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Juan sin ley
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Libro electrónico544 páginas9 horas

Juan sin ley

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La noticia de que la estatua de la Virgen María de Magdalena Ureña está llorando sangre hace que los habitantes del pueblo de Tenares abarroten su casa. Van en busca de un milagro o simplemente a curiosear. Dos meses después, Magdalena anuncia su embarazo y afirma que su concepción es divina. Esta última afirmación estremece al pueblo, muy en especial al padre Marcelino, que no escatima esfuerzos en busca de la verdad.

 

Juan sin ley jamás fue un buen estudiante. Aun así, es una gran decepción para los suyos el que no llegará a ser el primer bachiller de la familia, pues es expulsado del Liceo luego de lanzar a un profesor desde el segundo nivel del plantel. De adulto, y en especial durante su paso por la Policía Nacional, empieza a ejercer plenamente la violencia con la que desde temprana edad venía aterrorizando a propios y ajenos en su pueblo natal, escudado en su físico privilegiado y en habilidades adquiridas.

 

Juan sin ley narra el destino de la familia Ureña, que aunque ya venía haciéndolo, pierde por completo el rumbo luego de la muerte de su patriarca, y poco a poco va descendiendo al abismo en medio de una maraña de engaños, mentiras y silencios.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 oct 2021
ISBN9798201113704
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    Juan sin ley - Danny Vanderpool

    Una herida mortal

    por cada momento de gloria

    del que podamos disfrutar

    Enrique Bunbury

    1

    Cuando corrió la voz de que la estatua de la Virgen estaba llorando sangre, todos en el barrio dejaron lo que hacían y marcharon hacia la casa de doña Leonora Muñoz viuda de Ureña. No les importó que fueran las once de la noche de un lunes inusual de agosto, ni que la oscuridad que venía de la mano de una lluvia holgazana se hubiera apropiado de las calles con una saña inusitada. De haber sido esta una noche cotidiana de verano, todavía el murmullo de un pueblo que se resistía a dormir estuviera siendo propagado por una brisa tímida que se levantaba y se recogía de acuerdo con su capricho, y que daba una falsa esperanza de que el frescor se aproximaba. Pero hoy las calles se sumieron en la soledad desde muy temprano, pues la lluvia que aún caía lo había hecho desde la mañana, y el frescor escurridizo que todos anhelaban en los fogosos días de agosto no solo se presentó, sino que lo hizo cual si fuera otoño. En un pueblo y en una época donde apenas se contaba con el parque público y la Orquesta Municipal, cuando tocaba los domingos, como las únicas asequibles formas de entretenimiento, y que se encontraba bajo el yugo no solo de un asfixiante gobierno nacional, sino que también circundado de pavor eclesiástico por parte del iracundo padre de la iglesia, un acontecimiento como el que se desarrollaba en la casa de los muchos, como se denominaba a la vivienda de doña Leonora, no respetaría hora, clima ni mucho menos costumbres, por lo cual varios curiosos se presentaron en su peor facha y sin avisar siquiera.

    Antes de que iniciara el caos, doña Leonora se encontraba en la sala, vestida de un luto riguroso y prolongado más de lo necesario, escuchando a bajo volumen un programa radial de música cubana que ponía fin a la trasmisión del día. Estaba sentada en su sencilla mecedora de mimbre y acompañada por dos de sus hijas que compartían su amor por la música, aunque ellas preferían la de la Nueva Ola, que se trasmitía de cuatro a seis de la tarde. Tenían las amplias ventanas de madera cerradas y en la puerta ya habían colocado la escoba al revés para espantar los malos espíritus que ponían en zozobra la tranquilidad de los sueños. Los demás habitantes de la casa ya se hallaban recluidos en sus aposentos desde que la cena, sopa de arroz y pan de maíz, fuera servida. La calma que abrigaba al pueblo de Tenares también estaba presente dentro de la casa.

    Mientras doña Leonora bordaba un gorro azul y tarareaba una canción de La Sonora Matancera, sus hijas, Celeste y Eugenia, de veinte años la primera y veintiuno la segunda, hablaban de sus prometidos. Así estaban cuando de una de las nueve habitaciones de la casa salió Magdalena, otra de las hijas, alterada y diciendo con nervosidad unas palabras que ninguna de las tres pudo entender. Pero todas notaban que señalaba hacia su cuarto, y, dado su estado descompuesto, pensaron que se trataba de un ratón o de una rana, cosa común en la casa, en especial en verano. Pensando esto, doña Leonora, quien a consecuencia de haberlos enfrentado desde niña temía a pocos animales e insectos, se levantó y tomó la escoba que estaba detrás de la puerta y se encaminó hasta el cuarto de Magdalena, que le seguía hablando de forma incomprensible y de algún modo le hizo entender que no necesitaba la escoba. Antes de que doña Leonora hubiera entrado a su cuarto, su hija se tranquilizó un poco y entre pausas alcanzó a expresar la razón de su inquietud:

    —Mamá... la Virgen... ¡está llorando sangre!

    Magdalena era la más religiosa de todos sus hijos y se la pasaba metida en la iglesia ayudando al padre Marcelino con los quehaceres de limpieza y con los preparativos de fechas cristianas importantes, e impartiendo el catecismo los sábados. Su habitación era una especie de altar, saturada de santos y vírgenes, de recortes de periódicos sobre los padres y las monjas que por su consagrada labor eran merecedores de artículos periodísticos. En una ocasión le comentó a doña Leonora que deseaba ser monja, pero que no lo haría porque sabía que sería ella quien la tendría que cuidar cuando ya no se pudiera valer por sí sola y todos los demás se hubieran marchado de la casa. Aunque no vestía hábitos, su vida se asemejaba a la de las religiosas. Nunca se le había conocido un novio, es más, se enojaba si le mencionaban algo al respecto; llevaba una vida regida por la religión, rezando el rosario varias veces al día, visitando a los enfermos del hospital público para llevarles la palabra de Dios; ayudaba a los necesitados, no con dinero, sino haciendo de voluntaria en el comedor social, ofreciéndose para remendar sus ropas con su máquina de coser, también limpiando y organizando el hogar de ancianos; y era austera hasta el hastío, pues desdeñaba las cosas superfluas y criticaba a quienes hacían ostentación de estas. Ella era la única de los hijos de doña Leonora, cinco hembras y tres varones, que nunca le dio dolores de cabeza y junto a su madre eran las únicas personas de la casa vistas con buenos ojos. Los demás, por una razón u otra, y a pesar de los esfuerzos de doña Leonora y su difunto esposo para enderezarles el camino, no lo eran.

    —¡Mira, muchacha! ¡¿Qué es lo que estás diciendo?! —le requirió con asombro su madre.

    —Venga a ver —la instó Magdalena dando media vuelta.

    Se dirigieron hasta el cuarto de Magdalena, seguidas muy de cerca por Celeste y Eugenia. La expectación se desbordaba con cada paso, cada respiración, cada latido, cada pensamiento. Doña Leonora no había soltado aún la escoba y se aferraba a esta cual si fuera el soporte que le evitaba caer de bruces ante la noticia. Sus piernas temblaban, sus pensamientos se confundían, un temor sin fundamento le asaltó, y si llegó hasta la habitación fue porque siguió a ciegas a su hija preferida. Una vez dentro, ni las hermanas ni la madre tuvieron que recorrer la estancia con la vista en busca de lo que las había traído hasta allí, pues a pesar de haber varias vírgenes en el cuarto, a todas el subconsciente les hizo mirar de entrada hacia donde de memoria sabían que se hallaba la estatua de yeso de casi un metro de alto con cuerpo blanco santo y manto azul cielo de la Virgen María, regalo de un antiguo e iluso pretendiente de Magdalena. Y tal y como esta les dijo, de sus ojos brotaban finas lágrimas de sangre.

    Doña Leonora tiró la escoba a un lado con fuerza juvenil y se abalanzó hasta el pie de la mesita donde descansaba la Virgen para hincarse y hacerle reverencias. Sus Avemarías y sus pedidos de perdón y salvación tan apasionados, con golpes de pecho tan fuertes que le aflojaron los pulmones, despertaron a todos en la casa y hasta a sus vecinos inmediatos. Fueron estos los primeros conocidos en llegar. Al principio se presentaron los hombres de ambas casas con sus revólveres en mano, pues pensaban que los gritos de su vecina, los que no pudieron descifrar, se debían a algún intruso. Pero luego de ver el extraño suceso que en la casa ocurría, salieron a avisar a sus mujeres y estas se unieron al grupo familiar que ya no dejaba espacio en la habitación de Magdalena. Todos miraban maravillados la estatua de la Virgen y se hacían preguntas unos a otros que nadie sabía contestar.

    —Yo creo que deberíamos de avisarle al padre Marcelino —dijo Florentino, uno de los vecinos, con su voz más gruesa que ronca y con el mal aliento de los que fuman en demasía.

    —¿Y quién va a sacar a ese hombre de su cama? —respondió Hermilda, la hija mayor de doña Leonora, como forma de recordarle a Florentino que el padre Marcelino no respondía a llamados luego de las diez de la noche, ni siquiera a los familiares de los agonizantes que le buscaban para que les practicara la extremaunción.

    Para cuando se tomó la decisión de ir a despertar, o por lo menos intentarlo, al padre Marcelino, ya la casa número catorce de la calle España, cuyo número cuatro aparecía, de forma pintoresca, al revés, para confundir a la Muerte en sus constantes rondas, estaba inundada de tantos curiosos como de creyentes. Y si se tomara en cuenta que muchos de los que hicieron acto de presencia desdeñaban a la mayoría de sus habitantes por diversas y marcadas razones, todo se tornaba tan irónico como el hecho de que ahora que tenían una noche de verano fresca, deseaban que hubiese sido calurosa.

    A buscar al padre fueron Laurencio, el otro vecino de doña Leonora, hombre de presencia contundente y de poco hablar, dado a perderse en los caminos de sus pensamientos, que era respetado hasta por los niños descomedidos del barrio; Maximiliano, hijo menor de doña Leonora, de diecinueve años, que se encontraba en la casa por casualidad, puesto que a esas horas casi siempre estaba en la calle, por lo que se comentaba que era un ladrón o asaltante, o tal vez ambos; y don Gregorio, un militar retirado de cuerpo redondo y flácido de piel negra, que se pasaba el día en el colmado de Mauricio y la noche en la barra de Delfín bebiéndose su pensión. Caminaron hasta la casa del padre sin decir palabra alguna, pues nada tenían en común, y si se unieron para la encomienda no lo hicieron por decisión propia, sino por accidente, ya que el primero se ofreció a hacerla; el segundo, sin haber escuchado al primero, salió por su cuenta y sin decir nada; y el tercero, porque por el efecto del alcohol y la edad no entendió bien cuando el primero hizo su anuncio, y luego de echar una rabieta por la falta de voluntarios se lanzó a la oscuridad abrumadora de la noche en busca del padre Marcelino. Luego de caminar durante tres manzanas fue cuando cada uno se dio cuenta de la presencia de los otros y, tomando en cuenta la ruta que llevaban, de su destino, por lo cual aminoraron o aceleraron el paso para juntarse. Cualquiera que los hubiese visto a esa hora y con ese caminar pausado —don Gregorio hacía que la marcha desacelerara de cuando en cuando para poder digerir un poco de aire y llevárselo a sus exhaustos pulmones— pero con propósito, no dejaría de notar cuán disparejo era ese trío y cuán extraño era el que estuvieran andando juntos.

    Cuando llegaron hasta la casa del padre Marcelino, se encontraron con lo que esperaban: la casa sumida en su propia penumbra y sin señales de vida alguna. Tocaron a la puerta, en las ventanas del frente y hasta pequeñas piedras lanzaron al techo de zinc para despertarlo. Le llamaron en voz baja y luego al unísono y sin miramientos, pero lo único que consiguieron fue despertar a varios vecinos que les mentaron la madre y les recordaron que el padre no se levantaba a medianoche ni por Su Santidad el Papa. Resignados, deshicieron el camino con mayor lentitud que cuando vinieron, pues llevaban el rabo entre las piernas, y entre los tres maldecían al padre por su indiferencia, porque estaban seguros de que fueron escuchados e ignorados. Y como muestra de que estaban en lo correcto, a las ocho de la mañana se apareció el padre Marcelino en la casa de doña Leonora, quejándose de los desconsiderados que perturbaban el derecho ajeno al sueño.

    Para cuando llegó, ya la casa estaba abarrotada de gente que escuchó la noticia en la radio. Vinieron como los sorprendió la crónica: algunos sin haber desayunado, otros sin cepillarse los dientes, aquellos sin peinarse, unas con la escoba en la mano, unos sin sus dentaduras, varios con lagañas en los ojos. Todos se amotinaban en la sala, en donde hubo que colocar a la Virgen, dado que tanta gente no cabía en el cuarto de Magdalena, y tocaban la estatua con un fervor incontenible y con el deseo de no separarse de ella. Pero el tumulto de gente que esperaba su turno los empujaba con la exasperación de la que ellos mismos serían víctimas unos segundos después. Algunos traían consigo a sus enfermos. Guiberto, el panadero, vino arrastrando la silla de ruedas de su hija de nueve años, que hacía seis había quedado inválida luego de haber caído de cabeza del lavadero en donde su madre la estaba bañando; ese día los que fueron a su panadería a comprar el pan del desayuno, regresaron con las manos vacías. Aminta, una costurera, vino con su madre sosteniéndose de su cuello para que le sirviera de bastón, pues un reumatismo martirizante no la dejaba valerse por sí misma. Hersilia arribó con su esposo Adalberto, un exobrero de la mina de níquel en las montañas de Miranda a quien sus pulmones le estaban fallando desde hacía dos años, y que había gastado todo el dinero que poseía en busca de una cura que parecía ser la muerte. Muchos otros estaban en la sala junto a algún ser querido que deseaban fuera curado por un milagro de la Virgen que lloraba sangre, pero quienes dieron la mayor muestra de fe jamás mostrada por seres de carne y hueso fueron los esposos Josefina Gallardo y Rómulo Mella. Ellos llegaron con sus hijas siamesas de ocho meses, cuyo nacimiento conmocionó al país, y ni que decir del pueblo, a las cuales los médicos no les daban muchas posibilidades de vida más allá de los dos años, para rogar por un milagro que desafiara la sabiduría humana y les sacase del abismo en el que se sentían al no poder hacer nada por sus retoños.

    La casa de los muchos era de considerable dimensión: nueve cuartos, cuatro de los cuales fueron añadidos en el patio, lo que causó que varias de las plantas que conformaban un paraíso campestre en el pueblo se fueran a pique, una vez los hijos de doña Leonora empezaron a crecer y a exigir privacidad; dos baños, uno agregado cuando la familia se acrecentó ante el regreso de Hermilda con sus dos hijos, Marta y Raúl, de diez años la niña, ocho el varón, cuando se separó de su esposo, y, casi al mismo tiempo, la llegada de una prima de doña Leonora, Teresa, junto a su hija Engracia, de catorce años, que vinieron huyendo del suplicio de un abusador que descargaba su ira sobre ambas; una cocina amplia en donde a pesar de haber un fogón de cemento de dos hornillas, todavía estaban arrinconados dos anafes en los que de vez en cuando aún se cocinaba; un pequeño comedor con un juego de mesa de ocho sillas y un seibó con vitrina de cristal en donde reposaban las vajillas de porcelana que fueron regalos de bodas cuarenta años atrás y que solo eran usadas en ocasión de alguna visita; una espaciosa sala de estar que era la estrella de la casa, ahí fue en donde vino a parar el espacio que le faltaba al comedor, pues el difunto Mateo Ureña quiso que esta fuera la estancia más holgada para que allí se celebraran los bailes en los veranos caldeados y en los diciembres lluviosos, y fueron tan legendarias esas fiestas que a pesar de haber pasado siete años desde la última, todavía se hablaba de ellas, en especial de las que se celebraron en los días de lluvia, pues era indeleble la memoria de bailar un son cubano mientras que por las grandes ventanas entraba una brisa presuntuosa y en el techo de zinc las melodiosas gotas de lluvia acompañaban a la música de manera magistral; una galería estrecha pero larga, que tenía a un costado una hamaca para que doña Leonora tomara fresco a la hora de la siesta (antes estaba en el patio, pero fue removida cuando se inició la construcción de los cuartos adicionales y nadie se preocupó de devolverla a su sitio), un banco de madera donde cabían cuatro personas, dos mecedoras, y floreros colgantes, con poca distancia entre sí, en toda su extensión. La casa era de madera y estaba pintada por dentro y por fuera de un azul cielo que adormecía el ánimo en los días monótonos de verano. Para llegar hasta la galería de la casa se debía subir por seis peldaños que amenazaban con desplomarse ante el excesivo peso de tanta gente que ahora, sin descanso, los subían y bajaban sin el menor miramiento.

    El padre Marcelino entró en la casa, y ante la vista de la estatua de la Virgen acomodada sobre la mesa y con varios velones encendidos a su alrededor, su rostro cambió la expresión de disgusto con que anduvo el camino hasta allí y sus facciones se mostraron maravilladas. Sin quitar la vista de encima a la estatua, sacó un pañuelo de su pantalón y se lo pasó por la calva y luego la cara, para enseguida dar unos pasos vacilantes por el camino que todos le abrieron y tocar la Virgen con tal delicadeza como la que se aplica a un bebé recién nacido. Ya a esa hora la Virgen había dejado de llorar, pero de sus ojos hasta los pies estaban las huellas de sangre seca. El padre Marcelino las tocó con un temor extremo y con dedos temblorosos, para llevárselos luego a los labios y proclamar toda la gloria para el Señor y la Virgen María. Al instante, decidió y ordenó que nadie más tocara la estatua y que se pusieran sillas de por medio para separar la mesa de los creyentes, dando como explicación el que de seguir las cosas como estaban, la iban a estropear sin necesidad alguna.

    A pesar del caos que se vivía en la casa número catorce de la calle España, la situación era, dentro de lo que cabía, manejable. Todo eso cambió una vez que desde las diez de la mañana empezaron a llegar los periodistas y fotógrafos de los medios radiales y escritos de Tenares; y a eso de las dos de la tarde, los de la región. En su afán de ser los primeros en entrevistar a los miembros de la familia Ureña, al padre Marcelino y a cualquier creyente de influencia que se encontrara allí, se olvidaron de los modales y desencadenaron una anarquía desenfrenada que llegó a su fin cuando don Gregorio desenfundó su revólver de la cintura e hizo tres disparos al aire que atemorizaron a los presentes y calmaron el ambiente, además de hacerle tres agujeros al techo. Cuando obtuvo la atención de todos, les advirtió que o se comportaban como hombres o morirían como perros. Luego de la sugerencia, salió al patio para darse dos tragos de ron de un frasco de jarabe para la gripe que tenía guardado en uno de los bolsillos de su pantalón, y después se puso a escupir cual si hubiera estado masticando tabaco.

    Cuando la noche hubo caído, todavía quedaban en la casa tanta gente como en la mañana, y como la noticia seguía propagándose, ahora llegaban personas de los pueblos aledaños. Doña Leonora, quien junto a su familia no había pegado un ojo desde que todo empezó, recorría con su figura encorvada la casa entera buscando opiniones de sus hijos sobre qué harían. Fue Magdalena quien se hizo cargo de la situación, y poniendo su cuerpo entre la línea de los creyentes y las sillas que los separaban de la mesa en donde estaba la Virgen, les dijo con voz segura que por hoy era suficiente, que en la casa deseaban descansar, que mañana será otro día. Nadie le hizo caso. Todos querían seguir contemplando la Virgen, pedirle favores, darle gracias. Y de Magdalena no estar en el estado de ánimo que el hambre y el sueño imponen, quizás se hubiese amedrentado ante esa insistencia pasiva de firme resolución; mas estando como estaba, lo que hizo sin pensar fue remover las sillas, abrazar la estatua de la Virgen María y llevarla a su cuarto mientras les decía a los atónitos presentes que regresaran al siguiente día. Los que vivían en el pueblo regresaron a sus hogares, pero los que vinieron de lejos no tuvieron otra opción que la de quedarse amontonados en los alrededores de la casa, tiritando de frío y pasando hambre, pues a ninguno de ellos se les ocurrió que esta eventualidad pudiera suceder.

    En la mañana, luego de una noche de descanso oprimido, la familia Ureña se levantó con pocos ánimos de volver al circo del día anterior, aunque sabían que no tenían otra alternativa. No habían terminado de tomarse el café con leche cuando Magdalena, quien había regresado a su cuarto luego de bañarse, salió en toalla hasta la cocina, en donde se encontraba la mayor parte de la familia conversando sobre cómo manejar a la multitud que se avecinaba, y les comunicó que la Virgen estaba llorando sangre de nuevo.

    A las nueve, doña Leonora abrió las puertas y ventanas de la casa para que quienes quisieran volvieran a ver a la Virgen, que otra vez fue colocada en la mesa de la sala. Al verla llorar, hubo quien dijo, a modo de reproche para Magdalena, que tal vez lo hacía porque le hizo falta la compañía de los creyentes; a lo que Magdalena respondió que a ella le hacía falta la compañía de la Virgen en su cuarto por las noches. Los siguientes dos días ocurrió lo mismo: la Virgen lloraba en la mañana y la gente decía que era porque en la noche la alejaban de quienes la buscaban. El viernes en la mañana, el padre Marcelino vino con una propuesta: le pedía a la familia Ureña que le cedieran la estatua de la Virgen para exponerla en la iglesia. Les dijo que así no tendrían que lidiar con la multitud, que no había hecho sino acrecentarse cada día, y que la Virgen estaría en donde debería estar: en una casa de Dios. Magdalena se rehusó a esta petición con la resolución de una madre cuando intentan separarla de su hijo y aguantó las insistencias de doña Leonora, que trataba de hacerle ver que era lo mejor.

    —Mi hija, mañana viene Nico, y no le va a gustar ver tanta gente aquí —le dijo doña Leonora a su hija, refiriéndose a Nicomedes, su hermano, quien era el hombre de la casa desde la muerte de Mateo Ureña, y que era reconocido tanto por su imponente físico como por sus maneras toscas para con la gente. Tenía un negocio de venta de frutas y verduras al por mayor en la capital que suplía a los hoteles de las costas, y por eso de lunes a viernes se la pasaba entre ambos puntos para los sábados por la mañana, y a veces los viernes bien entrada la noche, regresar a Tenares y tomar su posición como cabeza de familia en la casa de los muchos.

    Al final, Magdalena entendió que en verdad el padre Marcelino y su madre tenían razón y dejó que se llevaran a su Virgen a la iglesia en el centro del pueblo, no sin antes hacerle prometer al padre que se la regresaría cuando ella así lo pidiera. Todas las personas que estaban congregadas en la casa de doña Leonora gritaron de regocijo ante lo que consideraron un triunfo. Pero la alegría no les duró mucho, pues la Virgen no volvió a llorar desde que la removieron de su recinto y con el tiempo la gran victoria que el padre Marcelino orquestó no le valió de nada, ya que el entusiasmo inicial se desboronó poco a poco, hasta que no quedaron ni siquiera las cenizas. A pesar de todo esto, y con la esperanza de que se repitiera el milagro una nueva vez, se negaba a devolverle la estatua a Magdalena, dándole excusas vacías acompañadas de una sonrisa falsa.

    Durante los días en que la estatua de la Virgen María lloró sangre, no se registró ningún otro milagro más que el hecho mismo de que estuviera llorando, pero un mes más tarde un acontecimiento de mayor consecuencia se hizo público: Magdalena estaba embarazada y afirmaba que era por obra y gracia de Dios.

    2

    Para cuando hubo cumplido diecisiete años, Juan sin ley ya había sido expulsado de manera definitiva de la escuela secundaria a la cual tantos lamentos y terrores llevó. Antes, sus faltas lo habían hecho merecedor de suspensiones por periodos que fluctuaban de una semana a un mes, pero su última fechoría colmó el vaso que poco a poco y sin miramientos fue llenando con sus actitudes y acciones. Sucedió el viernes de la semana de inicio de año escolar y quedó grabada en la memoria sin fisionomía de la escuela: lanzó a un profesor desde el segundo nivel del liceo porque este le armó un escándalo al encontrarlo desvirginando a una muchacha en uno de los baños. Al profesor se le rompieron tres costillas y ambas piernas. Pese a esto, no acudió a las autoridades del pueblo porque Juan sin ley se le apareció en el hospital con un cuchillo de doce pulgadas y, mostrándoselo, le juró que si presentaba la denuncia y él caía preso, cuando saliera de la cárcel se las cobraría todas.

    A esa temprana edad, Juan sin ley era querido por pocos, odiado por muchos, temido por la mayoría y respetado apenas por los primeros. Y es que resultaba una tarea sobremanera difícil el ganarse el respeto de quienes temían a un machete que contaba con un filo agudo por un lado, y por el otro, con dientes tipo serrucho, que de ser introducido en cualquier estómago nunca saldría sin dos o tres tripas colgándole de adorno, tal y como Juan sin ley se cercioró de que sucedía, ante el beneplácito y horror de quienes le acompañaran, atravesando sin remordimientos a perros callejeros. Por eso eran escasas las personas con las que llevaba una relación de amistad, y de estas, casi todas se asociaban a él en busca de la protección que el solo hecho de ser su amigo traía consigo.

    La escuela nunca le gustó y tampoco le llamó la atención ningún deporte que tuviera que ver con pelotas o balones. Y si se le debía de señalar algún interés aparte del sexo, habría que destacar que desde temprana edad su afición eran los gallos. Desde niño, su tío abuelo Nicomedes lo llevaba a la gallera los domingos. La primera vez fue un domingo de pavores para ambos: para el tío porque al considerarlo demasiado pequeño para ver las peleas, lo dejó afuera de la gallera y se lo encargó al portero por unos minutos hasta que pasara una sola pelea, pero al salir no lo encontró por ninguna parte, y luego de propinar una tanda de insultos al portero por su descuido, salió hecho un demonio en su búsqueda; y para Juan sin ley porque al sentirse nervioso y desorientado entre tanta gente, esperó un descuido del portero y la emprendió para su casa sin contar con que no sabía cómo llegar a ella, por lo que se perdió en el intento. Gracias a Dios que un buen samaritano lo encontró llorando por las calles y al preguntarle dónde vivía, él supo responderle que en la casa de los muchos, y hasta allá lo llevó. Desde ese entonces, Nicomedes tomó la costumbre de entrarlo a la gallera y sentarlo en sus piernas, y le daba sus opiniones sobre cuál gallo ganaría en las peleas que presenciaban.

    Fue también su tío Nicomedes quien lo inició en el arte del sexo y en el vicio de fumar y beber.

    Para su cumpleaños número catorce, lo llevó a la cuerería La Cuarta, llamada así por ser allí donde la mayor parte de la juventud del pueblo se estrenaba en el sexo y se les despejaba el mito de que entre el culo y la vagina había esa distancia. Para empezar, le dio a Juan sin ley un trago de ron puro de mala calidad, al cual a pesar de tener su marca le llamaban pela gallo, pues era el que se utilizaba para curar a estos animales después de una pelea, que no le hizo expulsar los pulmones de casualidad, porque lo puso a toser de una manera tan violenta que se le acabó el aire y se le enrojeció la cara. Los siguientes tragos se los mezclaron con jugo de naranja, pero no sin la advertencia de su tío de que los hombres no ligan sus bebidas y se las toman sin chistar por fuertes que estas sean. Después le encendió un cigarrillo, y mientras él aprendía a fumarlo, Nicomedes le explicaba cómo debía de manejar a Mireya, la puta que le eligió. Cuando le llegó su turno, una mujer de cuerpo relleno que no caía en gordura, lo tomó de la mano ofreciéndole una sonrisa de cómplices, y luego de secretearle unas palabras a su tío, lo condujo hasta una habitación poco iluminada y con una cama aún caliente y sin hacer. Mireya no era muy presentable de rostro, pero las dos inmensas tetas que exhibía, estranguladas por un sostén demasiado pequeño, y unas nalgas de ensueño que sobresalían de su figura por lo demás sin encantos, hicieron que Juan sin ley entrara con su miembro en alto y dispuesto a meterlo donde fuera. Ella estaba todavía sudada de su encuentro anterior y tan solo se había lavado su instrumento de trabajo y roseado un perfume barato, pero él, al no tener ninguna experiencia sexual propia, no reparó en esto y con una pasividad extrema dejó que lo desnudara mientras le besaba el cuello, el pecho y al final su hombría.

    —¡Pero, muchacho, tú estás criado ya! —le dijo Mireya después de palpar y recorrer con su lengua experta la extensión de su miembro—. No puedes negar que eres familia de Nico. Que Dios te lo bendiga.

    Juan sin ley soltó una risita nerviosa y le agarró la cabeza con ambas manos y se la guio de nuevo hasta su pene a punto de estallar; y es que a pesar de ser primerizo en la práctica, Juan sin ley tenía en su haber dos años de ver películas para adultos en el cine que era administrado por el padre de uno de sus amigos, que los dejaba entrar a escondidas, siempre y cuando no molestaran. Un minuto hubo pasado cuando una explosión interna sacudió el cuerpo de Juan sin ley y que Mireya también sintió dentro de su boca.

    —¡Bárbaro! —le dijo ella cuando por fin le soltó la cabeza—. Por lo menos avisa.

    Como la intención era hacerlo hombre, Mireya, al contrario que con los demás clientes, cuyo encuentro terminaba una vez que eyaculaban, esperó los minutos necesarios, que en el apogeo de la juventud de Juan sin ley, cargada de hormonas, no fueron sino cinco, hasta que volviera a tener la erección. Mientras, ella le limpió el pene con un extremo de la sábana de la cama y no dejaba de bendecirle el tamaño de su tremenda herramienta, como la bautizó. Una vez Juan sin ley se hubo repuesto, ella se le montó encima, y con el frenesí fervoroso que provoca la carne nueva, se le movía de arriba abajo y de atrás para adelante con tal maestría y sin la menor delicadeza, y emitiendo tales gemidos de gata caliente, que el pobre Juan sin ley no aguantó más de dos minutos hasta que explotó de nueva cuenta. Pero no importó el corto tiempo transcurrido, él ya era un hombre ante los ojos de los demás y ante los suyos propios.

    —Vuelve el lunes —le dijo Mireya al terminar, mordiéndole la oreja izquierda—. No te voy a cobrar, pero no le digas nada a tu tío.

    Se vistieron y salieron de la habitación dejándola tal y como la encontraron. En el pasillo se separaron; ella se dirigió a darse una ducha relámpago y él regresó donde su tío, que lo esperaba, sonriente, con otro trago de ron con jugo de naranja y otro cigarrillo.

    Juan sin ley esperó por ese lunes con ansias que le hacían arder la piel. Se preguntó para qué existían los domingos, el porqué los días tenían veinticuatro horas y las esperas eran tan insufribles.

    Eso suena demasiado poético. Ningún adolescente piensa en esos términos.

    Se pasó el domingo andando sin rumbo por el pueblo y con la disposición de no pensar más en la cita que le aguardaba al día siguiente. Pero esa resolución era rota hora tras hora cuando sentía su pene de catorce años a reventar ante los pensamientos eróticos que, aunque tratara, no podía evitar. Esa noche no probó bocado en la cena y se acostó bien tempano en un intento de adelantar el tiempo con artificios de niños. En la mañana del lunes despertó habiendo sido víctima de otro de los tantos sueños mojados que venía experimentando desde que comenzó a ver películas de adultos. El desayuno de pan con queso y un vaso de avena lo devoró de tal manera que su madre le llamó la atención y le predijo que se ahogaría si seguía dando esos bocados y atragantándose la avena. Ella no reparaba en su hambre trasnochada ni en la impaciencia que lo atormentaba. Ahora que era el día indicado, una duda dio al traste con sus planes: a qué hora quedó de verse con Mireya. En vano repasó en su mente una y otra vez el intercambio de palabras en esa efímera despedida. No le llegaba esa respuesta que buscaba, pero estaba seguro de que existía. El tiempo que duró perdido en esos pensamientos lo pasó trotando dentro de la casa, chocando con sus demás habitantes y haciendo señas con las manos que, agregadas a la sombra de la duda que cubría su rostro, evidenciaban a una persona que no sabía qué hacer consigo misma. Las preguntas de qué te pasa, estás bien, qué mosca te picó, se te aflojó un tornillo, no las respondía, pues estaba sumido y empecinado en encontrar respuesta a su propia pregunta; cuando se hubo resignado a no hallarla, se decidió por el término medio: iría por la tarde.

    En el prostíbulo La Cuarta se despertaron ese lunes a la misma hora de siempre: a la una de la tarde. Lo primero que hicieron las putas fue cambiar las sábanas con las que se abrigaron durante la noche por las que utilizaban con los clientes, por si les llegaba alguno de improviso. Después de lavarse los dientes y aún con sus batas de dormir puestas, empezaron a cocinar la comida del día en un fogón en la parte trasera del prostíbulo. Mientras echaban arroz, carne de pollo y habichuelas rojas a las pailas, conversaban sobre sus encuentros íntimos de la noche anterior.

    —Jimena, ¿y qué fue lo que le pasó al viejo Andrés anoche que no paraba de llorar? —preguntó una de piernas largas y cintura de avispa, que no podía pasar de veinte años y cuya bata de dormir era la más ajustada y corta de todas.

    —Mi hija, que al pobre ya de plano no se le para la cosa —respondió la aludida sin miramientos—. Se la mamé de todas formas y ni se dio por enterada. Antes daba trabajo parársela, pero se le paraba por lo menos; ayer, ni fu ni fa.

    —¿Y a ti, Sobeida? Te veo caminando con las patas abiertas. No me digas que anoche... —insinuó la misma que hizo la primera pregunta.

    —Pues sí, Susana. Anoche tenía la luna y tuve que darles el culo a tres mamones —le dijo Sobeida—. Pero ¿y tú? Te vi entrando al cuarto con el hijo de Virgilio Adames y no te vi salir de nuevo.

    —Pero ese muchacho... ¿cómo es que se llama? Fausto o algo así, me ofreció pagarme la noche entera para pasarla conmigo. Por eso es que yo digo que es bueno tener dinero, aunque sea del papá. El muchacho ni me pidió rebaja y sacó su cartera y me pagó antes de empezar siquiera.

    —De seguro estaba peleado con su novia, la hija de los Herrera —intervino Mireya, que movía las habichuelas—. Porque ese muchacho solo viene aquí a tomarse unas cervezas y nunca se acuesta con nadie.

    —Yo la verdad es que no sé por qué lo hizo, pero de que es una bestia el chico ese, es una bestia —dijo Susana—. Durante toda la noche no habló sino para decirme cómo quería que me pusiera, y eso era fuete y fuete; por más gemidos que lancé, los de verdad y los de mentira, no logré que se viniera. Si parábamos era porque yo le decía que necesitaba ir al baño, pero la verdad era que quería coger aire. Cuando se quiso ir fue que soltó el polvo.

    —¡Coño! Tan seriecito que se ve y resultó ser tremendo alacrán —dijo entre carcajadas Sobeida; carcajadas que fueron imitadas por las demás mujeres.

    Continuaban repasando las peripecias de ese domingo sin mayor acontecimiento que la pelea entre dos clientes borrachos por una de ellas, cuando se les apareció Clemente Galiano, el dueño de La Cuarta. Al verlo, todas se pusieron en alerta, y cambiando sus semblantes y sus posturas por una más recta, cual si estuvieran en una academia militar y el recién llegado fuera su comandante, le dieron las buenas tardes y le invitaron a unírseles para comer. La invitación no pasaba de ser una cortesía innecesaria, porque él venía a esa hora precisa sabiendo de antemano que encontraría comida caliente y, le invitaran o no, de esta comería. Mandó a una de las putas a buscarle una cerveza del refrigerador, y una vez que se la trajeron comenzó a comer con la furia que los malos modales imprimen.

    Clemente Galiano era un hombre brusco y peleonero —y cómo si no, pues en este negocio se necesitaba ser hombre de esta estirpe— cuyos cuarenta y dos años no se denotaban en su físico: alto, musculoso, de mirada serena e intimidante, con abundante cabellera lacia, de porte erguido y de piel blanca tostada por el sol; lo único que le desfavorecía era la barriga de carnicero de la que hacía alarde al mencionar que todo su dinero estaba invertido en ella. Su forma de caminar, despacio y con aire de no hay nadie mejor que yo, le hacía ver como si flotara. Vestía siempre de blanco en los días calurosos y de negro en los frescos, y los domingos y los días feriados, sin razón aparente, usaba un sombrero de alas cortas y unas gafas oscuras. Desconfiaba de los hombres porque a su decir Nunca dejan de maquinar contra el que les da de comer; y era tan así, que en los tres prostíbulos que poseía siempre mantenía a una mujer como encargada, tal y como en su época hiciera su madre, de quien heredó el primero. La de La Cuarta era una que se hacía llamar Marilyn en honor a la famosa estrella del cine americano, a pesar de que no era ni rubia, ni bien dotada, ni hermosa.

    —Marilyn, prepárate para que saquemos cuentas en un rato —le dijo Clemente Galiano a su encargada, cuando todos terminaron de comer—. Y tú, Susana, date un baño y espérame en tu cuarto. Y no se te olvide cambiar las sábanas por unas limpias.

    Ese era uno de los beneficios de ser el amo y señor de mujeres descarriadas y sin porvenir: poseerles en cuerpo y destino. Y no existía nada, a no ser que tuvieran la menstruación, y hasta en ese caso él les ordenaba demostrarlo, que pudieran hacer o decir para evitar esta situación. Si lo hacían, serían otras de las tantas que fueron echadas de los prostíbulos del país y que tuvieron que resignarse a deambular por las calles en busca de clientes sin la seguridad y las facilidades que estos lugares ofrecían. Y es que no se les podía ocurrir que luego de ser expulsadas de uno encontrarían trabajo en otro del mismo pueblo o en los aledaños, porque los dueños mantenían algo similar a una asociación informal y se comunicaban entre sí casos como estos para que el castigo fuese asegurado.

    Eran ya las tres de la tarde cuando Juan sin ley se presentó a La Cuarta. Estuvo dando vueltas por los alrededores, como animal al asecho, desde la una y cuarenta. Vestía su uniforme escolar y llevaba sus cuadernos en la mano. Estaba sudado, y no solo por el calor, sino que también por los nervios. Desde que salió de su casa, un poco después de la una, no dejó de atormentarse tratando de decidirse entre la imprudencia de aparecerse temprano y la falta de hacerlo tarde. Todavía no estaba del todo decidido cuando en una de esas acciones impulsivas que más adelante le caracterizarían, se plantó frente al prostíbulo y, con forma desfalleciente pero mano segura, tocó una de las dos puertas que tenía la fachada. Fue Sobeida quien, caminando despacio dada su situación actual, fue a abrirle. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio al mozalbete vestido de escolar frente a sí.

    —¿En qué te podemos servir? —le preguntó.

    Aquí sería donde Juan sin ley perdería sus recién adquiridos bríos, sentiría flaquear sus rodillas y también las ganas incontrolables de orinar.

    Me temo que estás exagerando.

    No sabía qué responder. Para su desdicha, el sábado no escuchó el nombre de Mireya, y estando como estaba de seguro que las palabras que pudiera utilizar para describirla saldrían enredadas unas con las otras, y sin la menor coherencia, de su boca.

    —¿Entonces? —insistió Sobeida al no obtener respuesta alguna a su primera pregunta.

    Juan sin ley se mantuvo petrificado durante esos segundos eternos, y al salir de ese estado lo único que logró hacer fue golpear una y otra vez su cadera izquierda con los cuadernos. Ante la encrucijada de no saber cómo conseguir lo que deseaba, se había dispuesto a dar media vuelta y salir corriendo en retirada vergonzosa, cuando un relámpago de suerte le mandó a quien buscaba. Mireya se disponía a darse una ducha y en el trayecto a su cuarto para buscar la toalla miró a su compañera de trabajo hablando con Juan sin ley, quien por ser tan alto se dejó ver y la vio a ella. Mireya entonces, en un accionar que pareció de desesperación carnal pero que obedeció al miedo presente y cercano, apartó a Sobeida de la puerta y agarró a Juan sin ley por su mano libre y, dándole a entender con señas que no hablara, le condujo hasta su habitación. Allí le dijo en voz baja que su jefe se encontraba en el prostíbulo y que si se enteraba que él estaba ahí, le haría preguntas que no podría responder. Le pidió que no hiciera ruido y que no saliera del cuarto hasta que ella regresara.

    Con la luz del día entrando por una ventana alta, Juan sin ley vio lo que sus ojos no vieron la memorable noche del sábado. Aun sus ojos de adolescente reconocieron la miseria entre esas cuatro paredes. La cama que tantos clientes había soportado, estaba sostenida en uno de sus extremos por un block; la ropa, escasa en cantidad y de tela, colgaba de un alambre que se extendía de pared a pared; en un rincón, un gavetero de tres cajones con candados y sobre este, reflejando la pobreza, un espejo de medio cuerpo, ambos con señas de haber pasado ya por otras manos; en una de las paredes, en un accidentado marco dorado, una foto en blanco y negro de mejores tiempos aspiraba a ser un punto luminoso en la sombría estancia. Cuando se sentó en la cama, sus pies tocaron un zapato de fantasía que sobresalía debajo de esta, era de los que se vendían en la pulguera del mercado a menor precio que en las tiendas, aunque también de ínfima calidad. La curiosidad le provocó el arrodillarse y mirar ahí debajo, y sin sorpresa vio varios zapatos y zapatillas, de tacón y sin ellos, de variados colores y cuyo común denominador era que todos exhibían brillantes a leguas tan falsos que hasta el que los vendía no podría, como era su costumbre, timar a sus víctimas asegurando lo contrario de la verdad de sus prendas. La misma curiosidad le llevó a levantar el colchón; ahí esperaba, sin razón válida para así hacerlo, encontrar dinero, pero lo que allí sí había era un cuchillo corto cerca de la cabecera de la cama y un periódico viejo y amarillento en donde notó, luego de ojearlo, un artículo despotricando en contra de La Cuarta.

    Cuando Mireya regresó lo encontró tirado en la cama, con sus cuadernos a su lado. Le hizo la misma seña del dedo índice sobre sus labios, y de forma coqueta y con mirada fogosa se despojó de la toalla que le cubría. Sin otro preámbulo que un caminar lento y un exagerado movimiento de caderas que amenazaba con expulsarlas de su cuerpo mojado, llegó hasta Juan sin ley. Sin preocuparse por otros juegos de seducción, le bajó los pantalones y los calzoncillos, y tal y como la primera vez, se le trepó encima y con mano diestra se introdujo ella misma el pene rígido de su presa. Apenas iniciaba a dar esos movimientos que ocasionaban que la cama rechinara en un éxtasis compartido cuando, para su mala suerte, de Juan sin ley se desprendía un grito ahogado de placer que anunciaba el fin de un gusto intenso y efímero.

    —Mi hijo, pero pareces un gallo —le dijo Mireya en un susurro de disgusto

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