La conversación: Cuando Napoleón se creyó Napoleón
Por Jean d' Ormesson
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Jean d´Ormesson imagina una conversación entre Napoleón y su segundo cónsul y hombre de plena confianza, Jean-Jacques Régis de Cambacérès, durante la cual el Corso pone en marcha una alambicada argumentación para convencer a su interlocutor de las bondades de coronarse como emperador: El imperio no es otra cosa que la entronización de la república.
Una obra literaria difícil de clasificar en un género determinado, escrita con precisión y sin ningún tipo de alharacas que nos sitúa en un momento en que la historia francesa discurría por el filo de la navaja, y que al mismo tiempo arroja luz sobre la condición humana y sobre los procesos históricos en todas las épocas.
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La conversación - Jean d' Ormesson
PRÓLOGO
CRUZAR EL RUBICÓN
La Historia ofrece momentos
en los que parece vacilar antes de tomar
impulso: Alejandro Magno a la cabeza
de sus falanges en el momento de atacar
el Imperio persa, de inagotables recursos;
Aníbal cuando decide cruzar
los Alpes con sus elefantes para herir
a Roma en su corazón; César –el ejemplo
más célebre– a orillas del Rubicón;
el general de Gaulle en Burdeos, al amanecer
del 17 de junio de 1940, cuando sube al
avión del general Spears que lo llevará
a Londres, a la rebelión, a
una resistencia que puede parecer entonces
sin esperanza –y a la gloria.
Un relámpago de este tipo es el que he
intentado captar: el momento en que Bonaparte,
adulado por los franceses a quienes ha sacado del
abismo,
decide convertirse en emperador.
Hay toda una prehistoria que debemos
mantener presente en el espíritu. En noviembre de 1799,
Bonaparte tiene treinta años. Con la complicidad
de Sieyès, tras haber comprado el concurso
de Barras y con la ayuda de su hermano Luciano,
ha dado por los pelos, al regresar de Egipto,
el golpe de Estado del 18 Brumario del año VIII:
pone fin a un Directorio desacreditado que ha durado cuatro
años. Los cinco directores (sólo
los dos primeros cuentan) –Barras,
Sieyès, Gohier, Roger Ducos, Moulin–
son sustituidos por una «comisión
consular» de tres miembros (Sieyès,
Ducos, Bonaparte), pronto sustituida
a su vez, gracias a una nueva Constitución,
por otro trío: Bonaparte, primer cónsul;
Cambacérès, segundo cónsul; Lebrun,
tercer cónsul. El primer cónsul
tiene todo el poder. El segundo y el tercer
cónsul sólo tienen voz consultiva.
La situación del país es aterradora.
El comercio y la industria están arruinados.
La producción industrial se ha reducido
el 60 % en París, el 85 % en Lyon. Los puertos
de Marsella y de Burdeos están prácticamente
cerrados. La red de carreteras destruida.
El servicio de diligencias no funciona ya.
Un bandolerismo generalizado se extiende al con-
junto del territorio, sobre todo en Provenza y
en el oeste. Los bosques y los cultivos están
devastados. La moneda se ha devaluado
el 99 %. Las arcas del Estado, vacías.
La paga de los funcionarios y del ejército
lleva más de un año de retraso. Las rentas
ya no se devengan. No hay ya presupuesto
establecido. Un delirio de placeres ha demolido
las costumbres. Durante cuatro años, del año VIII
al año XII (de finales de 1799 a comienzos
de 1804), Bonaparte, a costa de un trabajo
prodigioso, reforma profundamente
Francia y la pone de nuevo en pie.
En febrero de 1800, tres años después del golpe
de Estado, un referéndum sobre la organización
del Consulado da más de tres millones
de votos a Bonaparte contra mil quinientos.
El primer cónsul se instala en las Tullerías,
luego en Saint-Cloud, funda el Banco de Francia,
cierra la lista de los emigrados y decreta la amnistía,
promulga el Concordato, organiza
la instrucción pública, crea el sistema
de institutos, crea la Legión de Honor,
crea el franco germinal con su propia efigie.
Cruza sobre todo el paso del Gran San Bernardo,
obtiene sobre los austríacos la