Acto y ceniza
Por Manuel Peyrou
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Acto y ceniza, publicado en 1963, ensambla magníficamente varias líneas argumentales, al cruzar las vidas de los protagonistas y seguir la evolución de sus relaciones con el poder y con las mujeres.
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Acto y ceniza - Manuel Peyrou
manuel peyrou
Acto y Ceniza
Edición al cuidado de Héctor M. Monacci
© de foto de tapa, Dominio público provista por www.piqsels.com
© de dibujo en solapa, Gentileza Sucesión Hermenegildo Sábat
© de diseño de tapa, Osvaldo Gallese
© 2020. Libros del Zorzal
Buenos Aires, Argentina
www.delzorzal.com
Comentarios y sugerencias:
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Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.
Impreso en Argentina / Printed in Argentina
Hecho el depósito que marca la ley 11723
He aquí, yo clamaré agravio, y no seré oído:
daré voces, y no habrá juicio.
Job, XIX, 7
Índice
libro primero
Capítulo Primero | 8
i | 8
ii | 18
iii | 32
iv | 39
Capítulo Segundo | 47
i | 47
ii | 56
iii | 65
iv | 76
v | 82
vi | 91
libro segundo
Capítulo Primero | 110
i | 110
ii | 121
iii | 135
iv | 145
v | 166
Capítulo Segundo | 190
i | 190
ii | 199
libro tercero
Capítulo Primero | 223
i | 223
ii | 229
iii | 240
Capítulo Segundo | 250
i | 250
ii | 261
v | 280
vi | 292
vii | 306
libro primero
Capítulo Primero
i
Las hojitas ovaladas de las tipas temblaban y chocaban entre sí, con leve susurro; y desde aquella esquina –en la mañana que rozaba los árboles y caía sobre la amplitud de la calle Warnes– algunos vecinos curiosos veían un tumulto de luces, un centelleo, fugaz pero repetido, en lo alto de las copas, como si mil manos, manejando mil espejos, jugaran a reflejar el sol en las ramas. Los vecinos, curiosos, comentaban en favor o en contra –preferiblemente en favor– la llegada de los inspectores. Alrededor de los gruesos troncos, marcados por cicatrices verticales, en la vereda y sobre los adoquines convexos, ardían como carbones minúsculas flores amarillas. Diciembre había traído el verano al barrio, y las tribulaciones a ese hombre que frente al portón de su fábrica observaba, aún más nervioso que abatido, cómo los inspectores extraían de un tarrito de lata la goma con que pegaban las fajas de clausura.
El sol –un disco cada vez más intenso en el cielo blanco– estaba llegando (o parecía llegar) al cenit de Villa Crespo, pero el hombre no lo advertía. Nunca había pensadoenquefueradifícilvivir, yel flujoyel reflujode los sucesos siempre le habían concedido amablemente la cresta de la ola, dirigida a la playa más cómoda y accesible. Lo que ocurría no era verdad, pensaba o quería pensar, pero el fino susurro de las hojitas ovaladas formulaba inexorablemente un largo sí
, un interminable sí
, persuasivo y desolador.
Su padre había llegado al barrio en 1908, e instalado allí una fábrica de caramelos y dulce de membrillo, en competencia con otra que, en Aguirre entre Malabia y Acevedo, explotaba un inverosímil sacerdote. Cuando él –Samuel J. Liberman, a quien llamaban Sammy– entró en la escuela de la calle Rivera, algunos de los chicos de sexto grado trabajaban por la mañana en la fábrica del cura, y eran envidiados por sus compañeros; con fundamento y gula, todos esperaban que en un descuido del propietario pudieran aquellos distraer un bombón en beneficio propio, y muchos otros más, para repartir entre sus amigos. Carlitos Finkel, entre otros, siempre aparecía con caramelos pegoteados en el bolsillo del saco, que extraía ante la expectativa de todos y ofrecía luego generosamente. Fue una lástima que una mañana no advirtiera el oblicuo destino de un espejo que el cura instaló al costado de la mesa de empaque, mediante el cual, en combinación con otro existente en su escritorio, podía vigilar a los sospechosos: Carlitos fue sorprendido con tres caramelos de fruta en la boca ya listos para la deglución, y diez bombones de chocolate en la blusa, reservados para su preferida, la insaciable y pecosa Naricita Goldfinger.
Frente a los otros chicos, Sammy parecía un inglesito pulcro y quizá amanerado; el barrio se transformaba, por la inmigración de verdadera gente de trabajo
, como decía Samuel Liberman, que había importado para su fábrica novedosas y perfectas máquinas de Alemania; y esa gente de trabajo
, y de negocios, competía victoriosamente con los italianos afincados antes del 900.
Así como muchas poblaciones del país progresaron gracias a la llegada del ferrocarril, el barrio debe ahora gran parte de su prosperidad a la llegada del subterráneo. En el proyecto primitivo los trenes iban a pasar de largo (sin ser ni siquiera advertidos) pero los hombres conscientes del lugar (cuya conciencia debía mucho al estímulo de Samuel Liberman) dieron la voz de alarma. Si no se construía una estación entre Río de Janeiro y Dorrego, únicas previstas, el barrio quedaba aislado. Se constituyó una comisión popular, de la que formaron parte, entre muchos otros, Samuel Liberman y sus hermanos Isaac y Marcos, se multiplicaron las gestiones, hubo un mitin en el teatro Mitre y, finalmente, se logró la apertura de una estación en Canning.
Sammy, Carlitos Finkel, el Gordito Garfunkel, y otros chicos, hacían excursiones y varias veces visitaron, en busca del Tarta Biella –que era hijo de italianos pero buen chico–, la casa lindera con un conventillo famoso, donde vivía una mujer de extendido prestigio. Un atardecer lluvioso de otoño, un compadrito del barrio, que siempre vestía de azul oscuro, con corbata negra tejida y tacos altos, llegó muy despacio desde la esquina sacándole lustre al revoque, y se detuvo en la puerta. Miró hacia el patio del conventillo y con voz aguardentosa gritó, como en una invocación: ¡Mujer de nombre de ave y arranques felinos!
. Tanto le gustó a Sammy esa frase que la recordó muchos años y, ya casado, se la siguió repitiendo a su mujer hasta que ella, de muy buen modo, le insinuó que la aburría. Aquella mujer era una fabriquera entradora, de vasto corazón, apto para hospedar a un tiempo dos o tres pasiones; desgraciadamente, su amplitud de miras no fue comprendida y a uno de sus amantes, el Zurdo Morales, lo cosieron a puñaladas cerca del arroyo.
El padre de Sammy adquiría los cigarrillos (Ideales o Misterio –Misterio
al comprarlos; revelación al fumarlos–) en un negocito de Triunvirato, entre Malabia y Canning; el cigarrero, que era hombre emprendedor, empezó a vender libros, con lo cual creyó aumentar sus entradas y fomentar la cultura (ya se sabe que la gente de la colectividad es muy lectora); pero el hombre, que después se hizo editor, no salió de pobre. El local se le llenaba de tipos raros, que se embebían de anarquismo, caña quemada y François Villon y le usaban la máquina de escribir, gastándole la cinta. Isaac y Marcos, los tíos de Sammy, frecuentaban la Glorieta La Victoria, antes de fundar la mercería que ahora se ha convertido en la gran fábrica de tejidos; se divertían escuchando el bandoneón de Paquita, La Flor de Villa Crespo
como decía el tango, o las payadas de Pájaro Azul, que de día era pintor de paredes y de noche cantaba: Hubo champán y masitas, hubo merengues y tiros
.
De tanto en tanto, los hermanos mayores de los amigos de Sammy estrenaban sus pantalones largos y en seguida quebraban las impecables rayas del primer planchado marchando vigorosa y sostenidamente hacia las humildes casas malas
(decían con horror las madres) de un peso, en Canning y Warnes, en Padilla, entre Canning y Aráoz, o llegando hasta Luis Viale y Acoyte, a fin de cumplimentar a la Flaca; desde la esquina adivinaban el rectángulo de luz blanca en la vereda –aviso mudo, eficaz y casi lírico– y la emoción y la impaciencia crecían al percibir el zaguán y luego la cancel, con visillos lisos o plegados.
En sus expediciones, los más chicos llegaban a veces al Mirador de Rosas
, mansión que nadie había conocido, pero de la cual quedaban los cimientos en medio de un pastizal enmarañado; allí jugaban a Pancho Villa y los americanos, o a vigilantes y ladrones.
En el 24 Sammy ingresó en el Nacional Central, porque su padre insistió en que se mezclara con muchachos de todos los ambientes, en vez de aferrarse a los de su raza. La fábrica era ya valiosa, y al año siguiente la familia se mudó a un petit hotel de la calle Juncal, al llegar a Callao. Compraron un Chandler cerrado –una marca que hace años no se fabrica– y a veces el chofer llevaba a Sammy al colegio en automóvil, antes de ir en busca de su padre para conducirlo a casa. El coche era amarillo oscuro, cerrado y pegaba un golpe bárbaro
, como decía Sammy. Solamente los mellizos Martínez de Alcántara y Belisario Cárcano iban en automóvil, además de él, entre cuarenta y cinco muchachos de la quinta del tercero. Se hizo muy amigo de Lucho Martínez de Alcántara y de Pedrito Gazzotti, que después fue su abogado, y los domingos salían siempre juntos. Iban por la mañana a la salida de misa del Carmelo, a mirar las chicas, y después caminaban por la calle Santa Fe. Por la tarde iban un rato a la plaza Francia, que estaba de moda, y luego corrían a Los Dos Boulevares, donde se servían masas directamente del mostrador, como era entonces la costumbre, y siempre declaraban tres o cuatro menos de las que habían comido.
Al salir del Nacional ingresó en medicina, pero ese mismo año murió su padre, de un ataque al corazón, y él debió hacerse cargo de la fábrica. Su madre, abatida por aquella desgracia, murió al año siguiente, de modo que Sammy, hijo único, quedó solo en el mundo. Sin embargo no dilapidó el dinero; trabajó con ahínco y la fábrica fue viento en popa hasta 1946. En 1937 compró los dos terrenos de la calle Warnes, para ensanchar las dependencias y el departamento de bebidas. Ese mismo año Jacobo Goldstein, el gerente que acompañó a su padre durante quince años y que aun, ya viejo, dirigía la fábrica, trajo de Estados Unidos la fórmula del famoso acaramelado de limón. Inundaron la plaza, con fuerte propaganda, y en un año ganaron dos millones con ese solo producto. En 1945 inauguraron la sección bocadillos de copetín, que todavía es un renglón rendidor. Fabrican –es decir, fabricaban, porque desde el sábado el cierre les impide trabajar– borrachitos al rhum, cerissettes, acaramelados, merenguitos de nuez, bocaditos de queso, chips de paté, barquitos de langostinos, canapés de anchoas, medallones de pasta, traviatas, empanaditas mignon y volauvents. Como fácilmente se advierte estos productos son propios de una fábrica de sándwiches antes que de una gran industria de dulces y chocolates. Sin embargo, agregaron esa pequeña sección a la fábrica por razones que se podrían llamar sentimentales. En el año en que Sammy inició su frustrada carrera de medicina se veía casi todos los días con Lucho Martínez de Alcántara. Vivía en una vieja casona de la calle Montevideo casi al llegar a Quintana, con un alto paredón gris, manchado de musgo; era un petit-hotel de cuatro pisos, rodeado de jardines, lleno de corredores que Sammy nunca alcanzó a conocer bien. Recordaba que para llegar a un cuarto que los mellizos utilizaban para estudiar había que recorrer un pasillo muy oscuro y que a ese pasillo daba la pieza de Cecilia, la hermana mayor de los muchachos, que en ese entonces tenía veintidós años. Era una de esas mujeres que a los veinte años representan treinta y que a los cuarenta o cuarenta y cinco siguen representando treinta. Era bien formada, angulosa, diríase maciza, si no fuera que el término puede sugerir corpulencia, y podría agregarse que era también leve, si no fuera que la palabra puede significar ligereza o delgadez. En pocas palabras, era esbelta, bien plantada, aunque este último término tampoco es apropiado porque alguien puede imaginar una gallega o una andaluza detonante. Era lo contrario de una hispana detonante. Era la mujer más argentina que Sammy había visto en su vida, con algún toque leve de francesa o de nórdica (la abuela materna era Domselaar). Su rostro era anguloso, más bien grande, de pómulos ligeramente abultados, con una nariz respingada pero no pequeña, es decir, un perfil audaz irregular, casi inverosímil. Sammy recordaba siempre que una tarde, al pasar hacia el comedor, la vio por la puerta abierta, frente a un gran espejo, bajo la luz de la ventana, peinándose el cabello rubio. Al volver, cinco minutos después con una botella de cerveza que iban a beber en el cuarto de estudio, estaba aún en la misma posición, ensayando peinarse para arriba la gran mata de cabellos dorados por el sol. Mientras abrían la botella, Sammy dijo a Lucho:
–Le cuesta peinarse a tu hermana…
–Parece, pero no es así. Está seis o siete minutos frente al espejo, levantando un mechón y arreglando otro, indecisa y descontenta, poniendo una horquilla por aquí y otra por allí, y cambiándolas varias veces. De pronto, como inspirada, levanta esto o baja aquello y de pronto aparece peinada, impecable. Estas palabras de Lucho fueron para Sammy una revelación. Sí; así era Cecilia. Parecía siempre inspirada, hasta para las pequeñas cosas, en medio de una calma fría, amable, y de una especie de recogimiento reflexivo, que a veces le fruncía levemente el ceño. Cuando Sammy entraba con sus hermanos parecía salir de una distracción pasajera y su rostro se iluminaba, iluminando a todos; tenía los ojos verdes y el cutis dorado, color whisky, como decía Lucho. Sammy la miraba como a algo demasiado bueno para ser verdad y, por supuesto, se enamoró de ella. Pero el año siguiente Pepe Martínez de Alcántara murió de tifus y Lucho partió a París como empleado de embajada. Liberman ya no tenía ningún motivo para visitar la casa, pero a veces al atardecer pasaba por Montevideo y Quintana, con la esperanza de encontrarse casualmente con Cecilia. Nunca la encontró, pero en cambio un día lo sorprendió un gran cartel de remate judicial. Dos o tres meses después vio en La Nación la noticia necrológica del doctor Federico Luis Martínez de Alcántara, con grandes elogios porque había sido ministro, camarista y quién sabe cuántas cosas más. Buscó el aviso: invitaban Cecilia y Federico, pero a éste se lo señalaba, entre paréntesis, como ausente. El domicilio, por supuesto, ya no era en la calle Montevideo, sino en un departamento de la calle Perú, cerca de Chile. Sammy envió una tarjeta.
En 1938 se casó con Ermelinda, a quien conoció en el Club de Gimnasia y Esgrima, en Palermo, y que lo buscaba desde hacía años. En 1944 vio por última vez a Cecilia. Ese año conoció en una reunión de la Unión Industrial a Mr. Reginald Frazer, un norteamericano interesado en el negocio de dulces y chocolates. Era un día de verano, con un calor espantoso, y Mr. Frazer lo invitó a que bajaran a los 36 Billares de la Avenida, para tomar algo. En el mostrador hizo abrir una botella de champagne Arizu seco, le sirvió una copa y mientras bebía la suya le ofreció de golpe y porrazo veinte millones al contado por su fábrica. Le dijo que su mujer era argentina –una Benítez, que había conocido en la universidad de Ann Arbor– y que quería vivir en Buenos Aires. Liberman pensó que si le ofrecía veinte millones de dinero seco
, como él decía, era porque estaba dispuesto a pagar más y se mostró reticente. Todavía está arrepentido; el hombre andaba en varios negocios a la vez y seguramente colocó el dinero en otra parte. Pero durante una semana se vieron casi todos los días y el 31 de diciembre lo invitó a su casa. Le había dicho que no tenía nada que hacer y que pasaría a buscarlo a las diez, pero se apareció a las nueve; menos mal que Ermelinda ya estaba vestida. Frazer llegó en un Packard especial, rojo, modelo 44, al lado del cual el Cadillac 40 de Sammy parecía una catramina, y los llevó al Kavanagh, donde tenía un departamento en el segundo piso. La mujer les abrió de traje largo y guantes de goma. Era feúcha, pero distinguida, y en un alud de palabras dijo que después de la salida de Frazer –Reggie, le decía– las sirvientas se le habían insolentado y había despedido a dos de ellas, quedando sólo la correntina
. Agregó, mientras ayudaba a Ermelinda a sacarse el tapado de visón: Como siempre, me salvó la Ñata, que vino a ayudarme
. Al oír esta mención, a Frazer se le iluminaron los ojos. Dijo que mientras llegaba la gente podían pasar a la cocina, tomar allí un whisky y, de paso, ayudar en algo a la Ñata. Pasaron a la cocina y allí estaba Cecilia, tranquila, pero con una sombra de preocupación en los ojos, vigilando la preparación de los bocadillos, y dando órdenes amables a la correntina. Estaba peinada hacia arriba, con la nuca rubia despejada, con el pelo sujeto atrás por una estrella con brillantitos; se había puesto un delantal sobre el vestido de raso negro, adornado en la parte de los hombros y del pecho por algo que parecían lentejuelas azules. Al entrar, María Delia, la esposa de Frazer, pareció por contraste con Cecilia perder súbitamente calidad y convertirse en otra persona del servicio. Cecilia reconoció a Sammy en seguida y lo saludó con mucha familiaridad, lo que le dio evidente importancia ante Mr. Frazer. Mientras acomodaba los barquitos de langostinos en una bandeja, Cecilia le dio un dedo, disculpándose por tener las manos sucias; Sammy le preguntó por Lucho y ella repuso que se había casado en París y que esperaba un traslado a El Cairo, con un puesto superior. Él habló con evidente pena del remate de la casa y ella repuso, invulnerable a las vicisitudes:
Había que pagar las deudas.
Quería preguntarle algo más, mostrarle su preocupación, pero no acertó a decirle más que:
¿Y usted?
Sonrió ampliamente, como en los viejos tiempos, y dijo:
–¡Oh! Yo fui a ver a uno de mis tantos parientes y le pedí un empleo. Estoy en Agricultura. Alguna vez tenía que trabajar.
No sabía cómo mostrarse amable o, quizás, chistoso o familiar; dio un paso hacia una bandeja, tomó un canapé y se lo ofreció. Se sintió muy estúpido después de ofrecer:
Un canapé. ¿Quiere sentarse? Gracias… No estoy cansada… –le mostró los barquitos con langostinos y le dijo–: ¿Quiere un piccolo navio? Frazer festejó ruidosamente las respuestas de Cecilia, que como de costumbre las había dicho con mucha gracia, pero María Delia miró a su marido seriamente, aunque sin amargura, y comentó:
Todo te parece ingenioso, ¿no? Me voy a comprar un libro de chistes, a ver si te hago reír… No es cuestión de libros
, pensó Liberman. Una hora después empezaron a llegar los invitados, casi todos niños bien, y amigos de Delia, que ella presentaba a su marido; también eran viejos amigos de Cecilia, pues no se oía más que familiares y cariñosos Ñata
, por aquí, y Ñata
, por allá. En un momento dado Sammy habló con Cecilia de negocios, tema que andaba buscando por una especie de ingenua necesidad de mostrarse importante. Elogió a Cecilia su habilidad para preparar bocadillos, algunos de los cuales eran realmente novedosos. Ella opinó que podría ser un gran negocio fabricarlos al por mayor, con una organización como la de Liberman. Él pensó que ese podía ser un pretexto para cultivar su amistad y le pidió que le mandara algunas recetas; le dio el teléfono de la fábrica, mientras su mujer, que hablaba de ropas con una señora muy distinguida, lo observaba con intriga.
Cecilia no lo llamó, pero tres días después llegó una carta con varias recetas, con una tarjeta de Cecilia que decía simplemente: ¡Buenos negocios!
. Sammy llamó a Goldstein y le pidió que estudiara la posibilidad de fabricar bocadillos. Tres meses después los fabricaban y lanzaban al mercado con una gran propaganda. Perdieron cerca de cien mil pesos por mes durante más de seis meses, pero insistieron porque Sammy había agregado esa sección a la fábrica por razones sentimentales y esas razones no habían desaparecido. Esperaba que Cecilia algún día lo llamara, algún día en que viera algunas de sus propagandas, por ejemplo, el enorme cartel que levantaron en Florida y Corrientes. Pero no lo llamó, de modo que aquella noche de 1944, en el Kavanagh, fue la última vez que vio a Cecilia Martínez de Alcántara.
Pero el dinero llama al dinero y Sammy, que por primera vez en su vida gastaba tanto en lanzar un artículo que no era a todas luces un gran negocio, vio que de pronto empezaba a repuntar la venta, las confiterías a acosarlos, el interior a exigir más envíos, hasta que fue necesario ampliar la sección. Después de eso bastó ahorrar ligeramente en el costo –disminuyendo apenas la calidad de los ingredientes– y aumentar unos centavos el precio para que los bocadillos se convirtieran en el tercero o cuarto de los renglones, en orden de ganancias. Claro que ya para entonces les habían buscado muchas vueltas. Los bocadillos habían sido adecuados a la venta callejera, que pronto superó a la venta para fiestas. Inventaron el famoso Corazoncito, un bocadillo de pasta salada con algún gusto a salmón ahumado que se vendía como agua, y lanzaron, envueltos en papel celofán, tres clases nuevas de acaramelados que pronto se hicieron populares.
ii
El padre de Sammy era hijo de un orfebre de Múnich, que se trasladó a la Argentina munido de buen dinero
–otra de las expresiones de Sammy– y puso un negocio de platería en la calle Cuyo. En contra de su voluntad, su hijo instaló en 1910 la fábrica de dulces, pero tuvo razón, porque en poco tiempo ganó más dinero que su progenitor. De modo que Liberman siempre fue un joven rico, bien educado; cultivó la literatura, pero como eso no conduce a nada, la relegó a su verdadero papel, es decir, al de motivo de lucimiento en las reuniones, cuando conviene dejar de lado un instante el tema de los negocios. Por su estatura –algo más de un metro y ochenta–, ojos claros, pelo rubio y pequeña nariz, muchas personas lo consideraban sajón; dentro de lo posible, Sammy toleró ese error, que estimulaba su aplomo. Lleva el pelo, que es escaso, con algunas estrías blancas, peinado hacia atrás; la frente es despejada y el cutis, bronceado, detalle, este último, que favorece el error antedicho. Pero la nariz muestra dos cortas aletas abiertas y desagradables, como un defecto de fábrica, y el breve mentón resulta mezquino en el óvalo normal de la cara. La desproporción es agravada por una boca pequeña, de labios más bien finos. Sammy discurre con una voz ligeramente aguda, pero de tono firme, como de hombre acostumbrado a mandar. También es firme su estilo de marcha, con los pies rectos y los hombros, que no son anchos, muy aplomados. Cuando era chico su madre adquiría toda su ropa, inclusive los trajes, en James Smart, que entonces estaba en Florida y Bartolomé Mitre; el niño se acostumbró al estilo inglés: nunca le faltaban dos o tres trajes detweed y otros tantos de gabardina beige.
La fábrica de la calle Warnes, gran construcción pintada de verde claro, de dos pisos, de cincuenta metros de frente por ochenta de fondo, tenía un portón de madera gris para vehículos, y ya adentro, sobre dos vereditas, aparecían de cada lado de un callejón empedrado, las cuatro o cinco puertas de las oficinas administrativas. El escritorio de Sammy, entrando a la derecha, y el de Goldstein,a la izquierda, hacían que éste se lo pasara toda la mañana cruzando el callejoncito para consultar al patrón. Al fondo, en los dos pisos, funcionaban las pailas y las máquinas de trituración y conformación. Sammy –Samuel J. Liberman– no le agradecía la inicial a su padre. No se explicaba cómo él, fervoroso partidario de la idea de integrarse, confundirse en la colectividad general, para subsistir y trabajar tranquilo, le colgó el nombre de Jerosolimitano, que identifica, denuncia y asombra. Samuel, o Sammy, podían ser cualquier cosa, pero Jerosolimitano, de ninguna manera. Además, éste fue el motivo de la primera discusión con su mujer, cuando descubrió el significado.
Ermelinda, fornida, baja, con tendencia a engordar, estaba siempre a régimen, su cabello era rubio, su cutis, sano, rosado, y los ojos, claros; en la época en que Sammy la conoció era una de las chicas más populares del club, porque se ocupaba constantemente de serlo. Detentaba uno de esos misteriosos derechos adquiridos, en forma unipersonal, que las colectividades admiten en seguida y que luego sirven para caracterizar al poseedor y aun para burlarse de él; Ermelinda organizaba los partidos de ping pong, las carreras en la pileta y, cuando llovía, los indecisos esperaban su gesto afirmativo para sentarse a la mesa de juego.
Con el matrimonio olvidó sus veleidades y adquirió la consecuente dignidad conyugal; se movía sin apuro, con aire importante, o por lo menos ausente, como si gozara de una merecida jubilación; incluyó a su cuerpo en su sistema de coquetería, haciendo todo con aparente desplazamiento de músculos. Si salía de compras y le ocurría levantar de un mostrador dos o tres paquetes, procuraba hacerlo sonriendo, como si fuera un acto gracioso, e inclinaba el cuerpo, como si los paquetes pesaran; luego, al colocarlos debajo del brazo, inclinaba exageradamente el torso fornido y calzaba sus guantes mordiéndose los labios, demostrando que tal acto no era una tarea fácil, o quizá que los más insignificantes menesteres de la vida pueden constituir una molestia que algunos saben desempeñar con desenvoltura y otros, no. Creía firmemente en la importancia material, social y espiritual del dinero y no había necesitado a un profesor como Sammy para aprender la lección. Como carecía de mejores pautas, deducía que la riqueza supone méritos y los atribuía con largueza implícita a las personas que adquirían un departamento en la avenida del Libertador o viajaban a Europa. Cuando al divisar un automóvil de último modelo prorrumpía, con la boca llena: ¡Qué bote!
–una de las frases que ya estaban aburriendo a Sammy, que había manejado automóviles desde la adolescencia– significaba que aquel era un coche admirable, pero también que su propietario era un triunfador y, que si era un triunfador, era inteligente, poderoso y simpático. Como lógica consecuencia, ella porfiaba en demostrar calidades –es decir riqueza–, pero como carecía de frenos críticos el resultado era mediocre. Exhibía un anillo que ninguna millonaria de buen gusto habría tolerado, una copa Melba en miniatura, por la forma y los colores –y también indigesta– formada por piedras multicolores que trepaban a una insólita colina de oro. El cierre de la fábrica la trastornó; era su primer fracaso. Había buscado con deliberación la fortuna; su pérdida, o la simple disminución,