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Residencias invisibles
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Residencias invisibles

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Mujer de letras en varias lenguas, Fabienne Bradu es un ejemplo de la forma en que la conversación en torno al amor, la libertad, el arte y la literatura pueden dar sentido a las ciudades invisibles de la cultura. Casi todos los textos aquí reunidos han sido escritos adrede y por encargo de los curadores, organizadores de encuentros, de los autores, editores de las exposiciones –de Robert Doisneau a Graciela Iturbide y Marcela Taboada– o de los libros –la biografía de Octavio Paz escrita por Christopher Domínguez, el libro sobre Gérard de Nerval de Florence Delay o la inquietante y traviesa novela Emma de Francisco Hinojosa– para no hablar de los homenajes como, por ejemplo, el dedicado a Álvaro Mutis.
Entre líneas, las letras de la amistad como una guía de vida compartida se dibujan en cada uno de los ensayos escritos en este libro que es al mismo tiempo una suerte de autorretrato con paisaje de la amable, inteligente y risueña inquilina de estas Residencias invisibles. Tal autorretrato en una época de extinciones y devastaciones culturales como ésta tiene no poco valor. Fabienne Bradu deja constancias en esta bitácora de sus navegaciones de su conocimiento personal o leído o escrito o vivido o convivido a través de la lectura con algunas de las figuras mayores del siglo xx –como Octavio Paz, André Breton, Álvaro Mutis, Ossip Mandelstam, Nina Berbérova, Arthur Schnitzler, entre otras. Esas constancias son credenciales y pasaportes capaces de abrirle las puertas de las ciudades invisibles de la cultura y del arte, pero sobre todo la de la amistad del lector. Residencias invisibles es un libro destinado a la lectura, a las lectoras y los lectores.
Fabienne Bradu es una excelente guía por los territorios del arte y de las letras del siglo xx. De ahí que sus Residencias invisibles, más allá de la utilidad que tengan para su economía interior y para lo que en el futuro podría ser parte de su testamento intelectual, funcionen también como una brújula didáctica e iniciática para los lectores. Muchas cosas van a descubrir en estas páginas. Por ejemplo ¿quién y cómo era Nadja, el personaje que inspiró la novela de André Breton? ¿Cuáles son las "cinco novelas" que han marcado la vida de la autora? ¿Qué subraya en la vida y en los libros Nina Berbérova? ¿Por qué Ossip Mandelstam escribe en el viento? ¿Cuáles son los pecados y las penitencias de Simone de Beauvoir? ¿Quiénes son los mejores lectores o lectoras de esta autora en México? Si cada uno de estos ensayos es como un puente, cabría decir que muchos de esos puentes miran hacia un mismo paisaje. Es el caso, por ejemplo, de Octavio Paz, figura asidua en el curso de estas navegaciones (aparece al menos cuatro ocasiones) que a veces se dan a favor de la corriente y a otras a contracorriente. Más allá de los "aquís" y de los "entres" y "allendes" encerrados como elixires en las ánforas de esta cueva encantada de recuerdos del siglo, lo que está en el centro de todas o de casi todas las caligrafías aquí reunidas es el amor, el deseo, la pasión, la vocación poética paralela, los itinerarios contemplativos que han seguido los estandartes reunidos aquí como una flotilla de barcos ebrios cuya bitácora unánime y tumultánime busca trazar esa cartógrafa y geógrafa de los territorios sentimentales que es la entusiasta curadora de este museo de las pasiones intelectuales. Adolfo Castañón
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 abr 2023
ISBN9786078838622
Residencias invisibles

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    Residencias invisibles - Fabienne Bradu

    Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

    Residencias invisibles

    Primera edición en papel: diciembre 2022

    Edición ePub: abril 2023

    DR © 2022 Fabienne Bradu

    D.R. © 2022

    Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.,

    Hermenegildo Galeana #111

    Barrio del Niño Jesús, Tlalpan, 14080

    Ciudad de México

    editorial@bonillaartigaseditores.com.mx

    www.bonillaartigaseditores.com

    ISBN: 978-607-8838-60-8 (Bonilla Artigas Editores) (impreso)

    ISBN: 978-607-8838-62-2 (Bonilla Artigas Editores) (ePub)

    Responsables en los procesos editoriales

    Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

    Diseño editorial y de portada:

    D.C.G.

    Jocelyn G. Medina

    Realización ePub: javierelo

    Hecho en México

    Contenido

    Prólogo

    Adolfo Castañón

    Allá

    La novela de París leída por Robert Doisneau

    Sartre y F. B.

    Simone de Beauvoir, encore

    Ósip Mandelstam escribe en el viento

    Los subrayados de Nina Berberova

    André Breton à la lettre

    La verdadera vida de Bartomeu Costa-Amic

    Desde la barranca: Malcolm Lowry

    Llamado Nerval

    Arthur Schnitzler, Casanova y Mariana Frenk-Westheim

    Cuando el sol reposa en el abismo

    Los pimientos verdes de Barack Obama

    Marguerite Duras dice: Escribir

    Veinte razones de Francia, por Álvaro Mutis

    Gonzalo Rojas y el fuego eterno

    Traducir a Gonzalo Rojas

    en medio

    Los cinco libros que han marcado mi vida

    aquí

    Adolfo Castañón, un hombre llamado libro

    Graciela Iturbide tiene ojos para soñar

    Coronadas de flores y espinas

    El camino a Galta

    Emma, pero no la Bovary

    La memoria, la inventora

    Alejandro Rossi. La fortuna de ser forastero

    Julieta Campos. Una escritora singular

    María Baranda y las ballenas

    El siglo de Octavio Paz

    Los encuentros silenciosos de Octavio Paz

    El tráfago del mundo

    En la voz de Octavio Paz

    Índice onomástico

    Sobre la autora

    Prólogo

    I

    El nombre de Fabienne Bradu está asociado a las figuras y presencias de André Breton, Benjamin Péret, Antonin Artaud, Gonzalo Rojas, Octavio Paz, Antonieta Rivas Mercado, Josefina Vicens, Juan Rulfo, Roberto Bolaño, María Asúnsolo, Consuelo Suncín, Ninfa Santos, Lupe Marín, Machila Armida entre otras. Esa mirada hacia figuras centrales y excéntricas le ha dado a su itinerario como investigadora una amplitud de horizontes que hacen de ella una singular historiadora de la cultura donde se da un equilibrio entre el conocimiento de los árboles que componen el bosque y éste, y la dotan de una mirada a la par generosa e incisiva.

    Esta asociación la ha ido naturalizando –tal es la voz que por derecho le conviene– como una interlocutora y casi diría anfitriona de las letras y artes mexicanas, francesas, hispanoamericanas en el espacio de salvaciones, restituciones, traducciones e interpretaciones que ha levantado a lo largo de los años con una obra singular, obediente a los impulsos de su propia vocación poética y literaria. En ese oficio de editora, traductora, ensayista y comentarista, Fabienne Bradu ha sabido ser fiel a un juego de singulares leyes de la hospitalidad intelectual definidas por la amistad y la fidelidad profundas a ciertas afinidades. Los polos de este sistema de vasos comunicantes están imantados por una diplomacia del espíritu inspirada por la conversación. Los ensayos, libros y traducciones de Fabienne han sabido alimentar a lo largo del tiempo la conversación... no sólo local sino trasatlántica, cosmopolita y bibliopolita. Juego es una voz que conviene a esta serie de puentes que aquí se tienden hacia el lector y que se entreveran produciendo una red de filiaciones poéticas y literarias, civiles y artísticas...

    Mujer de letras en varias lenguas, Bradu es un ejemplo de la forma en que la conversación en torno al amor, la libertad, el arte y la literatura pueden dar sentido a las ciudades invisibles de la cultura. Casi todos los textos aquí reunidos han sido escritos adrede y por encargo de los curadores, organizadores de encuentros, de los autores, editores de las exposiciones –de Robert Doisneau a Graciela Iturbide y Marcela Taboada– o de los libros –la biografía de Octavio Paz escrita por Christopher Domínguez, el libro sobre Gérard de Nerval de Florence Delay o la inquietante y traviesa novela Emma de Francisco Hinojosa– para no hablar de los homenajes como, por ejemplo, el dedicado a Álvaro Mutis.

    Entre líneas, las letras de la amistad como una guía de vida compartida se dibujan en cada uno de los ensayos escritos en este libro que es al mismo tiempo una suerte de autorretrato con paisaje de la amable, inteligente y risueña inquilina de estas Residencias invisibles. Tal autorretrato en una época de extinciones y devastaciones culturales como ésta tiene no poco valor. Bradu deja constancias en esta bitácora de sus navegaciones de su conocimiento personal o leído o escrito o vivido o convivido a través de la lectura con algunas de las figuras mayores del siglo

    XX

    –como Octavio Paz, André Breton, Álvaro Mutis, Ossip Mandelstam– Nina Berbérova, Arthur Schnitzler entre otras. Esas constancias son credenciales y pasaportes capaces de abrirle las puertas de las ciudades invisibles de la cultura y del arte, pero sobre todo la de la amistad del lector. Residencias invisibles es un libro destinado a la lectura, a las lectoras y los lectores.

    Bradu es una excelente guía por los territorios del arte y de las letras del siglo

    XX

    . De ahí que sus Residencias invisibles, más allá de la utilidad que tengan para su economía interior y para lo que en el futuro podría ser parte de su testamento intelectual, funcionen también como una brújula didáctica e iniciática para los lectores. Muchas cosas van a descubrir en estas páginas. Por ejemplo ¿quién y cómo era Nadja, el personaje que inspiró la novela de André Breton? ¿Cuáles son las cinco novelas que han marcado la vida de la autora? ¿Qué subraya en la vida y en los libros Nina Berbérova? ¿Por qué Ossip Mandelstam escribe en el viento? ¿Cuáles son los pecados y las penitencias de Simone de Beauvoir? ¿Quiénes son los mejores lectores o lectoras de esta autora en México?

    Si cada uno de estos ensayos es como un puente, cabría decir que muchos de esos puentes miran hacia un mismo paisaje. Es el caso, por ejemplo, de Octavio Paz, figura asidua en el curso de estas navegaciones (aparece al menos cuatro ocasiones) que a veces se dan a favor de la corriente y a otras a contracorriente. Residencias invisibles se abre también ahora como un libro de la serie Las semanas del jardín, la colección publicada por Bonilla Artigas.

    II

    Residencias invisibles de Fabienne Bradu acaso sea, entre los numerosos escritos y publicados por la ensayista y traductora nacida en París el 23 de septiembre de 1954, el más personal o si se quiere el volumen en que se transparentan mejor sus afinidades electivas y raíces trasatlánticas. El lema que titula este volumen se encuentra en uno de los libros de Marguerite Yourcenar y subraya que esas localizaciones se construyen al margen del tiempo.

    Residencias invisibles o residencias en lo invisible, las moradas electivas que alza esta arca de recuerdos y experiencias, de salvaciones y homenajes registran en su catastro figuras de escritores: Gérard de Nerval, Ossip Mandesltam, Nina Berbérova, Arthur Schnitzler, André Breton, J.-P. Sartre, Simone de Beauvoir, Paul Valéry, Jeanne Voilier, Malcolm Lowry, Mariana Frenk-Westheim, Marguerite Duras, Octavio Paz, Gonzalo Rojas, Álvaro Mutis, Jaime García Terrés, Julieta Campos, Francisco Rebolledo. Manuel Ulacia, Francisco Hinojosa, Christopher Domínguez, María Baranda, artistas, editores (Bartolomeu Costa-Amic), fotógrafos (Robert Doisneau, Graciela Iturbide, Marcela Taboada, Vicente Rojo), hombres de estado (Barack Obama), novelas claves en la vida, lugares (París, Galta, San Petersburgo, Cuernavaca). Residencias en lo invisible, sedes intemporales de la vida interior resueltas en escritura de poemas, novelas, cuentos, memorias y cartas.

    Uno de los enclaves en que se da esta serie de caminos cruzados es precisamente el de las cartas. Las cartas, decía Cioran, no pertenecen propiamente a la literatura, son otra cosa... De esa otra cosa están construidas en buena medida estos remansos o refugios espirituales en que se declinan los aires del tiempo, las atmósferas de la cultura y el arte en que asientan estas mansiones afectivas y políticas, sentimentales y artísticas concentradas por la inquieta inteligencia cosmopolita y bibliopolita de la escritora y lectora franco-mexicana-chilena que aquí se siente respirar a sus anchas en la alta mar de sus travesías intelectuales. Entre los aquí y los allá se da el entre. Fabienne anda entre libros, países, conversaciones como una infatigable mensajera de la memoria y la experiencia estética y a veces política. Su método parecería ser el de la libre y necesaria asociación que, por ejemplo, la lleva a hablar de Mariana Frenk a partir de Arthur Schnitzler o hablar de Francisco Rebolledo a partir de Malcolm Lowry. De esas travesías no está ausente, desde luego, el amor. Más allá de los aquís y de los entres y allendes encerrados como elixires en las ánforas de esta cueva encantada de recuerdos del siglo, lo que está en el centro de todas o de casi todas las caligrafías aquí reunidas es el amor, el deseo, la pasión, la vocación poética paralela, los itinerarios contemplativos que han seguido los estandartes reunidos aquí como una flotilla de barcos ebrios cuya bitácora unánime y tumultánime busca trazar esa cartógrafa y geógrafa de los territorios sentimentales que es la entusiasta curadora de este museo de las pasiones intelectuales.

    Esa es tal vez una de las claves de esta construcción que funciona a la vez como una recapitulación de experiencias individuales y colectivas –por ejemplo, la cultura del 68, el desarrollo de la conciencia feminista– y como un mapa entre público y secreto, entre confidencial y subversivo... Residencias invisibles abre sus puertas como uno de esos laberintos del Renacimiento hecho de jardines donde en cada esquina el paseante es sorprendido por una sorpresa que es a la vez una promesa., un asombro y un bálsamo... Libro de libros que están fuera del tiempo. Este se da como un castillo de los destinos cruzados. para evocar a Italo Calvino, una suerte de Tarot o libro de augurios donde conviven la Fortuna y el Amor, la Muerte y el Juego, el Espejo y el Desengaño, la verdad del amor y el amor por la verdad. Libro de aventuras ajenas, espiadas a través de la cerradura de las memorias, cartas y poemas. Residencias invisibles cifra entre líneas la propia autobiografía intelectual de la autora como si en cada uno de los capítulos que arman su arquitectura Fabienne estuviese mirándose en el espejo de sus pasiones y afinidades, de sus amistades y supersticiones, de sus gustos y horizontes. Libro de horas y de días. Residencias invisibles es un regalo de remansos y una guía de experiencias. Es sobre todo un expediente de vida vivida y soñada, leída y escrita, releída y traducida.

    Adolfo Castañón

    Lugares donde se elige vivir,

    residencias invisibles que se construyen

    al margen del tiempo.

    Marguerite Yourcenar

    La novela de París leída por Robert Doisneau

    Una noche de verano del siglo

    XXI

    , estaba cenando con mi padre en La Coupole, la pintoresca brasserie del bulevar Montparnasse. Como las mesas distan entre sí escasos centímetros, una pareja de norteamericanos miraba de reojo nuestros platillos antes de decidirse a ordenar. Intercambiamos unas sonrisas, tal vez para desmentir la fama de mal encarados que se atribuye a los parisinos, cuando, bajo un pretexto que no recuerdo, la conversación se entabló entre las dos mesas. Ellos debieron haber desgranado unos lugares comunes sobre la belleza de París y nosotros, reiterado nuestras crispadas sonrisas, cuando el hombre se atrevió a hacer la pregunta que masticaba desde el principio de la cena: "‒¿Son ustedes verdaderos parisinos?" –Sí, contestamos con perplejidad, sintiéndonos especímenes de una raza en extinción, excepcionalmente exhibidos en la jaula de La Coupole, el gran zoológico gastronómico de París.

    La anécdota ilustra la sensación que me embarga cuando visito París: la de recorrer una ciudad que va pareciéndose cada vez más a una tarjeta postal destinada al extranjero: hermosa siempre pero también excesivamente maquillada y mistificada. París se ha vuelto una especie de espléndida impostura, concebida para coincidir con la avidez de los turistas que se han apoderado de ella. ¿Dónde están sus verdaderos habitantes?, como preguntaba el norteamericano de La Coupole. Aventuraría, asumiendo el riesgo de la respuesta, que el verdadero París y sus verdaderos habitantes huyeron a refugiarse en las fotografías de Robert Doisneau.

    Algunos, sin duda, objetarán mi descabellada hipótesis, incluyendo el propio Robert Doisneau que nunca pretendió cautivar en sus imágenes verdad alguna, ni tampoco crear con ellas un mito de la capital francesa. Sin embargo, el tiempo ha transformado su obra en una paradoja, por no decir, en el revés de su ambición. El París de Doisneau es ahora un mito que persiguen los turistas que asaltan sus avenidas, tal sucesivas olas de invasores a menudo más devastadoras de la vida autóctona que los Hunos de antaño. Doisneau detestaba a los turistas y nunca tuvo ganas de viajar para no volverse uno de ellos. El turismo le parecía el más despreciable pasatiempo de la humanidad. Por esta razón, no salía de París, ni de sus afueras, que recorría cotidianamente en su calidad de habitante libre y curioso, tal un incansable peatón de París que en cada esquina descubre lo inaudito. Un paseo errático, sin horario ni destino preciso, aseguraba él. Hay días en que todo funciona de maravilla. Las imágenes surgen por todas partes. El espectáculo es permanente.

    No quisiera pecar de nostálgica pero, cuando miro las fotografías de Doisneau, no puedo dejar de sentir un manojo de emociones que vienen de mi infancia y vuelven a sumergirme en ella. Quizá su obra no sea la de un esteta; antes bien, habla directamente al corazón, ese órgano que, etimológicamente, tiene por función recordar. También encierra algo de juego circense si se han de creer sus propias palabras: Los encuadres elegidos por los que exhiben imágenes son absolutamente comparables con los rectángulos que crean en la vía pública los saltimbanquis con sus alfombras y los feriantes con sus barracas para hacer con ellos lo que los urbanistas han dado en llamar espacios lúdicos.¹ Su sensibilidad es de corte neorrealista, a la manera del cineasta Rosselini y de Vittorio de Sica en la inolvidable cinta El ladrón de bicicletas.

    A la par que retratan un espacio, sus imágenes aluden a un tiempo o, mejor dicho, al Tiempo, e interpelan los más de cinco sentidos soterrados en la memoria. Mirar el mundo de Doisneau es volver a vivir un París que ya no existe sino en su obra y en los recuerdos de los que ahora rebasan el medio siglo de existencia. Así, vuelvo a ver los tinteros de porcelana blanca en los pupitres de la escuela, que cada lunes se llenaban de tinta morada; la pizarra con marco de madera en la que se apuntaban, con gis blanco, las sumas y las restas de los ejercicios de cálculo mental; los dedos manchados de tinta al final de la clase de caligrafía, que igual servían para aflojar los dientes de leche mientras acudía la inspiración para las tareas de redacción. Vuelvo a oler el pan que había que comprar todos los días en la panadería del barrio, a la hora de la segunda horneada. Las batas grises de los escolares siempre desprendían un ríspido aroma a sudor y mugre mezclados. El rostro ennegrecido del hombre que entregaba el carbón a la casa me sigue dando un poco de miedo cuando lo reencuentro en una foto de Doisneau. Los coches eran cuadrados y sus ventanillas tan reducidas que era difícil, desde afuera, besar a alguien adentro. Las sillas de hierro del Jardín del Luxemburgo pesaban una desmesura cuando había que arrastrarlas sobre la arenisca y la renta se pagaba a una señora, invariablemente regañona, que guardaba las monedas en una bolsa de cuero negro. En las alamedas de las Tullerías, con los patines sobre ruedas, había que tener cuidado de no atropellar a las ancianas que cruzaban los jardines con pasos titubeantes. Sólo en algunas calles había tiendas con anuncios luminosos y la publicidad estaba pintada en las fachadas como en ese Café de Gentilly, la ciudad natal de Doisneau (1912), donde se leía: "Assurance contre la soif". La gente se parecía entre sí y, en cada página de un álbum de fotografías de Doisneau, mi corazón se sobresalta cuando creo descubrir a mi madre o a mi padre entre la muchedumbre.

    *

    La primera fotografía que tomó Robert Doisneau, en 1929, fue un montón de adoquines, sin duda destinados a pavimentar una calle de la capital o de sus goteras. Él mismo confesó la razón de esta primera toma: demasiado tímido para enfocar a una persona, solía fijar la mirada en el suelo para rastrear las materias inanimadas. Su cohibición alcanzaba tal grado que su primera cámara, una negra Rolleiflex, terminó totalmente blanca a causa de la acidez del sudor que sus manos rezumaban.

    Su legendaria timidez es la culpable de una transitoria predilección por lo inorgánico, rayano en lo abstracto. Pero también esta primera toma constituye un leitmotiv y un símbolo. Prácticamente todas las imágenes del París de los cincuenta –aquellas que lo harían famoso en el mundo entero– muestran calles adoquinadas, es decir, previas al mayo 1968 francés. Los adoquines, heredados de la ocupación romana de Francia, son para el inconsciente francés algo más que unos cubos de granito: son una alegoría de las históricas barricadas de París: la Comuna de 1871, la Liberación de Francia al final de la segunda Guerra Mundial y la revuelta estudiantil de mayo 68. Son un símbolo de lucha y de libertad, dos valores palmarios en la vida y la obra de Doisneau. Retrató las barricadas de agosto 1944, en el Barrio Latino, cuando las Fuerzas Francesas del Interior (

    FFI

    ) resistían las patadas de ahogado de las botas nazi. La más famosa de ellas muestra, en la esquina del bulevar Saint-Germain y del bulevar Saint-Michel, a un joven leyendo el ejemplar del periódico Libération, cuyo titular reza: "Le jour est arrivé: París está de pie. Construir una barricada –cuenta Doisneau a propósito de otra imagen: El hombrecillo de las barricadas– era efectuar colectivamente los gestos que iban a exorcizar los días funestos. Había en el aire un anhelo inaudito de ser felices que embellecía a todas las mujeres de la cadena que hacía llegar a los castores de la insurrección los grandes adoquines cúbicos".² El ex resistente Robert Doisneau no podía haber faltado ni fallado la foto del General De Gaulle bajando los Campos Elíseos el 26 de agosto de 1944, rodeado por los miembros del Consejo Nacional de la Resistencia, seguido por las valientes

    FFI

    y aclamado por el pueblo de París.

    Además de tímido, Robert Doisneau era una persona discreta y hasta modesta, que rara vez se vanagloriaba de sus hazañas. Se sabe que, antes de dedicarse a la fotografía, estudió las técnicas del grabado, tan sólo para complacer a una tía que no consideraba la fotografía como un oficio honrado. Pero pocos saben que sus talentos de grabador sobre todo le sirvieron para fabricar falsos papeles de identidad bajo la ocupación nazi.

    Monsieur Philippe fue para mí la linterna del acomodador que me guió en el cine de terror que fue la Ocupación. El primer día me dio un poco de miedo, –asegura retrospectivamente el heroico trápala–. Yo había falsificado algunos papeles para amigos en apuros, de acuerdo, pero se me presentó, bien informado, y me pidió que actuara con él de forma menos artesanal. Primero me hice el despistado, pero tenía que decidirme, así que confié en mi instinto campesino; lo que me convenció fue su mirada, en absoluto de policía; cedí e hice bien.³

    Además de cifrar las luchas memorables de la capital, los adoquines registran con asombrosa precisión las variaciones atmosféricas de la ciudad: si llueve, reverberan la luz otoñal como un cuero patinado por mil pasos; en primavera, se ven tan limpios como el amanecer; en verano, todavía desprenden el sofoco del día en la tibieza del crepúsculo; y en invierno, se diría que exhalan un vaho cuando la niebla de madrugada los recubre de una espectral mortaja. En breve, son un cotidiano prodigio para un artista como Doisneau que se mantuvo fiel a la fotografía en blanco y negro, por ser el único medio capaz de captar los juegos de la luz y del cielo reflejado en los charcos. El deseo irresistible de tomar una imagen viene dictado por la búsqueda de los elementos que han provocado una emoción completamente nueva,⁴ afirmaba Doisneau. Él mismo, tan escueto y ágil como un jinete de carreras de caballo, siempre vestía de blanco y negro, a lo cual sumaba un invariable impermeable beige. Su atuendo era, a un tiempo, el resultado de su falta de imaginación para vestirse y una garantía de poder fundirse en cualquier paraje, en toda circunstancia, entre las muchedumbres que casi no reparaban en su silueta saltarina: un afable duende con una caja de Pandora entre las manos.

    Resulta imposible imaginar el París de la posguerra fuera del blanco y negro. Era, en esos años, una ciudad poco proclive al color, tanto a causa de las penurias inmediatamente posteriores a la guerra, que se prolongaron hasta bien entrada la década de los cincuenta, como por cierto recato visual que comenzó a ser desterrado por el lucro, la publicidad escandalosa y otras tecnologías de los tiempos recientes. Por lo tanto, es comprensible que el París de Doisneau se cifrara en blanco y negro, con su enfática gama de grises, con los que se pintaron las complicaciones de la reconstrucción, sobre todo para la gente humilde y los trabajadores. De 1934 a 1939, es decir, a los 22 años, Doisneau se ganaba la vida como fotógrafo industrial en las fábricas de Renault en Billancourt. Su trabajo consistía en fotografiar las piezas de los coches para los catálogos de venta y producir lo que en esa época era un esbozo de publicidad visual. El trabajo era tedioso, sin mucho margen para la creatividad, y Doisneau comenzó a aburrirse y a llegar tarde a la fábrica, cada día más tarde, hasta que lo despidieron, para fortuna nuestra. De sus orígenes humildes y de los años en Billancourt, conservó una fidelidad al mundo obrero y un profundo respeto por los que se levantan temprano como él los llamaba, que se perciben en sus retratos del París popular. Casi inmediatamente después (1949-1951), pasó a ser un fotógrafo de moda para Vogue, pero el mundo de la frivolidad no era su taza de té: prefería el vino de las calles, que dio título al libro de su amigo Robert Giraud. Sin embargo, admiraba la belleza de los ricos que tienen el tiempo y el dinero para engalanar sus cuerpos y sus atavíos. "Mi fiel ayudante Maurice y yo, con nuestro esmoquin alquilado –reajustado gracias a unos cuantos alfileres– y cuatro macutos del ejército americano cargados de lámparas de flash, representábamos a Vogue".⁵ Por otro lado, rechazaba la etiqueta de fotógrafo del pueblo, así como la de fotógrafo de París, porque las etiquetas encasillan a cualquiera y Doisneau amaba la libertad por encima de todo, esa libertad que incluye la aventura y la soledad. Asimismo se negaba a ser un voyeur, un espía e incluso un observador, porque se sentía uno entre sus semejantes; le repugnaban los fotógrafos que se arman de teleobjetivos u otras prótesis tecnológicas para dominar y vencer al prójimo. Doisneau había elegido el campo de los vencidos, de las víctimas, porque aseguraba que allí encontraba las cosas más sólidas. Fotografiaba a sus semejantes para, tal vez, encontrar su propio retrato en uno de ellos, inmortalizarse vicaria y solapadamente, para no morir como confesó en una ocasión: Sólo fotografío a las gentes que se parecen a mí; en rigor, mis retratos son autorretratos. ¿Cómo olvidar a Maurice Duval, el pintor trapero de la calle Visconti, que el escritor Robert Giraud así describe:

    Por la mañana, cuando todo el mundo duerme todavía, Maurice Duval trabaja. De los cubos de basura de la rue des Beaux Arts no sólo recoge sus medios de subsistencia sino también su material de pintor… Por la tarde pinta a orillas del Sena. A veces un estudiante se detiene, sorprendido. Más tarde, cuando se hace de noche, lava su lienzo encerado en el agua. Al día siguiente estará seco y podrá utilizarlo otra vez.

    ¿Acaso Doisneau no vio en él una extrapolación de su propio arte? También le llamaban la atención los dibujos con tiza en el asfalto: "Obras lavadas por el primer chubasco o reducidas a polvo bajo los pasos de los viandantes, algunos con muy mala fe, como aquel cura al que vi

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