En el año 376, un pueblo desharrapado y hambriento se planta en las fronteras del Imperio romano, a orillas del Danubio, y pide permiso al emperador oriental, Valente, para asentarse en la península balcánica. No están ahí por gusto, sino por necesidad: los hunos han destruido sus tierras e, insaciables, quieren más. Toma la palabra el caudillo tervingio Fritigerno, que unos años antes ha apoyado a Valente contra el también tervingio Atanarico, aliado del usurpador Procopio. Al final, el emperador acepta por simpatía pero, sobre todo, por interés: si es capaz de integrar esa fuerza en el Imperio, su ejército recuperará el pulso, en un momento en el que las tribus germanas empujan por un lado y los persas sasánidas pueden amagar en cualquier momento por el otro. «El ingreso de aquellos extranjeros en nuestro ejército iba a hacerlo invencible», resume Amiano Marcelino en el último libro de sus Historias.
¿Por qué nada salió según lo previsto? La imposibilidad de absorber semejante contingente humano y la avidez de los mandos romanos disolvieron muy pronto la esperanza que los godos habían depositado en el fértil suelo de la Tracia y azuzaron las primeras revueltas contra sus anfitriones. Dos años después, en agosto de 378, a las afueras de Adrianópolis, que hoy se llama Edirne y pertenece a Turquía, el emperador Valente aguardaba impertérrito su destino, que no era otro que la muerte.
Lanzas, espadas, flechas, dardos, corazas y cascos hendidos por las hachas, gritos de moribundos de uno y otro lado, pusieron la banda sonora a esa batalla, que se saldó,