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Voto de tinieblas
Voto de tinieblas
Voto de tinieblas
Libro electrónico309 páginas4 horas

Voto de tinieblas

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Una monja emparedada que ha hecho voto de tinieblas (nunca más ver la luz del sol, de la vela o del farol) deja descender la mano derecha por su bajo vientre y, con los dedos humedecidos por el deseo, escribe una autobiografía apócrifa (que esquive la ortodoxia de la autobiografía oficial, escrita para que escape de los ojos represivos de los hombres, escrita para sí misma) sobre su cara y sus senos, en las piernas y en los brazos, las uñas de sus pies y de sus manos, su cuello y sus hombros, en la espalda y en los glúteos. Su cuerpo comienza a convertirse en un mapa –una isla diseñada desde la oscuridad del convento–, en el que se mezclan una geografía oficial, dibujada con la cartografía y la razón, y otra con una imaginación subversiva, fantasiosa, asediada por fracasos sexuales, del amor y sus vergüenzas. Entre las historias y los personajes de Voto de tinieblas se despliega la reflexión en torno a las prohibiciones y peligros que una monja, que vive la confusa y violenta época de la independencia de España (momento de transición pero también de reticencia a las transformaciones) debe enfrentar cuando decide ser escritora en un mundo en que escribir es una actividad exclusivamente masculina. En paralelo a estas aventuras se teje una reflexión en torno a la memoria personal y colectiva. Se perfila la manera como se va extinguiendo la población indígena aniquilada por la guerra, la viruela y la vergüenza.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento24 ago 2012
ISBN9789588732459
Voto de tinieblas

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    Voto de tinieblas - Rodrigo Parra Sandoval

    Piglia

    Monólogo de una mujer moderna

    Epitelio: La estética corporal

    …Sí, repito para que comiences a entender antes de abrir los ojos, soy la antropóloga. Sí. La antropóloga. ¿Recuerdas? He venido a llevarte a la casa de tu padre en la Ciudad del Sur y a constatar que los baúles estén en las celdas de las monjas que han hecho voto de tinieblas. Todo en orden. Los mil quinientos esqueletos están en perfecto estado, bien envueltos y amarrados. Excelente trabajo de las monjitas. No es fácil vivir en la oscuridad rodeada de tantos huesos. Pero ya ha terminado tu temporada en el infierno. ¿Cómo van tus ojos? ¿Ya puedes mirar sin dolor? Ábrelos poco a poco, sin afanes. Tu padre nos ha dejado la casa a las dos y un tílburi para que nos transportemos como damas, eso dijo. Dijo también que en algún momento saldrías de tu emparedamiento a escribir algo que debes escribir y que el mejor lugar para hacerlo podría ser el torreón. Así que dentro de unas horas, cuando estés lista física y emocionalmente para enfrentar un mundo insolente e incierto, partiremos en el tílburi. Antes, con los ojos apenas entreabiertos, vas a comer algo suave en un restaurante porque con la mezquina dieta de monja que has llevado durante años estás flaca como una percha y de seguro inapetente. Y cuando lleguemos a la Ciudad del Sur te voy a hacer un corte moderno de pelo pues lo que tienes en la cabeza parece una bola de alambre que baja enredada hasta tus glúteos y te mandaré a hacer ropa como la gente para que tires a la basura la cochambre que llevas puesta y te liberes de su olor a moho, a humedad fermentada, a demonio. Por ahora pondré lágrimas artificiales en tus ojos y te asearé los párpados con un delicado pañuelo humedecido en bálsamo de girasol para que puedas mirar a gusto. Y te limpiaré la cara y el cuello y las axilas con una toallita empapada en agua destilada para refrescarte y aliviar el ardor bajo los brazos. Durante el viaje iré desenredando lentamente tu pelo con mi peineta de carey y agua de rosas y luego lo despuntaré. Te prepararé unas gárgaras para limpiar la garganta atragantada de telas de araña hasta que se despeje y recobres la voz y comiences a contarme tu apasionante vida de reclusa. ¿Tienes una idea, aun cuando sea azarosamente aproximada, sobre cuántos años estuviste emparedada, convertida en una monstruosa mujer ciega, sorda y muda, tapiada, sin que pudiera entrar a tu celda un rayo de luz? ¿Y viviste en tinieblas por tu propia voluntad? Te convertiste en un bicho blanco y blándulo, mojojoy enterrado bajo la arena recalentada del desierto. Sin escuchar una voz humana, salvo las mismas tres palabras rituales de la hermana que te traía alimentos cada mediodía y una jarra de agua cada semana. La bicoca de treinta años. ¡Treinta años! No hay derecho a malbaratar la vida así, tan irresponsablemente, sin un abrazo, sin los colores de un atardecer para tus ojos exhaustos de oscuridad, sin escuchar una canción de amor, sin una palabra nueva que deslumbre como una moneda de oro en tu mente de escritora. ¿Qué has hecho? ¿Has escrito lo que sea que hayas escrito con tu pequeña colección de palabras viejas, monedas gastadas, devaluadas, arcaicas como el empecinamiento de tu encierro? Sé que tienes un enriquecido acervo de palabras que nacen de la fe y que has adquirido unas pocas palabras que provienen de la razón y la ciencia y que las usas precariamente como un vestido nuevo recién almidonado que te queda grande. ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué oscuridad interior te ha empujado a buscar la oscuridad exterior? ¿Cómo has podido escribir en la oscuridad? Piénsalo. Porque al regresar a la casa de tu padre en la Ciudad del Sur habrás regresado al futuro. Ya comprenderás esta aparente contradicción. Comprenderás que yo soy para ti el futuro y de eso te hablaré hasta que se te recalienten las arcaicas orejas, del futuro, de la modernidad, palabra que, por supuesto, no has escuchado en el convento. Un día de viaje en un tílburi de dos caballos, sin detenernos a descansar, muele a cualquiera. ¿Qué no le habrán hecho treinta años a tu cuerpo, maltratado cada día por la inmutable quietud de la celda? Pondré a calentar agua para llenar la tina y remojarte por lo menos un par de horas en agua espumosa de aceite de palma. Hay que ablandar una mugre que ha adquirido por derecho propio la categoría de fósil. Después rasparé tu piel con un cuchillo romo. No pongas esa cara de angustia, es una broma, querida monjita. Mientras se calienta el agua para la tina te haré unas fricciones con un emoliente de almendras y con una crema de semillas de albaricoque cortadas finamente. Cédeme tu cuerpo que las fricciones son maneras de reparar, de limpiar, de sanar, de dulcificar el cuerpo, de embellecerlo y, sobre todo, de acariciarlo, de amarlo, de consentirlo. Cédeme tu cuerpo, distiéndelo, desamarra cada protuberancia, cada resguardado rincón, cada húmedo secreto, cada misterio, que mis fricciones y mis masajes lo abrirán como una flor que se ofrece a los rayos del sol. Y cuando el agua de la tina se haya caldeado maceraré hojas de romero y las echaremos en la tina para acelerar la circulación de tu sangre que ha devenido perezosa de tanto hibernar en la abstinencia. Pondré hojas de rosa, ramas de pino y lavanda purificadoras. Hojas de naranjo, azahares, perfume de sándalo, flores de geranio para rejuvenecer tu piel, gotas de aceite de áloe, jazmín para devolverle sensualidad a tus curvas, laurel como premio al esfuerzo que implica salir del Medioevo y dar un paso temeroso hacia la modernidad: Viaje en el tiempo. Ya verás cómo descansas, cómo sientes la dulzura de tener un cuerpo de mujer que huele bien, piel tersa y lubricada con el aceite de girasol que te untaré con mis propias manos. Disfrutarás de una cama con colchón y sábanas limpias, piyama de seda y cobijas de algodón con un bonobo bordado en hilos amarillos. No más esa cama de basalto, rugosa y hostil, en que has maltratado la fragilidad de tu cuerpo. ¿No es un descanso saber que ya no duermes sobre la tumba de una monja niña y rodeada de baúles llenos de huesos humanos, acompañada sin descanso por la turbadora presencia de la muerte? Porque imagino que no querrás dormir en el torreón. ¿El torreón? Tómalo con calma. Primero el cuerpo, después el espíritu, que por andar cuidando tanto el espíritu has descuidado el cuerpo. A fin de cuentas son la misma cosa. Vamos pues, sal del agua para refregarte con esta esponja de fibras vegetales, especialmente el cuello, el vientre, las piernas, los pies, dios mío, parecen las garras de un ave de rapiña. Y ahora enjuágate y sal para secarte con esta toalla de flores. Arrodíllate y recuesta la cabeza en el borde de la tina que te voy a poner, como una manera de comenzar, un acondicionador casero del cabello que he preparado pata ti: Un batido de banano, sábila, aguacate, limón y huevo. Le aplico profundos masajes circulares a tu cuero cabelludo y a tu pelo entorchado y muerto como un chamizo y dejo que el menjurje opere durante una hora. Mejor dos horas para aumentar el provecho. Lavo tu pelo nuevamente, lo seco y ya. Acarícialo, mírate en el espejo y verás que comienza a recuperar cierta libertad, algo de lo sedoso que tuvo, a ponerse brillante, manejable. ¿Cómo te quieres peinar? ¿Qué corte te queda mejor? Un corte a la altura de la nuca para resaltar la belleza de tu cuello longilíneo y blanco, con capul para suavizar la excesiva amplitud de la frente. Un corte a la altura de los hombros, de la cintura, del coxis. Debes pensarlo. Intenta imaginar tu rostro con los diversos cortes. Comienza a pensar en tu imagen, en tu belleza, en cómo te verán los demás. Echémosle entonces una mirada al torreón. Ven.

    Mi vida en el siglo: El padre

    (Escrito en la cara)

    El torreón

    1

    Tras una ausencia de treinta años miro desde el atrio de la iglesia la casa de mi padre situada en la plaza central de la Ciudad del Sur: Un perro amarillo dibuja un árbol con su orina sobre la pared blanca y sigue su camino, insolente, como si acabara de inventar no solo el árbol sino también el dibujo y la botánica.

    Ese perro y ese árbol me hacen recordar, y no sé por qué, el libro de un antropólogo francés que mi padre me leyó durante incontables noches cuando terminé la escuela primaria. Me leía una hora cada noche, tiempo aproximado en que el sueño me vencía. Y cada noche yo repetía antes de comenzar la lectura: Léeme el principio. Así eran los regalos de mi padre: Me leía los libros que él quería leer. Pero era como si yo los hubiera escogido. Creo que desde esa época me gustan los antropólogos y los libros que escriben. Son como novelas. Leerme libros era su manera de mostrarme el material, a la vez luminoso y oscuro, de que estaba hecha su vida interior. Todavía me sé de memoria el primer párrafo que le hice repetir tantas veces porque encontraba en él algo que me helaba el corazón:

    Odio los viajes y los exploradores. Y he aquí que me dispongo a relatar mis expediciones. Pero ¡cuánto tiempo para decidirme!... Hace quince años que dejé el Brasil por última vez y desde entonces muchas veces me propuse comenzar ese libro; una especie de vergüenza y aversión siempre me lo impedía.

    Con esta frase inicia Lévi-Strauss sus Tristes trópicos y con esa misma frase comencé yo a comprender, aunque todavía de una manera incierta, que esas son las historias que vale la pena contar, las que se escriben con aversión y vergüenza. ¿Qué otra cosa es una autobiografía sino una reflexión sobre la culpa? ¿Qué otra cosa es escribir sino hablar sobre la vergüenza y la aversión? Y no importa que otros hayan contado esas historias miles de veces antes que uno. Tampoco importa que las hayan contado mil veces mejor que uno. Hay que impedir que caigan en el olvido. De eso se trata. De que la vergüenza no caiga en el olvido. Sí, tal vez. Sobre eso escribo, sobre la magnificencia de escribir, sobre su erotismo, sobre su capacidad de dar sentido y también, claro está, sobre su esterilidad a fin de cuentas, sobre su silencio, sobre el lado oscuro de la palabra.

    Con estas ideas contradictorias dando vueltas en mi cabeza entro a la casa de mi padre. Traigo como único equipaje un frasco barrigudo lleno de tinta negra, plumas de pato y un buen arrume de papel. Sí, es cierto, he venido a escribir o, más precisamente, a transcribir.

    De inmediato me dirijo al torreón.

    2

    Después de tanto tiempo de oscuridad en que no importaba si tenía los ojos abiertos o cerrados me siento libre y me acuesto boca arriba en el suelo, me desnudo, quiero decir completamente desnuda, miro pasar los cirros por la claraboya, las nubes pulposas como lana de oveja. Algo de la morosidad de esas nubes hay en mi cuerpo, algo nuevo, no lo puedo negar. Tal vez por eso me paso las horas mirándolas. También me paso las horas sintiendo mi cuerpo, leyendo lo que hay escrito en él, sus experiencias, sus ausencias. El torreón de ladrillos recocidos, camuflado en el centro de la casa, sube unos cuatro metros. La parte alta está cubierta, a la manera de una claraboya, por un vidrio plano que impide el paso del agua y, en cambio, permite la entrada tumultuosa de la luz del sol. Pongo la armella de la puerta por precaución. La antropóloga ha salido a una de sus acostumbradas excursiones acompañada por sus mulas, sus costales, sus cordeles y media docena de palas para cavar. La mitad del círculo que forma el torreón en el piso está ocupada por los cientos de bultos amarrados de la antropóloga. Sobre los amarrados ha puesto una montaña de sacos de café. El aroma del café suave que producen las laderas de la Isla está en todas partes, es el aroma de la vida aquí: la casa huele a café, sus habitantes huelen a café, el café camufla el verdadero olor de mi cuerpo. Por eso debo dar una batalla contra el aroma que lo invade todo. Necesito el aislamiento y la privacidad que me ofrece el torreón para leer con tranquilidad lo que he escrito en mi cuerpo. También la pureza del aire y el silencio y el cielo que pasa despreocupado sobre mi cabeza. Sigo entonces desnuda boca arriba mirando las nubes, pensando en los amarrados de la antropóloga y buscando el momento en que pueda comenzar a transcribir la historia que me mantiene desnuda. El sol cae sobre la mesita de siete patas ideada por un artesano delirante. Una gran nube de tonos cenizos es zarandeada por el viento. Sobre la mesita brillan el arrume de hojas de papel, el frasco barrigudo lleno de tinta negra y, en un recipiente de cerámica, diez plumas de pato preparadas para escribir. Pero no puedo comenzar todavía. Antes debo contar que la antropóloga fue la compañera de mi padre durante sus últimos años y que, a pesar de que tenemos casi la misma edad, ella ha sido en muchos momentos como una madre para mí. En otros momentos ha sido como una hermana cómplice o como una maestra que ha intentado enseñarme el arte de pensar racionalmente. La mayoría de las veces ha fracasado, pero no siempre ha sido culpa suya. Ahora intenta no inmiscuirse en lo que debo escribir en el papel con las plumas de pato bien afiladas. Pero se le nota la curiosidad: Ella es parte de la historia. La nube de tonos cenizos abandona la claraboya y continúa su viaje hacia la incertidumbre. Esta extraña idea de juntar las nubes y la incertidumbre me la ha enseñado la antropóloga.

    3

    Dándole vueltas a estos asuntos he descubierto que tengo varios cuerpos. El cuerpo sin historia de la infancia en el que casi nada ha sido escrito. El cuerpo herido de la esposa adolescente, breve, fulgurante, trágico, necesitado. El cuerpo casto, cristianamente negado, de la viuda durante varios años en el convento de las monjas hospitalarias. Un cuerpo enamorado, en diversos momentos, de hombres diferentes pero que comparten algo que puedo llamar esencial. Esencial para enamorarme de ellos. Particularmente de uno, tal vez el menos indicado, pero al que amé más profundamente. Ese es mi cuerpo, un cuerpo maltratado por la estéril lucha política de la Isla. Un cuerpo consumido por un infierno sensual durante una década. El cuerpo deshilachado de una monja casi anciana aunque todavía exultante de energía y de ganas de vivir, cuerpo que ahora observo desnudo en la soledad del torreón. Todos esos cuerpos viven en mí simultáneamente, como si aún fuera todos ellos, como si yo fuera una multitud de cuerpos. Porque soy la niña y la joven inexperta y la esposa fallida y la monja adolescente que desea y la monja adulta que ha tenido que imaginar para sobrevivir y que ha escrito notas y capítulos enteros de historias en el cuerpo de cada una de las mujeres que ha sido para crear una memoria espuria de hechos que no ha vivido. Se puede entonces comprender la dificultad que tengo para llegar a un acuerdo conmigo misma sobre cómo organizar y transcribir lo esencial del torrente de palabras que he escrito durante treinta años de clausura y de encierro en las tinieblas. Soy, esencialmente, un manojo de contradicciones que aspira al orden, aunque sé que el orden me aniquilará.

    He anotado, de manera intuitiva, historias que se refieren a diferentes temas en distintas partes de mi cuerpo (cabeza, tronco y extremidades, como enseñaban los textos de anatomía humana que usaba en la escuela). Conservaré esta forma inicial de organización de las historias que me salva del caos. En la cara y el cuello están las historias de mi infancia y mi adolescencia, los mapas y el cárnico amor de mi padre y del esposo que tuve en el siglo. En los hombros y en las axilas, en los flancos del tronco, las historias de la oscuridad conventual en compañía de las monjas hospitalarias y en la espalda y en los glúteos los fallidos intentos de curar la viruela con la medicina herbolaria de Hildegard von Bingen. En el pecho, los senos y el vientre las dislocadas aventuras con José Salvany y Lleopart y la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna. En el brazo izquierdo he escrito las narraciones sobre la memoria, la muerte y la escritura efímera de los habitantes de la Isla. En la pierna derecha la martirizada odisea en el prostíbulo interior y el papel de la risa en la construcción del sentido de la vida. El cuerpo femenino como arquitectura de la narración. ¿De qué otra forma puede escribir una mujer?

    4

    Así pues, intento traducir y transcribir mis escritos, desnuda en el torreón.

    Si has escrito tu autobiografía en tu propio cuerpo durante casi toda tu vida, con capas de escritura que se sobreponen como eras geológicas, y ahora debes traducir del lenguaje ignoto que has utilizado y transcribir al papel lo que has escrito en el cuerpo, no tienes más remedio que permanecer desnuda. ¿Verdad? Pues eso hago. Eso he hecho durante casi toda mi vida de monja: escribir en desnudez. Comienzo entonces por la cara y por el cuello, por los párpados, por los labios, las orejas y la lengua.

    5

    Antes de comenzar a transcribir lo escrito, a manera de preparación, me visto y salgo a caminar por la plaza central. Siento en mis pies los adoquines disparejos del suelo. Lleno los pulmones con el aire delgado de la mañana, con el perfume aceitoso y astringente de los eucaliptos. La fuente de piedra lanza al aire su chorro que forma una dalia de agua y se precipita en el desorden. Frente a la pared blanca de mi casa veo un perro amarillo que orina sobre el árbol que otro perro ha dibujado con su orina.

    Las reglas del padre

    1

    Vivir en un mandala, dice mi padre, es la única manera aceptable de vivir. Lo demás es el vacío. Así que piénsalo. Esta es la primera regla: Toda historia que se respete debe suceder en un mandala.

    2

    En el principio soy una niña.

    Pienso y pienso en una desaparición.

    Esa desaparición es mi primer recuerdo de importancia. Un día está y al día siguiente ya no está. Lo primero que veía al despertar era el rostro redondo y blanco de mi madre. Imagino que ella me vestía y me llevaba caminando a la misa dominical. Recuerdo que me cosía vestidos con muchos prenses y moños de todos los colores. Eso recuerdo. Pero una mañana me despierto y veo el rostro de mi padre. Una cara grande, sin afeitar, una mirada amarga y evasiva, un dejo de tristeza en los labios angostos. Nunca vuelvo a ver a mi madre. Solo recuerdo la lividez redonda de su rostro, aunque a veces pienso que el rostro que recuerdo ahora es ya un rostro inventado. Mi padre hizo una hoguera con los daguerrotipos de mi madre, con las ropas que abandonó el día en que se fugó de la casa, de manera que no he podido refrescar la memoria buscando su olor en prendas que estuvieron en contacto con su cuerpo. Pero recuerdo su voz, una voz de registro bajo, un tanto masculino. Como el zumbido que produce un moscardón al agitar las alas. Ese zumbido me acariciaba y me divertía. Sin embargo no se grabaron en mi memoria las palabras que me decía, ni siquiera una palabra. No recuerdo sus manos, si era alta o baja, no recuerdo su mirada de madre, sus abrazos de madre. Recuerdo el olor a magnolias que dejaba en la cama, pero ya no sé si he inventado ese olor o si es un recuerdo honesto y genuino. La mañana de su desaparición me convertí en hija única de padre único. Y, sin saber por qué, comencé a sospechar que nunca tendría un hijo.

    3

    Mi padre vive obsesionado con los mandalas. Creo que alguna vez me dijo esto: El mandala es un círculo. El círculo es la figura perfecta. Solo le hace falta una buena dosis de imperfección, de desorden, de perversidad. Algo así dijo, utilizando muchas palabras que no recuerdo. Creo que no entendí muy bien de qué me hablaba. Además de los mandalas a mi padre le gustan dos cosas que hay que hacer sin impaciencia, sin volverlas hilachas con los apresuramientos y la intolerancia de la juventud: inventar historias y establecer reglas. Sin reglas las cosas no funcionan, dice, y su cara florece en mil sonrisas un tanto burlonas, me parece. Así que empezamos a aclarar el asunto de las reglas. Las reglas no se refieren a la manera en que se debe vivir sino a cómo hay que contar las historias. Cuando entiendo esta diferencia experimento una sensación de descanso. Hablaré un poco de las reglas de mi padre. Las creo útiles para contar historias. Aunque algunas personas piensan que son anticuadas. Trataré de cumplirlas lo mejor que pueda. Sé, sin embargo, que siempre se me ha dificultado la obediencia. Pero no importa, él ha muerto hace ya mucho tiempo. Eso creo, aunque dudo porque sigue vivo dentro de mí.

    4

    El umbraculum, dice, el umbraculum es la segunda regla. Sí, sí, me explico. Palabra latina que significa lugar sombrío, oscuro, circunscrito, silencioso, adecuado para reflexionar y escribir. El umbráculo de que habla mi padre y que una escritora más tarde llamará cuarto propio. Los monjes del medioevo habían descubierto los beneficios de ese lugar sombreado antes que mi padre y antes que la escritora. Y ahora estoy por descubrirlo yo. Escribir en el umbráculo, un umbráculo para escribir, de ninguna manera a la luz del día y a la intemperie. La luz del día atrae a los enemigos de los que escriben.

    5

    ¿Cómo puedes vivir en un mandala si no dibujas un mapa en su interior? Una geografía física, los seres vivos: Los pisos térmicos, como los llama mi amigo Humboldt. Una casa sin amoblar no es una casa. Si vamos a vivir en esa casa hay que amoblarla. Esta es la tercera regla. Dibujar un mapa en el mandala para vivir en él. Lo que me han enseñado mis amigos de la Expedición Corográfica: Si estás pensando construir un camino, casarte, viajar, hacer la guerra, morir, contar una historia, cumplir la voluntad de dios, dibuja un mapa. Si no piensas llevar

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