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El árbol de Judas
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El árbol de Judas
Libro electrónico124 páginas1 hora

El árbol de Judas

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El protagonista de los cuentos policiales que conforman El árbol de Judas es don Pablo S. Laborde, un hombre de edad e ingenio cuyo joven aprendiz aparece como narrador. Laborde es del interior y, como antiguo administrador de campos, ha aprendido a interpretar las palabras y a confiar en su propia astucia para sonsacar información a la realidad. Al ser presentado desde distintos ángulos, Laborde termina perfilado con un detalle psicológico que lo resalta de modo casi tridimensional.

Estos cuentos son decididamente locales: ocurren en barrios de Buenos Aires o lugares cercanos de la provincia. Allí, el asombrado ahijado de Laborde descubre, con el candor de una iniciación, el Centro, las orillas de Palermo y Belgrano, el descampado en torno a plaza Italia, los caminos del norte hacia Ramallo o Zárate. Los relatos llevan al lector a visitar o revivir los mismos lugares que probablemente conozca, con el aspecto que tenían hace cien años.

El prólogo que encabeza este volumen publicado en 1961 es el único que Peyrou escribió para sus libros. Casi un cuento en sí mismo, revela ciertas claves de interpretación de los relatos aquí reunidos y proyecta la mirada general de Peyrou sobre la literatura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 feb 2021
ISBN9789875996502
El árbol de Judas

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    El árbol de Judas - Manuel Peyrou

    1.png

    manuel peyrou

    el árbol

    de judas

    Edición al cuidado de Héctor M. Monacci

    © de foto de tapa, Dominio público provista por www.piqsels.com

    © de dibujo en solapa, Gentileza Sucesión Hermenegildo Sábat

    © de diseño de tapa, Osvaldo Gallese

    © 2020. Libros del Zorzal

    Buenos Aires, Argentina

    www.delzorzal.com

    Comentarios y sugerencias:

    info@delzorzal.com.ar

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

    Impreso en Argentina / Printed in Argentina

    Hecho el depósito que marca la ley 11723

    Índice

    Prólogo | 6

    La Delfina | 12

    Nada | 24

    El matador | 40

    De este lado del arroyo del Medio | 68

    El árbol de Judas | 82

    Sólo los amigos de la aventura pueden

    comprender la grandeza del pasado..

    Alfred N. Whitehead

    Prólogo

    Las vidas imaginarias no son nunca totalmente imaginarias y las biografías de personajes históricos no son nunca totalmente reales. Estas afirmaciones casi axiomáticas y, por lo mismo, triviales, me sirven, sin embargo, para encauzar este prólogo, que es la presentación de un personaje. Alguien dijo que no sabía si Plutarco fue historiador o novelista. Estos son los dos extremos entre los cuales se ubica la carrera profesional del biógrafo: a medida que el tiempo se convierte en historia le es más difícil rescatar los rasgos humanos del personaje descrito; pero si el autor elige un héroe que él mismo pudo conocer, por haberlo alcanzado en su infancia o adolescencia, o por tener de su vida referencias directas, puede resultarle más fácil intentar una biografía poética y dramática, hecha de detalles individuales, precisos, matizada de las manías y las inconsecuencias que perfilan el carácter de los hombres.

    Cuando se trata de un lapso moderado, es irremediable anotar que, generalmente, para sus comentaristas, sean o no escritores, el pasado se convierte en algo digno de ser humedecido por la elegía; casi nunca se comenta un tiempo que fue peor que el presente: los precios siempre fueron más bajos; los hombres, más decentes; las mujeres, más bellas, lo que algunas veces no deja de ser verdad.

    Pero también puede considerarse el pasado como un grupo de sucesos y una serie de circunstancias aptos para prefigurar, integrar y hasta definir esquemas del presente y del tiempo venidero. Si somos capaces de dar un salto hacia atrás, con animoso espíritu poético y no con exclusivo afán documental, quizá logremos volver de esa selva marchita con alguna flor temblorosa y olvidada, modelo de otra, que todavía no existe.

    La introducción, en la literatura de intriga, de dos personajes, uno de los cuales sirve casi exclusivamente para poner en evidencia la perspicacia y la inteligencia del otro, ha sido atribuida a Edgar Poe. El talentoso y muy erudito Régis Messac, sin embargo, refiriéndose a Der Geisterseher (El alucinado), de Schiller, afirma: Parece que es la primera vez que se encuentra, aplicado sistemáticamente, el procedimiento que consiste en presentar la explicación de una serie de hechos por medio de un diálogo entre personajes de ingenio desigual. Agrega que el poeta alemán pudo inspirarse de una manera general en el empleo de los confidentes de la tragedia clásica, y también que es posible que Poe haya encontrado por su cuenta ese recurso.

    Sabemos que los lectores se proyectan en sus héroes literarios y que buscan en el arte lo que no encuentran o lo que les atrae en la vida. Desde el punto de vista de la psicología, para que la proyección sea posible, el personaje tiene que parecerse de algún modo al lector medio, o bien presentarse desdibujado, para que cualquiera pueda proyectarse en él. Pero cuando, como en los casos aludidos, el autor presenta un admirador y un héroe, quizá la proyección se divida entre ambos, o el héroe menor actúe como conductor de la admiración del lector: una suerte de piloto de sus emociones. De este modo Flambeau, el ladrón redimido, pero una mente común, actúa de intermediario, por decirlo así, entre el lector y el Padre Brown, un cura fuera de lo común. También William Faulkner ha utilizado el procedimiento en los cuentos de Gambito de caballo y en la novela Intruso en el polvo. Allí el joven Charles Mallison admira y secunda a su tío, el abogado Stevens y, con la edad, progresa también mentalmente, asimila el estilo de Stevens y, en uno de los relatos, cuando éste, cincuentón, se casa, dice a la pareja: Mi bendición, niños. Es posible suponer que, a esta altura del cuento, el lector también ha progresado y respeta plenamente al abogado Stevens.

    En Poe, el relator y admirador del caballero Dupin es anónimo; en Faulkner, el relato es hecho por el joven Mallison en forma directa o indirecta, a veces casi anónima, en los cuentos de Gambito de caballo y en la novela antes citada. A cada instante, sin embargo, aparecen rastros que parecerían sugerir algo trenzado y homogéneo, como si Charles o Stevens hubieran contado el asunto al autor, o Stevens, Charles y Faulkner fueran íntimos amigos, o Faulkner hubiera sido alguna vez Charles, lo que no tiene nada de extraño, porque este escritor es de los que logran dar la impresión de ser camaradas de sus personajes. Así leemos: Él, su tío, dijo tal cosa, o Su tío tomó la pipa de marlo. Es una suerte de punto intermedio entre la primera y la tercera persona del singular, mediante el cual los personajes están como señalándose y definiéndose mutuamente en todos los momentos, exhibiendo una condición moral que alcanza, por supuesto, también a los negros.

    Yo también he utilizado a un joven que respeta y admira a un hombre de edad –don Pablo S. Laborde, su padrino–, pero lo he erigido narrador porque supongo que después de muchos años de fervor literario ha aprendido, o cree haber aprendido, a describir los sucesos, las personas y los lugares del pasado.

    Los temas son todos imaginarios, con excepción del que motiva el relato titulado De este lado del arroyo del Medio, que no lo es tanto. Puedo decir que me ha sobrado material, porque mi imaginación y mis argumentos son menos competentes y seguros que mi nostalgia. Los lugares donde ocurren los hechos son Palermo, el Centro, las proximidades de Pueyrredón y Santa Fe, con la extinta confitería de Moglia –en la última de esas calles, entre Pueyrredón y Larrea, en la acera impar–; una ciudad de Cuyo, que puede ser Mendoza, y la ciudad de San Nicolás. En el relato que da su nombre al libro, la persona que abre la puerta de su casa al joven Juan Carlos, después de la aventura nocturna, es realmente mi madre. La veo por primera vez en mi memoria en una quinta de San Fernando, de traje negro, brillante, con el pelo trigueño peinado hacia arriba, los ojos claros y la nariz recta y fina; lleva un cuello de encaje blanco, sostenido con ballenas. Cruzamos un jardín en cuyos arriates florecen exangües margaritas y pensamientos de color lila, violeta y amarillo; por algún contratiempo –que no recuerdo– yo profiero una palabra cuyo eufemismo habitual era miércoles. (Ahora casi todo el mundo cree que miércoles es realmente un día de la semana.) Antes de extinguirse en el aire la resonancia de la letra a, que termina y corona triunfalmente la palabra, resuena en mi mejilla, con mayor fuerza, y más triunfalmente aún, la mano enguantada de mi madre. Con ese golpe ella utiliza avant la lettre, como casi todas las madres de entonces, las útiles consecuencias didácticas de los reflejos condicionados, que ahora se aplican para enseñar a los perros y que lamentablemente han sido ya olvidados por los progenitores actuales en la educación de sus niños. Quizá ese golpe fijó en mi memoria algunos otros detalles del lugar, como la casa baja y gris, los árboles, el jaguar que cuidaba la siesta de mi abuelo y que hubo que regalar al Zoológico cuando se volvió cariñoso en demasía, el mono inapetente que daba vuelta el plato de la comida y le ponía una piedra encima. De uno o dos años después es el recuerdo de los días en San Nicolás, en la calle Belgrano, y de un terreno baldío donde jugábamos a los exploradores, con un gato barcino que representaba aceptablemente el papel de tigre de Bengala. También es de San Nicolás la visión de una tarde en que sonó el timbre de la puerta de calle. Era una casa baja, con zaguán; en el zaguán había tres puertas: una hacia el escritorio, otra hacia la sala y la tercera, la cancel, hacia el patio. Acudí al llamado y vi un anciano bajito, de bigotes caídos y blancos; sostenía en cada mano una gallina mal envuelta en papel de diario: el habitual obsequio de la gente de campo. Eran los únicos seres que en los últimos tiempos había privado de la vida. Me preguntó: ¿Está el ‘dotor’?. Repuse: ¿De parte de quién?. Contestó con voz tranquila y grave: De Guillermo Hoyo. Creo que esa tarde se juntaron por primera vez en

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