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El tío Rafael o la huida del peregrino
El tío Rafael o la huida del peregrino
El tío Rafael o la huida del peregrino
Libro electrónico199 páginas2 horas

El tío Rafael o la huida del peregrino

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Información de este libro electrónico

Con su estilo característico, sencillo y terso, Silvia Molina busca en esta novela a otro personaje definitivo en su biografía, uno que late en sus recuerdos de niñez y juventud. Ya ha reconstruido la ausencia de un padre inusitado al que no conoció (Imagen de Héctor), el campechano Héctor Pérez Martínez, intelectual y político que tuvo una vida corta pero fecunda para el país y para un sinnúmero de refugiados españoles que encontraron en él a un amigo y protector; y ahora se vuelca en la biografía de un español, Rafael Sánchez de Ocaña, que entró en su familia al casarse con una hermana de su madre. En esta obra descubrimos la vida de un joven madrileño que se forma en la Institución Libre de Enseñanza y en el Ateneo del que llega a ser secretario, al alumno de Henri Bergson, que estudia filosofía en Alemania, y lo vemos moverse en la Generación del 14, al lado de Ortega y Gasset y, posteriormente, en una España convulsa previa a la Guerra Civil. Atrapamos a un diplomático que recorre varios países antes de venir a México con un equipaje repleto de lecturas e incidentes que lo convertirán en un periodista de fondo y rigor y en un maestro universitario que hablará, en sus clases, por supuesto, de la historia de España. Lo extraordinario de esta novela, es descubrir no sólo al exiliado y su calidad de republicano, sino al humanista audaz e inquietante, cuya vida refleja un rico y contradictorio acaecer humano. Siempre nos tocan las pasiones y el corazón del hombre.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 feb 2024
ISBN9786078956494
El tío Rafael o la huida del peregrino

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    El tío Rafael o la huida del peregrino - Silvia Molina

    Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

    El tío Rafael o La huida del peregrino

    Primera edición en papel: 2024

    Edición ePub: marzo 2024

    D.R. © 2024, Silvia Molina

    D.R. © 2024,

    Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.

    Hermenegildo Galeana #116, Barrio del Niño Jesús,

    Tlalpan, 14080, Ciudad de México, México

    editorial@bonillaartigaseditores.com.mx

    www.bonillaartigaseditores.com

    ISBN: 978-607-8956-48-7 (impreso)

    ISBN: 978-607-8956-49-4 (ePub)

    ISBN: 978-607-8956-50-0 (pdf)

    Cuidado editorial: Bonilla Artigas Editores

    Responsable de la edición: Jorge Sánchez Casas

    Diseño de portada: d.c.g. Jocelyn G. Medina

    Diseño editorial: Maria L. Pons

    Realización ePub: javierelo

    Imagen de portada: Camino por Alfredo Just (Valencia, España, 1898-Arizona, EEUU, 1968)

    Hecho en México

    Contenido

    Preludio

    La última vez que lo vi

    Refugio y Helena

    Clic, clic

    Siente…

    La sorpresa

    Primera parte

    Allegro con spirito

    Lo primero

    Sueño

    Clic, clic

    Lo segundo

    Algo de su familia

    Primera carta: el dinero

    Segunda carta: el amor

    Sueño

    Vuelvo a los libros

    El desvelado

    Clic, clic

    De la infancia

    Los años mozos

    Sueño

    Retomando sus primeros años

    Clic, clic

    Los primeros pasos públicos

    Clic, clic

    Sueño

    Retrato de Rafael

    Por la reforma

    Sueño

    Clic, clic

    Tercera carta: Joven España

    Segunda Parte

    Adagio

    París: l´amour fou

    Sueño

    El señor conde

    París había cambiado sin él

    Marburgo o la nostalgia

    Sueño

    La presión por el regreso

    Sueño

    Los años gloriosos

    Las guerras

    La diplomacia

    La carrera

    Tercera parte

    Allegro gentile

    México

    Clic, clic

    Fin de la carrera

    Encore

    Sobre la autora

    El exilio no es una cuestión material,

    es una cuestión moral. Todos los rincones

    de la tierra resultan lo mismo.

    Victor Hugo

    Gracias, Maestro. Me inclino ante tu genio,

    y saludo con mi verso nada terso

    como de coplero rudo ésta tu sabiduría

    de ir trocando en Universo el grano de cada día.

    Coplas corridas a Rafael Sánchez Ocaña,

    Juan Rejano

    Para mi prima

    Mercedes Oteyza,

    sobrina de Rafael

    Preludio

    La última vez que lo vi

    La última vez que vi al tío Rafael fue a mediados de septiembre de 1961. Tenía 73 años y yo cumpliría 15 en octubre. Aquella mañana no había mandado por mí:

    —Si está la Dulcinea, que la cruce la mucama.

    Me llamaba Dulcinea, como lo he contado, pero una vez que me vio morder y darle de patadas a mi hermano mayor, se quedó azorado y me desconoció. Tuve que explicarle:

    —Tengo a cuatro encima de mí todo el día, si no me defiendo… Noté su mirada maliciosa, pero lo había visto alterado, sorprendido de que yo pudiera ser también una fierecilla. Me dolió su distancia temporal, porque lo quería como al abuelo que no tuve. Era cariñoso, tenía sentido del humor y me enseñaba muchas cosas: saborear platillos extraños como percebes, cocido madrileño, fabada asturiana, salmorejo, rabo de toro, pulpo a la gallega, migas… (platillos que llevaba en cazuelitas de barro de las cantinas que frecuentaba —El Puerto de Cádiz, El Gallo de Oro, el Casino Español, la Puerta del Sol, el Salón España—), tomar vino en la mesa, aprender de memoria romances —que me gustaban porque son pequeños cuentos—, poemas, versos.

    Yo prefería lo triste, y eso le causaba gracia. Me aprendía más pronto lo que me daba ganas de llorar, como el Romance del Prisionero:

    Que por mayo, era por mayo

    cuando hace la calor,

    cuando los trigos encañan

    y están los campos en flor.

    Cuando canta la calandria

    y responde el ruiseñor…¹

    Cuando mandaba por mí a la casa de la abuela y yo era más pequeña, Pastora, la mucama, me tomaba de la mano y cruzábamos la calle. Tenía órdenes de no soltarme de la mano, y yo no hacía otra cosa más que intentarlo porque me lastimaba su fuerza.

    —Soy un borreguito que se le escapa a la pastora —tiraba de ella.

    —No dejaré que, por desobediente, se la coma el lobo —me apretaba con saña.

    Refugio y Rafael vivían en la esquina de Morelia (90-A) y Colima, contra esquina de la casa de mi abuela materna, sonorense, Dorotea Campos de Celis, cuya casa la habían comprado sus hijos, los tres generales revolucionarios, en la colonia Roma.

    El de Rafael era un departamentito de renta congelada: 90 pesos mensuales. Ni el trabajo de ir a cobrarla, ya en aquel tiempo. La construcción de los departamentos A y B había recortado el vértice de la esquina, de tal manera que las dos puertas rojas hacían un frente amplio en la acera. El A corría por Morelia y el B por Colima. Ahora esas puertas son blancas.

    En la parte inferior de ambos departamentos había varias accesorias. Y un poco más allá de donde terminaba el de Rafael, estaba el Cine Morelia, donde iba a las matinées de tres películas por un solo boleto de dos pesos, con mis hermanos o primos. Dábamos mucha lata a la abuela que usaba sus tardes para remendar la ropa de los nietos que le iban cayendo por los divorcios o por tremendos. Ella los metía en cintura, pero los consentía al mismo tiempo. Así que, para entrar en el departamento que olía a un recuerdo de licor y tabaco, se subía por una escalera de granito rojo como las puertas, que tenía veintitrés escalones, con un descanso amplio y unos barandales de madera cómodos y seguros.

    Ya arriba, mirabas un pasillo por el cual se repartían las habitaciones. A la izquierda, una sala pequeña y acogedora, con un sillón confortable junto al cual alumbraba la lectura del periódico o de los libros una lámpara de pie art nouveau. En las paredes colgaban fotografías de personas desconocidas para mí, qué lástima; luego venía el estudio, con las paredes atiborradas de libros, un escritorio grande lleno de papeles y una maquinota de escribir marca Corona.

    Por las ventanas de ambas habitaciones se veía la casa de la abuela: como la mayoría de las casas de la colonia Roma, afrancesada, con un pórtico lleno de geranios coloridos y dos terrazas cuyas balaustradas daban a las dos calles. Cuando yo dormía ahí, por las ventanas de los cuartos veía siempre la luz del estudio de Rafael encendida, no importaba la hora. Si me levantaba al baño, sabía que Rafael no se había acostado todavía.

    A la derecha del pasillo estaba el baño, amplio y soleado porque daba a un cubo de luz. Al fondo, la recámara y, si continuabas por la curva del pasillo a la derecha, encontrabas el comedor, pequeño y de finos muebles ingleses, con una vitrina llena de copas de bacará, de donde Rafael sacaba una pequeñita para darme un poco de Jerez, que me encantaba: tanto la acción como el Jerez porque en mi casa no tenía permitido beber nada más que el rompope que le ponían a mi licuado en el invierno. Me gustaban las sillas delicadas cuyo respaldo no era plano sino afiligranado; y, finalmente, la diminuta cocina por cuya puerta se subía a la azotea, donde quedaba el cuarto de servicio lleno de papeles: los archivos que desaparecieron con eficacia cuando comencé a indagar sobre él. El egoísmo de una prima me impidió el acceso a su biblioteca y a sus archivos. Fueron a dar a ella por cosas del destino.

    En un cuartito contiguo a la cocina, a manera de alacena, había toda clase de cazuelitas de barro, en las que Rafael llevaba lechón, pecho de ternera, alubias, callos, chipirones y todo lo que dije antes… Refugio no cocinaba. Es obvio decirlo. Le era más fácil cruzar la calle. Llevaban una vida doméstica tranquila y hasta modesta, donde nunca faltaban el pan, el queso y el vino.

    Aquella vez había atravesado sola las dos calles: soplaban los primeros vientos locos del otoño y arrastraban no sólo las hojas de los árboles del Parque Amado Nervo, frente a ambas casas, sino la tierra de su suelo reseco. Llegaba a mí en un remolino obligándome a detener la falda del vestido que volaba hacia la cara y me dañaba los ojos. Los árboles del parque se inclinaban obedientes para no caer. Y se veía una polvareda que quitaba el hipo.

    Cerré los ojos, y apresurada toqué el timbre: iba a despedirme de Rafael, porque otra hermana de mi madre, diplomática, me había invitado a ir con ella a París.

    Por el terregal, toqué la puerta con insistencia, hasta que Refugio abrió.

    —Qué escándalo. Tu tío está enfermo.

    Se dio cuenta en el acto de los remolinos y me jaló. El polvo comenzaba a entrar en el departamento como si fuera una fina lluvia de verano.

    Refugio y Helena

    Refugio era una mujer guapa, delgada, de ojos negros y vivos, dulces, mucho menor que Rafael. Quiero decir, realmente menor. Había nacido en 1910 y él en 1888, como decía el carné de inmigración, cuando Rafael pisó México. Es decir, le llevaba 22 años. Por cierto, me impresionó que el tío hablara francés, inglés y alemán.

    En el acta de matrimonio de 1937 —que saqué del Registro Civil junto con su acta de defunción—, Rafael se quitó la edad, tal vez para no asustar más a la abuela que no quería que su hija se casara con un hombre mayor y vivido por muy bueno que fuera.

    Testigo de él fue Marcelino Domingo —a quien había conocido en Madrid allá por 1909—, domiciliado en el Hotel Regis de Paseo de la Reforma.

    Por pura suerte encontré dos carnés de migración del tío Rafael. El primero decía casado y el segundo, divorciado. Y en el acta de defunción equivocaron el segundo apellido de su padre, como comprobé después.

    Lo que más llamaba la atención de Refugio era su frescura, su natural elegancia. Como mi madre y su otra hermana, parecía artista de Hollywood. Es cierto que son guapas las sonorenses.

    Cuando vi, tiempo después, el retrato de su primera esposa, Helena Antipoff, nacida en 1892 en Rusia, me fui para atrás. Eran muy parecidas, como gemelas, pero Refugio ofrecía una sonrisa tímida y una mirada ingenua. Helena, en cambio, envuelta en un abrigo de astracán, sostenía en la foto unos ojos profundos, maliciosos, fuertes, algo retadores. Sin duda, una mujer de carácter que había sufrido y una intelectual.

    Refugio, que trabajaba en Estadísticas —lo que ahora es el Instituto Nacional de Estadística y Geografía— picando tarjetas, como mi madre y otra de sus hermanas, era una mujer inteligente pero inculta. Después se pondría un poco al corriente. Tocaba medianamente el piano, y nos entretenía, a los niños, cantando y jugando backgammon. A mí me cantaba, cuando niña, estos versitos: ¿Quién te quiere, quién te adora, quién te cortó de la rama, que no estás en tu rosal? Una distorsión del poema Era un jardín sonriente de los hermanos Álvarez Quintero, como por casualidad descubrí un día.

    La rusa Antipoff pintaba ya como un ser ávido de conocimiento. Psicóloga y pedagoga de formación universitaria en París y Suiza, donde se contactó con la Escuela de Ginebra de pedagogía progresista. Sería, ni más ni menos, quien cambió la manera de ver y entender la educación de los niños en Brasil. De la generación de Piaget, Freinet y otros maestros formados por el maestro Claparède, neurólogo, especialista en la psicología del niño y en la pedagogía experimental, y sin duda más tarde su amigo sentimental.

    Durante mucho tiempo no supe quién había sido su primera esposa, hasta que encontré su nombre, en una esquela de 1917 en Internet. Daba cuenta de la muerte de Máximo, el hermano menor de Rafael, fallecido en El Pardo a los 26 años, donde la asientan entre los hermanos políticos; y a Rafael sólo le quedaban dos hermanas. Es decir, allí estaban dos cuñados y ella. Apareció sólo en una esquela, porque en las de otros periódicos fue suprimida. O no se habían casado o estaban separados, pensé. Me imagino el enredo, siendo hijo de una familia conservadora. Luego supe por qué la habían suprimido, pero lo contaré más tarde.

    El gusanito de la curiosidad comenzó a inquietarme.

    Cuando vi su nombre en la esquela, me puse a indagar quién habría sido y dudé al encontrarla como toda una eminencia de la educación, con una vida intensa en Brasil, donde murió. La pesquisa me llevaría más tarde a encontrar junta otra vez a la pareja. Y entendí también otras cosas que después diré.

    Aquella tarde turbulenta, Refugio se veía demacrada y flacona: no podía ocultar las ojeras de noches en vela.

    Subí los escalones contándolos, como siempre, aun sin proponérmelo, como si no quisiera olvidarlos. Y no los olvidé ni borré de la memoria esa tarde. Aún me veo alegre, subiéndolos con la idea de que Rafael me diera un abrazo y me dijera: Te voy a extrañar, Dulcinea. Porque yo sí lo echaría de menos.

    —Vengo a despedirme —enteré a Refugio.

    —No le gustan las despedidas.

    Una noche entendería por qué.

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