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Derrumbe
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Libro electrónico160 páginas2 horas

Derrumbe

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El nuevo libro de relatos de José Leandro Urbina indaga en la complejidad humana y social de la vida en la ciudad a partir de la experiencia cotidiana de personajes que resultan extraordinarios en su sencillez. Se combinan aquí cuentos y microrrelatos en torno a una serie de temáticas clásicas: el infaltable amor, la fortuna, la traición, la muerte, se instalan en nuestro mundo local con amarras irónicas, crueles, patéticas, humorísticas y absurdas.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento7 dic 2015
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    Derrumbe - José Leandro Urbina

    José Leandro Urbina

    Derrumbe

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2015

    ISBN: 978-956-00-0615-8

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Para los tres mosqueteros:

    Nicolás, Ignacio, Felipe y Cristóbal.

    Para el Duo Dinámico:

    Sebastián y Pato

    Cielo vacío de alas es el de la Ciudad

    dominio de pájaros en tierra

    con la vista baja en las plumas herrumbrosas

    como esos matorrales de los parques salpicados de lodo.

    Waldo Rojas

    Nuevos cimientos, nuevos muros y cielos

    a la espera de que se desaten Las Furias.

    Jaime Retamales

    Desgracias del pasado inevitables

    que como con garras se aferran

    al sepulcro de la denegación.

    Mallarmé

    Abnegación

    Ximena fue siempre la hija favorita de mamá. Ella la cuidó durante todo el período más grave de su enfermedad. Había ocasiones en que casi no dormía vigilando su respiración, calmando sus quejidos nocturnos. Ciertas noches dormía abrazada a ella, como para no perderla. La mamá tenía más de ochenta y cinco años y todos creíamos que no sobreviviría a sus dolencias.

    Ximena se desvivía, hasta hizo cambiar su cama a la pieza de la enferma. Dejó su trabajo cuando se vencieron las licencias legales. Los hermanos le ayudamos financieramente porque comprendíamos su apego y porque nos liberaba de la carga que representaba hacernos cargo de la vieja. Sin embargo, nos preocupaba su estado mental. Se le notaba afectada por sus deberes de guardiana: cada vez más pálida, sus ojos reflejaban el agotamiento.

    Ignacio fue el primero en darse cuenta de su paulatino deterioro. Había comenzado a perder peso, lo que ya era perceptible en lo agudo de sus pómulos.

    –Creo que nuestra hermana requiere descanso –advirtió–. Se ve un tanto anémica. Habría que buscar una enfermera para que se haga cargo.

    La reacción de la Xime a la propuesta fue inusitada. Se puso violenta, nos insultó: «¡Hijos ingratos, desgraciados que quieren dejar a su madre en manos de cualquier desconocida en el momento en que la pobre puede irse de este mundo!».

    También fue Ignacio quien notó que la mamá comenzaba a experimentar una franca mejoría. O sea, una mejoría relativa a sus años y a su estado. Algunos días era capaz de levantarse por sí sola e ir a la cocina a prepararse té. En las mañanas, empezó a pedir que la ducharan; luego, salía a caminar al patio para ejercitar las piernas. Hasta sus mejillas habían recuperado un leve tinte rosado. En la sobremesa del sábado, Nicolás lo hizo ver y algunos opinamos que esto suele pasar cuando se acerca la muerte.

    Sin embargo, nos equivocamos rotundamente. Al momento de morir nuestra querida hermana Ximena, la vieja seguía luciendo impecable. Se levantó para el funeral y se vistió ella misma. Hasta tomó champaña en el brindis de despedida. Ignacio la llevó al cementerio. Para sorpresa de todos, rechazó la silla de ruedas que le ofrecían en la portería y caminó digna, del brazo de Luisa, hasta la tumba de su hija fallecida.

    Hoy, seis meses después, ha comenzado a sentirse otra vez enferma. Ahora la cuidará mi hermana Luisa. Por más que insistimos, ella se niega a recibir asistencia de profesionales. En estos momentos dice que necesita la atención de gente de su propia sangre. Era el turno de Luisa, así es que ésta se resignó, cerró su departamento, llevó su maleta a la casa de mamá y, sin más, pidió una licencia por razones humanitarias en su trabajo.

    Al cantar

    Ahí donde se eleva un nuevo edificio, donde la grúa pluma preside el aire, en el costado que da hacia la calle Cruz hubo, hace mucho, mucho tiempo, una fuente de soda llamada El círculo, pero que todos conocían como La casa de don Pepe. Fue de las primeras que tuvieron un televisor dispuesto para los parroquianos de este barrio. Los obreros que salían de la fábrica de Cervecerías Unidas, en Independencia, venían a consumir allí, a la caída de la tarde, lo que ellos mismos fabricaban durante el día y a divertirse con alguna serie gringa o un festival de la canción.

    Era divertido escucharlos cantar en coro con la tele, las luces prendidas, el humo de los cigarrillos y las botellas de cerveza llenando de a poco la mesa hasta cubrirla por completo. Para muchos, eso anunciaba que era la hora de partir; otros se quedaban un rato más viendo las noticias.

    Había días especiales, los días en que hablaba el presidente por cadena nacional, los días del festival de San Remo en febrero y del de Viña del Mar. Cuando vino Joan Manuel Serrat, en 1973, todos cantaban:

    caminante, no hay camino,

    se hace camino al andar,

    golpe a golpe, verso a verso

    El coro se escuchaba en toda la cuadra y más. Los vecinos se agolpaban frente a las mamparas de vidrio y algunos entraban para servirse «alguna cosita» rápida y ganarse así el derecho a participar del rito. Hasta don Pepe, que no tenía muy buena voz, cantaba desde atrás de la barra.

    Los días de invierno, cantaba la señora María desde la cocina. Freía grandes sopaipillas amarillitas que servía con torrejas de pernil caliente y pebre, o con mermelada de membrillo y café de tarro.

    Los friolentos llenaban las mesas; los niños hacían cola para comprar las doraditas recién hechas y devorarlas en sus casas a la hora de once. Si llovía, mejor. Don Pepe repartía aserrín por el suelo mojado para que no hubiera problemas si alguno de la turba se resbalaba.

    También había días de wurlitzer. La tele se apagaba y se enchufaba el monstruo de colores. Cantaba la Nueva Ola chilena, Cecilia, Lucho Dimas, Danny Chilean. Los ídolos del bolero Lucho Barrios, Ginette Acevedo y Lorenzo Valderrama. De vez en cuando aparecía el Cheyene, el más famoso cantante de rock del barrio, y entonces, el atardecer se cargaba de Elvis Presley y Bill Haley y sus cometas. En esos días, se acababan las monedas a medianoche y don Pepe prendía y apagaba las luces para avisar que la función se terminaba y que quería cerrar.

    –Señores, doña María me espera –anunciaba don Pepe–; está pasando frío solita en la cama.

    –De cuándo acá lo tienen de guatero, don Pepe.

    –Parece que la señora lo maneja bien cortito.

    Protestaban, se reían y terminaban saliendo en fila. Mientras el hombre bajaba la cortina metálica, ellos se reunían a cantar en la esquina con la energía que les restaba.

    Los viernes y sábados, mucho después que don Pepe cerrara, a eso de las cuatro de la mañana, pasaban por Cruz, hacia Independencia, grupos de jóvenes que visitaban los prostíbulos de la calle López, donde tomaban ponche, bailaban cueca, cumbia, bolero y se encamaban a gusto. Cantaban himnos de clubes deportivos, odas al vino y a la cerveza, alabanzas al culo y a las tetas.

    Al pobre pollo

    Le pica el hoyo

    Con disimulo

    Se rasca el culo, ¡ayy!

    Para qué vamos a negarlo, igualmente hubo días de riñas terribles, de voces iracundas y de puñetazos sangrientos. Uno que cantó cuando no debía. Algún botellazo por líos de faldas, por alguna cuenta mal saldada. Las violentas peleas de los hermanos Aguilar, famoso par de patibularios, que se odiaban y que luego de unas copas encendían su ira fratricida. Pero nada pasaba a mayores. Los amigos intervenían, se pedía otra corrida y lograban enfriar los ánimos. Si aparecían los carabineros, todo estaba en orden.

    La política nunca estuvo ausente del lugar. Habría sido imposible. El barrio estaba dividido y los enfrentamientos entre grupos de jóvenes militantes terminaban en batallas campales. Un carabinero en retiro reclutaba huestes de jóvenes matones para marchar por la libertad amenazada por el marxismo. Nadie sabe de dónde sacaban plata, pero habían alquilado un local con mesas de pool donde se reunían a planear acciones de resistencia contra el comunismo totalitario.

    En la fuente de soda, siempre repleta, se parlamentaba; por allí pasaban los jefes de los sindicatos de las fábricas aledañas y comían, bebían, conversaban, discutían, discurseaban. A los obreros, algunas veces, se les unían los estudiantes del barrio y ese era otro coro. Estos últimos no siempre eran bienvenidos. Se producían discrepancias, se caldeaba el ambiente. Voces y opiniones disonantes sobre el destino del país. Los jóvenes desentonaban, cantaban que querían tomarse el cielo; los otros exigían, con voz ronca, mejores condiciones de trabajo y quizás pedir al gobierno la intervención de una fábrica. A veces don Pepe conminaba a los jóvenes a retirarse. Entonces, se intercambiaban gritos y acusaciones.

    Tanta cosa que se celebró y cantó en El círculo. Cumpleaños, coloridos triunfos electorales y deportivos.

    Septiembre de 1973. Lo que vino ese mes y en adelante (el atropello, el miedo, la delación, el despojo y la muerte) no se registrará en estas líneas.

    En diciembre del año 1974 se cerró La casa de don Pepe, colmada de fantasmas, triste y vacía. El dueño, repentinamente avejentado, terminó vendiendo. Dicen que su señora murió de pena y él se fue a vivir con su hija a un barrio distante.

    *

    Siglo XXI. Ni los pájaros cantan. Lo que queda son paredes decrépitas alojando a grupos de adolescentes, huérfanos del nuevo mundo que salen y entran por una puerta desvencijada; gritan y se pelean cada puta noche por hembras y negocios de droga, mientras la grúa amenaza, cada vez más de cerca, con dejar caer su peso atroz sobre el adobe trizado. Hay basura desparramada en las veredas y perros sarnosos corriendo por las calles. Zumban desde temprano los martillos y gruñen las herramientas. Las ratas huyen de sus perturbadas guaridas. Dicen que estamos construyendo el futuro, que hay que renovarse, que luego vendrá otro edificio, otra pajarera, otra inmobiliaria buscando demoler para siempre, y con ganancia, los deleznables restos del pasado y todo aquello que se quedó en silencio.

    Amoroso

    El pequeño edificio de departamentos donde vive esta mujer tiene unos balcones enormes. La gente que habita el edificio se conoce desde hace mucho tiempo. En los veranos abren las ventanas que dan hacia el parque y hacen sus reuniones donde todos comen y beben y fuman en el balcón.

    Se oye la música, moderada, dispuesto el volumen para no molestar a los otros. Tangos, guarachas, salsa nuevayorquina. La gente conversa, baila y abren botellas de vino blanco. Hay ese leve olorcillo a sudor de noche caliente y cuerpos entreverados.

    La mujer que me ha invitado a bailar es la dueña de casa. La conocí en un concierto de jazz, me la presentó un amigo. Fuimos con un grupo al bar de la esquina del teatro y ella se sentó a mi lado.

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