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Los bolsillos de Herbert Wolff
Los bolsillos de Herbert Wolff
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Libro electrónico203 páginas3 horas

Los bolsillos de Herbert Wolff

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Herbert Wolff, ingeniero alemán que construye el ferrocarril del Pacífico entre Cali y Buenaventura, decide perder la memoria al darse cuenta que todo su proyecto ha significado el inicio de la destrucción del país que antes consideraba un paraíso primigenio, no viciado por los excesos del progreso. Sin embargo, y contradictoriamente, como un mecanismo para salvarse a sí mismo, para evitar el desajuste en la identidad que causa el olvido, decide crear un registro fotográfico y escrito de lo que olvida. La novela es la reconstrucción de la identidad del ingeniero, la redención de su memoria, por medio de cuatro textos diferentes: Faraón Angola, quien adopta a Herbert como padre, cuenta su telemaquia personal; una antología épica de la construcción del ferrocarril hecha por Faraón con los registros mnemotécnicos de su padre temporal; los videoescritos de Divina Rosa en los que se narra la destrucción del ferrocarril, la construcción, con sus detritos, de chatarra como obra de arte y la develación de la identidad de una mujer; de manera dispersa por toda la novela los tres textos anteriores son leídos en voz alta por Divina Rosa durante un pervertido acto sexual con Faraón Angola.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento7 nov 2012
ISBN9789588732497
Los bolsillos de Herbert Wolff

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    Los bolsillos de Herbert Wolff - Rodrigo Parra Sandoval

    Sontag

    Foto fija: La indecorosa propuesta de Divina Rosa

    Estamos sentados en una cafetería del Centro Comercial Chipichape. Acabamos de conocernos tal vez por azar como suele suceder con las personas decisivas. Comienza a llover. El cielo, hace cinco minutos radiante, parece un agujereado toldo de campaña. Nos miramos como diciendo ¿y ahora qué? Sorbemos el café con rompope, aparentemente concentrados en nosotros mismos, evitando mirarnos. Ella dice con una improvisada estrategia para gastar el tiempo que tendremos que compartir mientras escampa: Háblame de tu padre. Me sorprende su pregunta, directa y eficaz. Cuando acaban de conocer a un hombre que les interesa de alguna manera que todavía no es clara las mujeres preguntan primero por la madre. Es como preguntar por ellas mismas. Les intriga la manera como el hombre las ve al compararlas con la imagen de la madre. Cuando los hombres han terminado de contar su historia las mujeres ya saben de qué manera les interesa el hombre. Lo que cuenta se transforma para ellas en un test proyectivo. Por eso cuando la mujer de piel mediterránea me pregunta por mi padre logra descolocarme y guardo silencio mientras pretendo beber el resto del café. Finalmente digo: En materia de padres soy un hombre anómalo. Lo que voy a contarte es estrictamente autobiográfico. Mi padre, el padre que interesa para esta historia, es un ingeniero alemán. El otro, el biológico, no cuenta. Desapareció en la prehistoria de mi vida. Con el ánimo de cautivar su atención pienso en utilizar una ayuda visual y saco de mi billetera la ajada fotografía. Se la paso: La esposa, los cuatro hijos, él, Herbert Wolff. Yo no aparezco en la fotografía, digo innecesariamente. Hay una razón por la que no estoy. Ya la comprenderás. Ella mira la fotografía bastante ajada y me observa con la mirada burocráticamente inquisitiva de un guarda de aduana. Duda. Su mirada sigue sin disimulo una pareja joven que pasa por la ventana. Ganar tiempo. Me mira de nuevo y en sus ojos habita, insolente, la indecisión. Busca una trampa en mi historia. Dice: ¿Tú tomaste la foto?

    La mujer cierra los ojos. Prosigo con la narración: Pero antes de que él regresara a Alemania me fui yo para Estados Unidos a cursar estudios de postgrado en antropología. Partí con el conocimiento de que Herbert Wolff me había regalado, durante los meses en que fue mi padre, el amor a los estudios del hombre con sus peroratas ferrocarrileras ilustradas con gráficos dibujados en la tierra y, ante todo, con sus abrazos energizantes, la dosis de seguridad en mí mismo necesaria para emprender el viaje que siempre había soñado.

    ¿Cómo vamos hasta aquí? le pregunto a la mujer de oscura piel mediterránea. Es una historia energizante, responde con un rictus de ironía en los labios y da un sorbo corto e impulsivo, un tanto nervioso, a su café con rompope. Prosigue, prosigue, me dice. Y cierra los ojos. Comienzo a descubrir que cuando ella cierra los ojos desaparece la cafetería y cesa la lluvia y me sonrojo de mis melodramáticos pensamientos.

    Escampa súbitamente sobre la acera que bordea la cafetería y el sol sale burlando una nube, fresco y luminoso, como si nada hubiera pasado. La mujer de oscura tez mediterránea termina su segundo café con rompope. Cierra los ojos de manera un tanto teatral y dice con una voz al tiempo sedosa y metálica: Misterioso el comienzo de tu historia. Espero tener la oportunidad de escucharla completa. Y, a propósito, no me has dicho tu nombre. Faraón Angola, digo un tanto cohibido por la sonoridad excesiva de las dos palabras, nombre de general de la revolución mexicana, pero soy civil ciento por ciento. Sonríe. Me ofrece la mano: Estamos predestinados, afirma, mi nombre es Divina Rosa. Reímos con ganas y en las ondas sonoras de esa risa se mece suavemente, como en la cuna de un niño recién nacido, la semilla de algo todavía impreciso. En la historia del tren, pienso, he encontrado amores bizarros, hazañas de la ingeniería, brillos falsos del progreso, plagas y, sobre todo, el alma oscura de múltiples traiciones. Porque, digámoslo de una vez: Divina Rosa no es el nombre de la mujer. No puede ser. Tampoco Faraón Angola es mi nombre. Lo he tomado del personaje de una novela. Toma su cartera de cuero negro, la cuelga del hombro izquierdo, comienza a levantarse. Se detiene a mitad de camino y me mira. Sonríe. Se sienta de nuevo. Dice: Debo proponerte algo.

    Por los ventanales entra una tarde de meteorología indecisa, entre luminosa y nublada. Divina Rosa la mira en silencio. La indecisión de la tarde se refleja en su frente. ¿Cómo te ha parecido? ¿Qué cosa? pregunta y comienza a regresar del lugar o la época a que la ha llevado la imaginación o el recuerdo o la intrincada naturaleza de su propuesta. Sí, claro, muy bien. Miro su rostro hermosamente proporcionado y ausente. De repente me encuentro diciéndole: Pienso en los dos rostros que el ingeniero me ha pedido preparar, reconstruir, imaginar. Su curtido rostro de ingeniero alemán, cuarteado por los furiosos soles del trópico, incompleto, esquemático, ajeno y el rostro de la mujer que tal vez existió, que tal vez amó. ¿Por qué quería el ingeniero prepararse un rostro nuevo, olvidar el rostro que le adjudicó la naturaleza? ¿Qué puede llevar a un hombre como él a una especie de cirugía plástica de la identidad? ¿De qué, de quién o de quiénes intenta esconderse? Sabe muy bien que la nueva identidad que nacerá del experimento reconstructivo que llevaré a cabo saldrá lisiada, tullida, tal vez monstruosa. ¿Quería castigarse? ¿O tal vez su deseo más profundo haya sido esconderse de sí mismo y de su historia? Mirarse al espejo y decir ese no soy yo. O, por el contrario, mirarse y aceptar que ese será él de ahora en adelante. Divina Rosa junta las manos, las pone sobre la mesa y reclina la cabeza sobre ellas, dice: Es fútil intentar esconderse de uno mismo. Por eso he de decirte que tienes que hablar más profundamente sobre ti mismo, reflexionar sobre tu papel de narrador, sobre los motivos de tu narración. Es fundamental ya que me has contado dos historias, la historia de Herbert Wolff y tu historia con él, tu biografía contada por medio de la historia de otra persona. Así que te digo lo que pienso. La historia que me has contado es un sueño. Escucha bien, un sueño. Buscas un padre y has creado una historia en la que encuentras un padre. Solo a un hombre que olvida quién es, que borra su biografía, puedes decirle impunemente que eres su hijo o, por lo menos, que fuiste su hijo. Que él fue tu padre. Él se busca a sí mismo, busca una mujer y de pronto se encuentra con un hijo. Más que mejor. Así que él por lo pronto ha ganado un hijo, un importante trozo de su biografía, tal vez por ese camino recupere la memoria de la mujer que ha amado y que se ha convertido en un espacio vacío cuyos bordes apenas intuye. Y tú has ganado el padre que deseabas y una historia para contar. Encuentras a alguien que te escucha, alguien que tal vez llegue a amarte a partir del sueño que le cuentas. Has ideado un sueño para enamorar una mujer. No es tu verdadera historia con Herbert Wolff, es demasiado poética, demasiado hermosa, una plenitud inventada que no parece parte de la realidad. Es un sueño seductor que habla más de ti que del ingeniero. El sueño se transforma en una deliciosa estrategia de seducción.

    Saca de su escarcela una tarjeta personal. Dice: Tengo una propuesta buena para los dos. Reunirnos durante los días que sean necesarios para leernos lo que hemos escrito sobre nuestras vidas con Herbert Wolff. Pues has de saber, si todavía no lo has adivinado, que nuestro encuentro no ha sido fruto del azar. No estoy hablando ahora contigo porque cuando entramos al Centro Comercial estaba lloviendo. En realidad te buscaba. Tú tienes la mitad del mapa del tesoro: La primera parte de la historia de Herbert Wolff. Yo también tengo una historia con Herbert Wolff, aunque no como su hija. Ya verás. Así pues la lectura podría discurrir de la siguiente manera: No solo leeremos, leeremos y haremos el amor. Dos historias. Siempre hay por lo menos dos historias que nos están sucediendo al mismo tiempo. Tú me harás el amor y yo leeré. Tengo una voz clara y su timbre es cálido y colorido, como de locutora radial. Tu voz es un tanto apagada, reflexiva, introvertida.

    Se levanta, se despide sin esperar mi respuesta. Ha parado de llover. Sonríe y sale del restaurante. Se pierde en la calle húmeda surcada por delgadas venas de agua que irrigan el asfalto. Miro la tarjeta que ha dejado sobre la mesa: Solo dice Divina Rosa y da una dirección, el número de un teléfono fijo, una fecha y una hora. No me di cuenta cuándo escribió con su estilógrafo de tinta morada. En el reverso de la tarjeta hay un mensaje: Yo tengo la otra mitad del mapa del tesoro, el final de la historia, la muerte o desaparición del ingeniero, la identidad de la mujer del vacío, un esclarecedor ensayo de Herbert Wolff sobre la misteriosa mujer. No olvides llevar tus escritos y las fotografías y anotaciones de Herbert Wolff.

    La ansiedad es un oso prisionero que se retuerce en una cueva, pienso obsesivamente mientras camino por mi departamento. Durante la semana que va del día en que nos encontramos en el restaurante al día de nuestra cita, reviso el manuscrito, corrijo, corto y borro, quiero llevar un texto lo más limpio posible. ¿Vanidad de escritor o deseo de agradarla? Sigo con la sensación de que sobran muchas frases, de que hay redundancias e inexactitudes, durezas. La cita es a las siete para aprovechar la luz de la mañana que entra por los ventanales, había dicho Divina Rosa. Hundo el timbre en el edificio de dos pisos. Divina Rosa me pregunta el nombre y abre la puerta. Subo por una escalera angosta con paredes a ambos lados, oscura, claustrofóbica, con escalones de diferentes alturas que hacen inevitable tropezar. La escalera desemboca en un espacio amplio, iluminado, desde cuyos ventanales de techo a suelo se ve el amarillo reseco de la loma de las Tres Cruces en verano. Sobre la alfombra de largas fibras blancas aparecen los pies desnudos, pequeños, bien cuidados, de Divina Rosa. Me saluda metida en una bata de baño también blanca. Nada de prolegómenos, afirma. Me explica de manera ejecutiva el procedimiento: Las paredes también son blancas y nada llamativas, del cielo raso blanco cuelgan luces en soportes blancos de diversos tamaños enfocadas al sitio donde voy a leer. Salvo, por supuesto, lo que tú y yo estaremos haciendo con extrema lentitud, nada nos distraerá. Así que manos a la obra. Se quita la bata de baño, el brasier, las pantaletas y así, desnuda, se acuesta boca arriba sobre la alfombra blanca. Voltea la cabeza hacia su izquierda, estira el brazo izquierdo y toma el manuscrito que va a leer en primer lugar, camufla el pequeño micrófono blanco en la blancura de la alfombra, cerca de su boca. Abre las piernas y deja el órgano expuesto como una flor rosada a pleno sol. Ahora tú te desnudas, dice, tomas tu ropa y la mía y la depositas en una esquina de la sala. Te acuestas sobre mi cuerpo, colocas tu brazo derecho bajo mi brazo izquierdo para elevarlo y facilitarme el ángulo de lectura, con la mano ayudas a sostener mi cabeza en posición de lectura. Afirmas tu cabeza sobre mi hombro derecho, mirando la alfombra de manera que cubras mis senos. El brazo y la mano izquierdas te servirán para impulsarte y ayudarte a guardar el ritmo de los movimientos. Ahora, ya ambos en la posición correcta, he de explicarte otros detalles de suma importancia: Vamos a organizar la lectura en periodos de una hora aproximadamente. Según los cálculos que he hecho cada dos o tres minutos leo una página, de manera que en una hora habré leído veinte páginas o un tanto más. Si tenemos en cuenta que el material de este manuscrito suma algo más de ciento treinta páginas emplearemos seis sesiones para leer y grabar todo. Te daré este cronómetro que pondrás en la alfombra frente a tus ojos para que controles el tiempo y distribuyas tus energías convenientemente. Ensayemos entonces la mecánica de la lectura: Lo primero que haces es entrar. Entra ahora. Bien. Comienza a moverte lentamente. Más despacio. Aun más lentamente. Así, eso es. Memoriza ese ritmo. Recuerda que debes mantenerlo durante una hora. Si te apresuras vas a eyacular y habrá que suspender la lectura. Repito: Estos son tus deberes: Mantener el ritmo durante una hora, controlar el tiempo con el cronómetro, observar cada tanto mi rostro (mis ojos deben lucir húmedos, afiebrados, intensos, mis mejillas arreboladas) y obrar en consecuencia acelerando levemente o disminuyendo la velocidad del ritmo, cuando termine de leer una página apretaré tu brazo izquierdo con mi mano derecha y procederás a pasar la página del manuscrito. Al terminar la hora de lectura puedes eyacular si es lo que deseas. Si eyaculas o si pierdes la erección antes de terminar la sesión debemos interrumpir hasta que te recuperes y repetir la lectura desde donde la habíamos comenzado. Si por casualidad o descuido yo tengo un orgasmo en mitad de la lectura no te preocupes, tu sigues con tu ritmo como si nada. Muy bien, ahora sal de mi cuerpo que hemos terminado el ensayo. Imagino que te preguntarás ¿Y para qué tanto jaleo si puedo leer cómodamente parada frente a un atril? Sencillo: La excitación sexual embellece mi voz. La vuelve más profunda, más colorida, más dramática, le confiere un timbre emocional, escalofriante, irresistiblemente seductor. Ese es tu papel: Hermosear mi voz. Ahora toma el cronómetro, entra con parsimonia, ensaya el ritmo. Listo, así, comenzamos a leer tu manuscrito:

    ***

    Nota entre paréntesis: (mi amigo Edmond Jabès me comentó en un momento en que me era peligrosamente confusa la estructura de este manuscrito que en él había dos libros, un libro dentro del libro y otro libro fuera del libro. Las reflexiones de las fotos fijas y otras pequeñas consideraciones escondidas dentro del texto escrito pertenecerían a lo que Edmond llamó el libro fuera del libro. Ellas se refieren más directamente al grueso del libro fuera del libro, es decir el libro leído y grabado, por oposición al libro dentro del libro o sea el texto escrito. En fin, el lector sabrá juzgar si en esta distinción hay algún acierto. He conservado y he marcado tipográficamente esta distinción de los dos libros en el texto porque desde que Edmond me habló de ella se convirtió ineludiblemente en parte de la historia y no pude, ni quise, liberarme de su influjo. Si algo me ha enseñado Edmond es la fidelidad a los amigos y a las ideas con que nos marcan).

    I.

    Los escritos

    del antropólogo

    Faraón Angola

    Primera grabación

    Sesenta minutos de lectura

    en la voz infinita de Divina Rosa

    En los Talleres Ferroviarios

    de Chipichape

    Erradicación

    El ingeniero decidió erradicar la memoria de su cerebro. Por lo menos la memoria de una parte sustancial de su vida. Esa parte, ya se sabe cuál, me comentó alguien de la familia. Aunque, como es obvio, ni él ni yo sabíamos con precisión cuál parte. No fue fácil poner a andar el proceso, añadió, pero cuando comenzó la

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