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Los últimos días de Napoleón Bonaparte
Los últimos días de Napoleón Bonaparte
Los últimos días de Napoleón Bonaparte
Libro electrónico249 páginas3 horas

Los últimos días de Napoleón Bonaparte

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La isla británica de Santa Elena se hizo mundialmente famosa por ser el lugar donde murió Napoleón en 1821 después de seis años de destierro descritos por sus allegados como un viaje al infierno. Obligado a abdicar una segunda vez tras la batalla de Waterloo, Napoleón se entregó a los ingleses pensando que le darían un trato clemente. No imaginaba entonces que sus vencedores lo enviarían al exilio lo más lejos posible, a una pequeña isla situada en medio del Atlántico sur, para impedirle que volviera a Europa. Napoleón llegó el 15 de octubre de 1815 a Santa Elena tras una singladura de 69 días desde Inglaterra. El emperador depuesto se instaló inicialmente en el pabellón de Briars, en una colina que flanquea Jamestown, la pequeña capital de la isla. Allí estuvo dos meses, mientras habilitaban su residencia en Longwood, en una planicie particularmente húmeda del centro de la isla donde los soldados ingleses podían vigilarle fácilmente. Su estancia en Longwood estuvo marcada por la intransigencia -sus partidarios dirían vejaciones- , a partir de 1816, del gobernador inglés Hudson Lowe, que no paraba de llamarle “general Buonaparte”. Napoleón se encerró, cortando cualquier contacto directo. Y la pretensión de reproducir una corte imperial, con su etiqueta estricta, que quiso preservar en una casa decrépita e invadida por las ratas durante los últimos años de su vida rápidamente se convirtió en una pesadilla. Sus cancerberos le construyeron y amueblaron una enorme vivienda, pero los trabajos concluyeron dos meses antes de su muerte. Gravemente enfermo, Napoleón nunca se mudó a ella. Corroído por el aburrimiento y el despecho, el exemperador murió tras una larga agonía el 5 de mayo de 1821, a los 52 años, al parecer víctima de un cáncer de estómago
Tomado de http://www.elcomercio.com/actualidad/exilio-napoleon-santaelena.html.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2018
ISBN9780463565650
Los últimos días de Napoleón Bonaparte
Autor

Pablo Ferneaux

Escritor e historiador francés que a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX publicó una serie de documentos históricos de su país, con especial énfasis en la vida y la obra del gran corso Napoleón Bonaparte. La mas distinguida de sus obras titulada Los últimos días de Napoleón es el mas impactante de los documentos de su autoría.

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    Muy interesante saber los ultimos dias de un gran personaje, que aun en estas dias se le admira profundamente por su grandeza

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Los últimos días de Napoleón Bonaparte - Pablo Ferneaux

ÍNDICE

I. La Isla del Destierro

II. El gobernador Hudson Lowe

III. El emperador

IV. El tedio en Santa Elena

V. La enfermedad del emperador

VI Agonía y muerte

VII. La autopsia y los funerales

CAPÍTULO PRIMERO

La Isla del Destierro.

El día 2 abril de 1817, el primer batallón del regimiento de infantería británica número 66, destacado en el valle del Ganges, embarcaba en Calcuta, en el transporte La Dorah, con rumbo a Santa Elena)

Entre la oficialidad figuraba el médico segundo Walter Henry, y el azar iba a ofrecer a este joven galeno, autor de cierto diario íntimo, publicado después, el horrible espectáculo de los últimos años de Napoleón.

Henry desconocía la isla adonde le enviaban; pero hallábase enterado de que los barcos de la Compañía de Indias, al regresar de Asia, se abastecían en ella de agua pura y víveres frescos. Fundándose en esto, su imaginación evocaba fuentes cristalinas, hermosos vergeles, fértiles huertas y praderas con abundante ganado, representándose Santa Elena como uno de esos oasis marítimos que la Providencia ha escalonado en medio del vacío y de la desolación de los océanos, para consuelo y alegría de los navegantes.

A mitad de camino, una escala hecha por el barco, le permitió visitar la isla de San Mauricio, sus bosques de bejucos trepadores y los graciosos parajes, descritos por Saint Fierre en Pablo y Virginia. Después vio de lejos la isla de Borbón, con su Pitón de nieves y su pintoresca capital de enrejadas casas, posadas sobre una orilla que la resaca blanquea. Creyó que Santa Elena era algo semejante, un jardín tropical regado por claros arroyuelos, con playas cubiertas de palmeras y tapizadas de hierba fina, sirviéndole de fondo altas y nobles montañas.

En la mañana del 5 de julio, el vigía de La Dorah gritó de nuevo: ¡Tierra! Hacía ya tres semanas que doblaron el cabo de Buena Esperanza. Henry abandonó su camarote, subió al puente y vio el más siniestro de los peñones, una protuberancia negra, una feísima montaña semejante a una verruga sobre el borde del abismo. Esta era la isla de Santa Elena.

De cerca, la disforme roca adquirió otro aspecto.

Para ganar el fondeadero se costeó bastante, pues por todos lados la orilla estaba cortada a pico, mostrando sus acantilados de basalto, vertiginosos, parecidos a una fila de muros, derruidos en ciertos puntos; el mar, abajo, rugía espumoso alrededor de las brechas. La sombría y destartalada muralla, cuyos monstruosos contrafuertes dominaban a veces las almenas naturales, rememoraba una villa enorme y desdeñosa que tuviese la ambición de marcar la ruta en esta parte del atlántico, en donde los vientos alisios empujan de una manera continua a los navíos.

Diversos promontorios se sucedían por intervalos casi regulares. De vez en cuando, en sus cúspides, brillaba algún cañón o mástil de señales. Esto es lo único que nos permitió sospechar que la isla estaba habitada. Pero ¿se podía vivir allí? Santa Elena parecía tan inhospitalaria como formidable. En dos o tres ocasiones, por entre rocas escarpadas, descubrióse algo del interior, algunos bloques estériles. No había huella de vegetación, ni un zarzal, ni una hierba.

Á bordo de La Dorah, todas las frentes se obscurecieron, todos mostraron su contrariedad cuando el transporte, cruzando ante un promontorio socavado por numerosas casamatas, penetró en una escotadura de la costa, estrecha bahía defendida por un contrafuerte paralelo, armado también y coronado de troneras. En el fondo, y regados por un arroyuelo, descubriéronse unos veinte árboles verdes. La alegría fue general.

Detrás de estos árboles se prolongaba, cuesta arriba, más allá de una sencilla iglesia de cuadrado campanario, una calle de casas enrejadas, muy inglesas, pero sin miradores, sin nada de la arquitectura pintoresca de las residencias coloniales. Los recién llegados tenían ante ellos a Jamestown, pueblo de 1500 almas, única ciudad y puerto de Santa Elena.

Jamestown se esconde, — dice Henry — como en el interior de una gran V, en un barranco que se ensancha hacia el mar, entre dos bloques de piedra casi verticales, de mil cuatrocientos a mil quinientos pies. Enormes peñascos amenazan continuamente la población, y algunas veces ocurren catástrofes causadas por el desprendimiento de un simple guijarro, que en su caída arrastra otros mayores, terminando por originar un terrible alud

Se detuvo poco tiempo en estos lugares tan inseguros. Apenas efectuado el desembarco, la tropa conducida por La Dorah recibió orden de pasar al otro lado, a la costa opuesta, al campamento de Deadwood, vecino de Longwood, donde residía Napoleón.

Era preciso atravesar toda la parte norte de la isla, de oeste a este, y así se hizo.

El camino, a la salida de Jamestown, escala en seguida la más escarpada pared de las que aprisionan al pueblo. Es un camino carretero, estrecho, penosamente trazado en la falda de la montaña y cuya terminación costó la vida a cientos de esclavos.

A la izquierda de la calzada, la roca ocre reverbera el calor de los trópicos, lo acrecienta, haciéndole insoportable y cruel, incluso para los viajeros recién llegados de la India. A la derecha, un parapeto de piedra de asperón, sin cimientos, bordea el vacío.

Y ya no se percibe más que el fondo de un barranco en donde nada crece, en donde nada puede vivir, sino las altas y grandes piedras que se levantan como túmulos, al lado de otras tendidas en medio de una espesa capa de guijarros desprendidos de las vertientes.

La triste cañada va ensanchándose y, de pronto, sobre un montículo, aparece Los Briars, propiedad de un negociante apellidado Balcombe. Napoleón la habitó a su llegada a la isla, desde el 18 de octubre al 10 de diciembre de 1815, en espera de que la residencia de Longwood estuviese preparada para recibirle. Bonaparte habitó a cincuenta pasos de la quinta que formaba la construcción principal, en un pabellón compuesto de una pieza única y una bohardilla.

¡Miserable residencia! Pero no disgustó al emperador. Estudiando la historia de su vida entre Waterloo y el 5 de mayo de 1821, podemos llegar a la creencia de que en este aposento pasó las semanas menos dolorosas de sus seis años postreros.

Tras el desaliento de la derrota, del abatimiento, después de las irresoluciones del Elíseo y de la Malmaisón; de las angustiosas incertidumbres de Rochefort, le sirvió de consuelo el ver al fin su suerte fijada. Se resignó a las rudezas inglesas, adivinando que le engrandecían, y vio en su destierro la limpieza de cierta mancha que sobre él pesaba.

Napoleón repetía a los franceses que le siguieron: Escribiremos nuestras memorias. Quizás que en aquel momento conservase aún vagas esperanzas, después abandonadas; esperaba, tal vez, sorpresas políticas capaces de devolverle su libertad.

Después de una travesía demasiado fatigosa, de un encierro de tres meses sobre el Bellerophon y el Northumberland, dos navíos incómodos, Los Briars debieron parecerle una residencia cómoda, casi lujosa.

Además, le sedujo lo extraño del sitio: un cerro cubierto de espesa verdura colocado en medio de un círculo desierto, una especie de jardín suspendido, rodeado de un recinto rocoso que le domina a su vez, ocultando el horizonte por todas partes, a excepción de la de Jamestown y el mar, distante media legua de allí.

Numerosas higueras formaban una avenida frente a las casas, y entre el espesor del ramaje, atraídas por sus frutos azucarados, las tórtolas arrullaban sus amores.

Gigantescas lacas, granados magníficos, bosquecillos de mirtos proporcionaban sombra al resto del campo; una profusión de rosas blancas y geranios silvestres alegraban el seto de cactus.

Detrás del pabellón se extendía un vergel estrecho, escarpado, plantado de viña, de limoneros, naranjos, guayabos de hojas translúcidas y mangos de flores rojas, en racimo. Esta parte de Los Briars lindaba con el muro sombrío de la montaña.

El profundo silencio de aquella soledad, solamente era interrumpido por el ruido de una cascada que se precipitaba al anfiteatro desde una altura de doscientos pies, pero era tan poca el agua para salto tan formidable, que se pulverizaba antes de llegar a tierra. El sol teñía la extremidad vaporosa de la franja líquida con los colores del arco iris.

El emperador gustaba de esta frescura. En las horas cálidas de la tarde, iba a oír su voz bajo un parral, sentándose junto a una mesa, en un banco rústico.

De vez en cuando, la hija menor de la casa, Betsy Balcombe, una picarilla miss de catorce años, venía a visitarle. Napoleón toleraba sus familiaridades, algunas veces excesivas, por el gusto de tenerla en su compañía.

En mi vida he conocido a persona que simpatizase tanto con los niños — escribía la joven, pasados algunos años, hablando de Bonaparte— Sabía tratarlos, interesarse y divertirse con cualquier cosa. Me parecía un camarada; llegué hasta poner a prueba su paciencia, y jamás invocó su rango ni edad para librarse de mis impertinencias.

¡Si Betsy sólo hubiera sido impertinente! Pero esta picara rubita, linda y traviesa, de ojos de gata, tenía un carácter endiablado. Cuando sorprendía al emperador trabajando bajo el parral, le revolvía sus papeles, o escapaba con ellos gritando: ¡Me enteraré de todos sus secretos!", a veces metía en el huerto a su terranova Tompipes, obligándole a bañarse en un estanque lleno de peces; después, con malicia, le llevaba hasta donde Napoleón escribía o leía.

El perro, completamente mojado, se sacudía, mojando a su vez a Napoleón, poniéndole hecho una lástima. Entonces, la rapaza reía a carcajadas, viendo el estado en que quedaba la casaca verde, el pantalón blanco, los zapatos de hebillas de oro y las medias de seda de su infortunado é íntimo amigo.

Cierto día en que Napoleón sellaba unas cartas, le empujó el codo, haciendo que cayesen algunas gotas de lacre ardiendo sobre su mano: Debió sufrir mucho —escribe la niña cándidamente — pero lo soportó con extrema bondad

Cuando en 1843 Betsy Balcombe publicó sus recuerdos, todos quedaron asombrados al saber que el Emperador, siempre severo, inaccesible y predispuesto al enojo, había mostrado tanta dulzura y condescendencia.

Después, otras memorias han revelado al mundo su terneza y el carácter de las relaciones de Napoleón con su hijo:

En las Tullerías, llamaba al rey de Roma a su gabinete y le mecía entre sus brazos, le cubría de besos y se revolcaba con él sobre las alfombras; otras veces, sentado en su despacho, le tenía sobre las rodillas, horas y horas, sin manifestar jamás la menor muestra de desagrado —dice el barón de Meneval— dejándole jugar sobre los mapas, clavar alfileres de colores, con los cuales preparaba él y marcaba tantas y tan sabias operaciones militares.

Con esta misma paciencia, con esta misma bondad, un historiador nos lo ha presentado jugando con sus sobrinos y sobrinas y con otros niños que no pertenecían A la familia. Era, pues, un excelente amigo de los niños.

En Briars, a despecho, o tal vez a causa de sus defectos, Betsy era la favorita del emperador, que quería mucho a esta loquilla, sin olvidar a Jane, su hermana mayor, una señorita muy juiciosa, ni a dos hermanitos más pequeños, de cinco y de siete años respectivamente.

Estos niños jugaban con sus condecoraciones: Á veces, para complacerlos, cortaba la cinta y les daba una. Inflaba sus globos, y hasta inventó un minúsculo carrito, al cual, para mayor regocijo de todos, se le enganchó un par de ratas.

Su fisonomía iluminábase con una sonrisa cada vez que podía hacer dichosos a los muchachos que le rodeaban.

Y el día en que Napoleón, a pesar suyo, tuvo que abandonar los Briars, la casa quedó muy triste, todos le despidieron con lágrimas en los ojos.

Cuando se pasaba de este lugar, desde entonces célebre, surgía el camino de Longwood, siempre desolador y, como en su comienzo, suspendido al flanco de la roca árida y amarillenta que acentúa más aún su pendiente.

La columna llegó por fin a la cúspide de la montaña. Allí, el médico segundo Henry y la tropa que iba al campo de Deadwood se encontraron a mil pies de altitud, sobre una meseta desde donde Jamestown era todavía visible. La ciudad semejaba desde allí a una calle de Liliput en el fondo de una zanja. La doble fila blanca de sus casas tenía justamente toda la importancia de dos grandes hileras de piedras.

La torre cuadrada de su iglesia apenas si parecía un pequeño guardacantón enclavado cerca de la orilla. El Conqueror, con sus tres puentes donde se asentaban los cañones y setenta y cuatro obuses, parecía un barquito de juguete.

Todos los objetos, vistos así, tomaban proporciones parecidas. Sólo el mar se agrandaba y, por un fenómeno óptico, observándole desde la altura, parecía que su superficie de color acerado se elevaba hacia el cielo, invadiendo el horizonte.

La sorpresa de un brusco cambio de temperatura destruía el encanto de este espectáculo. Acababan de salir de un collado ardiente, para seguir una calzada descubierta, en la que reinaba un viento alisio que empezaba a dejar sentir su frialdad penetrante.

Aún sudorosos, comenzaban a tiritar. Este caso es frecuente en una isla abrupta y de grandes montañas, cuya atmósfera, estancada en el vacío de los valles, no se renueva sino en las partes superiores.

A pesar de la humedad existente en un aire tan frío, la ausencia de vegetación persistía a uno y otro lado del camino, que pronto se elevaba a lo largo de las crestas dominantes. El paisaje seguía siendo agreste, y las piritas que se descubrían en los bloques desmoronados por antiguas convulsiones (masas calcinadas, producto de erupciones volcánicas) revelaban el origen de Santa Elena.

El suelo resonaba metálicamente, se camina sobre escorias y lavas. Este espectáculo desolador no cesa hasta las proximidades de Alarm House, un semáforo desde donde se veía la costa oriental y que, colocado a mil novecientos pies de altura, anunciaba a Jamestown, con un .cañonazo, la proximidad de los navíos que aparecían" por el lado de Longwood.

El suelo plutónico, revestido de una ligera capa vegetal, transformase por momentos en un terreno fértil, y la vista, cansada de tan continuas perspectivas grises, reposa satisfecha sobre páramos erizados de cactus; pero donde la retama espinosa presta su dulzura dorada y el geranio silvestre, exuberante, el rojo alegre de amapola.

Crecían arbustos aquí y allí: pinos silvestres y acacias plateadas de Australia que, a semejanza de ciertos sauces, agrupábanse en bosques claros o sombríos; cabañas de esclavos, dos o tres albergues de campesinos, y en los alrededores campos de cereales, alguna que otra pradera, cabras, corderos y vacas rumiando al pie de un talud, componían este cuadro pastoril.

Alarm House, además de ser el punto culminante del camino de Jamestown a Longwood, ocupaba una posición casi central en la isla.

Descúbrense desde este punto, como sobre un plano en relieve, todos los detalles orográficos de una tierra que no posee más que doce leguas de circunferencia. La vista puede abarcar toda su superficie, salvo al sur, escondida por un promontorio más elevados que los otros, donde se encuentra el distrito de Sandy Hay, que es un ancho cráter apagado.

En este lado se eleva, a 5oo pies de altura, el pico de Diana, el más alto de Santa Elena, de donde parten montañas en todas direcciones, con las que alternan estrechos barrancos, por donde otras veces corrieron torrentes de lava y que hoy sirven de lecho a inofensivos arroyuelos. De aquí nace el hilo de agua, relativamente abundante, que cae en cascada en los Briars y sigue hasta Jamestown, para llenar el depósito en que van a proveerse los navíos.

La amplitud del panorama muestra la pobreza vegetal de la isla. El macizo meridional está cubierto de árboles; pero las colinas laterales aparecen (completamente peladas de toda vegetación. Sus largas y vivas aristas se ensanchan raramente.

Sin embargo, en cuatro o cinco sitios se despliegan hasta formar pequeñas planicies; la más importante se ve a cierta distancia, al Este. Tiene algunos árboles, una casa, barracas y tiendas de campaña.

Napoleón habitaba la casa; las barracas y las tiendas daban albergue a la tropa. Allí iba destinado el médico Henry y sus compañeros. No faltaba, para llegar a tal punto, más que bordear una sima llamada La ponchera del Diablo, causa de su forma y dimensiones. Se la franquea después de tres cuartos de legua de marcha, sobre el precipicio sin parapeto, por un camino realmente vertiginoso.

Sus paredes estaban cortadas casi a pico y. las mismas plantas sujetas por sus raíces, las retamas espinosas, parecían no poder resistir por mucho tiempo a la atracción del abismo.

Hacia la mitad del círculo, una proyección rocosa parte oblicuamente del borde y sobresale muy poco de él, encerrando entre ella y el camino un pequeño espacio de la excavación.

La parte del abismo así disimulada aparece, debido a la frescura de cierto manantial, como un pequeño valle sembrado de césped, tapizado de mirtos y de rosales silvestres, sobre los cuales los sauces llorones extienden sus ramas.

La luz llega muy amortiguada hasta este rincón solitario, donde continuamente reina un día crepuscular, una semi-oscuridad verde, una paz silenciosa. Allí fue donde Bonaparte descansó más tarde, cuando doce granaderos del 66 de línea llevaron su féretro en hombros.

El batallón desfiló delante de la casa de Longwood, y, después de diez minutos, llegamos por fina Deadwood.

Seis grandes barracones, cada uno de los cuales podría albergar cien hombres, recibieron a los soldados. Los oficiales alojáronse en casitas cuyos respectivos interiores estaban amueblados con una colchoneta, una silla y un armario. Numerosas tiendas de campaña completaban el campamento, protegiendo contra las inclemencias del cielo a los criados chinos, a los negros, a los caballos y los numerosos equipajes que acompañan siempre a las tropas inglesas.

Henry, por su parte, declara llevar consigo de diez y nueve a veinte baúles, maletas o cajas y cuenta graciosamente cómo cenaron aquella noche en el comedor de oficiales, instalado provisionalmente bajo un cobertizo.

"Nos sirvieron primero, — dice — una sopa aceitosa, hecha con cordero del Cabo. Trátase de una variedad de la raza ovejuna que predomina allí. El animal carece de costillas, de piernas, no engorda en él sino el rabo, y es tal es el volumen de éste, que si no fuese por el sitio en que está colocado, podría creérsele la parte principal, el cuerpo mismo del cordero.

"Al ver esta especie de monstruo, nos preguntamos si el cuerpo es un apéndice de la cola, si es la cola la que nace del cuerpo... o es el cuerpo el que nace de la cola.

Después de la sopa vinieron las caballas, que es el pescado de la isla; caballas al natural, caballas cocidas, caballas de mil maneras. Siguió a este plato otro compuesto de unos pedazos de carne de vaca de Bengala, imposible de ser ingerida, con un gusto horrible a puerco montaraz, y otras cuantas cosas detestables.

Disgustados, los oficiales

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