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Museo de lo inútil
Museo de lo inútil
Museo de lo inútil
Libro electrónico467 páginas7 horas

Museo de lo inútil

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Piense en las siguientes dos imágenes o, lo que es lo mismo, entérese de lo que va a encontrar en Museo de lo inútil: Un palimpsesto en el que se sobreponen las caligrafías y las lógicas narrativas de la telenovela, la ciencia, la filosofía, los videoclips, la oralidad, las películas, los chats, la novela, del cuento, la fábula, el periodismo y las historietas. A veces se confunden las palabras, las eras geológicas de la escritura, y aparecen en el mismo plano los indígenas guambianos del Cauca colombiano y Flash Gordon o Brick Bradford. Otras veces, solo por poner otros ejemplos entre muchos, Esopo escribe un libro de fábulas caleñas con animales tropicales, Julio Verne y Dios hablan por Chat o las siete narradoras de El Decamerón trabajan en un prostíbulo en Cali en el que se escucha a Mozart. Parece, también, que bajo un novela solemne que tiene inclinaciones filosóficas o sociológicas se hubiera escrito un texto irónico, lleno de humor negro, conscientemente banal. Esta obra es una viaje global por los grandes temas del universo narrativo de Rodrigo Parra Sandoval: las maneras de definir la identidad, de escribir una biografía, la reflexión en torno al acto de escritura, el papel del lector, la función del narrador en un mundo democratizado, los sueños y la vigilia, la guerra en Colombia, el amor y el sexo entre la sacralización y la futilidad, el machismo, el sincretismo, la memoria, la crisis teológica y tecnológica de la modernidad y la banalización de la cultura. Un museo de lo inútil no puede ser, para que quede claro, un museo inútil.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento9 abr 2013
ISBN9789588732657
Museo de lo inútil

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    Museo de lo inútil - Rodrigo Parra Sandoval

    Fuye

    Carta de Olivia

    a Julio Verne

    Querido Julio:

    Me he puesto en la tarea de escribir esta historia por varias razones. Primera y más importante: facilitar la narración, en tres etapas y en unas pocas páginas, de tu amor con Tulita Santana, inventar un mundo imposible en el cual ese amor fuera posible. Nadie en el planeta Tierra, que tú has cubierto casi por completo con tus Viajes Extraordinarios, ha vivido el amor de la manera tan insólita en que tú y ella lo vivieron.

    He escrito también con el propósito de romper tu aislamiento de hombre maduro que se esconde en su estudio, como un niño asustado, a contar historias de viajes para eludir los reclamos de una esposa agria y demandante. Tal vez así comenzó, cuando yo era una niña y el abuelo Herbert me sentaba en sus piernas y me leía noche tras noche tus obras completas, la historia de tu prolongada estadía en esta ciudad situada en la barriga sudorosa del mundo. Viniste a Cali, que todavía era un pueblo renuente a entrar en la modernidad, invitado por mí para que incumplieras la orden de tu padre: Viajarás solamente con la imaginación. Yo también estoy confinada debido a una orden igual, no de mi padre sino del azar, como verás.

    Pero tú y yo somos rebeldes subterráneos y eso imprime carácter. Así pues, todo aquí se refiere al viaje: viajes entre Europa y América, viajes para fugarse o para descubrir, viajes para fundar un mundo mejor, viajes al Apocalipsis Dorado, al planeta Mongo, a la Atlántida Verniana, al interior del ser, viajes para huir del amor o para buscarlo, viajes al continente de la ironía, viajes entre la forma y el caos, viaje al evolucionado planeta de los sueños, la escritura como viaje, viajes entre eternidades, viaje a la radical imposibilidad del viaje que aqueja al Dios omnipresente. Estos nuevos viajes extraordinarios han sido posibles gracias a tus sabias palabras: Viajar no es mirar espacios nuevos sino mirar con nuevos ojos.

    A medida que avances en la lectura de estas historias irás comprendiendo algo que sabe todo escritor desde los tiempos de Flaubert, tus tiempos también, y que, por supuesto, tú sabes muy bien: que Tulita Santana soy yo.

    Con todo mi amor.

    Olivia Wolff Balanta

    Conversación

    en El cono de oro

    …¿El ornitorrinco?...

    El ornitorrinco, padre. ¿Sabes cómo es el ornitorrinco? Descríbelo.

    El ornitorrinco…

    Ya veo que no sabes, padre. Escucha este texto que encontré en Internet y que adapté para ver si con él comenzamos, por fin, a contar nuestra historia o mejor dicho nuestras historias:

    El ornitorrinco es un animal muy extraño. Parece que la naturaleza lo armó con partes que sobraban de otros animales. Tiene piel de topo, cola de castor, patas de rana, espolón de gallo, pico de pato, dientes de leche que pierde al crecer, es mamífero y pone huevos lo que lo convierte en ovíparo, la hembra alimenta a sus hijos con leche que derrama de sus senos incontinentes y tiene un rudimento de marsupial. Vive cerca de los ríos. Es un gran excavador y construye túneles que salen debajo y fuera del agua, en la parte más amplia de la caverna la hembra pone sus huevos que son blandos y compresibles. Nada con los ojos, las orejas y las fosas nasales cerradas. Tiene electrorreceptores de distancia para cazar. Es un cazador muy eficaz. Se alimenta de gusanos, larvas de insectos, camarones de agua dulce, caracoles inmaduros, pequeños peces y ranas. Es un animal muy extraño. Parece que la naturaleza lo armó con partes que sobraban de otros animales.

    Así esta historia, padre, real como las cosas que le pasan a uno frecuentemente desprovistas de lógica y concierto.

    Muy zoológico tu comienzo, Olivia hija, me gusta, puede ser, pero escucha esta otra manera de comenzar nuestra historia o nuestras historias, podríamos decir…Y de improviso el viento de la tarde nos trae, a través de los ventanales abiertos de La casa de los leones, nuestra casa, estas palabras dichas a mitad de una frase por un transeúnte que no pudimos ver:

    …sin causa aparente convertido en un ser astillado y perplejo…

    Junto con el azar de las palabras entra al estudio el dulce aroma de las flores de cadmia. Nos miramos sorprendidos por la manera como habló quienquiera que haya sido el que habló.

    Intento rehacerme de la sopresa de esa frase que se ha metido en nuestra conversación como una cuña que comienza a desgajar en dos un madero. Digo, sin mucha convicción: Con esas palabras ajenas podríamos comenzar también nuestra historia, hija. ¿Cómo te parece? Olivia cierra los ojos, guarda silencio un momento y finalmente pregunta:

    ¿Por qué no comenzar esta historia por el principio, padre?

    Puede comenzar ahora con tus preguntas y con mis pequeñas teorías. Pero no importa en realidad por dónde comience. Muchas historias han comenzado en la mitad de una frase anodina que alguien dice al azar. Salvo el Génesis o la estruendosa primera palabra del Big Bang ninguna historia comienza por el principio. Piensa, Olivia hija, en lo que dijo el profesor Steiner: No nos quedan más comienzos. O en la frase aún más radical del profesor Derrida: No existen los comienzos.

    Pero si no existe un verdadero comienzo para esta historia, digamos algo como un Génesis o un Big Bang ¿cuál sería entonces, padre, su verdadero final?

    No habrá un final, la historia no se cerrará, no habrá Apocalipsis ni Big Crunch, o habrá algo que parezca una mezcla de ambos, un cuasifinal mestizo, pero nada definitivo, solo cortos circuitos, muertes tumultuosas que marcan nuevos comienzos, humoradas, dejaremos ahí la historia, congelada para siempre en una llamada telefónica, porque dentro de unas semanas te vas a operar de la columna vertebral. El resultado de esa operación puede ser para ti un comienzo o un final. Caminar o no caminar, ese es el asunto. Y recuerda que el profesor Patrick White dijo: De manera que, al final, no hubo final.

    Sí, padre, de acuerdo, pero no enredes más con tantas citas de profesores que para eso me basta y me sobra el colegio. Contéstame: y a fin de cuentas ¿cuál sería un verdadero final?

    El único verdadero final, Olivia hija, es la muerte. Ya sabes, con la muerte terminan las palabras. Y contra la muerte el único antídoto que existe es una copa con cuatro bolas de helado de chocolate. Así que vamos al Cono de oro a vacunarnos contra la maldita parca.

    ¿Puedo llevar los escarabajos, padre?

    Empujo suavemente la silla de ruedas y salimos de La casa de los leones. Nos metemos en la limpia mañana de un domingo de abril. Compramos los periódicos y nos ponemos cómodos frente a una mesa de madera en El cono de oro. Olivia pide una copa con cuatro bolas de helado de chocolate y yo un capuchino.

    Podríamos entonces comenzar de la siguiente manera, aunque este no sea un verdadero comienzo: Un domingo cualquiera, digamos este domingo, hoy, tienes los bolsillos llenos de escarabajos que has recolectado para una tarea de ciencias naturales. Se mueven y tratan de salirse. Debes escribir una historia, una especie de fábula, donde cuentes la vida de los escarabajos o de un escarabajo en particular que, según me dices, podría llamarse Darwin. ¿Por qué ese nombre precisamente para un escarabajo? Estás sentada en la heladería El Cono de Oro frente a una copa con cuatro bolas de helado de chocolate. Por tu mano derecha sube un escarabajo. Te miro con curiosidad. Voy a decir algo pero me freno a tiempo. El escarabajo finalmente cae en la copa. Lo sacas, lo limpias con la servilleta y lo devuelves al bolsillo de tu chaqueta de cuero negro. Leo en silencio las noticias y los deportes. Tú lees los cuadernillos de cómics. Has terminado las cuatro bolas de helado de chocolate.

    Y ahora estamos listos para dar un paseo y visitar el museo de arte moderno donde, además de las pinturas de Tulita, hay un cuadro que quiero mostrarte. Nada como una buena pintura para descubrir cómo contar una historia. O cómo leerla.

    Nos paramos frente al cuadro de Max Ernst llamado Explosión en una catedral. Mira bien, Olivia hija, mira y observa. Mira profundamente, como recomienda Julio Verne. Max Ernst pone ante tus ojos el momento en que tiene lugar la explosión y la catedral salta en pedazos. Narra un segundo en la vida de la catedral, el segundo después de la explosión en que el edificio ya se ha fragmentado y se disgrega en el espacio pero en que todavía persiste en el ojo que mira la totalidad de su arquitectura. Se siente la fuerza del todo que aún cobija la memoria de la forma y la tensión de los fragmentos que comienzan la huida, la dolorosa expansión de su ser, pero que aún conservan su sentido de pertenencia. Un mestizaje entre la forma y su disgregación que solamente se da en ese segundo. La tensión perfecta entre tiempo y espacio. En el siguiente segundo ya la forma habrá sucumbido en las fauces del caos. Siempre quise contar, que contáramos tú y yo, que escribiéramos entre todos, que leyéramos entre todos, una historia, múltiples historias de la ciudad que habitasen en el segundo que muestra la catedral de Max Ernst: la deflagración de la redonda totalidad biográfica, el instante en que persiste el sentido pero se da comienzo al viaje hacia el sinsentido, el instante en que se abrazan la vida que muere y la muerte que comienza, el instante de vértigo en que se toma una decisión que cambiará la historia personal y en que uno levanta el pie para caminar hacia lo desconocido y al pisar la tierra estalla una mina antipersonal y convierte tus piernas en astillas o rompe tu columna vertebral. Piensa una vez más en ese instante de hielo. Recuerda, Olivia hija, la luz cegadora. Piensa en cómo viste el mundo en ese momento: orden y caos metidos en una misma bolsa peleando como dos gatos. Recuerda el instante en que viste por primera vez tu cuerpo en fragmentos. ¿Cómo será contar así? Contar, como cuentas tú, con el cuerpo herido. Contar vidas fragmentadas detrás de las cuales se esconda lo fundamental de las biografías y de la imaginada red que las vincula en secreto. Contar el instante del Big Bang de la historia, del Big Bang del ser o, como se diría ahora trivializando el ser, del yo, un yo que se expande herido, puesto en abismo. No sé si lo lograremos. Sospecho que solo conseguiremos engendrar una mera fragmentación mecánica que se deshilachará en un caos tibio y lívido o meramente sugerir una estructura monstruosa y manchada de oscuridad. Pero no importa, al final todo es un juego, un manoseo del azar. Narrar es un juego aunque en él nos vaya la vida. Un juego de naipes, te gustaría decir, Olivia hija. Así que lo mejor es divertirnos y contar historias. Tal vez contar historias casi al azar sea la mejor manera de prepararte para la operación. Y no olvides, hija, la frase del profesor Gadamer: Todo jugador es un ser en juego.

    Qué dices, Olivia hija?

    Está bien, padre, está bien.

    Y ahora sí, sin dilaciones ni trabas, comencemos las biografías de tus abuelos antes de que nos enredemos con otras historias que…

    Los abuelos

    de Olivia

    Los abuelos alemanes

    Conversación en El cono de oro

    …Bien, bien, padre pero ¿Puedo hacerte una pregunta?

    Te hago una seña para que me dejes pasar un último sorbo de capuchino. Después digo:

    ¿Cuál es tu pregunta, Olivia hija?

    Cierras perezosamente el cuadernillo dominical de los cómics. Siempre te ha gustado leer los cómics. Y a mí siempre me ha gustado que leas los cómics porque te hacen reír. Y te sale del pecho la pregunta que, como una flema contumaz, así dices porque así hablas a veces, no te deja respirar:

    Dime padre ¿Antes de que yo naciera existía el mundo? ¿O el mundo empieza cuando uno nace? De manera que el mundo empieza cada vez que alguien nace y termina cada vez que alguien muere, y así el mundo está comenzando y muriendo todo el tiempo. Y en ese caso no hay problema, el mundo es como un libro que comienza cada vez que alguien lo abre y termina cada vez que alguien lo cierra. O mejor como una biblioteca donde se abren y se cierran libros todo el tiempo y es por eso que uno escucha ese siseo de fondo en las salas de lectura: mundos que se encienden y se apagan como fuegos fatuos. Pero si ya existía ¿cómo era el mundo antes de que yo naciera? ¿Era diferente a como es ahora? ¿Se transformó cuando yo nací? ¿Qué había antes? ¿Qué hacían? ¿Mis abuelos, tú, padre mío, cómo entendían la vida sin mí? Pero además, si el mundo ya estaba hecho y organizado, si ya existían madres y padres, abuelos, colegios, oficinas, presidentes y gallinas, zorras y leones, casas y ríos, cielo y nubes, inclusive los extraños ornitorrincos ya estaban ahí viviendo y reproduciéndose, si todo ya funcionaba ¿para qué nací? ¿Qué puede hacer uno cuando nace en un mundo ya en marcha, completo y terminado, reluciente como una casa nueva? ¿Qué dices, padre?

    Guardé silencio durante un tiempo que sentí excesivamente largo, tanto que me puse nervioso, porque me gusta responder de inmediato lo que me preguntan. Pero ¿cómo responder de manera rápida y sintética esas preguntas pobladas de aristas? Finalmente encontré una respuesta que me pareció acertada y que, a partir de entonces, he utilizado en muchas situaciones para salir de apuros: Ese es el tipo de pregunta que solo se puede responder con una historia, Olivia hija. O con muchas. Depende.

    Así pues la historia que te propongo podría comenzar de la siguiente manera, aunque este tampoco es su verdadero principio: Antes de que nacieras, Olivia hija, eras solamente antepasados, tenías abuelos, bisabuelos, tatarabuelos e inclusive padres, primos y tíos. Pero tú no estabas todavía. O estabas, como decía mi profesor de filosofía, en potencia. Eras una posibilidad que dormitaba como un corte de tela arrumado en un almacén esperando a que alguien lo tome y lo convierta en camisa o pantalón. Así que por eso tienes que escuchar, sin derecho a apelación, la historia de tus antepasados. Ni remedio. Seguirás sus aventuras en el árbol genealógico que tú misma dibujarás y pegarás en la pared como guía narrativa porque serás, sí Olivia, ya lo sé, la cartógrafa, dibujante y retratista oficial de esta historia ya que a todas horas vives con un lápiz en las manos dibujando todo lo que ves en cuanto pedazo de papel encuentras disponible. Así pues, has de saber que tienes cuatro tipos de abuelos: abuelos alemanes, abuelos negros, abuelos mestizos y abuelos censurados. Tus abuelos alemanes, negros y mestizos habían nacido así y no tenían ningún mérito por eso. Tampoco merecían ningún escarnio por haber nacido como nacieron. En cambio los abuelos censurados algo habían hecho: eran rebeldes o se habían dedicado a actividades delictivas o se habían ido de la casa, habían desaparecido una noche especialmente oscura y no se sabía si estaban muertos, si los habían plagiado, si habían organizado otro hogar, si se habían comprometido con alguna de las facciones de la guerra o si habían viajado a otra dimensión. Como andan las cosas en esta ciudad cualquiera de esas opciones es posible. En fin, que con los antepasados nunca se sabe. Así podría, pues, comenzar la historia del mundo sin ti. Sin tus preguntas, un mundo vacío y tristón donde todos estábamos dedicados a esperar tu nacimiento para poder reír y celebrar, lo que no quiere decir que nos habíamos quedado sentados esperando. Esperábamos sí, pero llenos de actividad, dando vueltas como peonzas alrededor de la vida, leyendo todas las noches, en un ritual heredado de los abuelos alemanes, las obras completas de Julio Verne. Cada uno se dedicaba a sus quehaceres, a sus desafueros, a sus matrimonios, a ganarse la vida y a engendrar hijos que nos acercaran cada vez más al histórico momento en que tú vendrías a alborotar el mundo. Pienso que así ves tú también el asunto de la historia y de las generaciones. Tú estás en el centro, sentada en el sillón principal. Así hemos visto la vida todos nosotros. Es un defecto de familia. No es ni bueno ni malo estar sentado en el sillón principal. Depende de qué decides hacer con el sillón. Comenzaremos entonces con Alexander y Alma tus tatarabuelos alemanes, no porque les demos más importancia que a los negros o a los mestizos sino porque los pobrecitos vienen de unas tierras muy lejanas, cubiertas por la nieve y por una semioscuridad que asusta, de las que huyen perseguidos por los nazis. Y es bueno que lleguen cuanto antes para que se calienten las manos con el estruendoso sol del trópico. Tus abuelos arios, blancos como muñecos de nieve. Desteñidos, dice tu abuela Rosa que es negra como un tizón. Lo mejor, Olivia hija, es tener abuelos diferentes ¿No te parecería bastante aburrido que todos tus abuelos fueran como sacados del mismo molde? Ánimo pues, comencemos, narra Herbert Wolff:

    La estrella desobediente

    Una noche de invierno en Hamburgo Alexander Wolff, abogado especialista en comercio internacional, se dirige a una sala de conferencias con el ánimo arrogante de demostrarse que ya lo sabe todo sobre las teorías del Cosmos. Porque es muy aficionado al asunto del Cosmos. Maniático del Cosmos, podría decirse, Olivia bisnieta. Te llamo así por el gusto de parodiar la cómica manera en que Paul se refiere a ti y porque soy tu bisabuelo Herbert y reclamo el derecho a contar la vida de mis padres y mi experiencia alemana. Así que mira, Olivia bisnieta, a Alexander Wolff, abogado, caminar seguro y autosuficiente. Míralo. No se imagina que lo que va a escuchar tendrá consecuencias sorprendentes sobre su propia vida y sobre la vida de Olivia, su tataranieta preguntona que a partir de ese momento estará condenada a no vivir en la blanca Alemania sino en esta mulata ciudad, ya sabemos, situada en la barriga sudorosa del mundo. Camina con pisadas astutas como si fuera el primer hombre que pisa la Luna y la humanidad entera lo estuviera mirando. Alexander entra en una sala climatizada de la universidad de Hamburgo y observa al hombre sentado en una silla de ruedas: es enteco, de movimientos descoordinados, de incontrolable mirada frenética, un espectáculo nada agradable. Disertará sobre el tiempo y las nuevas teorías del Cosmos y afirmará que el universo es una nuez. Los periódicos hablan de su reciente divorcio: se ha separado de su inglesa mujer de toda la vida y se casa con una suramericana que todavía no se aproxima a los veinte años y que, oh coincidencia, se moviliza también en silla de ruedas. La mulatica suramericana de hermoso rostro redondo ajusta la silla en una posición conveniente para el físico, enciende el microcomputador empotrado en un ala metálica que le sirve de escritorio, lo besa, da un leve empujón a su silla de ruedas y sale del escenario.

    Después de la conferencia Alexander Wolff vaga por las calles resbaladizas del otoño hamburgués. Trata de organizar en su mente el discurso del físico que padece una esclerosis lateral amiotrófica. ¿Será que todos queremos crear el Universo a nuestra imagen y semejanza? ¿Será que en secreto todos los hombres somos Dios? En ese momento de perplejidad y humor negro combaten en su mente dos puntos de vista, por una parte su sofisticada racionalidad de abogado entrenada para ver el mundo desde los rigores del ordenamiento jurídico, y por otra, la deliciosa ruptura del orden, los refrescantes espacios de anarquía que le crean sus secretas lecturas de las obras completas de Julio Verne. Porque Alexander inició, además de la obsesión por el Cosmos, los Big Bangs, el origami, los viajes terrestres o interestelares y el vicio de meter a Dios en medio de sus obsesiones, la otra manía de los Wolff: leer las obras completas de Julio Verne.

    ¿Y qué dice el astrofísico parapléjico, querido bisabuelo?

    Esto es lo que puede reconstruir Alexander Wolff con su mente de abogado y viajero teórico por lo que no es aconsejable juzgar demasiado cruelmente la naturaleza primitiva e imprecisa de su comprensión: en el principio el Cosmos era más pequeño que la millonésima parte de la cabeza de un alfiler. Ese mundo diminuto estaba comprimido de una manera terrible y dolorosa hasta que un día no aguanta más y explota en un Big Bang termonuclear. En ese instante, al expandirse la materia, nace el espacio y a su vez, nace el tiempo que solo existe machihembrado con el espacio. Arranca entonces la historia de la flecha del tiempo: el tiempo fluye de pasado a futuro y no en otra dirección. Llegará un día, tras el paso de millones de años terrestres, en que la expansión del Cosmos se decida por una de las dos siguientes alternativas: o sigue expandiéndose hasta extinguirse o la fuerza de atracción regresa el Cosmos a su estado original y toda la materia se reúne hasta convertirse, con un formidable Big Crunch termonuclear, en la millonésima parte de la cabeza de un alfiler nuevamente. Durante el viaje de regreso el espacio se irá borrando, como un maestro borra ordenadamente de afuera hacia adentro los ejercicios escritos en el tablero, y la flecha del tiempo se invertirá y fluirá del futuro hacia el pasado. Luego, en su momento, dentro de millones de años, se reiniciará el ciclo del Big Bang y otra vez el Big Crunch. El Cosmos es el juego de un mago caprichoso que lo hace aparecer y luego lo borra mientras dice: ahora lo ves, ahora no lo ves. Un maltrecho acordeón cósmico que se toca a sí mismo. ¡Vaya banalidad! Pero en ese instante de desconcierto pasa por la cabeza de Alexander como una nube ácida la idea de un mundo cuya historia va de futuro a pasado, donde las generaciones salen por la puerta de la muerte como de un huevo inverso y se encaminan a grandes pasos ágiles hacia la infancia y al desnacimiento en el vientre materno. ¿Cómo será un mundo así? Alexander se agarra la cabeza con ambas manos y decide no pensar en esa monstruosidad. Le tiene pánico a la idea de lo absurdo.

    Alexander se agarra con fuerza de un árbol que ha perdido sus hojas por culpa del invierno para sortear el vértigo que le producen sus cavilaciones. Entonces todo terminará con el Big Crunch. ¿Habrá, cuando comience el nuevo ciclo de Big Bang y Big Crunch una nueva creación y una nueva redención? ¿Nos redimirá otra vez el Hijo o vendrán, por turnos rigurosos, el Padre y el Espíritu Santo? ¿Se jugarán cada turno a los dados? ¿Cómo harán para crucificar al Espíritu Santo si tiene forma de paloma? ¿Puede una paloma redimir a los hombres? ¿Nuevas evoluciones de especies y nuevas inimaginables formas de vida, tal vez gusanos luminosos, transparentes, mera luz multicolor o bolsas de energía que flotan sobre la superficie desértica o sapos con enormes cerebros que se ven funcionar como un reloj abierto, nos reemplazarán en un nuevo recomenzar del tiempo? ¿El Cosmos es solamente un muñequero con el que Dios juega a inventar cada vez nuevos y más extraños seres? ¿Quiénes nos precederían en Big Bangs anteriores? ¿Qué forma tomaría su salvación? ¿Nos encontraremos todos en un paraíso que parecerá más un zoológico de seres disparatados, una taberna intergaláctica llena de borrachos brutales, una venta de Don Quijote donde todos se reúnen en una fiesta de la inverosimilitud narrativa? ¿Será el descubrimiento de la diversidad, su implementación como política pública, lo que constituye la felicidad? ¿Y entonces en qué quedarán las razas superiores, los pueblos elegidos, los destinos manifiestos? ¿Para cada tiempo habrá un nuevo Dios? ¿En el nuevo tiempo creará Dios nuevos y más raros animales a su imagen y semejanza? ¿Entonces cómo puede uno imaginar a Dios? ¿Como un ser múltiple, proteiforme? ¿Como una ameba? ¿Como un ornitorrinco? ¿Como un dinosaurio? ¿Como una boa inmensa que hace una digestión de eternidades sumergida en algún pantano del trópico? ¿Como una lombriz de tierra? Un mundo así parece ideado por una mente perversa, por un Dios drogado. Todo sentido trascendental desaparece, siempre el eterno retorno como variación de sí mismo, siempre el aprendiz de brujo. ¿Migrarán las almas de los seres que viven en un ciclo del tiempo y encarnarán en seres de otros ciclos, originados en otros Big Bangs, en una maravillosa reencarnación intercósmica? ¿Reencarnaré como un gusano luminoso de pelos electrificados o como una bolsa de plasma que rebota en las rocas de algún árido planeta perdido en el espacio? ¿Pueden las almas sobrevivir estos Bangs y estos Crunchs termonucleares? ¿Son las almas seres blindados con trajes antiexplosivos? Las almas que ganan el cielo o el infierno durante un ciclo temporal ¿tienen que volver a jugársela en el siguiente? ¿Es, entonces, la eternidad el tiempo que va entre un Big Bang y un Big Crunch? ¿En qué queda la frágil identidad bien centrada que me he forjado con tanto trabajo? ¿Yo, Alexander Wolff, abogado, esposo y padre, creyente en un Dios creador y redentor?

    Alexander no está listo para tan alucinada metamorfosis del ser. Siente deseos de vomitar. Le lloran los ojos por el esfuerzo. Arquea el cuerpo y descansa la angustia del estómago junto al árbol que lo sostiene. Sí, sí, Alexander Wolff experimenta lo que Julio Verne llama una lección de abismo: de cómo la teoría transforma el mundo, muta el ser y dinamita el yo encapsulado de los hombres, pero sobre todo hace que florezca en el alma el deseo del viaje, de observar personalmente si esta extravaganza es verdadera o solo un delirio científico. Antes de recuperar la compostura recuerda, no sabe por qué, algo que leyó no sabe dónde: el hombre es un animal que pregunta. En ese momento, aunque no lo sepa, se consolida su segunda personalidad, su personalidad secreta que conducirá a que los Wolff vivamos en el trópico húmedo y no en la fría Alemania, a que seamos los que somos y no los que pudimos haber sido. Creo, sin embargo, que aunque no lo sabe, algo intuye. Tal vez por eso no le cuenta esta historia a Alma, la bisabuela lingüista, que se enorgullece de ser una de las mujeres más blancas de Alemania.

    En ese lastimoso instante de la derrota de Alexander pasa por su mente cristiana de anarquista vergonzante, como un meteoro de humor, la juguetona pregunta salvadora. ¿Y si una de las estrellas en medio del desorden del Big Bang, en un adolescente acto de desobediencia cósmica, hubiera viajado a una velocidad mayor que las otras y hubiera llegado rápidamente al momento en que debería emprender el regreso hacia el Big Crunch y se topara con la Tierra que todavía va, como dos flechas disparadas desde puntos opuestos que se encuentran de frente y quedan machihembradas? ¿Qué sucedería? ¿Cómo sería el tenso tiempo anestesiado en ese espacio en que se encuentran la flecha de la Tierra va de pasado a futuro y la flecha de la estrella desobediente que fluye de futuro a pasado? ¿Qué le sucedería a la identidad de una persona que quedara atrapada en el instante en que dos tiempos diferentes hacen el amor y revientan en un orgasmo cósmico que congela el tiempo? ¿Es esa explosión el origen de la muerte o, por el contrario, de la vida? ¿Será conveniente que alguna persona de nuestro árbol genealógico encarne el tiempo de la estrella desobediente con la flecha al revés? ¿Quién la encarnará? ¿Quién? Porque esta historia será un intento de contestar en el sur la cósmica pregunta que se hace en el norte el abogado Alexander Wolff. Me gusta más, se dice Alexander, la teoría de la estrella desobediente que la del Big Bang y el Big Crunch, es más casera, más personal, sin arrebatos épicos. Pero, a pesar de estas elucubraciones tranquilizadoras, no puede pasar inadvertido algo sustancial: en la vida de Alexander ha nacido un Cosmos mortal y ha muerto un Cosmos eterno.

    No quiero presentarte una imagen sesgada de tu tatarabuelo, Olivia bisnieta. Es mucho más que un hombre que se agarra de los árboles cuando un físico pulveriza de un manotazo la idea de un Cosmos eterno creado por Dios con que ha vivido bien acomodado hasta ahora. Es necesario mostrarte otras facetas de su vida. Su relación conmigo y con Alma Hedwick, su esposa, por ejemplo. Porque además de abogado comercial y cosmógrafo aficionado es esposo. Y como a todos los hombres el matrimonio y la paternidad lo aturden más que un Big Bang. Razón más que suficiente para comprender que haya terminado leyendo, de manera obsesiva, como si padeciera una nórdica enfermedad hereditaria, las obras completas de Julio Verne y, sobre todo, las malditas teorías del Cosmos.

    El Club de Origami

    Alexander Wolff, abogado y tatarabuelo tuyo, Olivia bisnieta, funda un bufete de derecho comercial en compañía de Helmuth Humboldt, su amigo de la infancia. Representan grandes empresas comerciales que exportan productos mecánicos y de ferretería e importan ultramarinos, frutas y flores, café, quina, especias. Cuando llegan los barcos Alexander va a los muelles y vigila que todo esté en regla. Aprovecha para aspirar los olores penetrantes de las mercancías que lo llevan a imaginar ciudades acribilladas por el sol, tempestades en alta mar, mujeres de mundos pretéritos. Es solo un juego divertido, expulsar un poco del vapor que presiona la tensa personalidad de su oficio. Los olores son una ayuda que Alexander emplea para crearse un pasado que no ha vivido. Pero después reasume su papel de abogado y sella contratos y expedientes en notarías y juzgados. Siente, sin embargo, en los momentos en que se mira, que hay algo que lo parte en dos con la misma eficiencia que un cuchillo afilado parte de un tajo una papaya madura: piensa que ama lo que no ama y que no ama lo que verdaderamente ama. Y que cuando, excepcionalmente, ama lo que verdaderamente ama, ese amor se vuelve contra él y lo muerde. Basta pensar en la nueva teoría del Cosmos que lo ha dejado enfermo durante varias semanas. Cosas así, muy enredadas, muy alemanas.

    Alma Hedwick conoce una noche de ópera al hombre oficial: el promisorio profesional recién graduado de la universidad de Hamburgo, como dice la tarjeta que le presenta al despedirse: Alexander Wolff, abogado, representaciones de comercio internacional. Ni a Alexander ni a Alma les gusta la ópera, lo que hace aún más extraordinario su encuentro. Aunque esta afirmación tampoco puede hacerse de manera contundente: Alma siente aversión por lo que la ópera tiene de exhibición mundana pero ama su espíritu solemne, su fastuosidad, la aplicada concurrencia de todas las artes en un solo propósito. Alexander, en cambio, ama en la ópera lo que más le critica: le parece un espectáculo inconsecuente debido a que la música es grandiosa, el decorado es espectacular, la actuación puede alcanzar momentos sublimes pero la lírica, las palabras, el guión, si se quiere, es generalmente un melodrama insoportable y ridículo. Y es la ridiculez, que produce esa incoherencia, lo que le resulta atractivo de la ópera: ama reír. Es un espíritu burlón vergonzante. A fin de cuentas donde Alma encuentra el espíritu de la solemnidad Alexander halla el espíritu del humor. Dice: reír de la historia, de los pueblos, de sus héroes, de sus mitos, de sus dioses, es una necesidad higiénica. La historia, las historias, las de la ópera por ejemplo, han sido escritas por agelastas. A partir de esa incompatible visión de la ópera construyen su amor. De ese hombre, habitado por enemigos que luchan a muerte dentro de su pecho, soy hijo, mi querida Olivia bisnieta.

    Pero ¿qué le gusta a Alexander de Alma?

    Alexander mira a Alma con sus ojos de abogado porque no sabe todavía cómo mirarla con los ojos de su hombre secreto. El abogado ve en ella una muchacha pulcra y presentable, rubia, de ojos azules, mujer complejamente civilizada, de temperamento tranquilo y asentado, aria, muy blanca. Alma Hedwick, en efecto, es considerada en su momento una de las mujeres más blancas de Alemania. Pero hay otra cualidad que Alexander no deja de tener en cuenta: la concisión de su lenguaje, su tendencia a hablar solamente lo imprescindible y de la manera más precisa, condiciones necesarias de una buena comunicación conyugal. Y entonces, ¿por qué termina enamorado de negras de formas rotundas y ropajes de colores fuertes y chillones que se bajan en los muelles de Hamburgo, que desembarcan directamente en la zona roja, en sus bares de marineros, en sus restaurantes bulliciosos, en los prostíbulos más miserables? ¿Cómo hacen el amor el abogado y la traductora?

    Con circunspección, civilizadamente, todo dentro del respeto a las buenas maneras, higiénicamente, como en una cena de cinco tenedores, con guantes blancos como lo manda la etiqueta, con la luz apagada, en silencio absoluto, con el solo propósito de engendrarme. Por fortuna no soy concebido de esa tediosa manera. Lo que sucede el día en que me engendran tiene una importancia definitiva en mi vida y si mis padres no tuvieran ese sentimiento antiinglés marcado a fuego en la memoria patriótica de seguro no me llamaría Herbert Wolff sino Tristram Wolff. Esta es la historia del acto con que comienza mi vida: Alma ha estado dedicada a leer el Fausto de Goethe, por supuesto, durante los días que anteceden a mi concepción. El alma de Alma vibra de fervor con la lucha entre las falanges del bien y del mal, con la guerra a muerte entre la luz y la oscuridad, manera amañada y simplista en que ella lee el libro de su autor favorito. Alma está transfigurada y su espíritu transforma su cuerpo, lo hace ágil, dúctil, cálido y, sobre todo, lo lleva a sentir una holgada soltura, como si antes hubiera habitado un espacio demasiado estrecho: es la libido que aceita los cuerpos en los momentos definitivos. Así, tiritando de entusiasmo espiritual, llega Alma al lecho la noche en que soy engendrado. Alexander, en cambio, ha estado leyendo a escondidas el libro famoso de Hans Jacob Christoffel Von Grimmelshausen: El aventurero Simplicius Simplicissimus. Simplicius es un libro de textura muy diferente al Fausto: aventurero, picaresco, juguetón, erótico, libertino, divertido, irreverente. Alexander piensa que así debe ser su vida, desenfadada y libre y en su corazón arde el deseo de que su hombre secreto salga a la luz y disfrute sin las cortapisas de la civilización. Así, pletórico de ansias de ruptura, llega Alexander al lecho la noche en que soy engendrado. El fervor toma por sorpresa a mis padres y les juega una buena pasada. En un torbellino de rupturas pierden la circunspección y llegan a la desfachatez, su civilizado espíritu alemán hace una regresión hacia lo salvaje y primitivo, hacia los genes de su ancestro bárbaro. Cuando despiertan se dan cuenta de que han destruido su mundo de papel celofán y no saben cómo reaccionar.

    El primer error lo comete Alma: habla del Fausto, de falanges y guerras en que ella vence a Luzbel y en que no acepta la propuesta demoníaca de vender su alma. Alexander siente el acoso de los celos del libro de Goethe porque piensa que no ha sido él con sus carnes magras y sus rodillas puntiagudas el que ha despertado la pasión de Alma sino el libro que ella ha leído antes de meterse en su lecho. Encuentran así la manera de crear su propio infierno familiar utilizando lo que está más cerca de ellos, lo que los une: la palabra.

    El segundo error lo comete Alexander. Alma le pregunta: ¿Y en Simplicius cuál es tu escena preferida? Alexander es sincero y cuenta la reunión amorosa que Simplicius vive con dos mujeres encapuchadas que no quieren revelar sus identidades pero que arden en el deseo de disfrutarlo. Habla de posiciones, olores, texturas, profundidades, desajustes de los goznes del cuerpo que chirrían como puertas enmohecidas. Alma monta en santa cólera. Reflexiona un momento su ira y corre a su estudio. Regresa con el Diccionario Alemán de Insultos e Improperios. Su voz calza altos coturnos de elocuencia y lee los siguientes infinitivos y sus significados, parada en la cama, mientras Alexander la escucha acurrucado en el suelo:

    Afrentar: humillar, poner en aprietos, peligro o lance capaz de ocasionar vergüenza.

    Agraviar: rendir, agravar, apesadumbrar.

    Agredir: acometer a alguno para matarlo, herirlo o hacerle daño.

    Atropellar: pasar precipitadamente por encima de una persona, derribar o empujar a alguien con violencia para abrirse campo.

    Befar:

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