Infierno y paraíso de las islas: Memorias de mar y mujer
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Infierno y paraíso de las islas - Miguel Ángel Moreta-Lara
A LA MAR, MADERA…
MADCHEN
Ei, Seeleute,
liegt ihr so faul
schon im Nest?
Ist heute für euch denn nicht
auch ein Fest?
[...]
Sagt! Habt ihr denn nicht
auch ein Schätzen am Land?
Wollt ihr nicht mit tanzen
auf freundlichen Strand?1
_______________
1.MUCHACHAS. ¿Cómo, marineros,/ya os habéis ido a la cama?/¿No es hoy fiesta también/para vosotros?/¡Decid! ¿No tenéis acaso/una novia en tierra?/¿No queréis bailar con nosotras/en esta acogedora orilla? (Richard Wagner. El holandés errante, Acto III).
Infierno y paraíso de las islas
Judith Schalansky, nacida en 1980, es una escritora, editora y diseñadora gráfica alemana graduada en Historia del Arte y en Diseño de la Comunicación. Cuando su Atlas de islas remotas: Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré se publicó en su país, recibió el premio al libro más bello del año 2009, y el mismo premio volvió a recibirlo en 2012 por su novela El cuello de la jirafa (2013). Pero lo que te ofrece este Atlas es algo más que belleza: el uso del color (páginas blancas, ocres y grises), la distribución del contenido (en las páginas pares el texto y los mapas en las impares), la ficha que precede a cada texto, las tapas duras, el índice, etc., convierten este tratado isleño en un objeto felizmente legible, tan artístico como funcional.
El proyecto poético de Schalansky tiene origen en su fascinación infantil por la cartografía, por los globos terráqueos y los viajes: «recorrer un mapa con el dedo índice puede ser entendido como un gesto erótico». Todo mapa es una invitación al viaje, es un viaje: cualquier itinerario será posible sobre un atlas, desde casa, desde el libro. El mapa, tal que un jardín infantil —donde el tiempo y el lugar son una misma cosa—, constituye una representación de la selva, del bosque, de un viaje tan real como imaginario, un trayecto tan veloz como inmóvil.
Las cincuenta islas de Schalansky entrañan cincuenta incursiones en la historia de cada una, cincuenta relatos que, con el mimo de un naturalista, van ensartando circunstancias y detalles asombrosos. La isla mínima es la francesa Tromelin, con solo 0,8 km2, también llamada Isla de Arena, donde se narra la historia de un naufragio. La más extensa es la rusa Rodolfo, con 297 km2, en el Ártico, descubierta en 1874 durante la expedición austrohúngara al Polo Norte y bautizada con el nombre del hijo de Sissí. Igual que Isla Rodolfo, se mencionan hasta diecinueve islas deshabitadas. Las más populosas son la ecuatoguineana Annobón (5.008 isleños) y la caboverdiana Brava (6.804 pobladores), donde los habitantes tienen los ojos azules y la piel negra y en las tabernas del muelle se oyen canciones tristes, como la de Cesária Évora:
Cuando me escribas,
yo te escribiré.
Cuando me olvides,
yo te olvidaré.
Sodade, sodade.
Sodade en mi tierra de Sâo Nicolau,
hasta el día en que regreses.
La señora Schalansky nos zarandea con unos acontecimientos inesperadamente estupendos. Diego García (nombre de su descubridor, un marinero de Moguer) alberga una base usamericana secreta para lo que, previamente, se desalojó a sus habitantes. Fangataufa sufrió una bomba de hidrógeno: ¿hace falta recordar que es una isla deshabitada? En Howland se escuchó por última vez antes de que desapareciera a Amelia Earhart, heroína de la aviación. Santa Helena será la isla de la muerte para su personaje más famoso, aquel emperador que la habitó durante cuatro años y medio: «vigilado por un regimiento, malvivía en un altiplano a la merced de los vientos, rodeado del círculo de sus traidores más leales». En la deshabitada Taongi hay una tumba con los huesos del joven Scoot Moorman, eclipsado cuando estaba pescando en la costa de la isla hawaiana de Maui, unos 3.700 km al este de Taongi. Los pájaros de Hitchcock atacan al cadete Henry Eld en Macquarie. Se necesitan ocho años para conseguir un permiso de acceso a la isla francesa de Amsterdam (avistada por Juan Sebastián Elcano un siglo antes de que un capitán holandés la bautizara con el nombre de su barco, el Nieuw Amsterdam), cuyos 25 habitantes (técnicos de la estación de investigación) se reúnen por la noche para ver películas porno. La isla australiana Navidad es el escenario de una guerra permanente entre 120 millones de cangrejos rojos y ominosos ejércitos de hormigas araña amarillas. A finales de enero de 1521 Magallanes, tras 50 días de desastrado viaje oceánico sin comida ni apenas agua, arribó a una tierra donde no encontraron nada con que calmar el hambre y la sed; la llamaron Isla de la Decepción, conocida hoy como Napuka, en la Polinesia francesa. Para la neozelandesa Raoul se solicitan cada año voluntarios, que «deben ser ágiles y versátiles, tener espíritu aventurero sin llegar a ser temerarios». Iwo Jima, tumba de más de 20.000 japoneses, es el pretexto para contar la historia de una foto: esa imagen de seis marines apuntalando el mástil de la bandera fue tomada por Joe Rosenthal el 23 de febrero de 1945. Ciertas fotografías de guerra se han convertido en emblemas muy perdurables: la del miliciano cayendo en un campo de Córdoba (Robert Capa, 5 de septiembre de 1936) o la de la niña vietnamita quemada por el napalm (Nick Ut, 8 de junio de 1972), por ejemplo, van fatalmente aparejadas a la evocación de esas guerras.
Aunque los auténticos protagonistas de esta galería sean las ínsulas, pululan en su derredor una partida de personajes increíbles: William Glass (fundador de un estado microcomunista en Tristán de Acuña), Marc Liblin (que aprendió, mientras dormía en su casa de Francia, el habla de los nativos de Rapa), Robert Dean Frisbie (descriptor del paraíso sexual de Pukapuka), August Gissler (buscador de tesoros, que horadó toda la Isla del Coco), Victoriano Álvarez (farero mexicano, violador y asesino, que se autoproclama rey de Clipperton) o la troupe austroalemana que interpreta un culebrón en la ecuatoriana Floreana (o Santa María, una de las Galápagos)… Ínsulas, personajes, historias delirantes para amenizar cincuenta días y cincuenta noches de fiebre, de inquietud, de mareo literario.
En la introducción a este tratado de sorprendentes insularidades, la autora hace varias observaciones, de las que apuntaré aquí solo unas pocas. Aunque aparenten deslizarse hacia la pura obviedad, tienen su miga: dada la forma esférica e ilimitada de la Tierra, cualquier lugar puede ser considerado el centro del mundo; las islas son pequeños continentes y los continentes, grandes islas; todos los mapas son el resultado y la práctica de la violencia colonial; el oficio de cartógrafo es un arte poético y los atlas un género literario de belleza máxima.
La isla quizá sea uno de los símbolos más fecundos de la cultura occidental, posiblemente humana. Los geógrafos, según nos recuerda el filósofo Gilles Deleuze, hablan de dos tipos de islas:
Las islas continentales son islas accidentales, islas derivadas: se separan de un continente, nacen de una desarticulación, de una erosión, de una fractura […]; las islas oceánicas son islas originarias, esenciales: ora aparecen constituidas por corales […], ora surgen de erupciones submarinas.
Pero lo que concluye el pensador —y resulta ahora de muy pertinente aplicación— es que la esencia de la isla desierta es imaginaria y no real, mitológica y no geográfica:
Soñar con las islas —con angustia o alegría, qué más da— es soñar que uno se separa, que ya está separado, lejos de los continentes, solo y perdido, o bien es soñar que partimos de cero, capaces de recrear, de recomenzar.
Tampoco hay que perder de vista que las islas de las que habla Schalansky no son islas fantasmas, sino muy verdaderas, perfectamente localizadas… ¿Seguro? Sin duda, si las comparamos con las innúmeras maravillas de las islas ucrónicas y utópicas, porque en principio la isla es un símbolo del paraíso, un más allá donde residen la belleza, el placer y la bondad, el territorio de la felicidad, el final de todo viaje iniciático: la paz, la soledad, el refugio. Por eso las utopías siempre son concebidas como islas: Utopía (1516) de Tomás Moro, La Ciudad del Sol (1602) de Campanella, Cristianápolis (1619) de Johann Valentín Andrea, La Nueva Atlántida (1627) de Francis Bacon, Océana (1656) de James Harrington… Son las engendradas por el sueño de la razón de escribidores y artistas: Alberto Manguel y Gianni Guadalupi mostraron un prodigioso catálogo de estas islas imaginarias en su Breve guía de lugares imaginarios (2000). No me resisto a evocar las islas de tantos viajeros favoritos (Jasón, Ulises, Persiles, entre otros), la Ítaca de Homero (pero también de Kavafis), la de San Brandán (tantas mágicas veces recontada por Álvaro Cunqueiro), la Atlántida de Platón, la Avalon del rey Arturo, las de los piratas de Verne y de Salgari y de Stevenson, la Kirrin de los cinco, la Corfú de los hermanos Durrell, la ínsula Barataria del maltraído y socarrón Sancho… O aquellas a las que arribó el marino de Bagdad, el prodigioso Simbad: Kafirete, las Cotovías, Gutor, Barabón, Trapobana y Novena («que se mueve cada año un sexto de legua y en el 2136, si nada la detiene, estará delante de Tarragona», sostiene Cunqueiro).
Hay una isla utópica que, sin embargo, existió brevemente, la República Esperantista de la Isla de las Rosas, en realidad una plataforma artificial marina de 400 m2 diseñada por el visionario ingeniero Giorgio Rosa, que proclamó su independencia el 1 de mayo de 1968: estaba construida en el Adriático, frente a las costas de Rímini, pero fue tomada y demolida pocos meses después por las autoridades italianas. El Poder —esa estructura adicta a la gloria, al oro y a la sangre— nunca ha soportado la imaginación, el sueño o la utopía. La historia de esta isla la ha contado recientemente el filme L’incredibile storia dell’Isola delle Rose (Sidney Sibilia, 2020).
Las islas de mi mitología íntima no estarían completas sin el catálogo de las que aprendí en la canción (Capri c’est fini, el éxito de Hervé Villard), en la escuela (todas explosivas: atolón Bikini, Krakatoa), en el cine y, como vengo diciendo, en la literatura.
Ω
De la deslumbrante filmografía de Marlon Brando, hay varias islas presentes en mi imaginario: Queimada (Gillo Pontecorvo, 1969), Rebelión a bordo (Lewis Milestone, 1962) y La isla del Dr. Moreau (John Frankenheimer, 1996, remake muy inferior al filme del mismo título de Don Taylor, 1977). Las islas Hawái hicieron mella en mi mente infantil a través de Hawái (George Roy Hill, 1966) y, sobre todo, La taberna del irlandés (John Ford, 1963), revisionada incansables ocasiones. Pero la isla que más me impactó fue la de Stromboli, terra di Dio (Roberto Rossellini, 1950).
Ω
De adolescente, una novela que me conmovió grandemente —a esa edad las experiencias lectoras son imperecederas— fue La isla de los hombres solos (1963) del costarricense José León Sánchez, una autobiografía de un condenado a perpetuidad en el penal insular de San Lucas. Este es uno de los mejores ejemplos de la isla infierno, espacio distópico, símbolo de exilio, aislamiento, soledad, tortura y muerte. La novela de León Sánchez fue anterior a la aparición del superventas del mismo tema, Papillon (1969), de Henri Charrière. Para quitarme de encima tan ingrata reminiscencia, evoco la isla más bonita —con permiso de Madonna—, que es La isla y los demonios de Carmen Laforet.
Dejo para el final la isla más literaria y que, en los últimos tres siglos, aparece más entretejida de verdad e imaginación, de historia y deseo, de geografía y política. Trataré de resumirles tres historias en un solo párrafo. Juan Fernández (1528/1530-1599), un marino español (cartagenero, por más señas), avista en sus viajes entre 1564 y 1574 un archipiélago, en el Pacífico sur, frente a Valparaíso, que será conocido como islas Juan Fernández (las más grandes serán nombradas Más a Tierra, Santa Clara y Más Afuera). Un marino escocés, Alexander Selkirk (1676-1721), enrolado en el galeón Cinque Ports, discute con su capitán y este lo abandona —cual náufrago— en la isla Más a Tierra, donde permanecerá cuatro años y cuatro meses (1704-1709), hasta ser rescatado por el corsario inglés Woodes Rogers (1679-1732), piloto del Duke, que regresaría a Inglaterra como héroe nacional en 1711 tras haber capturado el Galeón de Manila. Rogers escribiría y publicaría A Cruising Voyage Round the World (Londres, 1712), libro en el que contó sus aventuras y detalló las del rescatado Selkirk. Es muy posible que Daniel Defoe (1660-1731) entrevistara a Selkirk en el puerto de Bristol —tal como afirma Borges— y, desde luego, leyera el famoso libro del reputado corsario Rogers. También pudo haber leído los muy difundidos Comentarios Reales de los Incas (Lisboa, 1609), del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), muy editados en toda Europa y traducidos por sir Paul Rycaut como The Royal Commentaries of Perú (Londres, 1688), aunque la primera versión al inglés data de 1625. En los Comentarios se contaban las peripecias de Pedro Serrano, náufrago español y sobreviviente durante ocho años (1526-1534) en un banco de arena del Caribe colombiano (hoy llamado Banco Serrana). Cuando Serrano fue rescatado, vivió de relatar y divulgar su historia, que el Inca Garcilaso conoció por el caballero Garci Sánchez de Figueroa, aunque al parecer hay un relato escrito por el propio aventurero y conservado en el Archivo General de Indias en Sevilla.
Hace rato que ya habrán deducido que toda esta maraña tiene que ver con el hecho de que Daniel Defoe publicó en 1719 su Robinson Crusoe, con la que creó un mito universal, estuviera o no basada en los episodios de los náufragos Serrano y/o Selkirk. Así que el gobierno chileno cambió en 1966 los nombres de sus islas: a la de Más a Tierra (donde estuvo Selkirk) la rebautizó como Robinson Crusoe (donde nunca estuvo Crusoe) y a la de Más Afuera como Alexander Selkirk (nunca pisada por Selkirk)1. El personaje de Defoe sobrevive en una isla en el delta del Orinoco, más cerca por tanto de la isla caribeña donde sobrevivió el náufrago Pedro Serrano. Al final, todo queda entre robinsones.
La recepción de la obra de Defoe creó escuela: quizá el pistoletazo de salida lo dieron los cuatro volúmenes de La isla Felsenburg (1731-1743) del alemán Johann Gottfried Schnabel (1692-1752). A partir de entonces ha habido robinsones de todo pelaje y en todos los idiomas, dando origen al subgénero de la robinsonada. Mi admirado Claudio Magris, en un artículo titulado «Todos somos Robinson Crusoe», tras dar algunos datos (la obra de Defoe está traducida a 110 lenguas y existen entre 200 y 250 imitaciones o adaptaciones), confiesa haber leído un centenar (!) de estas robinsonaden.
Muy pronto la obra de Defoe sería interpretada como un símbolo del colonialismo y del capitalismo. James Joyce, en una conferencia impartida en Trieste en 1912, ya se percató de ello:
El verdadero símbolo de la conquista británica es Robinson Crusoe, quien, abandonado en una isla desierta con un cuchillo y una pipa en el bolsillo, se convierte en arquitecto, carpintero, afilador, astrónomo, panadero, alfarero, guarnicionero, agricultor, sastre, talabartero y clérigo. Él es el verdadero prototipo del colono británico, como Viernes es el símbolo de las razas sometidas. Todo el espíritu anglosajón está en Crusoe: la independencia viril, la crueldad inconsciente, la persistencia, la inteligencia lenta pero eficiente, la religiosidad utilitaria y bien equilibrada, el cálculo taciturno… Quien relee este sencillo libro, visto a la luz de la historia posterior, no puede dejar de caer en su hechizo profético.
Casi a punto de naufragar en otra ínsula extraña, debo volver al Atlas, enfermo de islofilia, para aislarme en mi isla. Un lector es un náufrago que llega a un libro, que abre una isla. Cada libro es una isla que está esperando a un lector naufragante. ¿Qué isla te llevarías a un libro como este?
_______________
1.También Borges rebautizó un magnífico soneto, publicado antes con el título de «Robinson Crusoe», como «Alexander Selkirk» (en el libro El otro, el mismo).
Diáspora marítima: los barcos de los malditos
La historiadora mexicana Ada Simón y el periodista malagueño Emilio Calle son los autores de Los barcos del exilio (2006), un libro muy útil para iniciarse en uno de los asuntos de los que ya casi nadie quiere o sabe tratar, el del exilio provocado por la Guerra Civil española, esa contienda que se dio por terminada en abril de 1939 y en la que el ejército sublevado se había aplicado en el acoso, ametrallamiento y bombardeo contra quienes en su huida ya solo intentaban salvar lo único que les quedaba: la vida. El destino del medio millón que pudo expatriarse en Francia fue trágico: unos 100.000 acabaron regresando (y no eran lindas flores lo que les esperaba), los más afortunados pudieron embarcarse hacia América (50.000) o África del Norte (20.000) y muchos otros —en su intento de escapar a los campos de concentración— acabaron engrosando las filas de la Legión Extranjera, luchando contra los nazis —en la Resistencia y encuadrados en los ejércitos aliados— o gaseados en Auschwitz.
Además de ser un libro introductorio para abordar el aciago fenómeno del exilio republicano, sus autores —indagando en archivos, fundaciones y hemerotecas— han conseguido presentar una muestra de los principales instrumentos de este colosal éxodo: los barcos. Como marca la ley del mar, cada una de estas embarcaciones tuvo una vida azarosa y, a su estela aventurera, añadió la travesía en la que miles de personas de todos los estratos sociales y profesionales persiguieron la esperanza de una nueva existencia lejos de la amenaza franquista. Cada capítulo del libro es la novela de la vida de uno o varios barcos con nombre propio: Massilia, Mendoza, Cuba, Alsina, Winnipeg, Flandre, Mexique, Sinaia, Saint-Domingue, Quanza, Ronwyn, African Trader, Stanbrook, Lézardrieux, Campillo, Nyassa, Champlain, Ipanema…
Casi todas las expediciones marítimas de los exiliados republicanos fueron organizadas y financiadas por dos organismos: el Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE) creado por Juan Negrín en febrero de 1939 y la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE) fundada por la Diputación Permanente de las Cortes en el exilio (vale decir, por Indalecio Prieto) en julio de 1939. El enfrentamiento político entre los dos líderes también se expresó en estas dos organizaciones.
Como ejemplo de lo arriesgado de los desplazamientos que tuvieron que arrostrar los exiliados podemos citar el peregrinaje del primer presidente de la Segunda República Niceto Alcalá-Zamora (1877-1949) que, tras esperar en Marsella el embarque hacia su destino americano, viajó en el Alsina con otros 750 refugiados de varias nacionalidades, entre ellos varios cientos de judíos. Este buque de doce mil toneladas debía partir el 15 de noviembre de 1940 pero se demoró su salida hasta el 15 de enero de 1941 con rumbo a Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires. Al carecer del Navy Cert británico para atravesar el Atlántico fue desviado a Dakar, donde permaneció cinco largos meses. Alcalá-Zamora viajó entre Dakar y Casablanca varias veces. Finalmente, los refugiados españoles del Alsina —previo paso por campos de concentración francomarroquíes— permanecieron en Casablanca, donde el buque portugués Quanza, fletado por la JARE, los recogió el 30 de octubre de 1941. Esta nave hizo escala en Veracruz para continuar a La Habana, donde Alcalá-Zamora permaneció varios meses hasta tomar otro barco, el Herma Gorthon, que, tras su