos o a otros.

    Luego sobrevinieron por varias partes impedimentos y estorbos para que no se aumentasen sus fuerzas y su poder. Porque contra los jonios, cuando sus cosas iban procediendo de bien en mejor, se levantó Ciro con todo el poder de Persia, el cual, después que hubo vencido y desbaratado al rey Creso, ganó por fuerza de armas toda la tierra que hay desde el río Halis hasta la mar, y puso debajo de su mando y servidumbre todas las ciudades que aquí estaban en tierra firme.

    Respecto a las otras ciudades de Grecia, los tiranos que las mandaban no tenían en cuenta sino guardar sus personas, conservar su autoridad, aumentar sus bienes y enriquecerse, y, atento a estas cosas, ninguno salía de sus ciudades para ir lejos a conquistar nuevos señoríos. Por esto no se lee que hiciesen cosa digna de memoria, sino solo que tuvieron algunas pequeñas guerras entre sí, de vecino a vecino, excepto aquellos griegos que ocuparon a Sicilia, los cuales fueron muy poderosos. De manera que por esta vía Grecia estuvo mucho tiempo sin hacer cosa memorable en común y a nombre de todos, ni tampoco podía hacerlo cada ciudad de por sí.

    Pasado este tiempo, ocurrió que los tiranos fueron expulsados y lanzados de Atenas y de todas las otras ciudades de Grecia por los lacedemonios, excepto aquellos que mandaban en Sicilia, porque la ciudad de Lacedemonia, después que fue aumentada y enriquecida por los dorios, que al presente la habitan, aunque estuvo mucho tiempo intranquila con sediciones y discordias civiles según hemos oído, siempre vivió y se conservó en sus buenas leyes y costumbres, y se preservó de tiranía y mantuvo su libertad. Porque según tenemos por cierto, por más de cuatrocientos años, hasta el fin de esta guerra que escribimos, los lacedemonios siempre tuvieron la misma manera de vivir y gobernar su república que al presente tienen, y por esta causa la pueden también dar a las otras ciudades.

    Poco tiempo después que los tiranos fueron echados de Grecia, los atenienses guerrearon con los medos, y al fin los vencieron en los campos de Maratón. Diez años pasados vino el rey Jerjes de Persia con grandes huestes, y el propósito de conquistar toda Grecia: y para resistir a tan grande poder como traía, los lacedemonios, por ser los más poderosos, fueron nombrados caudillos de los griegos para esta guerra. Los atenienses al saber la venida de los bárbaros, determinaron abandonar su ciudad y meterse en la mar, en la armada que ellos habían aparejado para este fin, y de esta manera llegaron a ser muy diestros en las cosas de mar. Poco tiempo después, todos a una y de común acuerdo, echaron a los bárbaros de Grecia. Los griegos que se habían rebelado contra el rey de Persia y los que se unieron para resistirle, se dividieron en dos bandos y parcialidades, los unos favoreciendo la parte de los lacedemonios, y los otros siguiendo el partido de los atenienses: porque estas dos ciudades eran las más poderosas de Grecia: Lacedemonia por tierra y Atenas por mar. De manera que muy poco tiempo estuvieron en paz y amistad, haciendo la guerra de consuno contra los bárbaros, porque empezó en seguida la guerra entre estas dos ciudades poderosas, y sus aliados y amigos. Y no hubo nación de griegos en ninguna parte del mundo que no siguiese un partido u otro, de manera, que desde la guerra de los medos hasta esta, de que escribimos al presente, siempre tuvieron guerra o treguas estas ciudades, una contra otra, o contra sus súbditos que se rebelaban. Con el largo uso se ejercitaron en gran manera en las armas, y se abastecieron y proveyeron de todas las cosas necesarias para pelear.

    Tenían estas dos ciudades diversa manera de gobernar sus súbditos y aliados, porque los lacedemonios no hacían tributarios a sus confederados, solamente querían que se gobernasen como ellos, por sus leyes y estatutos, y a su costumbre, es decir, por cierto número de buenos ciudadanos, cuya gobernación llaman oligarquía, y significa mando de pocos. Mas los atenienses, poco a poco, quitaron a sus súbditos y aliados todas las naves que tenían, y después les impusieron un tributo, excepto a los habitantes de Quíos y de Lesbos. Con tales recursos hicieron una armada la más numerosa y fuerte que jamás pudo reunir todos los griegos juntos desde el tiempo que hacían la guerra coligados.

    Tales fueron las cosas antiguas de Grecia, según he podido descubrir; y será muy difícil creer al que quisiere explicarlas con detalles más minuciosos, porque aquellos que oyen hablar de las cosas pasadas, principalmente siendo de las de su misma tierra, y de sus antepasados, pasan por lo que dice la fama sin curar de examinar la verdad. Así vemos que los atenienses creen, y dicen comúnmente que el tirano Hiparco fue muerto a manos de Harmodio y Aristogitón por causa de su tiranía: no considerando que cuando aquel fue muerto reinaba en Atenas Hipias, hijo mayor de Pisístrato, cuyos hermanos eran Hiparco y Téfalo: y que un día Harmodio y Aristogitón, que habían determinado matar a todos tres, pensando que la cosa fuera descubierta a Hipias por alguno de sus cómplices, no osaron ejecutar su empresa, sino hacer algo digno de memoria antes de ser presos, y hallando a Hiparco ocupado en los sacrificios que hacía en el templo de Leocorión, le mataron.

    De igual manera hay otras muchas cosas de que existe memoria, en las cuales hallamos que los griegos tienen falsa opinión y las consideran y ponen muy de otro modo que pasaron. Piensan, por ejemplo, de los reyes de Lacedemonia, que cada uno de ellos echaba dos piedras, y no una sola, en el cántaro, que quiere decir que tiene dos votos en lugar de uno, y que hay en su tierra, una legión de pitinates que nunca hubo. Tan perezosas y negligentes son muchas personas para inquirir la verdad de las cosas⁷.

    Mas el que quisiere examinar las conjeturas que yo he traído, en lo que arriba he dicho, no podrá errar por modo alguno. No dará crédito del todo a los poetas que, por sus ficciones, hacen las cosas más grandes de lo que son, ni a los historiadores que mezclan las poesías en sus historias, y procuran antes decir cosas deleitables y apacibles a los oídos del que escucha que verdaderas⁸. De aquí que la mayor parte de lo que cuentan en sus historias, por no estribar en argumentos e indicios verdaderos, andando el tiempo viene a ser tenido y reputado por fabuloso e incierto. Lo que arriba he dicho, está tan averiguado y con tan buenos indicios y argumentos, que se tendrá por verdadero.

    Y aunque los hombres juzguen siempre la guerra que tienen entre manos por muy grande, y después de acabada tengan en más admiración las pasadas, parecerá empero claramente a los que quisieren mirar bien en las unas y en las otras por sus obras y hechos que esta fue y ha sido mayor que ninguna de las otras.

    Y porque me sería cosa muy difícil relatar aquí todos los dichos y consejos, determinaciones, conclusiones y pareceres de todos los que hablan de esta guerra, así en general como en particular, así antes de comenzada, como después de acabada, no solamente de lo que yo he entendido de otros que lo oyeron, pero también de aquello que yo mismo oí, dejo de escribir algunos. Pero los que relato son exactos, si no en las palabras, en el sentido, conforme a lo que he sabido de personas dignas de fe y de crédito, que se hallaron presentes, y decían cosas más consonantes a verdad, según la común opinión de todos.

    Mas en cuanto a las cosas que se hicieron durante la guerra, no he querido escribir lo que oí decir a todos, aunque me pareciese verdadero, sino solamente lo que yo vi por mis ojos, y supe y entendí por cierto de personas dignas de fe, que tenían verdadera noticia y conocimiento de ellas. Aunque también en esto, no sin mucho trabajo, se puede hallar la verdad. Porque los mismos que están presentes a los hechos, hablan de diversa manera, cada cual según su particular afición o según se acuerda. Y porque yo no diré cosas fabulosas, mi historia no será muy deleitable ni apacible de ser oída y leída. Mas aquellos que quisieren saber la verdad de las cosas pasadas y por ellas juzgar y saber otras tales y semejantes que podrán suceder en adelante, hallarán útil y provechosa mi historia; porque mi intención no es componer farsa o comedia que dé placer por un rato⁹, sino una historia provechosa que dure para siempre.

    Muéstrase claramente que esta guerra ha sido más grande que la que tuvieron los griegos contra los medos; porque aquella se acabó y feneció en dos batallas que se dieron por mar y otras dos por tierra, y esta, de que al presente escribo, duró por mucho tiempo, viniendo a causa de ella tantos males y daños a toda Grecia, cuantos nunca jamás se vieron en otro tanto tiempo, contando todos los que acontecieron así por causa de los bárbaros, como entre los mismos griegos, así de ciudades y villas, unas destruidas, otras conquistadas de nuevo y otras pobladas de extraños moradores, despobladas de los propios, como de los muchos que huyeron o murieron o fueron desterrados por causa de guerra, o por sediciones y bandos civiles. También hay otros indicios verdaderos por donde se puede juzgar haber sido esta guerra mayor que ninguna de las otras pasadas, de que al presente dura la fama y memoria: que son los prodigios y agüeros que se vieron, y tantos y tan grandes terremotos en muchos lugares de Grecia, eclipses y oscurecimientos del sol más a menudo que en ningún otro tiempo, calores excesivos, de donde se siguió grande hambre y tan mortífera epidemia que quitó la vida a millares de personas.

    Todos los cuales males vinieron acompañados con esta guerra de que hablo, de la cual fueron causantes los atenienses y peloponesios, por haber roto la paz y treguas que tenían hechas por espacio de treinta años después de la toma de Eubea¹⁰. Y para que en ningún tiempo sea menester preguntar la causa de ello, pondré primero la ocasión que hubo para romper las treguas, y los motivos y diferencias por que se comenzó tan grande guerra entre los griegos, aunque tengo para mí que la causa más principal y más verdadera, aunque no se dice de palabra, fue el temor que los lacedemonios tuvieron de los atenienses, viéndolos tan pujantes y poderosos en tan breve tiempo. Las causas, pues, y razones que públicamente se daban de una parte y de otra, para que se hubiesen roto las treguas y empezado la guerra, fueron las siguientes:

    II

    Índice

    Causas y origen de la guerra entre corintios y corcirenses. Vencidos los primeros por mar, rehácense para continuar la guerra y ambos beligerantes envían embajadores a los atenienses, solicitando su alianza.

    Epidamno es una ciudad que está asentada a la mano derecha de los que navegan hacia el seno del mar jonio, y junto a ella habitan los taulantios, bárbaros de Iliria. A la cual se pasaron a vivir los corcirenses pobladores llevados por Falio, hijo de Eratóclides, natural de Corinto, y descendiente de Hércules, el cual, según ley antigua, había sido enviado de la ciudad metrópoli y principal para caudillo de los nuevos pobladores corcirenses, a quienes no era lícito salir a poblar otra región sin licencia de los corintios, sus principales y metropolitanos¹¹. Vinieron también a poblar esta ciudad juntamente con los corcirenses, algunos de los mismos corintios, y otros de la nación de los dorios. Andando el tiempo llegó a ser muy grande la ciudad de los epidamnios y muy poblada; pero como hubiese entre ellos muchas disensiones y discordias, según cuentan, por cierta guerra que tuvieron con los bárbaros comarcanos, cayeron del estado y poder que gozaban. Finalmente, en la postrera discordia el pueblo expulsó de la ciudad a los más principales, que huyeron y se acogieron a los bárbaros comarcanos, de donde venían a robar y hacer mal a la ciudad por mar y por tierra. Los epidamnios, viéndose tan apretados por aquellos, enviaron sus mensajeros y embajadores a los de Corcira como a su ciudad metrópoli, rogándoles que no los dejasen perecer, sino que los reconciliasen con los que habían huido, y apaciguasen aquella guerra de los bárbaros. Y los embajadores, sentados en el templo de la diosa Juno, les suplicaron esto¹². Mas los de Corcira no quisieron admitir sus ruegos, y les despidieron sin concederles nada.

    Los epidamnios al saber que los de Corcira no les querían hacer ningún favor, dudando qué harían por entonces, enviaron a Delfos para consultar al oráculo si sería bien que diesen su ciudad a los corintios, como a sus principales pobladores, y pedirles algún socorro. El oráculo les respondió que se la entregasen y los hiciesen sus caudillos para la guerra. Fueron los epidamnios a Corinto por el consejo del oráculo, les dieron su ciudad, contándoles, entre otras cosas, cómo el poblador de ella había sido natural de Corinto; declarándoles lo que el oráculo había respondido, y rogándoles que no los dejasen ser destruidos, sino que los amparasen y vengasen. Los corintios, por ser cosa justa, tomaron a su cargo la venganza, pensando que tan de ellos era aquella colonia como de los corcirenses, y también por el odio y malquerencia que tenían a los corcirenses que no se cuidaban de los corintios, siendo sus pobladores; pues en las fiestas y solemnidades públicas no les daban las honras debidas, ni señalaban varón de Corinto que presidiese en los sacrificios¹³, como las otras colonias. Además, porque los menospreciaban los corcirenses a causa de la gran riqueza que tenían; pues entonces eran los más ricos entre todas las ciudades de Grecia y más poderosos para la guerra, confiando en sus grandes fuerzas navales, y en la fama que tenían cobrada ya los feacios, sus antecesores, que primero habitaron a Corcira, de ser diestros en el arte de navegar. Y esta gloria les impulsaba a tener siempre dispuesta una armada muy pujante, contando 120 trirremes cuando comenzaron la guerra.

    Teniendo todas las quejas arriba dichas, los corintios de los corcirenses, determinaron dar de buena gana socorro a los epidamnios, y además de la fuerza de socorro, enviaron por guarnición la gente de los ambraciotes y leucadios, mandando que todos los que quisiesen pudieran ir a vivir a Epidamno. Por tierra fueron a Apolonia, pueblo de los corintios, por miedo de que los corcirenses les cortasen el paso por mar. Cuando estos supieron los moradores y gente de guarnición que iban a la ciudad de Epidamno, y que se había dado población allí a los corintios, tuvieron gran pesar, y apresuradamente navegaron para allá con veinticinco naves, y poco después con lo restante de la armada, mandando por su autoridad que los desterrados que habían sido lanzados primero, fuesen recibidos en la ciudad. Porque, según parece, los que estaban desterrados de Epidamno, cuando supieron que los corintios enviaban gente a poblarla, acudieron a los corcirenses mostrándoles sus sepulturas antiguas, alegando el deudo y parentesco que con ellos tenían, y rogándoles que hiciesen recibirles en su tierra y lanzasen a los pobladores y gente de guarnición que habían enviado los corintios. Mas los epidamnios no los quisieron recibir ni obedecer en nada; antes sacaron sus huestes contra ellos; por lo cual los corcirenses, con cuarenta naves, tomando consigo los desterrados como para restituirlos en su tierra con algunos de los ilirios, asentaron su real delante de la ciudad, y mandaron pregonar que cualquiera de los epidamnios o extranjeros que se quisiesen pasar a ellos, fuese salvo, y los que no quisiesen, fuesen tenidos por enemigos. Mas como los epidamnios no obedeciesen a esto, los corcirenses, para combatirla, pusieron cerco a la ciudad, situada en un istmo.

    Los corintios, al saber por mensajeros de los de la ciudad de Epidamno, que estaban cercados, dispusieron su ejército y juntamente mandaron pregonar que daban población de sus ciudadanos para la ciudad de Epidamno, que la darían igualmente a todos los que quisiesen ir allá por entonces; y que los que no quisieran ir, sino después, pagasen cincuenta dracmas a la ciudad de Corinto y se quedasen, porque así serían también participantes de los mismos privilegios de pobladores. Fueron muchos los que navegaron a la sazón, y los que pagaron la cantidad prefijada. Además de esto, rogaron a los megarenses que los acompañasen, con sus naves por si acaso los corcirenses les quisiesen vedar el paso por mar, los cuales les dieron ocho naves bien aparejadas, y la ciudad de Pale de los cefalenios dio cuatro, y los de Epidauro, siendo rogados, les dieron cinco; los de Hermíone una, y los de Trecén dos; los leucadios diez, y los ambraciotes ocho. A los tebanos y a los fliasios pidieron dineros, y a los eleos solamente los cascos de las naves y dinero. Y de los mismos corintios fueron dispuestas treinta naves y tres mil hombres.

    Cuando los corcirenses supieron estos aprestos de guerra, vinieron a Corinto con los embajadores de Lacedemonia y de Sición que tomaron consigo, y demandaron a los corintios que sacasen la guarnición y los moradores que habían metido en Epidamno, pues ellos nada tenían que ver con los epidamnios; y si no lo querían hacer, que nombrasen jueces en el Peloponeso, en aquellas ciudades que ambas partes eligiesen, y que la población fuese de aquellos que los jueces determinasen por sentencia, o que lo remitiesen al oráculo de Apolo, que estaba en Delfos, y no se permitiese guerrear unos contra otros. De lo contrario serían forzados a hacerse amigos de aquella parcialidad que más poderosa fuese, para su bien y provecho. Los corintios les respondieron que sacasen sus naves y los bárbaros de Epidamno, y que después consultarían sobre ello, porque no era razón que estando los unos cercados, los otros quisiesen llevar la cosa por tela de juicio. Los corcirenses replicaron que si los corintios sacaban primero a los que habían metido en la ciudad de Epidamno, ellos también lo harían así y que estaban dispuestos a que se apartaran unos y otros de la tierra, y ajustar treguas hasta tanto que la cuestión se resolviera en justicia.

    Los corintios, no accediendo porque tenían sus naves a punto y los compañeros de guerra aparejados, enviaron un trompeta a los corcirenses que les denunciase la guerra: alzaron velas del puerto con setenta y cinco naves y dos mil hombres de pelea, y navegaron derechos a Epidamno. Eran capitanes de la armada de mar Aristeo, hijo de Pélico, Calícrates, hijo de Calias, y Timánor, hijo de Timantes. Y por tierra, de la gente de infantería, Arquetimo, hijo de Euritimo, e Isárquidas, hijo de Isarco. Llegados que fueron al cabo de Accio, tierra de Anactorio, donde está el templo de Apolo, en la boca del seno de Ambracia, los corcirenses les enviaron un mensaje con un barco mercante, prohibiéndoles el paso, y entretanto completaron el número de sus naves y aprestaron jarcias y aparejos para las viejas, de suerte que pudieran navegar, y poniéndolas todas a punto, esperaban la respuesta de su mensaje. Mas después que volvió el mensajero y dijo que no había esperanza de paz, como ya los corcirenses tenían sus naves aparejadas, que serían en número de ochenta, porque cuarenta de ellas estaban en el cerco de Epidamno, salieron al encuentro de los corintios, y poniendo sus naves en orden de batalla, embistieron contra la armada de los corintios, los desbarataron y vencieron, y destrozaron quince naves de ella. Acaeció el mismo día que los que estaban cercados en Epidamno concertaron que los extranjeros y advenedizos fuesen vendidos por cautivos, y los corintios guardados en prisión hasta saber la voluntad de los vencedores.

    Después de esta victoria naval, los corcirenses pusieron trofeo en señal de triunfo en el campo de Leucimna, que está en el cabo de Corcira, y mandando matar a todos los cautivos que prendieron, solamente guardaron en prisión a los corintios. Acabado esto, los corintios y sus compañeros de guerra, vencidos en la mar, volvieron a sus casas; los corcirenses se hicieron dueños de la mar en todas aquellas comarcas, y navegando para Léucade, colonia de los corintios, la robaron y destruyeron; y quemaron a Cilene, donde los eleos tenían sus atarazanas, porque habían socorrido a los corintios con naves y con dinero. Mucho tiempo después de esta batalla, dominaron los

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