© de la portada: L.M. Palomares.
Se dice que una generación de artistas necesita matar al padre, a la generación anterior, para posicionarse de forma autónoma y dar con su propia voz dentro de su contexto histórico, para reivindicar su manera de interpretar el mundo y de plasmarlo en sus obras. A raíz del denominado boom de la literatura hispanoamericana, del éxito de una serie de novelistas que conquistaron a un público lector heterogéneo y masivo, llegó lo inevitable: el cuestionamiento de aquellos autores célebres por parte de un grupo de narradores que, nacidos en los años sesenta, justo en el momento en que se produjo el boom, ansiaban desmarcarse de una tendencia literaria que parecía clasificar a todos por igual. Y en el epicentro del ataque, estaba Gabriel García Márquez, genio y figura, tan polémico como seductor.
Estamos, claro está, ante algo más que un escritor: sólo basta ver de qué modo se protegió el contenido de sus últimos libros–el relato largo Memorias de mis putas tristes (2004), por ejemplo–, con un secretismo que sólo existe con la creadora de Harry Potter, J. K. Rowling. El hombre nacido en Aracataca, Colombia, que se consagró primero al periodismo, malviviendo en su país y luego en Europa, publicaría en 1967 Cien años de soledad, un libro que «cambió también el destino personal de García Márquez, que dejó para siempre de ser sólo un escritor para convertirse en un mito, una leyenda, una figura pública que ya no se pertenecía a sí mismo», dice el estudioso José Miguel Oviedo.
A efectos prácticos, se sintetizó el fenómeno del boom con el realismo mágico de García Márquez, y la tendencia causó un furor que algunos lustros después tendría una continuación en forma de novelas de entretenimiento con sucedáneos de ese estilo en la pluma de Isabel Allende o Laura Esquivel. O al menos eso pensaban los que estaban cansados de que, por el hecho de ser hispanoamericanos, se les encasillaran en el realismo mágico directamente; las nuevas generaciones valoraban el universo garcíamarquiano, pero buscaban más sus raíces en sus «abuelos»–Borges, Rulfo, Cortázar, Carpentier–que en sus padres Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa o García Márquez.
CRITICAR A GARCÍA MÁRQUEZ
De entre las iniciativas por acabar con el acaparamiento del premio Nobel sobre la literatura en Hispanoamérica, surgieron un par de movimientos: una antología de relatos titulada (1996) –en una especie de burla de Macondo, el (2005), cuyo manifiesto rezaba: «Escribir una literatura de calidad; obras totalizantes, profundas y lingüísticamente renovadoras; libros que apuesten por todos los riesgos, sin concesiones ». Tal cosa pretendían estos «jóvenes de generación en crisis que han crecido en la crisis», como afirmaba Estivill, aludiendo a la vocación formal y al alejamiento del realismo regional, al tiempo que mostraban su desencanto, en el plano histórico y personal, que les había tocado vivir.