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Bonaparte: 1769-1802
Bonaparte: 1769-1802
Bonaparte: 1769-1802
Libro electrónico1772 páginas38 horas

Bonaparte: 1769-1802

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Bonaparte sigue al joven corso Napoleón en su ascenso en la esfera política europea. En la primera parte de esta biografía Patrice Gueniffey relata los años de infancia, el traslado a Francia y el aprendizaje militar, tras lo cual Napoleón destaca como revolucionario, como brillante militar en Italia y en Egipto, para a continuación tomar control del rumbo de la Revolución francesa y erigirse como cónsul vitalicio.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 mar 2019
ISBN9786071658647
Bonaparte: 1769-1802

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    Bonaparte - Patrice Gueniffey

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


    BONAPARTE

    1769-1802

    Traducción

    José ANDRÉS ANCONA QUIROZ

    Revisión de la traducción

    FAUSTO JOSÉ TREJO

    PATRICE GUENIFFEY

    Bonaparte

    1769-1802

    Primera edición en francés, 2013

    Primera edición en español, 2018

    Primera edición electrónica, 2018

    Título original: Bonaparte. 1769-1802

    © 2013, Éditions Gallimard

    Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

    D. R. © 2018, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-5864-7 (ePub)

    ISBN 978-607-16-5709-1 (impreso)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Para Antoine, Arnaud, Caroline, Philippe y Virginie

    SUMARIO

    Introducción

    Primera parte

    NAPOLEÓN Y CÓRCEGA (1769-1793)

    I. Una familia italiana en Córcega

    II. Una educación francesa

    III. El oficial francés y el patriota corso

    IV. El revolucionario de Ajaccio

    V. Las ilusiones perdidas

    Segunda parte

    ENTRADA EN ESCENA (1793-1796)

    VI. Tolón

    VII. En busca de porvenir

    VIII. La felicidad

    Tercera parte

    LA CAMPAÑA DE ITALIA (1796-1797)

    IX. Esta bella Italia

    X. ¿Una política italiana?

    XI. En la ruta de Viena

    XII. Mombello

    XIII. En auxilio del Directorio

    XIV. Campo Formio

    XV. Intermedio parisino

    Cuarta parte

    LA EXPEDICIÓN A EGIPTO (1798-1799)

    XVI. La ruta de las Indias

    XVII. La conquista del Nilo

    XVIII. Gobernar a Egipto

    XIX. Jaffa

    XX. El retorno de Oriente

    Quinta parte

    EL PASO DEL RUBICÓN (1799)

    XXI. La conjuración

    XXII. Brumario

    Sexta parte

    UN REY PARA LA REVOLUCIÓN (1799-1802)

    XXIII. Primer cónsul

    XXIV. Los primeros pasos

    XXV. De las Tullerías a Marengo

    XXVI. Los trabajos y los días

    XXVII. El viraje de 1801

    XXVIII. La paz con la Iglesia

    XXIX. El peldaño más alto

    Bibliografía

    Apéndice de mapas

    Láminas

    Índice onomástico

    Índice general

    INTRODUCCIÓN

    Ese día, Napoleón había estado evocando ante Las Cases la política que había seguido con Inglaterra y el matrimonio que había contraído con María Luisa. Era 1816. De repente, al parecer sin acordarse de la presencia de su interlocutor, se quedó callado, apoyada la cabeza en una de sus manos. Al cabo de un instante se irguió y dijo: ¡Qué novela mi vida!¹* Estas palabras son célebres, se citan a menudo, resultan tan acertadas. Pero la vida de Napoleón, por novelesca que parezca, se presta mejor a la música que a la novela. Cuando Anthony Burgess, autor de La naranja mecánica, decidió dedicarle una de sus novelas, la tituló Napoleon Symphony,² haciendo incluso que las diferentes partes de la obra correspondieran a los movimientos de la sinfonía que Beethoven había bautizado Buonaparte, antes de cambiarle más tarde el nombre, no sin vacilación, y llamarla Sinfonia eroica per festeggiare il sovvenire di un gran Uomo.³ La indicación puesta al inicio del primer movimiento marca el ritmo de este destino fuera de lo común: allegro con brio.

    A veces uno se queda atónito ante el gran número de obras literarias —es un eufemismo— que se han dedicado a Napoleón: varias decenas de miles, cuya lista aumenta cada día; uno debería más bien asombrarse de este asombro, porque jamás se había visto y jamás se ha vuelto a ver; quizá jamás se vuelva a ver tampoco semejante profusión de hechos inauditos, cambios gigantescos y desplomes colosales concentrados en un lapso tan breve. Sólo un cuarto de siglo separa el desencadenamiento de la Revolución —que, según Nietzsche, hizo posible, si no necesario, a Napoleón—⁴ del final del Imperio. De la reunión de los Estados Generales a la abdicación del emperador la historia vuela, no sólo corre. Napoleón la atraviesa como un meteoro: de su entrada en escena en 1793 al 18 de brumario no pasaron más que seis años, tres entre la conquista del poder y la proclamación del Consulado vitalicio, y dos entre esta proclamación y el advenimiento del Imperio:

    Diez años más tarde, menos de diez años más tarde, allí estará Luis XVIII [observa Jacques Bainville]. Diez años, cuando hace apenas diez que comenzó a salir de la oscuridad; nada más que diez años, y todo habrá terminado. […] Oficial subalterno a los veinticinco años, helo aquí, ¡qué maravilla!, emperador a los treinta y cinco. El tiempo lo ha cogido por los hombros y lo empuja; sus días están contados; fluirán con la rapidez de un sueño, tan prodigiosamente colmados, cortados por tan escasos altos y treguas, en una especie de impaciencia por llegar más de prisa a la catástrofe; cargados, en fin, de tantos acontecimientos grandiosos que este reinado, en verdad tan corto, parece haber durado un siglo.

    Durante este tiempo tan breve, Napoleón interpretó todos los personajes: patriota corso, revolucionario jacobino (pero no demasiado), cercano a los políticos moderados que quieren salvar la monarquía (pero no por mucho tiempo), termidoriano (pero defensor de la memoria de Robespierre), conquis­tador, diplomático, legislador, héroe, emperador, mecenas,⁶ dictador republi­cano, soberano hereditario, hacedor y demoledor de reyes, y hasta monarca constitucional en 1815 (si se toman en serio las instituciones creadas en la época de los Cien Días). Había en él algo del prestidigitador; también de Leopoldo Fregoli. No sólo cambiaba de papel y vestuario según las circunstancias, sino también de nombre, incluso de apariencia. Comenzó por llevar un nombre extraño cuya grafía y pronunciación eran inciertas, por decir lo menos: ¿Nabulion, Napolione, Napoléon, Napulion? Poco importa; pronto optó exclusivamente por su patronímico, transliterado al francés de Buonaparte a Bonaparte. En Italia algunos aseguraban que este nombre no era más auténtico que su extraño nombre de pila. Ya podía inventarse primos cerca de San Gimignano, sus cortesanos podían trazarle árboles genealógicos fantásticos; de cualquier modo había quedado probado, afirmaban los escépticos, que sus abuelos, lejos de apellidarse Buonaparte, habían llevado el apellido Malaparte. Vieron la prueba de esto en su historia, Mala-parte a menudo, Buona-parte rara vez. Fábulas, ciertamente, pero al menos tuvieron el mérito de inspirarle mucho tiempo después al joven Curzio Suckert su nombre de pluma —Malaparte—, quizá siguiendo los consejos de Pirandello, a quien una semejante historia de desdoblamiento nominativo y biográfico no podía sino interesarle.⁷ En 1804, coronado emperador, Bonaparte se convirtió de nuevo en Napoleón. Como a partir de entonces este nombre designaba al fundador de una dinastía —¿no se designaría con el nombre de Napoleónidas a los reyes y príncipes que creó?—, fue necesario quitarle un poco de su rareza. En Roma, donde nadie quería enojarse con el padre del concordato, muchos se asomaron a los martirologios y, a falta de encontrar un san Napoleón, que no existía, se desempolvó a un san Neopolis o Neapolis, cuya existencia era apenas menos dudosa pero que les serviría para su propósito: ¿no era Neapolis un nombre bastante cercano a Napoléo, y Napoléo a Napoleón? Así, también el emperador tuvo su fiesta, que fue fijada el 15 de agosto, día de su cumpleaños…, y de la fiesta de la Asunción.⁸ Josefina, que siempre lo había llamado Bonaparte, ¿cambió sus hábitos? A partir de entonces, Napoleón siempre firmó sus cartas Np, Nap, Napo, Napole…

    Por lo que se refiere a sus metamorfosis físicas, Michel Covin les ha dedicado una obra apasionante.⁹ En ella recuerda unas palabras de Bourrienne, secretario de Napoleón: Del hombre magno no existe un solo retrato que se le parezca en absoluto. Sin duda, es el caso de la mayoría de los retratos: algunos sólo son más parecidos a su modelo que otros; captan mejor lo que el pintor Gros llamaba el carácter de [la] fisonomía.¹⁰ Ninguno es verdadero en el sentido de que reproduzca la cara exacta de Napoleón. Hace ya mucho tiempo, un historiador de los retratos del emperador reparaba en esta peculiaridad: La mayoría de los retratos que se habrían de hacer de Bonaparte [más tarde, de Napoleón] serían imágenes muy desemejantes de este personaje de la máscara llena de misterio.¹¹ La abundancia de efigies tiene que ver algo en esto: el departamento de estampas de la Biblioteca Nacional de París posee, nada más de él solo, más de cinco mil.¹² Los rasgos del emperador se van haciendo un poco más borrosos, aunque siempre se le reconozca a primera vista. El carácter convencional de un gran número de estos retratos no es de gran ayuda. El arte —pintura y estatuaria— se conformó muy pronto a un estilo gubernamental, más adicto a mostrar la función que al hombre que la ejercía.¹³ Entonces, ¿tenemos que preferir las representaciones posteriores a las obras contemporáneas, como lo sugiere Michel Covin? Podemos estar de acuerdo en que es difícil que los grandes cuadros de Gérard, Isabey, David o Ingres, que representan a Bonaparte como primer cónsul o a Napoleón como emperador, nos permitan comprender el entusiasmo que se apoderó de Hegel cuando, perdido entre la multitud, vio que pasaba ante él el alma del mundo, o de Goethe, que tuvo el privilegio de conversar personalmente con él. Entonces, ¿Delaroche antes que David, Philippoteaux antes que Ingres? ¿Debe incluso pensarse que hay más verdad en las obras que son producto de la pura imaginación? Michel Covin atribuye una gran importancia al sombrío Saint Helena, The Last Phase, pintado por James Sant al inicio del siglo XX. ¿Qué se sabe del aspecto físico que tenía Napoleón durante su último exilio? Había cambiado y engordado mucho, ya no se rasuraba; la mujer de Montholon incluso se refería a la larga barba que lo hacía irreconocible. Lejos de las imágenes piadosas que muestran al prisionero de Santa Elena cubierto con un sombrero, meditando en el triste destino del esclavo Toby, Sant representó a Bonaparte tal cual lo imaginaba al leer los relatos de cautividad: sombrío, triste, deprimido, física y moralmente acabado. Aunque no se apoye en ningún dato positivo o verificable, el retrato es plausible, hasta verosímil. ¿Habría sido más elocuente una fotografía? No es seguro. Hay muchas. En ellas se ve a un hombre que, desde luego, no es Napoleón. Se trata de su hermano Jerónimo, fotografiado poco antes de su muerte durante el Segundo Imperio.¹⁴ Estos daguerrotipos fascinaban a Roland Barthes: Veo los ojos que han visto al emperador, pensaba cuando los miraba.¹⁵ Casi podría haber visto en ellos al emperador mismo: a tal punto se asemejaba Jerónimo en estos clisés a aquello en lo que Napoleón quizá podría haberse convertido si hubiera llegado a una edad tan avanzada. Es él, no cabe duda. Son fotos fascinantes en este aspecto. Al mismo tiempo, no se ve en ellas sino a un hombre viejo que se parece a Napoleón.

    Renunciemos, pues, a verlo tal cual fue en realidad. Sus innumerables retratos, sobre todo los mejores de entre ellos, sean contemporáneos o posteriores, componen un retrato moral cuya variedad da testimonio de la misteriosa incertidumbre que se cierne sobre la personalidad de [este] individuo.¹⁶ Los perfiles trazados a vuelapluma por Gros y David, los de las medallas de Gayrard y Vassalo, el busto de Ceracchi, los bocetos a lápiz de David y, especialmente, el retrato del que el autor del Juramento de los Horacios no terminó más que la cabeza pintan al Bonaparte moral más que al físico. Así como el Bonaparte en el puente de Arcola de Gros exalta al símbolo de la energía individual que pronto iba a celebrar el romanticismo,¹⁷ el Bonaparte de Pierre-Narcisse Guérin deja ver, más que cualquier otro, lo que había en él de implacable.¹⁸ Los admiradores del emperador elegirán a Gros, sus detractores a Guérin.

    Escuchemos a Taine:

    Mírese […] en el retrato de Guérin ese cuerpo delgado, esos hombros estrechos bajo el uniforme […] ese cuello envuelto por la alta corbata enroscada, esas sienes disimuladas por largos cabellos lisos que caen sobre sus hombros, nada a la vista a no ser la máscara, esas facciones duras, acusadas por fuertes contrastes de sombra y luz, esas mejillas hundidas hasta el ángulo interno del ojo, esos pómulos salientes, esa barbilla maciza y prominente, esos labios sinuosos, móviles, apretados por la atención, esos grandes ojos claros, profundamente hundidos bajo los pronunciados arcos de las cejas, esa mirada fija, oblicua, penetrante como una espada, esos dos pliegues rectos que, desde la base de la nariz, suben hasta la frente como un fruncimiento de cólera contenida y de voluntad rígida. Añádase a esto lo que veían u oían los contemporáneos, el acento breve, los ademanes cortos y cortantes, el tono interrogador, imperioso, absoluto, y se comprenderá cómo, en cuanto lo abordan, sienten la mano dominadora que se abate sobre ellos, los doblega, los aprieta y no los suelta ya.¹⁹

    Entonces, Napoleón ¿es un nombre antes que un hombre? ¿Era semejante al héroe de Simon Leys, quien, en La Mort de Napoléon, ve cómo se le escapan su nombre y su historia? Uno se acuerda de la intriga. El emperador se ha evadido de Santa Elena, donde un doble toma su lugar. Si se imaginaba que iba a ser recibido tan triunfalmente como lo fuera al regresar de la isla de Elba, se equivocó. Atrae algunas miradas, pero ¿quién podía creer que estaba en presencia del verdadero Napoleón? ¿No era prisionero de los ingleses? ¿Y no se había anunciado repentinamente la noticia de su muerte? El doble, al morir demasiado pronto, no sólo compromete los planes de Napoleón, sino que lo priva de su destino:

    Su destino se volvía póstumo. […] Un oscuro suboficial, simplemente por morir tontamente sobre una roca desierta en el otro lado del mundo, había logrado poner en su camino al rival más formidable y más inesperado que se pueda concebir: ¡él mismo! Peor aún, a partir de ahora Napoleón tendría que abrirse camino no sólo contra Napoleón, sino contra un Napoleón más grande que la naturaleza: ¡el recuerdo de Napoleón!"²⁰

    Es imposible, y Napoleón tiene que rendirse a la evidencia cuando al final del día un hombre —el único— que lo había reconocido lo lleva hasta una casa, cuyas puertas estaban cerradas con cerrojo, en la que se encuentra en presencia de toda suerte de Napoleones más o menos parecidos que tienen extrañas conversaciones y se comportan de modo raro. Ya no es Napoleón; ahora existe fuera de sí mismo.

    Napoleón es un mito, una leyenda; mejor aún: una época. La ha llenado con su nombre de una manera tan completa que él y su tiempo difícilmente pueden vivir separados.²¹ Algunos historiadores han concluido que la frontera entre la historia y la leyenda es, en su caso, tan permeable que sería imposible escribir una biografía de Napoleón. ¿El emperador? Un recipiente, una forma vacía, una metáfora que es válida principalmente para las cuestiones o las representaciones a las que ha dado forma sucesivamente.²² La idea de la inexistencia de Napoleón no es nueva.²³ Ya durante la Restauración, un cierto Jean-Baptiste Pérès, bibliotecario en Agen, declaró que era una ficción ese Napoleón del que tanto se hablaba: No es más que un personaje alegórico. Es el sol personificado.²⁴ Encontró la prueba de ello en el apellido de Napoleón, en el nombre de pila de la madre del emperador, en el número de sus hermanos y hermanas y en el de los mariscales, en todas las fases de su historia… Tantos indicios y signos que ligaban a Napoleón con los mitos solares. Pero Pérès no se tomaba en serio; sólo quería burlarse de las pretensiones de realeza. ¿No había establecido Luis XVIII el año de 1814 como fecha de sus primeras ordenanzas emanadas el año décimo nono de su reinado, como si realmente no hubiera ocurrido nada de lo que había sucedido después de la ejecución de Luis XVI? Desde luego que no era Napoleón quien no existía, sino más bien los supuestos primeros diecinueve años del reinado de Luis XVIII.

    La hipótesis de la inexistencia de Napoleón es una paradoja; esto no impide que el personaje se preste holgadamente al ejercicio de la biografía. Sin hablar siquiera de que acerca de virtualmente cada uno de los episodios de esta vida fuera de serie existen testimonios tan contradictorios que sería necesario creer en la presencia, no de uno, sino de dos o tres Bonapartes, si estamos dispuestos a dar crédito a todo lo que se nos cuenta y a descreer de la existencia de uno solo si no admitimos sino lo que está garantizado como auténtico,²⁵ es evidente que toda biografía de Napoleón es más o menos una historia de su reinado, y viceversa. ¿No sucede lo mismo con las monumentales Histoires du Consulat et de l’Empire de Thiers o con los 16 volúmenes de Louis Madelin, y hasta con el Napoléon de Georges Lefebvre, aunque éste negó que estuviera escribiendo una biografía del emperador?²⁶ Y, en muchos casos, la aproximación biográfica ¿no se distingue sólo por la presencia de capítulos dedicados a los años de formación del héroe? El pequeño número —totalmente relativo— de biografías da testimonio de las dificultades que, no lo olvidemos, no son específicas de Napoleón: ¿no es la biografía de un rey necesariamente la historia de su reino, al menos durante su reinado?²⁷ Es cierto que ningún otro personaje de la historia ha tenido más biografías que Napoleón; pero su número no es tan elevado comparado con el de las obras relativas a la época, como si numerosos historiadores hubieran retrocedido ante las asechanzas de la empresa o, finalmente, dudaran al escoger entre Napoleón y su tiempo.²⁸

    Hoy las biografías de Napoleón se han vuelto aún más raras, sobre todo en francés.²⁹ No es que los estudios precedentes hayan agotado el tema: porque toda biografía es a la vez reconstrucción e interpretación, el género no participa de una concepción acumulativa del saber. Ninguna biografía puede ser definitiva, ni hacer caduco al instante por obsoleto todo trabajo pasado o por superfluo todo trabajo futuro; jamás se dice la última palabra respecto de la verdad de un ser humano. Si las biografías de Napoleón se han vuelto raras en los últimos decenios, ello se debe a que tanto el género como, en este caso, su personaje han tenido durante mucho tiempo una reputación bastante mala.

    Se ha acusado a la biografía de que se entiende demasiado bien con la literatura, concede una parte demasiado importante a la imaginación, tiene como base una ilusión —la vida como destino, una, continua, coherente y transparente—, y se apoya finalmente en una concepción ya superada de la historia que exagera la eficacia de la voluntad humana y la soberanía de los individuos. Se ha escrito tanto de este género impuro³⁰ que ya casi no es útil detenerse en ello, más aún cuando los acontecimientos del trágico siglo XX se encargaron, finalmente, de destruir las ilusiones relativas al sometimiento de la historia a la acción de las leyes imperativas o de las solas fuerzas sociales. Época extraña, observó François Furet, en que el materialismo histórico alcanza su mayor esfera de influencia justamente en el momento en que más reducida ha sido su capacidad de explicación.³¹ Porque finalmente, añadía,

    no hay nada más incompatible con un análisis de tipo marxista […] que las dictaduras inéditas del siglo XX. El misterio de estos regímenes no puede aclararse a través de su dependencia respecto de intereses sociales [el proletariado en el caso del comunismo, el gran capital en el caso del nazismo], ya que se debe precisamente al carácter inverso: a su terrible independencia con respecto a esos intereses, sean burgueses o proletarios.³²

    En este contexto en que se sobrestimó el peso de los intereses en la conducta de los individuos y se subestimó la eficacia de la voluntad individual, la historia social se vio imbuida evidentemente de una capacidad explicativa mayor que la de la biografía, considerada ésta como solaz o ejercicio más o menos literario en el que sobrevivía, en estado de vestigio, una manera de escribir la historia que ya pertenecía al pasado. Más allá de la influencia del marxismo, de la de las doctrinas liberales o de la predilección por los procesos colectivos y las transformaciones lentas y silenciosas, la pérdida de la dignidad del género biográfico, tan palpable durante algunos decenios, da también testimonio de una propensión que es la de la democracia. Tocqueville observó hace mucho tiempo que, una vez que ésta hubo sucedido a la aristocracia, el modo de escribir la historia cambió. La proporción entre las causas particulares y las causas generales de los acontecimientos se invirtió: mientras la aristocracia se inclinaba a preferir las causas particulares y a explicar la historia por la voluntad particular y el humor de ciertos hombres, la democracia tenía la tendencia inversa: a encontrar grandes causas generales hasta de todos los pequeños hechos particulares. Una creía en los individuos, otra en las fuerzas colectivas; la primera en el poder de la voluntad, la segunda en las fatalidades históricas.³³ Al no poder ser por definición una doctrina de la fatalidad, la biografía tenía que abrir paso para que la historia, de ser un estudio moral de las intenciones de sus actores, se transformara en una ciencia de los resultados de sus acciones, hasta convertirse a veces en un relato sin sujeto.³⁴

    Si la biografía ha recuperado su rango, Napoleón se ha beneficiado poco de esta rehabilitación. No hay necesidad de ser un gran erudito para adivinar la razón. Si la escritura de la historia encuentra su forma más acabada, como decía Michelet, en la aniquilación de las grandes individualidades históricas,³⁵ Napoleón era obviamente el primer blanco que estaba en la mira. ¿No es él la encarnación misma de la historia propia de los tiempos aristocráticos, en la que los principales actores ocupan el proscenio y parecen dictar los acontecimientos, aunque no sepan siempre domeñar las consecuencias? Vencedores o vencidos, héroes todopoderosos o víctimas de la Fortuna, siempre dan testimonio del poder del individuo. La índole hagiográfica de un buen número de libros dedicados a Napoleón no es sino un pretexto. Después de todo, Napoleón no tiene nada de qué quejarse: su pedigrí historiográfico es sobradamente equiparable al de muchos otros personajes históricos. ¿No están Stendhal, Chateaubriand, Taine y el mismo Nietzsche³⁶ inclinados sobre su cuna, si es posible expresarse de esta manera? No, la verdadera razón es que encarna precisamente una historia que se ha vuelto sospechosa. No es que no se haya hecho el intento de sacarlo del cuadro pictórico, en todo caso de hacerlo menos presente, menos visible. Así que los historiadores han pasado gradualmente del estudio del emperador al del Imperio. No debe ignorarse, desde luego, que este movimiento, inaugurado en 1977 por el Napoléon de Jean Tulard, e incluso mucho antes si se recuerdan las investigaciones de Louis Bergeron y Guy Chaussinand-Nogaret sobre las masas de granito del periodo imperial,³⁷ ha producido muchos y muy valiosos resultados. Se comenzó a tener interés en sus colaboradores, sus ministros, sus oficiales, sus aliados y sus enemigos, a reevaluar la importancia de lo que se había descuidado en su obra, a no considerar solamente lo que contribuía a su gloria, sino también lo que podía empañar su esplendor.³⁸ Historia política, administrativa, militar, diplomática, intelectual, jurídica, cultural…; sería imposible hacer una lista, aunque no fuera más que sumaria, de las obras que desde entonces han enriquecido nuestro conocimiento de la época napoleónica. Los allegados a Napoleón, sus colaboradores, sus oficiales, han salido de la sombra; conocemos mejor las instituciones y su funcionamiento; la sociedad francesa, sobre todo, ha sido como devuelta a la luz y los historiadores, en efecto, han explorado desde hace una treintena de años numerosas nuevas rutas.³⁹ El error, si es que hay alguno, es quizás haber querido reaccionar de manera demasiado enérgica contra una tradición —especialmente biográfica— que tenía mala prensa y adolecía de una propensión a la hagiografía efectivamente demasiado pronunciada al fundar esta renovación de los estudios en el ocultamiento de la figura del emperador: terminar con la historia de Napoleón para escribir, finalmente, la de todos los hombres de su tiempo.⁴⁰ Apuesta difícil, imposible quizá. Como en el encantador cuento La Sentinelle endormie, de Noël-Noël, que leí cuando era niño, el emperador está presente en todas partes, hasta cuando no se le ve.

    Escribir una historia del periodo napoleónico negándose absolutamente a enfocarla en Napoleón [escribe Aurélien Lignereux] equivaldría a repetir el experimento literario de Georges Perec: escribir toda una novela sin usar la letra e. Esta desaparición tendría el mérito de despersonalizar el relato histórico e incluso de ponerle fin, pero no cabe duda de que esta historia auténticamente nueva, por haber roto con las convenciones de la teoría clásica de la acción, no tendría más posteridad que la conceptual.⁴¹

    Ralph Waldo Emerson fue sin duda el primero que intentó imaginar una historia de la época napoleónica sin Napoleón. Éste, decía, no fue grande sino en las cualidades y, especialmente, en los defectos que eran los de su tiempo. Fue el homo democraticus en persona, el verdadero representante del siglo XIX. Como la clase media de su tiempo, aspiraba a ser rico, por todos los medios posibles; tenía en sumo grado el sentido de lo real, era materialista, positivo en todo, concreto, ardiente en el trabajo, sin escrúpulos, enemigo de las ideas y sentimientos elevados, tenía un alma baja, gustos vulgares, modales groseros. ¿Napoleón? Un burgués, el testigo de una época mediocre, lo contrario de un héroe, el representante de los hombres comunes y, por tanto, su ídolo.⁴²

    ¿Emerson? El anti-Stendhal, el anti-Nietzsche. En cambio, el filósofo alemán observa: "Como una última indicación del otro camino [del opuesto a los progresos de la democracia] apareció Napoleón, el hombre más singular y más tardíamente nacido que ha habido nunca, y en él el problema hecho carne del ideal aristocrático en sí".⁴³ Héroe tardío según Nietzsche, primer hombre de la era moderna según Emerson. ¿Da testimonio de un mundo que está muriendo? ¿De un mundo a punto de nacer? Las dos cosas, sin duda, porque Emerson mismo tiene mucha dificultad en arreglárselas con una serie de cualidades personales sobre las que se ve forzado a admitir que, si eran las comunes a la clase burguesa, él las poseía en un grado extraordinario. No es tan fácil situar a Napoleón en un nivel inferior o hacer que su figura se esfume a la par de su época ignorando lo que hay de inaudito e inédito en su historia, a tal grado que en vano buscaríamos a alguien con quien compararlo. ¿Alejandro? Quizá, pero éste era hijo de rey. ¿César? Era el vástago de una familia patricia. Y, de entrada, los dos estuvieron situados desde el inicio en el centro del mundo que estaban a punto de conquistar. El caso de Napoleón es totalmente diferente: de origen modesto, provenía de la periferia del reino y, sin embargo, estaba llamado no sólo a izarse hasta la cima, sino a interpretar a un personaje que trasciende con mucho los límites de su obra. Él no se reduce a ella. ¿Qué proporción hay, en efecto, entre la política napoleónica, que consistió en dar remate a la Revolución al vaciar sus principios en el mármol de las instituciones, y este personaje ajeno a todas las normas y, en el fondo, tan poco conformado a su época?

    ¿Dónde está lo peculiar de la ocasión? [preguntaba Whately]. ¿Qué razón suficiente hay para que ocurran en los siglos XVIII y XIX una serie de sucesos que nunca habían tenido lugar antes? ¿Estaba Europa en ese periodo particularmente débil y en un estado tal de barbarie como para que un solo hombre pudiese lograr tantas conquistas y adquirir tan vasto imperio? Al contrario, estaba floreciente y en el auge de su fuerza y civilización. […] A dondequiera que nos volvamos en busca de circunstancias que puedan ayudarnos a explicar los sucesos de esta increíble historia, sólo damos con otras que agravan su improbabilidad.⁴⁴

    La obra de Napoleón pertenece a la historia de Francia, aunque repercutió en toda Europa, mientras que su autor tiene algo de universal. Ésta es, además, una de las razones por las que Napoleón no está todo entero en ninguno de sus retratos. Ahí reside el límite de todo ensayo biográfico. Se han hecho de Napoleón mil retratos psicológicos, intelectuales, morales, que contienen otros tantos juicios sobre su figura —decía Bainville—. Se escapa siempre por algunas líneas de las páginas en que se le quiere encerrar.⁴⁵ Es también el secreto de la fascinación que continúa ejerciendo, aun cuando el mundo que contribuyó a hacer nacer se aleje rápidamente de nosotros y el cambio de las mentalidades hasta haya empañado su gloria. El mito se ha encogido: las grandes victorias militares de Napoleón ya no ejercen la misma fascinación que en el tiempo de Tolstói. El mito se agota a medida que se extinguen las pasiones que lo han atizado: las pasiones de la gloria, del heroísmo y de la guerra, habiendo sido percibida durante mucho tiempo esta última como una educación para la virtud. Toda esta magia guerrera murió con las hecatombes del siglo XX. Sin embargo, algo habla todavía a las imaginaciones modernas: la creencia, que ya era la del joven Bonaparte, y que es también la nuestra, o que querríamos que fuera la nuestra, de que nuestra suerte no resistirá a nuestra voluntad. Bonaparte es, de alguna manera, el sueño de cada uno, y probablemente la razón por la cual los asilos estaban llenos de locos que se creían Napoleón: el hombre que, sin ancestros famosos ni renombre, se creó a sí mismo a fuerza de voluntad, de trabajo y de talento. Es el hombre que de su vida forjó un destino, hasta elegir el final de su vida regresando en 1815 de la isla de Elba, sin que esta vez algo justificara su conducta, para darle a su historia un final a su medida. Es el hombre que se elevó a cimas inéditas e hizo retroceder por su genio todos los límites conocidos. No un modelo, sino un sueño. En este aspecto, y en ello reside el secreto de la fascinación que sigue ejerciendo en nosotros, Napoleón es una figura del individuo moderno. Tal es el tema de este libro.

    Tratándose de Napoleón, el campo biográfico está estrechamente balizado. La historiografía napoleónica es un campo de batalla tan trabajado y atravesado por ejércitos tan numerosos que cada historiador es siempre de algún modo el descendiente de alguno de ellos. En consecuencia, escribir una nueva biografía implica una dosificación específica de los grandes sistemas de interpretación que vieron la luz del día en el siglo XIX y que brevemente voy a presentar aquí.

    Hippolyte Taine fue el más profundo representante de la interpretación de la historia de Napoleón como aventura.⁴⁶ Su visión de la historia se organiza en torno a la figura del Héroe cuya voluntad domina todas las formas de la necesidad hasta el punto de confundirse con la historia global de la época: ésta es la historia de un individuo, casi la manifestación exterior de su carácter. La psicología absorbe la historia. Taine vio la época napoleónica como un interludio en el curso de la historia, un anacronismo sin significado: sin orígenes, sin posteridad. Napoleón le parecía como una reencarnación de los condotieros, un depredador que se abatió sobre una Francia exhausta debido a diez años de revolución y se aprovechó de su presa para cebar su ambición: la monarquía universal. La historia de la época napoleónica no es otra cosa que la historia del ego —desmesurado— de Napoleón y de su despliegue en el exterior. Esta interpretación contiene una parte de verdad: es un intento de pensar la evidente desmesura y extrañeza de la figura de Napoleón en relación con la sociedad francesa posrevolucionaria. Taine no niega, por lo demás, la existencia de una herencia: Napoleón dio a Francia una administración, una moneda, instituciones que iban a moldearla durante más de un siglo. Pero esta parte útil, positiva, inscrita en la necesidad, es precisamente, según Taine, la que menos lleva su sello personal. Lo que hizo de útil otros lo habrían hecho también, no tan rápido, no tan bien, quizá con un espíritu más liberal, pero finalmente lo habrían hecho. La función de la necesidad, en la historia napoleónica, reside en el movimiento profundo de la historia francesa que han constituido, al menos desde el reinado de Luis XIV, la centralización y la reducción, en provecho del Estado, de las libertades locales y del papel desempeñado por los cuerpos intermedios. Lo que singulariza a Napoleón, lo que constituye su grandeza (desastrosa a los ojos de Taine), no es que entre de relevo donde terminaron la monarquía absoluta y los jacobinos, sino que persiga, por la guerra y la conquista, un sueño de dominación universal que no está de acuerdo ni con la historia francesa ni con el espíritu de la sociedad moderna, y que no le pertenece más que a él.

    De 1799 a 1814 todo había sido, según el campo historiográfico opuesto, el resultado de la necesidad. La historia de Napoleón es un drama de la fatalidad, una tragedia, la de la voluntad en lucha con la fatalidad. Mientras Taine pone en escena a un Napoleón cuya voluntad triunfa sobre las cosas, Jacques Bainville describe a un Napoleón que es víctima de una lógica implacable, a la vez heredero y prisionero de la Revolución, condenado a girar en un círculo del que no puede salir: constreñir a Europa a reconocer las anexiones francesas, a firmar, como se decía, una paz gloriosa, pero sin disponer de los medios materiales para conseguir esta meta. ¿Cómo podía ser posible constreñir, sin marina, a Inglaterra a firmar un tratado de paz conforme a los intereses de Francia? Napoleón agotó sus fuerzas tratando de resolver esta ecuación, hasta imaginando que la conquista del imperio de la tierra —por medio del bloqueo continental— podía paliar la imposibilidad de conquistar el imperio del mar, sobre el que Inglaterra reinaba sin compartirlo con nadie. En esta historia, en medio de proezas que rebasan la imaginación, hay mucha monotonía: por brillante e impactante que fuera, ninguna victoria hacía avanzar un solo paso la solución del problema. Finalmente, es al menos libre de los actores de la época a quien se le atribuye todo.

    Este amo absoluto fue a su vez dominado por las circunstancias [escribió Mathieu Dumas en sus memorias]. Por tanto, no es exacto ni justo atribuir únicamente a una ambición ciega y enloquecida las gigantescas expediciones que emprendió temerariamente y que quizás han sido condenadas con demasiada severidad. Este genio tan vasto, tan profundo, tan meditativo, este legislador tan positivo, este administrador tan previsor, no pudo haberse dejado arrastrar por un delirio de la imaginación.⁴⁷

    La interpretación liberal es un compuesto de estas dos tesis extremas: asocia la aventura y la necesidad; en realidad, está más cerca de Taine que de Bainville, puesto que marca la obra interior con el sello de la necesidad mientras explica la guerra por el espíritu de aventura. Nadie ha servido más que Washington para ilustrar, a los ojos de los liberales, los méritos y las faltas de Napoleón. Chateaubriand, que inauguró junto con Madame de Staël este tipo de interpretación, hizo sucesivamente dos parangones muy diferentes entre Bonaparte y Washington: el primero en 1822, al día siguiente de la muerte del emperador; el segundo, en las Memorias de ultratumba.⁴⁸ El primero denuncia al aventurero sin escrúpulos que sacrificó a Francia a sus ambiciones; el segundo expone una interpretación ya defendida por Benjamin Constant en De l’esprit de conquête et de l’usurpation: si Napoleón terminó como un aventurero, antes había sido el hombre que surgió para enfrentar una necesidad, en suma, un Washington francés, con la ventaja del genio. Entonces, entre 1800 y 1804, igual que Washington, había querido lo que tenía que querer de acuerdo con los intereses y exigencias de su época. El pueblo francés le había dado un mandato, incluso lo había elegido en razón del consenso que había rodeado al 18 de brumario, y él había establecido un gobierno regular y poderoso, un código de leyes adoptado en diversos países, una administración fuerte, activa, inteligente; también había restaurado el orden en medio del caos y obligado a furiosos demagogos a servir bajo sus órdenes.⁴⁹ Chateaubriand reconoció que Bonaparte era grande por su obra, una obra que iba a sobrevivirle, y aún más por las cualidades personales que le permitieron triunfar donde nadie lo había podido hacer antes de él, encontrando en su genio el apoyo que no encontraba ni en las leyes ni en las tradiciones. Pero si su genio le permitió ser durante cierto tiempo el hombre que representaba las necesidades del pueblo francés, también su genio lo hizo capaz de liberarse muy pronto de toda suerte de dependencia respecto de los intereses de su tiempo, poniendo su época al servicio de sus deseos después de haberse puesto a sí mismo al servicio de los intereses de su época: así que no tuvo necesidad de recurrir a la violencia. Bonaparte tuvo como auxiliar el consentimiento de los franceses, medio voluntario, medio forzado, para vivir en la servidumbre. Para ponerle fin a la Revolución, o al menos para suspender su curso, era necesario que un solo hombre se pusiera en el lugar de todos, para volver anónima la raza humana, como lo expresó Madame de Staël.⁵⁰ En esta medida, ni Chateaubriand ni Madame de Staël cayeron en la trampa en la que han caído tantos liberales, comenzando por Benjamin Constant, quienes, al aprobar los resultados, habrían querido que éstos hubieran sido obtenidos por los medios que ellos mismos pudieran suscribir. No, responde Chateaubriand, el Consulado no fue sólo una época de consolidación y construcción —la del Estado moderno—, sino una época en que la sociedad fue moldeada para la obediencia pasiva y los caracteres envilecidos, para que así se le allanara el camino al aventurero.⁵¹ Desde esa época, Napoleón ya era visible detrás de Bonaparte. Pero no por todo esto la epopeya napoleónica fue, como lo creía Taine, la pura manifestación del ego de Napoleón. La parte que tuvo la aventura en la carrera de Napoleón no es un efecto sin causa. Napoleón, incluso cuando escapó de toda dependencia respecto de los intereses de la sociedad francesa, siguió siendo su representante, pero esta vez de las pasiones francesas, y de esa pasión colectiva en la cual los liberales del siglo XIX vieron una maldición nacional: la indiferencia ante la libertad, el consentimiento otorgado al despotismo, con tal de que se incitara a la igualdad y de que el pago por el sacrificio de la libertad fuera la grandeza.

    La decisión de hacer una publicación en dos volúmenes —como tampoco la decisión de colocar la cesura en 1802, en el momento de la proclamación del Consulado vitalicio—⁵² no significa que me adhiera a la interpretación liberal.

    Contrariamente a una idea a menudo emitida a partir del ejemplo de la Vie de Napoléon de Stendhal, el biógrafo no puede caminar al mismo paso que el emperador, es decir, tan rápidamente como él. En este aspecto, la biografía es un género muy diferente del arte del retrato. Éste exige la vista panorámica y certera, la seguridad del trazo, la capacidad de distinguir lo importante de lo accesorio para decir, en algunas páginas, la verdad de un personaje. La biografía es un ejercicio muy diferente, más laborioso, porque toda vida, incluso la de Napoleón, para quien vivir era actuar, tiene sus arenales grises y deprimentes y sus monotonías. En toda crítica estratégica —decía Clausewitz—, lo esencial es colocarse exactamente en el punto de vista de los actores.⁵³ ¿Cómo podemos conocer las circunstancias en las que [ellos] se encontraron sin entrar en algunos detalles ni hacer algunos rodeos? Si Napoleón puede ser considerado en muchos aspectos la encarnación de la figura del gran hombre, tan central en la historia política occidental, entonces tenemos que descubrir en su personalidad qué fue lo que lo predispuso a desempeñar este papel; describir las circunstancias excepcionales que le permitieron actuar así; medir el consenso de la opinión pública sin el que no habría podido hacerlo; identificar las cualidades —comprensión de la situación, lucidez, audacia— que le permitieron sacar ventaja de circunstancias que de ninguna manera le garantizaban el éxito; determinar, en fin, el momento decisivo, ese solo momento en el cual, como decía Borges, puede resumirse cualquier destino, por largo y complicado que sea… El momento en que el hombre sabe para siempre quién es.⁵⁴

    Fue en 2004 cuando comencé a trabajar en esta biografía. François Furet ya me había comprometido a escribir sobre Napoleón, sugiriéndome dedicar un estudio al episodio de los Cien Días, en el que volvieron a ocupar el primer plano tantas preguntas dejadas sin respuesta al final de la Revolución. Por tanto, comencé mis investigaciones sobre Napoleón por el final, aunque sin llevar a buen puerto este proyecto. Puede ser que yo no hubiera persistido de no haberme propuesto Georges Liébert, un poco más tarde, escribir una biografía de Napoleón. Sin él, este Bonaparte jamás habría visto la luz. Me complace escribir su nombre y el de François Furet en el umbral de esta obra que les debe tanto.

    NOTAS


    ¹ Las Cases, Mémorial de Sainte-Hélène, t. II, p. 893 [trad. al español: Memorial de Santa Elena, t. II, Iberia, Barcelona, 1954].

    * Al final de este volumen el lector encontrará una bibliografía en la que se citan los títulos originales con los datos bibliográficos completos. [Para efectos de facilitar la búsqueda de fuentes, en el caso de las versiones en español sí se proporcionan esos datos en las notas. (T.)]

    ² La novela de Burgess apareció en 1974 [trad. al español: Sinfonía napoleónica, Emecé, Buenos Aires, 1976].

    ³ Con respecto al cambio de título de la Tercera sinfonía de Beethoven, véase el relato de su amigo Ferdinand Ries (Wegeler y Ries, Notices biographiques sur Ludwig van Beethoven, pp. 104-105). Por lo que se refiere a las dudas de Beethoven, véase Solomon, Beethoven, pp. 157-167 [trad. al español, Beethoven, Javier Vergara, México, 1985]; véase también Lentz, Cent questions sur Napoléon, pp. 53-54.

    ⁴ Nietzsche, Œuvres philosophiques complètes, t. XIII, p. 123 [trad. al español, El nihilismo europeo: fragmentos póstumos (otoño, 1887), Tecnos, Biblioteca Nueva, Madrid, 2006].

    ⁵ Bainville, Napoléon, p. 250 [trad. al español: Napoleón. Introducción: El hombre del mundo, por Ralph Waldo Emerson, trad. de Manuel Alemán y de la Sota, Porrúa, México, 1994].

    ⁶ Es el título del libro que Annie Jourdan escribió sobre él en 1998.

    ⁷ Serra, Malaparte, pp. 132-135. El panfleto anónimo mencionado anteriormente es citado por Maurizio Serra. Fue publicado en Turín en 1869 y se titula I Malaparte ed i Bonaparte nel primo centenario di un Bonaparte-Malaparte.

    ⁸ Hazareesingh, La Saint-Napoléon, p. 16.

    ⁹ Covin, Les Mille Visages de Napoléon.

    ¹⁰ Carta del 7 de diciembre de 1796, cit. en A. Dayot, Napoléon raconté par l’image, p. 39.

    ¹¹ Ibid., p. 24.

    ¹² Armand Dayot reproduce, en una obra preciosa, cantidad de retratos, bustos y medallas de Napoleón que permiten seguir el proceso de sus metamorfosis y ver la infinita diversidad de sus representaciones. Esta obra insólita se puede consultar en la siguiente dirección: .

    ¹³ Foucart, Les Salons sous le Consulat.

    ¹⁴ .

    ¹⁵ Barthes, La Chambre claire, en Œuvres complètes, t. III, p. 1111 [trad. al español: La cámara lúcida, Paidós, Barcelona, 2009].

    ¹⁶ Whately, Peut-on prouver l’existence de Napoléon?, p. 22 [trad. al español: Richard Whately y Jean-Baptiste Pérès, Dudas históricas relativas a Napoleón Bonaparte. De cómo Napoleón nunca ha existido, o la gran errata, fuente de un número infinito de erratas por señalar en la historia del siglo XIX, ed. y trad. de Fernando Durán López, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 2015].

    ¹⁷ Véanse Tulard, Le Mythe de Napoléon, p. 6, y Bloom, Napoleon and Prometheus.

    ¹⁸ Este retrato, grabado por Jean-Gabriel Fiésinger, se depositó en la Bibliothèque Nationale el 29 de vendimiario del año VII (20 de octubre de 1798).

    ¹⁹ Taine, Les Origines de la France contemporaine, t. II, pp. 379-380 [trad. al español: Los orígenes de la Francia contemporánea, t. V, La España Moderna, Madrid, ca. 1910].

    ²⁰ Leys, La Mort de Napoléon, pp. 72-73 [trad. al español: La muerte de Napoleón, Anagrama, Barcelona, 1988].

    ²¹ Georges Lefebvre observa que Napoleón se instaló tan bien en el centro de la historia universal que, a pesar de la unidad profunda que liga indisolublemente a su reino con la tragedia revolucionaria, la división tradicional, fundada en su advenimiento, no deja de ser la recomendada (Napoléon, p. 2).

    ²² Prendergast, Napoleon and History Painting, pp. 20-32.

    ²³ Véase asimismo Bouthillon, Comme quoi Napoléon n’a jamais existé (1988).

    ²⁴ Pérès, Comme quoi Napoléon n’a jamais existé, p. 5 [trad. al español: De cómo Napoleón nunca ha existido, o la gran errata, fuente de un número infinito de erratas por señalar en la historia del siglo XIX, en Whately y Pérès, Dudas históricas relativas…]. Gérard de Nerval mismo explota también esta figura solar en su Napoléon et la France guerrière de 1826 (cit. en Tulard, Le Mythe de Napoléon, p. 8).

    ²⁵ Whately, Peut-on prouver…?, p. 35. Pieter Geyl, en su Napoleon For and Against, concluye acertadamente a partir de la multiplicidad de los juicios y retratos de Bonaparte que el debate historiográfico a propósito de él no podría terminar algún día (p. 16).

    ²⁶ Lefebvre, Napoléon…, p. 2.

    ²⁷ Por no mencionar sino algunos grandes logros, véanse el Saint Louis de J. Le Goff y los Louis XIV y Louis XVI de J.-C. Petitfils.

    ²⁸ Se encontrará una lista en los repertorios de R. J. Caldwell, J. A. Meyer, L. A. Warren, R. Martin y A. Pigeard, citados en la bibliografía, y la presentación de los más importantes, a excepción de los más recientes, en las obras de P. Geyl, Napoleon…, y N. Petiteau, Napoléon, de la mythologie à l’histoire.

    ²⁹ Véanse las bibliografías citadas en la nota precedente. En el siglo XX la mayor parte de la producción es anglosajona, con las biografías de J. Holland Rose (1934), H. Butterfield (1939), J. M. Thompson (1951), F. Markham (1963), V. Cronin (1971), B. R. Jones (1977), P. Johnson (2002), S. Englund (2004), Ph. Dwyer (2007)… Incluso las biografías publicadas con ocasión del bicentenario de la proclamación del Imperio no son del todo tales, con la notable excepción del Napoléon de Luigi Mascilli Migliorini; Steven Englund reivindicó el hecho de haber escrito una biografía política y no una militar o personal del sujeto en cuestión (Napoléon, pp. 567-568), y Philip Dwyer abordó al personaje sobre todo desde el punto de vista de una historia cultural de lo político.

    ³⁰ Remito al lector a las obras de D. Madelénat, La Biographie; F. Dosse, Le Pari biographique [trad. al español: La apuesta biográfica: escribir una vida, Universidad de Valencia, Valencia, 2007], y sobre todo S. Loriga, Le Petit X.

    ³¹ Furet, Le Passé d’une illusion, pp. 199-201 [trad. al español: El pasado de una ilusión: ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, 2a reimpr., FCE, México, 1996].

    ³² Idem.

    ³³ Tocqueville, De la démocratie en Amérique II, en De la démocratie en Amérique: Souvenirs. L’Ancien Régime et la Révolution, pp. 485-488 [trad. al español: La democracia en América, FCE, México, 2012].

    ³⁴ Véanse en particular las observaciones de S. Loriga, Le Petit X, pp. 9-12.

    ³⁵ Ibid., p. 39. Sobre este giro metodológico y sus efectos, véanse también las observaciones de J. Julliard, Que sont les grands hommes devenus?, pp. 8-11.

    ³⁶ Véase el estudio de N. Regent, Nietzsche’s Napoleon: A Renaissance Man.

    ³⁷ Véanse principalmente L’Épisode napoléonien: aspects intérieurs, publicado por L. Bergeron en 1972, su Banquiers, négociants et manufacturiers parisiens (1978) y los 30 volúmenes de la investigación relativa a Les Grands notables du Premier Empire, publicados de 1978 a 2011.

    ³⁸ El Dictionnaire Napoléon, dirigido por J. Tulard (1999), el estudio dedicado por Woloch a los colaboradores de Napoleón y los trabajos de J.-O. Boudon sobre el episcopado concordatario representan algunos de los resultados que se deben a esta ampliación de la perspectiva. Habrá que añadir los trabajos de Th. Lentz, desde su Grand Consulat, aparecido el mismo año, hasta su extensa Nouvelle histoire du Premier Empire (4 vols., 2002-2010).

    ³⁹ Petiteau, Voies nouvelles pour l’histoire du Premier Empire: territoires, pouvoirs, identités: colloque d’Avignon, 9-10 mai 2000, y Napoléon, de la mythologie…, pp. 11-25. Para un reciente balance de esta renovación, véase Lignereux, Histoire de la France contemporaine: L’Empire des Français, pp. 7-14.

    ⁴⁰ Ibid., p. 10.

    ⁴¹ Ibid., p. 17.

    ⁴² R. W. Emerson, Napoléon ou l’homme du monde, pp. 144-145 [Napoleón o el hombre del mundo, en Hombres representativos, ed. y trad. de Javier Alcoriza y Antonio Lastra, Cátedra, Madrid, 2008].

    ⁴³ F. Nietzsche, Généalogie de la morale, § 16, en Œuvres, t. I, p. 800 [trad. al español: Genealogía de la moral, Primer Tratado, sección 16, Editorial del Cardo, Biblioteca Virtual Universal, 2010, en ].

    ⁴⁴ Whately, Peut-on prouver…?, pp. 43-44.

    ⁴⁵ Bainville, Napoléon, p. 607.

    ⁴⁶ Taine, Les Origines…, t. II, pp. 371-432 [Los orígenes…, t. V].

    ⁴⁷ M. Dumas, Souvenirs, t. II, pp. 226-237.

    ⁴⁸ Chateaubriand, Voyage en Amérique, en De l’Ancien Régime au Nouveau Monde, pp. 95-98 (este paralelo, publicado en 1827, había sido escrito en 1822) [trad. al español: Viaje a la América, Abya Yala, Quito, 1994], y Mémoires d’outre-tombe, t. I, pp. 414-418 [trad. al español: Memorias de ultratumba, Acantilado, Barcelona, 2006, t. I].

    ⁴⁹ Chateaubriand, Mémoires…, t. I, pp. 1552-1553 [Memorias…, t. II].

    ⁵⁰ Staël, Considérations sur la Révolution française, p. 357.

    ⁵¹ Chateaubriand, Voyage en Amérique, p. 100.

    ⁵² Explico las razones de esta decisión en el epílogo, al final del libro.

    ⁵³ Clausewitz, Campagne de 1815 en France, p. 16.

    ⁵⁴ Borges, Biographie de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874), p. 74 [Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874), en El Aleph, Emecé, Buenos Aires, 1974].

    Primera parte

    NAPOLEÓN Y CÓRCEGA

    (1769-1793)

    I. UNA FAMILIA ITALIANA EN CÓRCEGA

    Largo tiempo se ha debatido sobre los orígenes familiares de Napoleón. Hoy sabemos que sus ancestros eran originarios de Sarzana.¹ En esta ciudad situada entre la Toscana y Liguria la familia era, desde el siglo XIII, una de las que contaban; había producido síndicos, gobernadores y embajadores. ¿Se volvió más difícil la vida en esa ciudad después de que la República de Génova se hubiera anexado Sarzana? Lo cierto es que un Buonaparte decidió entonces establecerse en Córcega. La República Serenísima no soñaba con colonizar la isla, pero al tener necesidad de oficiales y magistrados en el lugar otorgaba privilegios a aquellos súbditos que aceptaban instalarse en ella. Un Giovanni Buonaparte pasó a Córcega hacia 1483, y su hijo Francesco, cuyo sobrenombre era il Mauro di Sarzana, se estableció definitivamente ahí en 1529.

    DE SARZANA A AJACCIO

    La fecha de la llegada de los Buonaparte a Córcega no ha sido objeto de menos debates que la cuestión de sus orígenes. Ya Taine propuso la fecha —hoy segura— de 1529. En ella veía la explicación de lo que en Napoleón había de extraño a su tiempo, relacionando con esta fecha aquella otra (1530) en que las repúblicas de la Italia medieval, al perder su independencia, vieron el fin del gran juego de las aventuras políticas y de las usurpaciones felices:

    Así, precisamente en los momentos en que la energía, la ambición, la fuerte y libre savia de la Edad Media empiezan a decrecer, luego a secarse en el tronco madre que se aja, una pequeña rama desprendida va a arraigar en una isla no menos italiana, pero casi bárbara, entre las instituciones, las costumbres y las pasiones de la primera Edad Media, en una atmósfera social lo bastante ruda para conservarla en todo su vigor y toda su aspereza.²

    Habiendo emigrado los Buonaparte a esta Italia ruda y no domesticada que era Córcega en el momento en que la península entraba en un largo sueño, Napoleón le parecía a Taine un gran sobreviviente del siglo XV. Así, a través de generaciones de Buonaparte y de Ramolino —sus ancestros maternos—,³ el espíritu del Renacimiento habría sobrevivido hasta pleno Siglo de las Luces, para reencarnar finalmente en Napoleón… En realidad, los Buonaparte no dejaron Sarzana por una comarca salvaje que había escapado de la civilización de la península. La Córcega en la que echaron raíces no era de ninguna manera la de las montañas y las vendettas hereditarias, sino la de las ciudades fundadas por los sucesivos ocupantes de la isla, primero los pisanos, luego los genoveses. Estos presidios, como se les llamaba, eran pequeños enclaves italianos desgranados a lo largo de las costas. Se trataba todavía de Italia, una Italia colonial donde los descendientes de los primeros inmigrantes no dejaban de estar orgullosos de sus orígenes y se disgustaban al ser confundidos con los autóctonos. ¿Es por ello necesario concluir que en Córcega estaban yuxtapuestas dos poblaciones distintas, una italiana, otra corsa, repartidas muy desigualmente entre ciudades costeras y poblados de montaña? Por cierto, esta distinción no es un mito; aun así, todavía hay que matizarla tratándose de una isla de realidades tan diversas. Sin duda, tal distinción es válida con respecto a Bonifacio, ciudad largo tiempo prohibida a los corsos de cepa, pero es menos apropiada para explicar el poblamiento de una colonia genovesa como lo era Ajaccio, cuya población, enteramente ligur en su origen, no tardó en mezclarse con los corsos venidos del interior.

    La Córcega de los presidios, en todo caso la de Ajaccio, no era una anti-Córcega, sino otra clase de Córcega: ciertamente diferente a la de las comunidades del interior de la isla, pero en ningún caso un bastión ligur. Si existía una oposición, ésta era entre la población urbana y la rural, más que entre italianos y nativos. Es verdad que los descendientes de los colonos italianos, considerados extranjeros por los corsos de cepa —nada, en efecto, los ligaba con alguno de esos poblados que seguían siendo la patria aun de aquellos mismos que los habían dejado para instalarse en la ciudad—, se mostraban orgullosos, incluso celosos, de sus orígenes continentales. Así, manifestaban su gusto por la ilustración y la distinción, pero esto no prueba en absoluto que ellos fueran tan extraños a la sociedad local como decían los corsos y como ellos mismos, a menudo, lo imaginaban: los descendientes de los colonos genoveses no eran los europeos argelinos de la Córcega del siglo XVIII. Hasta se puede pensar que estaban tanto más apegados a sus orígenes italianos cuanto más se alejaban de ellos, integrándose cada vez más profundamente en la sociedad corsa mediante los matrimonios. Éste fue el caso de los Buonaparte: suponiendo estar emparentados con la nobleza genovesa y toscana en virtud de títulos en verdad bastante sospechosos,⁴ no eran menos los aliados y parientes de los Pietrasanta, Costa, Paraviccini y Bonelli, todas familias corsas del interior. Yo soy italiano o toscano más que corso,⁵ diría Napoleón; en verdad, él habría podido decir, igual que Paul Valéry cuando evocaba sus propios orígenes, que había salido de una mezcla corso-italiana…⁶

    UNA FAMILIA DE NOTABLES

    Había unanimidad entre los viajeros: de todas las colonias fundadas por los genoveses, Ajaccio era la más bella: Tres calles en abanico cortadas por una cuarta, casas desiguales enhebradas unas en otras que desde lejos se ven brotar de entre los campanarios, un puerto tranquilo donde dormitan algunas velas. A lo largo de la costa, más allá de los baluartes, el barrio […] y, en todo su alrededor, el campo coronado de olivos, con sus viñas y sus jardines geométricos.⁷ Dentro de sus murallas, todo un pueblo pequeño de artesanos y pescadores, sin olvidar una nube de eclesiásticos; arriba, una magra burguesía que vivía parcamente del ejercicio de funciones militares o administrativas por cuenta de la Serenísima. En la pequeña sociedad ajacciana —un poco más de cuatro mil habitantes a finales del siglo XVIII— los Buonaparte ocupaban una posición honorable y a veces subestimada. En efecto, a menudo se juzga la vida que fue la suya según la situación material precaria a la que los redujo la muerte de Carlos Buonaparte en 1785. Si entonces vivieron en apuros, antes habían conocido días mejores. Se ignora casi todo acerca de su fortuna, pero en 1764, cuando Carlos y Leticia se casaron, sus dotes acumuladas se elevaban a casi 14 000 libras, y en 1775 la pareja poseía tres casas en la ciudad, tierras, un molino y un importante número de cabezas de ganado,⁸ que les garantizaban, fuera bueno o malo el año, un ingreso superior a 7 000 libras; afirmaba Napoleón que se trataba de 12 000, y no de 7 000 libras.⁹ Que su ingreso anual fuera de 7 000 o de 12 000 libras importa muy poco, cuando se sabe que en la misma época el salario de un obrero apenas superaba el millar de libras por año. En una sociedad que no ignoraba las desigualdades de fortuna pero en la que los pobres eran quizás un poco menos pobres que en el continente y los más ricos mucho menos ricos, los Buonaparte, si no formaban parte del círculo más estrecho de los grandes propietarios de bienes raíces, por lo menos podían mantener su posición. Donde el ingreso de los más opulentos rebasaba raramente las 20 000 libras, ahí se era rico con siete mil. Es verdad que esta riqueza no parecía tal más que referida al nivel de vida generalmente bajo que prevalecía en la isla: hasta ese punto el tren de vida de los más afortunados seguía siendo modesto, sin lujo ni ostentación. El hecho de que una gran parte de los intercambios se hicieran en especie atenuaba las disparidades de fortuna.

    En mi familia, se acordaría Napoleón, el principio era no gastar dinero. Jamás gastar dinero, a no ser en objetos absolutamente necesarios, como los vestidos, los muebles, etc., pero no en la mesa, a excepción de las especias: el café, el azúcar, el arroz que no llegaban a Córcega. De otra manera, todo era proporcionado por las tierras. […] Lo importante era no gastar dinero. El dinero era bastante escaso. Era un gran problema pagar con dinero contante y sonante.¹⁰

    Napoleón atribuía esta pasada buena posición al espíritu de economía de sus ancestros y a un régimen sucesorio favorable a la conservación de la integridad de los patrimonios.¹¹ A esto es necesario añadir el cuidado en contraer buenos matrimonios. Los Buonaparte no pertenecían a la clase de los notables sólo por sus posesiones, sino igualmente por sus alianzas en un país donde el poder se medía menos por la dote de la casada que por el número de parientes susceptibles de acudir al rescate en caso de dificultad. Del lado de los Buonaparte, los primos de Bocognano, pueblo de montaña en la ruta de Corte, de cuyos habitantes se decía que eran particularmente rudos y unos pillos, y, del lado de Leticia, los primos de Bastelica, propietarios de rebaños y tierras. Eran gente terrible; esta parentela era una gran potencia en la isla;¹² no era poca cosa poder hacer alarde, como los Buonaparte, de una treintena de primos… La riqueza se manifestaba sobre todo en la influencia y el poder políticos, gracias a los cuales una familia podía alcanzar la cima. La competencia era feroz; para entablarla se requerían importantes fondos, aun cuando, coronada por el éxito, se presentaban nuevas ocasiones de llenar la alcancía. Tierras y primazgos conferían el poder, y el poder, a su vez, aumentaba la riqueza. Quien fuera amo del Consejo de los Ancianos de la comunidad lo era también de la fortuna pública y la usaba en provecho de los suyos, de sus parientes, amigos, aliados y clientes.

    De Geronimo al final del siglo XVI hasta Giuseppe Maria, abuelo de Napoleón, fallecido en 1763, cada generación Buonaparte había contado un representante suyo entre los Nobles Antiguos que administraban la ciudad. Hasta que el padre de Napoleón redujera a casi cero la fortuna familiar, los Buonaparte habían figurado entre las primeras familias de Ajaccio por sus posesiones, el prestigio y la influencia. Sin duda, su notoriedad no llegaba más allá del interior de Ajaccio, pero así se comprende por qué Napoleón y sus hermanos

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